DOCE

En otra vida, Lucille sería chef. Iría a trabajar todos los días con una sonrisa en la cara y volvería a casa por la noche oliendo a grasa y a todo tipo de especias y condimentos. Le dolerían los pies, tendría las piernas cansadas, pero estaría encantada con sus tareas.

Se encontraba en una cocina llena hasta los topes, aunque limpia, con la segunda ronda de pollo frito rugiendo como el océano sobre los escollos. En el salón, la familia Wilson hablaba y reía, tratando de no encender la televisión mientras tomaban la comida. Estaban sentados en círculo en el suelo —aunque Lucille no tenía la menor idea de por qué se sentaban en el suelo cuando tenían una estupenda mesa de comedor a menos de tres metros— con el plato en el regazo, llevándose montones de arroz con salsa, maíz, judías verdes, pollo frito y galletas a la boca. De vez en cuando se oían unas carcajadas seguidas de un largo silencio mientras comían.

Así transcurrieron las cosas hasta que toda la familia se hubo hartado y sólo unos pocos pedazos de pollo aislados quedaron sin comer en un platito junto a los fogones. Lucille los metió en el horno por si alguien tenía hambre más tarde y luego hizo inventario de la cocina.

Las existencias parecían estar disminuyendo, y eso le gustaba.

—¿Hay algo que yo pueda hacer? —inquirió Jim Wilson al entrar procedente del salón. En algún lugar del piso de arriba, su mujer corría detrás de los hijos de ambos, riendo.

—No, gracias —respondió Lucille con la cabeza metida en uno de los armarios de la cocina. Luego garabateó a ciegas unas notas en una lista de la compra—. Lo tengo todo controlado —añadió.

Jim se acercó, echó un vistazo a un montón de platos y se arremangó la camisa.

—Pero ¿qué haces? —preguntó Lucille cuando por fin sacó la cabeza del armario.

—Ayudar.

—Ya los estás dejando donde estaban. Para eso están los niños —replicó la anciana al tiempo que le propinaba un brusco golpetazo en la mano.

—Están jugando —repuso Jim.

—Bueno, tienen todo el día para jugar, ¿no? Debes enseñarles a ser responsables.

—Sí, señora —repuso Jim.

Lucille iba zumbando de un lado a otro de la cocina, sorteando al hombre que se había anclado frente al fregadero. En lugar de coincidir con ella en la correcta educación de los hijos, lavó, enjuagó y colocó despacio los cacharros en el escurreplatos.

Uno a uno.

Lava. Enjuaga. Escurreplatos.

—Cariño —comenzó Lucille—, ¿por qué no los metes todos a la vez en el fregadero? —Nunca había visto a nadie lavar los platos uno por uno de ese modo.

Jim no contestó, sino que simplemente continuó con su tarea.

Uno a uno.

Lava. Enjuaga. Escurreplatos.

—Bueno, como quieras —dijo Lucille.

Trató de no achacar la peculiaridad de Jim a lo que lo había traído de vuelta de la tumba. A pesar de que eran primos —hasta donde ella sabía—, no había pasado con él y su familia tanto tiempo como debería haberlo hecho. Y ése era un gran motivo de congoja para Lucille.

Prácticamente sólo recordaba a Jim como una persona muy trabajadora, que era por lo que la mayoría de la gente en Arcadia lo conocía hasta que él y su familia fueron asesinados.

Aquel asesinato fue una cosa horrenda. A veces Lucille casi conseguía olvidar que había ocurrido. Casi… En cambio, en otras ocasiones no veía otra cosa cuando miraba a cualquiera de ellos. Ésa era la razón por la que el pueblo había reaccionado hacia los Wilson como lo había hecho. A nadie le gusta que le recuerden dónde ha fallado, dónde se equivocó y nunca fue capaz de subsanar su error. Y eso es lo que era esa familia.

Sucedió en el invierno de 1963, si a Lucille no le fallaba la memoria. Lo recordaba de ese modo en que una persona recuerda todas las noticias trágicas: en escena.

Se encontraba en la cocina batallando con los platos. En el exterior hacía un frío que pelaba. Miró por la ventana y observó el roble —desnudo como el día en que nació— mecerse adelante y atrás cuando el viento arreciaba. «Dios mío», exclamó.

Harold estaba en algún sitio allí afuera, en medio de todo aquel frío, de aquella oscuridad, pues había ido al colmado a aquella tardía hora de la noche, lo cual no tenía ni pies ni cabeza, pensó Lucille. Entonces, como si Harold hubiera oído sus pensamientos, vio de pronto los faros de la camioneta rebotando por el camino sin asfaltar en dirección a la casa.

—Tendrás que sentarte —dijo él nada más entrar.

—¿Qué pasa? —inquirió ella, notando que el corazón le daba de pronto un vuelco. La voz de Harold lo decía todo.

—¿Quieres hacer el favor de sentarte? —le gritó.

Se restregaba la boca una y otra vez. Sus labios se movían adelante y atrás formando pequeños círculos del diámetro de un cigarrillo. Se sentó a la mesa de la cocina. Se puso en pie. Volvió a sentarse.

—Muertos a tiros —dijo por fin, casi en un susurro—. Todos. Los han matado a tiros. A Jim lo han encontrado muerto en el pasillo, a escasa distancia de su escopeta, como si estuviera yendo a por ella y no hubiera llegado a tiempo. Sin embargo, según me han dicho, estaba descargada, de modo que dudo que hubiera tenido tiempo siquiera de utilizarla. Nunca le gustó tener esa arma cargada con los niños allí. —Harold se frotó un ojo—. A Hannah… la encontraron debajo de la cama. Supongo que fue la última.

—Dios mío —musitó Lucille mirándose las manos aún llenas de jabón—. Dios mío, Dios mío, Dios mío.

Harold gruñó algún tipo de afirmación.

—Deberíamos haber ido a visitarlos más a menudo —declaró Lucille, llorando.

—¿Qué?

—Deberíamos haber ido a visitarlos más a menudo. Deberíamos haber pasado más tiempo con ellos. Eran familia. Ya te dije que Jim y yo estábamos emparentados. Eran familia.

Harold nunca había estado seguro de que la afirmación de su esposa de que ella y Jim eran parientes fuera cierta. Pero era una de esas cosas que no tenían importancia, lo sabía. Si ella lo creía, era verdad, lo que hizo que lo que les había sucedido fuera aún más doloroso.

—¿Quién ha sido? —preguntó Lucille.

Harold sólo meneó la cabeza al tiempo que intentaba no llorar.

—Nadie lo sabe.

Aquello daría mucho que hablar en Arcadia no sólo aquella noche, sino en los años que estaban por venir. La muerte de los Wilson, a pesar de ser trágica y horrible en sí misma, tendría una influencia secreta en el pueblo de Arcadia y en su sentido general de lugar en el mundo.

Fue después del asesinato de los Wilson cuando la gente comenzó a darse cuenta de pequeños robos que se producían de vez en cuando. O quizá se percataban de que fulanito o menganito tenían problemas matrimoniales, o de que tal vez estuvieran teniendo una aventura. Una sensación general de violencia surgió en torno a los cimientos de Arcadia después de la tragedia. Crecía como el mildiú, extendiéndose un poco más cada año que pasaba.

Cuando Jim Wilson hubo acabado de fregar los platos a su peculiar manera, Lucille ya había terminado su lista. Subió al piso de arriba, se aseó en el lavabo, se vistió, cogió la lista y el bolso y se detuvo en la puerta. Cuando tuvo la seguridad de estar preparada, con las llaves de la camioneta en la mano y la vieja Ford azul de Harold devolviéndole la mirada, respiró hondo y pensó en lo mucho que detestaba conducir. Y para empeorar las cosas, la maldita vieja camioneta de Harold era el animal más parcial y temperamental que había visto nunca. Arrancaba cuando le daba la gana. Los frenos chirriaban. Aquella cosa estaba viva, le había dicho Lucille a su marido más de una vez. Viva y llena de desprecio hacia las mujeres…, tal vez incluso hacia la humanidad en su conjunto, al igual que su propietario.

—Siento mucho todo esto —dijo Jim Wilson sobresaltando a Lucille, que aún no se había acostumbrado a lo callado y sigiloso que podía llegar a ser.

La anciana rebuscó entonces en su bolso. Allí estaba la lista. Allí estaba el dinero. Allí estaba la foto de Jacob. Pero siguió revolviendo entre sus pertenencias y se dirigió a toda la familia Wilson sin volver la vista atrás. Estaban todos allí, los percibía, juntos a su espalda, como en la foto de una tarjeta de Navidad.

—Hablas igual que toda tu familia —declaró—. Resulta bastante fácil saber de dónde les viene a ellos…, todo eso de disculparse sin motivo. No quiero oír ni una palabra más. —Y, acto seguido, cerró el bolso sintiéndose aún intranquila.

Era como si se estuviera avecinando una tormenta.

—Desde luego —replicó Jim—. Trato de no ser una molestia. Sólo quería que comprendieras lo mucho que apreciamos tu ayuda, eso es todo. Únicamente quiero que sepas lo agradecidos que estamos por todo lo que estás haciendo por nosotros.

Lucille se volvió con una sonrisa.

—Cierra con llave cuando me haya ido. Dile a Connie que hablaré con ella cuando vuelva. Tengo una receta de tarta que me gustaría darle. Era de la tía abuela Gertrude… creo. —Se detuvo a pensar. Y añadió—: Mantén a esos benditos hijos tuyos arriba. No debería venir nadie por aquí, pero si así fuera…

—Estaremos arriba.

—Y recuerda…

—La comida está en el horno —la interrumpió Jim dirigiéndole un saludo militar.

—Vale, vale —replicó ella, y partió con paso decidido hacia el lugar donde estaba aparcada la vieja Ford azul de Harold, rehusando mirar atrás y dejarles entrever el miedo que le había entrado de repente.

El colmado era uno de los últimos edificios que quedaban de la época del proyecto de renovación y reciclaje de 1974, la última ocasión en que el pueblo había recibido una inyección sustancial de dinero. La vieja construcción de ladrillo era una de las postreras paradas en el extremo occidental de la población antes de que terminara el pueblo propiamente dicho y desembocara en una carretera de dos carriles y campos, árboles y casas que salpicaban el terreno aquí y allá. Se hallaba al final de Main Street, cuadrado y de aspecto imponente, igual que en el pasado, cuando era el ayuntamiento.

De hecho, todo lo que uno tenía que hacer era arrancar los carteles y anuncios estratégicamente colocados y la palabra Ayuntamiento, descolorida y deteriorada por el paso del tiempo, seguía siendo visible en relieve sobre las viejas piedras. En un buen día —antes de que los militares establecieran campamento en el lugar—, el establecimiento tenía suerte si llegaba a los treinta clientes. E incluso esa cifra era optimista, hasta contando a los viejos que a veces holgazaneaban sin hacer otra cosa más que estar sentados en la puerta de la tienda en sus mecedoras intercambiando fantasías.

Un joven soldado le ofreció el brazo a Lucille cuando ella subía la escalera. La llamó «señora» y se mostró amable y paciente, incluso mientras muchísimos otros jóvenes pasaban zumbando junto a ellos como si la comida pudiera acabarse de pronto.

En el interior, un grupo de hombres chismosos se oponían a que les negaran un lugar para sentarse. Se trataba de Fred Green, Marvin Parker, John Watkins y algunos otros. En las últimas dos semanas habían estado protestando —si era así como querían llamarlo— en el jardín de Marvin Parker. A Lucille le parecía un triste grupo de protesta. Eran apenas media docena y aún no se les había ocurrido ningún eslogan decente. Un día, cuando iba a ver a Harold y a Jacob, los había oído gritar: «¡Arcadia para los vivos! ¡No para los desprendidos!».

Lucille no tenía la menor idea de qué demonios se suponía que querían decir con eso, y se figuraba que ellos tampoco. Era muy probable que simplemente lo dijeran porque rimaba y, que ellos supieran, si uno iba a protestar, tenía que hacer una rima.

Cuando el joven soldado la escoltaba mientras franqueaba la puerta, la anciana se detuvo frente a ellos.

—Deberíais avergonzaros de vosotros mismos —los regañó. Le dio al soldado unas palmaditas en la mano para indicarle que no tenía problema en continuar sola—. Es una vergüenza —afirmó.

Los hombres mascullaron algo entre sí y, luego, Fred Green —¡ese maldito instigador de Fred Green!— habló:

—Éste es un país libre.

Lucille hizo chasquear la lengua.

—¿Y qué tiene eso que ver con nada de todo esto?

—Sólo estamos aquí sentados, ocupándonos de nuestros asuntos.

—¿No deberíais estar ahí, en el jardín, gritando ese estúpido eslogan vuestro?

—Estamos descansando —replicó Fred.

Lucille tuvo dificultad en determinar el tono de Fred. No estaba segura de si estaba siendo irónico o si realmente estaban todos descansando. Parecían muy en su papel…, medio quemados por el sol, ojerosos y agotados.

—Entonces, supongo que estáis haciendo una sentada, como hacía la gente cuando los negros querían la igualdad de derechos, ¿no?

Los hombres se miraron unos a otros, percatándose de que les habían tendido una trampa, pero no del todo capaces de verla.

—¿A qué te refieres? —inquirió Fred, deslizándose del lado de la prudencia.

—Sólo quiero saber cuáles son vuestras reivindicaciones, eso es todo. ¡Toda sentada conlleva unas reivindicaciones! Cuando os organizáis así, tenéis que pedir algo. —Un soldado chocó accidentalmente con ella. Se detuvo a pedirle disculpas y luego continuó su camino—. Habéis conseguido perturbar las cosas —prosiguió Lucille dirigiéndose a Fred—. Eso está claro. Pero ¿ahora qué? ¿Cuál es vuestra plataforma? ¿Qué es lo que defendéis?

Los ojos de Fred se llenaron de luz. Se sentó, se retrepó en su asiento y respiró hondo con exagerado ademán. Los demás hombres siguieron su ejemplo y se sentaron tiesos como lápidas.

—Defendemos a los vivos —respondió Fred con voz monótona y uniforme.

Se trataba del eslogan del Movimiento por los Auténticos Vivos de Montana, esos locos que Lucille había visto en televisión aquel día, hacía tanto tiempo. Esos que habían pasado de promesas de guerras raciales a la integración racial total desde que habían aparecido los Regresados. Y ahora allí estaba Fred Green, citándolos.

Sin lugar a dudas, estaba chiflado, pensó Lucille.

Los otros hombres tomaron aliento del mismo modo en que lo había hecho Fred, dando la impresión de que engordaban al hacerlo. Luego todos repitieron:

—Defendemos a los vivos.

—No era consciente de que los vivos necesitaran que alguien los defendiera —observó Lucille—. Pero, bueno, podríais tratar de corear eso en lugar de esa estupidez de «¡Arcadia para los vivos! ¡No para los desprendidos!». ¿De qué se desprenden? ¿A quién se lo dan? —dijo agitando una mano en ademán despectivo.

Fred la miró con atención mientras los engranajes de su cabeza giraban.

—¿Cómo está tu hijo? —inquirió.

—Muy bien.

—¿Sigue en la escuela, entonces?

—¿En la cárcel, quieres decir? Sí —respondió ella.

—¿Y Harold? Me han dicho que también él sigue en la escuela.

—¿En la cárcel? —repitió Lucille—. Pues sí. Está allí.

Se acomodó el bolso sobre el hombro, acomodando también así de algún modo sus pensamientos.

—¿Qué vas a comprar hoy? —le preguntó entonces Fred.

Los hombres que lo rodeaban asintieron con la cabeza, dignándose dar su aprobación. Se encontraban todos en la entrada, en el reducido espacio que había antes de entrar en la tienda propiamente dicha. El dueño había tratado de utilizarlo como un lugar para recibir a los clientes, como hacían en los almacenes Wal-Mart, pero poco después los viejos adoptaron la costumbre de plantarse allí a ver a la gente entrar y salir. Más adelante, el estar de pie se convirtió en estar sentados cuando alguien cometió el error de dejar una mecedora cerca de la puerta.

Ahora ya no tenía remedio. La parte delantera del colmado —a pesar de lo pequeño que era— pertenecía a los chismosos. Si se conseguía pasar frente a ellos sin ser blanco de sus comentarios, el edificio tenía encanto sólo para quien no quisiera gran cosa. En las escasas estanterías que la tienda contenía, había comida enlatada y servilletas de papel, papel higiénico y un puñado de productos de limpieza. En las paredes, cerca de las ventanas, había artículos de ferretería que se balanceaban colgados de ganchos pendiendo de las vigas, como si un cobertizo lleno de herramientas hubiera explotado en algún lugar y los hubiera diseminado por el establecimiento. El propietario, un hombre gordo al que llamaban Patata por algún motivo que Lucille nunca acabó de entender, trataba de cubrir todas las necesidades en un espacio muy reducido.

La mayoría de las veces no lo conseguía, pero estaba bien que lo intentara, pensaba ella. El colmado no era un buen sitio para encontrar lo que uno quería, pero, por lo general, podías encontrar lo que necesitabas de verdad.

—Voy a comprar lo que me hace falta —contestó la anciana—. ¿Te parece bien?

Fred sonrió.

—Venga, Lucille. —Se reclinó en la silla—. Sólo estaba haciéndote una pregunta amistosa, eso es todo. No pretendía nada malo.

—¿En serio?

—En serio. —Descansó el codo en el brazo de su silla y apoyó la barbilla en el puño—. ¿Por qué una pregunta tan simple habría de poner a una mujer como tú tan nerviosa? —Fred se echó a reír—. No estarás escondiendo a nadie allá arriba en tu casa ni nada por el estilo, ¿verdad, Lucille? Quiero decir que hace ya mucho que los Wilson desaparecieron de la iglesia. Por lo que me han dicho, los soldados fueron a buscarlos y el pastor los había soltado.

—¿Soltado? —bufó ella—. ¡Son personas, no animales!

—¿Personas? —Fred entornó los ojos, como si de pronto Lucille se hubiera desenfocado—. No —dijo finalmente—. Y siento que tú lo creas así. Fueron personas. Antes. Pero eso fue hace mucho tiempo. —Sacudió la cabeza—. No, no son personas.

—¿Quieres decir desde que los asesinaron?

—Me imagino que los soldados se alegrarían mucho de conseguir una pista sobre dónde se esconden los Wilson.

—Me imagino que sí —replicó ella, dispuesta a entrar en el colmado—. Pero yo no sé nada al respecto. —Estaba a punto de marcharse, a punto de dejar a Fred Green y sus despreciables maneras, pero se detuvo—. ¿Qué pasó? —quiso saber.

Fred miró a los otros hombres.

—¿A qué te refieres? —repuso—. ¿Qué le pasó a quién?

—A ti, Fred. ¿Qué te pasó a ti después de que Mary murió? ¿Cómo te has convertido en esto? Ella y tú solíais venir a casa todos los domingos. Tú ayudaste a Harold a encontrar a Jacob aquel día, por el amor de Dios. Cuando los Wilson murieron, Mary y tú asististeis a su funeral como todo el mundo. Después, cuando ella se fue, también te fuiste tú. ¿Qué te pasó? ¿Por qué les tienes tanta inquina… a todos ellos? ¿A quién culpas? ¿A Dios? ¿A ti mismo?

Al ver que Fred se negaba a contestar, Lucille echó a andar y entró en la tienda propiamente dicha para perderse rápidamente entre los estrechos pasillos, dejando así a los hombres cotillear o planear o hacer suposiciones entre ellos. Fred Green la observó mientras se alejaba. Después se puso en pie, despacio, y se marchó de allí. Tenía una cosa muy importante que hacer.

De camino a casa, Lucille tenía la cabeza llena de todas las maneras en que la gente rechazaba a los Regresados. Le dio gracias a Dios por haberle concedido la disposición y la paciencia necesarias para soportar todo aquello. Le dio gracias por haber llevado a la pequeña familia de Regresados a la puerta de su casa en su momento de necesidad, que era también el suyo propio, porque ahora la casa no estaba ni mucho menos tan vacía y el corazón no le dolía tanto cuando regresaba en la vieja camioneta de Harold con el asiento del acompañante lleno de comida y una vivienda cálida llena de personas vivas esperándola en el hogar… tal como siempre debería haber sido.

La camioneta abandonó el pueblo a buen paso y dejó atrás los campos y los árboles. En una ocasión, Harold y ella habían hablado de vivir dentro de la población, pero habían decidido no hacerlo antes de que Jacob naciera. Había algo en la idea de vivir los tres apartados del mundo —en pequeña medida, por lo menos—, ocultos por el bosque y el campo, que la tenía cautivada.

Al llegar a casa vio con claridad las roderas del camión profundamente marcadas en el jardín. Las huellas de las botas de los soldados estaban aún bien visibles. La puerta principal colgaba de sus bisagras y un rastro de barro cruzaba el porche frontal y se internaba en la casa.

Lucille detuvo la vieja camioneta bajo el roble y se quedó sentada tras el volante con el motor en marcha, la cabina llena de comida y las lágrimas asomándole a los ojos.

—¿Dónde estabas Tú? —inquirió con voz quebrada, sabiendo de sobra que en ese preciso instante sólo Dios podía oírla.