DOS

Obviamente, incluso para quienes regresaban de entre los muertos había papeleo. La Oficina Internacional para los Regresados recibía financiación más deprisa de lo que podía gastarla. Y no había un solo país en el planeta que no estuviera dispuesto a rascar en los fondos públicos o a contraer deudas para tratar de conseguir el favor de cualquier funcionario de la Oficina, puesto que se trataba de la única organización a nivel mundial capaz de coordinarlo todo y a todos.

Lo irónico era que nadie en la Oficina sabía más que los demás. Todo cuanto hacían era contar a la gente y darles indicaciones para volver a casa. Nada más.

Cuando las emociones se hubieron aplacado en la casa de los Hargrave, hicieron pasar a Jacob a la cocina, donde pudo sentarse a la mesa y comer todo lo que no había comido durante su ausencia. El hombre de la Oficina se acomodó en el salón con Harold y Lucille, sacó un montón de papeles para cumplimentar de un maletín de cuero marrón y se puso manos a la obra.

—¿Cuándo murió el individuo que ha regresado? —inquirió el hombre de la Oficina, que, por segunda vez, dijo ser el agente Martin Bellamy.

—¿Tenemos que decir eso? —preguntó Lucille. Inspiró aire por la nariz y se retrepó en su asiento con un aire muy solemne y refinado después de haberse arreglado el largo cabello plateado, que se le había despeinado mientras achuchaba a su hijo.

—¿Decir qué? —replicó Harold.

—Se refiere a lo de que «murió» —terció el agente Bellamy.

Lucille asintió.

—¿Qué tiene de malo decir que murió? —inquirió Harold en voz más alta de lo que pretendía. Jacob seguía a la vista, aunque prácticamente no podía oírlos.

—¡Shhh!

—Murió —dijo Harold—. Fingir que no fue así no tiene sentido.

No se percató de ello, pero esta vez habló en voz más baja.

—Martin Bellamy sabe lo que quiero decir —repuso su esposa. Se retorció las manos en el regazo mientras buscaba a Jacob cada pocos segundos, como si fuera una vela en una casa llena de corrientes de aire.

El agente Bellamy sonrió.

—No pasa nada —dijo—. De hecho, es una reacción bastante común. Debería haber sido más considerado. Volvamos a empezar, ¿quieren? —Miró el cuestionario—. ¿Cuándo fue que el Regresado…?

—¿De dónde es usted?

—¿Perdón?

—¿De dónde es usted? —Harold se hallaba de pie junto a la ventana, mirando el cielo azul—. Habla como si fuera de Nueva York.

—¿Eso es bueno o malo? —repuso el hombre, como si no le hubieran preguntado por su acento una docena de veces desde que lo asignaron a los Regresados de la zona sur de Carolina del Norte.

—Es horrible —contestó Harold—. Pero soy un tipo indulgente.

—Jacob —los interrumpió Lucille—. Llámelo Jacob, por favor. Se llama Jacob.

—Sí, señora —respondió el agente Bellamy—. Lo siento. A estas alturas debería tener más conocimiento.

—Gracias, Martin Bellamy —dijo ella. De nuevo, por algún motivo, sus manos se habían convertido en puños en su regazo. Respiró hondo y, concentrándose, las extendió—. Gracias, Martin Bellamy —repitió.

—¿Cuándo se fue Jacob? —volvió a preguntar el hombre en voz baja.

—El 15 de agosto de 1966 —contestó Harold. Caminó hasta la puerta con aspecto inquieto y se pasó la lengua por los labios. Sus manos iban alternativamente de los bolsillos de sus viejos y raídos pantalones a sus viejos y raídos labios, sin encontrar la paz, o el cigarrillo, ni en uno ni en otro extremo del trayecto.

El agente Bellamy tomaba notas.

—¿Cómo sucedió?

Aquel día, el nombre de Jacob se había convertido en un conjuro mientras los buscadores trataban de encontrar al muchacho. La llamada sonaba a intervalos regulares: «¡Jacob! ¡Jacob Hargrave!». Y, acto seguido, otra voz recogía el nombre y lo trasladaba a un nuevo eslabón de la cadena: «¡Jacob! ¡Jacob!».

Al principio, las voces se atropellaban unas a otras en una cacofonía de miedo y desesperación. Pero al no encontrar enseguida al chiquillo y para preservar su garganta, los hombres y las mujeres del equipo de búsqueda se fueron turnando para gritar mientras el sol adquiría un color dorado y se hundía despacio en el horizonte, engullido por los altos árboles primero y el matorral bajo después.

Al cabo de un tiempo, caminaban todos dando tumbos, agotados de pisar, levantando mucho los pies entre las densas zarzas, abrumados por la preocupación. Fred Green estaba con Harold.

—Lo encontraremos —repetía incesantemente—. ¿Viste esa mirada en sus ojos cuando desenvolvió la pistola de balines que le regalé? ¿Habías visto alguna vez a un crío más entusiasmado? —jadeó Fred con las piernas doloridas por el cansancio—. Lo encontraremos —repitió al tiempo que asentía con la cabeza—. Lo encontraremos.

Luego se hizo noche cerrada y el paisaje densamente poblado de pinos y arbustos de Arcadia centelleó con el resplandor de las linternas.

Mientras se acercaban al río, Harold se alegró de haber convencido a Lucille para que se quedara en casa.

—Podría volver, y entonces querrá a su mamá —le había dicho, porque sabía, de esa extraña manera en que esas cosas se saben, que encontraría a su hijo en el río.

Se adentró hasta la rodilla en el agua poco profunda, despacio, dando un paso, gritando el nombre del niño, deteniéndose a escuchar por si se hallaba en algún lugar cercano, volviendo a llamar, dando otro paso y gritando nuevamente su nombre, una y otra vez.

Cuando al final encontró el cuerpo, la luz de la luna y el agua le arrancaban al chiquillo hermosos y fantasmales destellos plateados, del mismo color del agua resplandeciente.

—Santo Dios —musitó Harold. Y ésa sería la última vez que lo diría en toda su vida.

Relató la historia al tiempo que oía de pronto todos los años de su voz. Era como la de un viejo, endurecida y áspera. De vez en cuando, mientras hablaba, Harold levantaba una mano gruesa y arrugada y se la pasaba por los escasos mechones finos y grises que aún seguían adheridos a su cuero cabelludo. Manchas de vejez decoraban sus manos y tenía los nudillos hinchados a causa de la artritis que a veces lo importunaba. No le causaba tantas molestias como a algunas otras personas de su edad, pero sí las suficientes como para recordarle la riqueza de la juventud que ya no poseía. Incluso mientras hablaba una leve punzada de dolor le sacudió la parte inferior de la espalda.

Casi no le quedaba pelo. Tenía la piel salpicada de manchas. La cabeza, grande y redonda. Las orejas, enormes y arrugadas. La ropa parecía tragárselo por mucho que Lucille intentara encontrar algo que le sentara mejor. No había lugar a dudas: ahora era un viejo.

Algo en relación con tener a Jacob de vuelta, aún joven y vibrante, había hecho que Harold Hargrave tomara conciencia de su edad.

Lucille, tan vieja y gris como su marido, sólo miraba hacia otro lado mientras él hablaba, sólo observaba a su hijo de ocho años sentado a la mesa de la cocina, comiéndose un pedazo de tarta de pacanas como si en ese mismo momento volvieran a estar en 1966 y no hubiera ningún problema y nunca fuera a volver a haberlo. A veces se retiraba de la cara un mechón plateado de pelo pero, si alcanzaba a ver sus manos, delgadas y llenas de manchas propias de la edad, no parecían molestarle.

Harold y Lucille eran un par de bichos flacos y enjutos. Ella se había hecho más alta que él en los últimos tiempos. O, mejor dicho, él había encogido más deprisa que ella, de modo que ahora tenía que levantar la vista para mirarla cuando discutían. Además, Lucille tenía la suerte de no consumirse tanto como él, cosa que achacaba a los años de fumador de su marido. Los vestidos aún le sentaban bien. Sus brazos largos y delgados eran diestros y ágiles, mientras que los de él, ocultos bajo unas camisas que le estaban demasiado grandes, lo hacían parecer un poco más vulnerable de lo que solía. Y últimamente eso le daba a ella ventaja.

Lucille se enorgullecía de ello y no se sentía en exceso culpable, aunque en ocasiones pensaba que debería.

El agente Bellamy escribió hasta que notó un calambre en la mano y, después, siguió escribiendo. Había tenido la precaución de grabar la entrevista, pero seguía considerando una buena idea poner también las cosas por escrito. La gente parecía molestarse si se reunía con un hombre del Gobierno y no se dejaba constancia escrita de nada. Ése era el caso del agente Bellamy. Su cerebro era de los que preferían ver las cosas a oírlas. Si no lo ponía todo sobre el papel ahora, tendría que hacerlo más tarde.

Anotó lo sucedido desde el comienzo de la fiesta de cumpleaños aquel día de 1966. Redactó todo el relato del llanto y el sentimiento de culpa de Lucille, pues había sido la última persona que había visto a Jacob con vida. La mujer sólo recordaba una breve imagen de uno de sus pálidos brazos mientras volvía una esquina a toda velocidad, persiguiendo a los demás niños. Bellamy anotó que en el funeral había casi más gente de la que la iglesia podía albergar.

Sin embargo, hubo partes de la entrevista que no refirió. Detalles que, por respeto, confió sólo a la memoria en lugar de a la documentación burocrática.

Harold y Lucille habían sobrevivido a la muerte del chiquillo, pero sólo apenas. Los siguientes cincuenta y tantos años se contaminaron de una clase peculiar de soledad, de una soledad indiscreta que aparecía sin avisar y que suscitaba conversaciones inapropiadas los domingos durante la cena. Era una soledad que no nombraban y de la que hablaban rara vez. Simplemente la sorteaban conteniendo el aliento, día sí, día también, como si fuera un acelerador de partículas atómicas —reducido en escala pero no en complejidad ni en esplendor— que hubiera aparecido de pronto en medio del salón con la firme intención de lanzar las especulaciones más funestas y rebuscadas acerca del modo cruel en que el mundo funcionaba realmente.

A su manera, se trataba de una verdad menor.

Con los años, no sólo fueron acostumbrándose a ocultarse de la soledad, sino que desarrollaron una gran habilidad para hacerlo. Casi era como un juego: no hables del Festival de las Fresas porque a él le encantaba; no te quedes mirando mucho tiempo edificios que te gustan porque te recordarán aquella vez en que él dijo que algún día, de mayor, sería arquitecto; ignora a los niños en cuyo rostro lo ves.

Cada vez que llegaba el cumpleaños de Jacob se pasaban el día melancólicos y les costaba entablar conversación. A veces, Lucille se echaba a llorar sin motivo aparente, o tal vez Harold fumaba un poco más de lo que había fumado el día anterior.

Pero eso fue sólo al principio. Sólo durante aquellos tristes primeros años.

Se hicieron mayores.

Se cerraron puertas.

Ambos se habían vuelto tan ajenos a la tragedia de la muerte de Jacob que, cuando el muchacho volvió a presentarse en su puerta —sonriente, aún de una pieza y sin un año más, aún su hijo adorado, aún un crío de sólo ocho años de edad—, todo aquello quedaba tan lejos que a Harold incluso se le había olvidado el nombre del chico.

Cuando Lucille y él terminaron de hablar se hizo un silencio. Sin embargo, a pesar de su solemnidad, fue un silencio efímero, porque se oyó el ruido de Jacob, sentado en la cocina rastrillando el plato con el tenedor, bebiéndose de un trago la limonada y eructando con gran satisfacción.

—Perdón —dijo el pequeño en dirección a sus padres.

Lucille sonrió.

—Disculpen que les pregunte esto —comenzó el agente Bellamy—. Y, por favor, no se lo tomen como una acusación de ningún tipo. Se trata simplemente de algo que tengo que preguntar con el fin de comprender mejor estas… circunstancias únicas.

—Ya estamos —dijo Harold. Sus manos habían dejado por fin de hurgar en busca de cigarrillos fantasma y se habían instalado en sus bolsillos.

Lucille agitó una mano en el aire con desdén.

—¿Cómo eran las cosas entre Jacob y ustedes antes? —prosiguió el agente Bellamy.

Harold resopló. Su cuerpo había acabado por decidir que su pierna derecha aguantaría mejor el peso que la izquierda. Miró a Lucille.

—Ésta es la parte en la que tenemos que decir que nosotros lo forzamos o algo así. Como hacen en la tele. Tenemos que decir que habíamos discutido con él, que lo habíamos castigado sin cenar, o que había sido objeto de algún tipo de maltrato por nuestra parte, como se ve en la televisión. Algo por el estilo.

Harold se acercó entonces a una mesita que había en el recibidor, frente a la puerta principal. En el primer cajón había un paquete de cigarrillos sin abrir.

Antes de que hubiera regresado siquiera a la sala de estar, Lucille abrió fuego:

—¡Ni hablar!

Pero su marido retiró el envoltorio con mecánica precisión, como si sus manos no fueran suyas. Se colocó un cigarrillo sin encender entre los labios, se rascó el arrugado rostro y expulsó el aliento, despacio y de un largo soplo.

—Esto es lo único que necesitaba —señaló—. Nada más.

El agente Bellamy continuó entonces, hablando en voz baja:

—No estoy tratando de decir que ustedes o que otra persona sean culpables de que su hijo…, bueno, me estoy quedando sin eufemismos. —Esbozó una sonrisa—. Sólo estoy preguntando. La Oficina se está esforzando por comprender lo que ocurre, como todo el mundo. Tal vez nos encarguemos de poner en contacto a unas personas con otras, pero eso no significa que tengamos un conocimiento profundo de lo que está sucediendo. Ni de por qué está pasando. —Se encogió de hombros—. Las grandes cuestiones siguen siendo grandes, siguen siendo inabordables. Pero tenemos la esperanza de que descubriendo todo lo que podamos, formulando las preguntas que quizá no a todo el mundo le resulte agradable contestar, podremos abordar algunas de esas grandes cuestiones. Llegar a entenderlas antes de que se nos vayan de las manos.

Lucille se inclinó hacia adelante en su asiento.

—¿Y cómo podrían írseles de las manos? ¿Se les están yendo de las manos?

—Lo harán —intervino Harold—. Me apuesto tu Biblia a que lo harán.

El agente Bellamy sólo meneó la cabeza con un gesto profesional y tranquilo y volvió a su pregunta original.

—¿Cómo eran las cosas entre ustedes y Jacob antes de que se fuera?

Lucille se percató de que su esposo estaba inventando una respuesta, de modo que ella se le adelantó.

—Las cosas marchaban estupendamente —dijo—. Estupendamente. No había nada extraño en absoluto. Era nuestro hijo y lo queríamos como cualquier padre debería querer a su hijo. Y él nos correspondía. Eso era todo, y sigue siéndolo. Lo queremos y él nos quiere y, ahora, por la gracia de Dios, volvemos a estar juntos. —Se frotó el cuello y alzó las manos—. Es un milagro —señaló.

El agente Bellamy tomaba notas.

—¿Y usted? —le preguntó a Harold.

Pero él sólo se quitó el cigarrillo sin encender de la boca, se pasó una mano por la cabeza y corroboró:

—Ella lo ha dicho todo.

Bellamy tomó más notas.

—Ahora voy a hacerles una pregunta tonta, pero ¿alguno de ustedes es muy religioso?

—¡Sí! —respondió Lucille, sentándose de pronto muy erguida—. ¡Admiradora y amiga de Jesús! Y orgullosa de serlo. Amén. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Harold—. El no creyente es éste. Depende absolutamente de la gracia de Dios. No hago más que decirle que se arrepienta, pero es testarudo como una mula.

Harold se rio entre dientes como una vieja cortadora de césped.

—Por lo que respecta a la religión, hacemos turnos —observó—. Por suerte, cincuenta y tantos años después, aún no me ha tocado.

Lucille agitó las manos en el aire en un gesto de exasperación.

—¿Qué confesión? —quiso saber el agente Bellamy, mientras escribía.

—Baptista —contestó ella.

—¿Desde cuándo?

—De toda la vida.

Notas.

—Bueno, eso no es exactamente cierto —añadió Lucille.

El agente Bellamy hizo una pausa.

—Durante algún tiempo fui metodista. Pero el pastor y yo no estábamos de acuerdo en lo tocante a ciertos puntos del Evangelio. Probé también una de las iglesias de santidad, pero no podía seguir su ritmo. Demasiados gritos, cantos y bailes. Me sentía como si estuviera, en primer lugar, en una fiesta y, en segundo, en la Casa del Señor. Y no es así como debe comportarse un cristiano. —Lucille se echó hacia adelante para ver si Jacob seguía donde debía estar. Se había quedado medio dormido en la mesa, como solía sucederle siempre. Luego prosiguió—. Después hubo una época en que intenté ser…

—El hombre no necesita saber todo eso —la interrumpió su marido.

—¡Tú cállate! ¡Me lo ha preguntado! ¿No tengo razón, Martin Bellamy?

El agente asintió.

—Sí, señora, tiene razón. Todo esto podría ser muy significativo. Sé por experiencia que lo que importa son los pequeños detalles. En especial, tratándose de algo tan relevante.

—¿Cómo de relevante es? —preguntó al punto Lucille, como si hubiera estado esperando la oportunidad.

—¿Se refiere usted a cuántos son? —inquirió Bellamy.

Ella asintió.

—No una cantidad tremenda —contestó Bellamy con voz moderada—. No estoy autorizado a facilitar cifras específicas, pero es sólo un fenómeno modesto, un número pequeño.

—¿Cientos? —insistió ella—. ¿Miles? ¿Qué se considera pequeño?

—No tantos como para preocuparse, señora Hargrave —replicó Bellamy sacudiendo la cabeza—. Sólo los suficientes como para que siga siendo milagroso.

Harold soltó una risita.

—Ha acertado tu número —dijo.

Lucille se limitó a sonreír.

Para cuando le hubieron facilitado al agente Bellamy todos los detalles, el sol había desaparecido ya en la oscuridad de la tierra, los grillos cantaban al otro lado de la ventana y Jacob yacía tranquilo en medio de la cama de Harold y Lucille. Su madre había disfrutado mucho cogiendo en brazos al pequeño, sentado a la mesa de la cocina, y subiéndolo al dormitorio. Nunca hubiera pensado que a su edad, y teniendo la cadera como la tenía, habría tenido fuerzas para transportarlo sin ayuda.

Pero cuando llegó el momento, cuando se inclinó en silencio junto a la mesa, rodeó al chico con los brazos e instó a su cuerpo a entrar en acción, Jacob se alzó, casi liviano, para abrazarse a ella. Fue como si Lucille volviera a tener veintitantos años, joven y ágil. Fue como si el tiempo y el dolor no fueran más que rumores.

Lo llevó al piso de arriba sin contratiempos y, cuando lo hubo arropado bajo las sábanas, se acomodó en la cama junto a él y le cantó en voz baja como hacía antes. El pequeño no se quedó dormido al instante, pero no importaba, pensó ella.

Ya había dormido bastante todos aquellos años.

Durante un rato se quedó sólo mirándolo, observando su pecho subir y bajar, temerosa de apartar la vista de él, de que la magia —o el milagro— pudiera cesar de pronto. Pero no cesó, y Lucille dio gracias a Dios.

Cuando regresó al salón, Harold y el agente Bellamy estaban enredados en un incómodo silencio. Su esposo se hallaba de pie en la entrada, dándole fuertes caladas a un cigarrillo encendido y arrojando el humo a la noche a través de la puerta mosquitera. El agente Bellamy se encontraba junto a la silla en la que había estado sentado. De pronto parecía sediento y cansado. Lucille se apercibió entonces de que no le había ofrecido nada de beber desde su llegada, lo que le dolió de manera insólita. Sin embargo, por el modo en que se comportaban Harold y el agente Bellamy supo, sin saber por qué, que estaban a punto de hacerle daño de una forma distinta.

—El agente quiere hacerte una pregunta, Lucille —le dijo su marido. Mientras se llevaba el cigarrillo a la boca, le temblaba la mano. Lucille decidió por ello dejarlo fumar tranquilo.

—¿De qué se trata?

—Tal vez quiera usted sentarse —terció el hombre al tiempo que se aproximaba a ella para ayudarla a tomar asiento.

Lucille dio un paso atrás.

—¿De qué se trata?

—Es una pregunta delicada.

—Ya me doy cuenta. Pero no puede ser tan espantosa, ¿no?

Harold se volvió de espaldas y le dio una chupada al cigarrillo en silencio, con la cabeza gacha.

—Se trata de una pregunta que al principio puede parecerle sencilla a todo el mundo —comenzó el agente Bellamy—, pero que constituye una cuestión muy seria y compleja, créame. Espero que se tome usted algún tiempo para considerarla cuidadosamente antes de contestar. No obstante, eso no significa que tenga sólo una oportunidad para responder, sino simplemente que quiero asegurarme de que meditará la pregunta como es debido antes de tomar una decisión. Será difícil pero, si es posible, procure no dejarse vencer por sus emociones.

Lucille se sonrojó.

—¡Pero, bueno, señor Martin Bellamy! Jamás me habría figurado que fuera usted uno de esos individuos sexistas. El hecho de que sea mujer no significa que vaya a desmoronarme.

—Maldita sea, Lucille —vociferó Harold, aunque su voz sonó algo temblorosa—. Escucha al hombre —añadió, tras lo cual empezó a toser. O tal vez sollozó.

Ella tomó asiento finalmente.

Martin Bellamy se sentó también. Se sacudió algo invisible de la parte delantera de los pantalones y se examinó las manos por unos instantes.

—Bueno —dijo Lucille—, venga. Todo este preámbulo me está matando.

—Ésta es la última pregunta que voy a hacerle esta noche. Y no es necesariamente una pregunta que usted tenga que contestar ahora, pero cuanto antes la conteste, mejor. Las cosas son menos complicadas cuando la respuesta llega deprisa.

—¿Qué es? —imploró ella.

Martin Bellamy tomó aliento.

—¿Quiere quedarse con Jacob?

Todo eso había sucedido dos semanas antes.

Ahora Jacob estaba en casa. Irrevocablemente. Habían vuelto a convertir el cuarto de invitados en su dormitorio, y el chiquillo había encajado en su vida como si ésta nunca hubiera terminado para empezar. Era joven. Tenía una madre. Tenía un padre. Su universo acababa ahí.

Por razones que no podía comprender, Harold había estado dolorosamente intranquilo desde que el pequeño había regresado. Había empezado a fumar como un carretero. Tanto, que se pasaba la mayor parte del tiempo en el porche, tratando de evitar los sermones de Lucille en relación con su sucia costumbre.

Todo había cambiado muy deprisa. ¿Cómo no había de adoptar una mala costumbre o dos?

«¡Son demonios!», oía que repetía en su cabeza la voz de Lucille.

La lluvia caía con intensidad. El día era viejo. Detrás de los árboles, la oscuridad avanzaba. La casa había quedado en silencio. Apenas por encima del sonido de la lluvia se oía el leve arrastrar de pies de una vieja que había estado demasiado tiempo corriendo detrás de un niño. Lucille cruzó la puerta mosquitera enjugándose el sudor de la frente y se dejó caer en la mecedora.

—¡Señor! —exclamó—. Ese crío va a acabar conmigo.

Harold apagó el cigarrillo y se aclaró la garganta, cosa que hacía siempre antes de tratar de hacer enfadar a su mujer.

—¿Te refieres a ese demonio?

Ella le hizo un gesto de desdén con la mano.

—¡Shhh! —lo instó—. ¡No lo llames así!

—Tú lo llamabas así. Decías que eso era lo que eran todos, ¿recuerdas?

Lucille jadeaba aún por haber perseguido al chico. Su voz brotó entrecortada.

—Eso era antes —refunfuñó—. Me equivocaba. Ahora me doy cuenta —sonrió mientras se echaba hacia atrás, agotada—. Son una bendición. Una bendición del Señor. Eso es lo que son. ¡Una segunda oportunidad!

Permanecieron en silencio unos instantes, escuchando la respiración de Lucille volver a su cauce. Ahora, a pesar de ser la madre de un chiquillo de ocho años, era una vieja. Se cansaba con facilidad.

—Y tú deberías pasar más tiempo con él —añadió—. Sabe que estás manteniendo las distancias. Lo nota. Es consciente de que no lo tratas como antes. Cuando estaba aquí antes. —Esbozó una sonrisa, satisfecha de su descripción.

Harold meneó la cabeza.

—¿Y qué vas a hacer cuando se marche?

El rostro de Lucille se endureció.

—¡Cállate! —espetó—. «Guarda tu lengua del mal, y tus labios de hablar engaño». Salmos 34, 13.

—No me vengas con salmos. Sabes muy bien lo que dicen, Lucille. Lo sabes tan bien como yo. Que a veces se levantan y se van y nadie vuelve a saber de ellos, como si, al final, el otro lado volviera a llamarlos.

Su esposa sacudió la cabeza.

—No tengo tiempo para esas tonterías —replicó poniéndose en pie a pesar del peso del cansancio, que colgaba de sus miembros como sacos de harina—. No son más que rumores y pamplinas. Voy a hacer la cena. No te quedes ahí sentado o pillarás una neumonía. Esta lluvia te matará.

—Volveré —repuso Harold.

—¡Salmos 34, 13!

Lucille cerró la puerta y la aseguró tras de sí.

Al cabo de un rato se oyó un estrépito de ollas y sartenes procedente de la cocina. Puertas de armarios que se abrían y se cerraban. El olor de la carne, la harina, las especias, todo impregnado en el perfume de mayo y de la lluvia. Harold estaba casi dormido cuando oyó la voz del chiquillo.

—¿Puedo salir, papá?

Se sacudió el sopor.

—¿Qué? —Había oído la pregunta a la perfección.

—¿Puedo salir, por favor?

A pesar de todas las lagunas de su memoria, Harold recordó lo impotente que se sentía siempre cuando le decían «por favor» en ese tono.

—A tu madre le dará un ataque —replicó.

—Pero sólo uno pequeñito.

Harold tragó saliva para evitar echarse a reír.

Buscó un cigarrillo y no lo encontró. Habría jurado que tenía al menos uno más. Se palpó los bolsillos. En uno de ellos, donde no había ningún cigarrillo, halló una cruz de plata, un regalo de alguien, aunque el lugar de su mente donde deberían haber estado almacenados los detalles de ese recuerdo en concreto estaba vacío. Casi no recordaba siquiera que la llevaba encima, pero no pudo evitar mirarla como si fuera un arma mortífera.

Antes, las palabras «Dios te ama» habían estado grabadas en la cruz en el lugar correspondiente al Cristo, pero ahora prácticamente habían desaparecido. Sólo quedaban una M y media A. Se quedó mirando la cruz fijamente y, a continuación, como si su mano perteneciera a otra persona, su pulgar comenzó a frotar aquel punto adelante y atrás.

Jacob se hallaba en la cocina, detrás de la puerta mosquitera. Estaba apoyado contra el marco con las manos a la espalda y las piernas cruzadas con aire contemplativo. Sus ojos exploraban el horizonte de un extremo al otro, observando la lluvia y el viento y, después, a su padre. Espiró con fuerza. Luego se aclaró la garganta.

—Sería realmente estupendo salir afuera —declaró con ademán ostentoso y en tono dramático.

Harold soltó una risita.

En la cocina se estaba friendo algo. Lucille tarareaba.

—Venga, sal —le dijo Harold.

El niño salió de la casa y se sentó a los pies de su padre y, como a modo de respuesta, la lluvia se enojó. Más que caer del cielo, saltaba a la tierra y rebotaba sobre la barandilla del porche salpicándolos a ambos, aunque a ellos parecía no importarles. Durante largo tiempo, el anciano y el niño antes muerto permanecieron mirándose el uno al otro. El chiquillo tenía el cabello color arena y la piel pecosa, y la cara tan redonda y delicada como la había tenido siempre. Sus brazos eran inusualmente largos, igual que antes, y su cuerpo estaba comenzando a sumirse en la adolescencia que le había sido negada hacía cincuenta años. Parecía sano, pensó su padre de improviso.

Harold se lamió compulsivamente los labios mientras su pulgar acariciaba el centro de la cruz. El muchacho permaneció absolutamente inmóvil. Si no hubiera parpadeado de vez en cuando, podría haber estado muerto.

«¿Quiere quedarse con él?»

Esta vez era la voz del agente Bellamy la que sonaba en su cabeza.

—No soy yo quien debe tomar la decisión —había contestado Harold—. Es Lucille. Tendrá que preguntárselo a ella. Acataré lo que ella diga, sea lo que sea.

El agente asintió.

—Lo entiendo, señor Hargrave. Pero he de preguntárselo de todos modos. Tengo que conocer su respuesta. Quedará entre nosotros, entre usted y yo. Incluso puedo apagar la grabadora, si así lo desea. Pero necesito su respuesta. Tengo que saber si usted quiere quedárselo.

—No —respondió Harold—. Por nada del mundo. Pero ¿qué remedio me queda?