QUINCE

Harold no se atrevía a decir que el joven soldado le cayera bien, pero estaba dispuesto a reconocer que veía en el muchacho algunas cualidades, o tal vez algo familiar. Y en un mundo en el que los muertos no estaban muertos para siempre, cualquier forma de familiaridad era una bendición.

Se trataba del joven que había conocido la mañana de la revuelta —hacía más de una semana—, y aquello los había unido.

Cuando el polvo se posó de nuevo sobre el suelo aquel día, no se sabe cómo, nadie había resultado seriamente herido. Tan sólo una cantidad considerable de arañazos y cardenales causados por los soldados cuando entraron y derribaron a la gente. Alguien, había oído Harold, había tenido que ser trasladado al hospital debido a una reacción alérgica al gas lacrimógeno. Pero incluso esa persona se había recuperado.

Ahora todo parecía distante, como si hubiera sucedido hacía años. Pero como muchas cosas que sucedían en el sur, Harold sabía que las heridas no habían sanado realmente. Tan sólo estaban cubiertas por el calor y los perpetuos «Ay, Señor» de los lugareños.

La gente estaba aún demasiado tensa.

Harold se encontraba sentado en un taburete de madera junto a la cerca adornada con alambre de cuchillas conocida como «la Barricada». La cerca había crecido a una velocidad vertiginosa y aterradora. Avanzaba serpenteando desde el extremo sur del pueblo, donde se encontraba la gasolinera Long’s Gas y la armería Guns and Gear, ambas viejas y decrépitas, y proseguía atravesando jardines y topándose de vez en cuando con casas que no eran ya casas, sino avanzadas para soldados. Rodeaba toda la población, incluida la escuela maloliente y destartalada, circundando muchas casas y tiendas, encapsulando el edificio del cuartel de bomberos y la oficina del sheriff, que eran una misma cosa. La Barricada, defendida por los soldados y sus armas, lo abarcaba todo.

Sólo las casas situadas fuera del pueblo propiamente dicho —esa gente que eran granjeros o que simplemente recelaban de vivir dentro de una población como Harold y Lucille, el pastor y unos pocos más— se hallaban fuera de los límites de las cercas. En el pueblo, la gente vivía en las casas como si se tratara de residencias de estudiantes. La escuela ya no daba más de sí, de modo que habían forzado a los habitantes de Arcadia a abandonar sus casas y los habían instalado en hoteles en Whiteville. A continuación, los soldados habían entrado en sus casas, las habían llenado de camas y las habían hecho habitables en general para los Regresados que fueran a vivir en ellas. Había habido todo tipo de protestas por parte de los lugareños a los que habían obligado a marcharse, pero Arcadia no era el único pueblo donde eso estaba sucediendo, ni Estados Unidos el único país.

De pronto, había demasiada gente en el mundo.

Había que hacer concesiones para la vida.

Así que ahora el pueblo y las casas de Arcadia estaban completamente consumidos por los acontecimientos, los cercados, los soldados, los Regresados y toda la complejidad y la promesa de tensión que todo ello suponía.

No obstante, el pueblo de Arcadia no estaba pensado para albergar a mucha gente. Cualquier pequeña mejoría favorecida por la expansión de la escuela hacia el exterior se disipaba tan deprisa como se materializaba. Incluso con todo el pueblo ocupado, no había paz.

Harold, por su parte, estaba encantado de que él y Lucille hubieran decidido vivir fuera del núcleo urbano tantos años antes. No podía imaginarse que le quitaran la casa y se la dieran a unos extraños, aunque eso fuera lo más indicado.

Al otro lado de la Barricada que rodeaba el pueblo propiamente dicho había una franja de alrededor de seis metros de espacio abierto que terminaba en el exterior del cercado. Allí había soldados apostados a intervalos de unos noventa metros que en ocasiones se dedicaban a patrullar tanto la valla como Arcadia. Las veces que recorrían efectivamente el pueblo, iban en grupos, avanzando con sus armas por las mismas calles donde antaño jugaban los niños. La gente los paraba y les preguntaba por el estado general de las cosas —no sólo en Arcadia, sino en el mundo entero— y sobre cuándo era posible que éstas cambiaran.

Sin embargo, los soldados no solían responder a sus preguntas.

Por lo general, simplemente permanecían de pie —o a veces incluso se sentaban— junto a la Barricada, con aire o muy indiferente o muy aburrido, según el día.

El joven soldado que había despertado el interés de Harold se llamaba Junior. El nombre, como era de esperar, constituía un misterio, pues por lo que le había contado, no había conocido nunca a su padre, y ambos no llevaban el mismo nombre. En realidad se llamaba Quinton, le dijo a Harold, pero no recordaba que le hubieran llamado nunca nada que no fuera Junior, y ése le parecía un nombre tan bueno como cualquier otro.

Era un chico pulcro y deseoso de complacer, todo cuanto el ejército podía querer de un recluta. Había llegado al final de la adolescencia y se había puesto el uniforme de soldado sin haberse perforado jamás la oreja, ni hecho un tatuaje, ni nada particularmente subversivo en toda su vida. Se había unido al ejército a instancias de su madre. Ella le había dicho que el ejército era donde acababan yendo todos los hombres de verdad. De modo que cuando tenía diecisiete años y medio, y tras terminar el instituto sin pena ni gloria, su madre lo llevó a la oficina de reclutamiento y lo inscribió.

Los resultados de sus exámenes no habían impresionado a nadie. Pero podía estar de pie sujetando un fusil y hacer lo que le decían, que es lo que hacía en la actualidad la mayor parte del día mientras montaba guardia en un pueblo lleno de Regresados hasta los topes. Ahora, en los últimos tiempos, se sorprendía a sí mismo cada vez más a menudo en compañía de un viejo sureño amargado y de su hijo antes difunto. Al sureño lo toleraba. A quien Junior no podía soportar era al chiquillo, siempre pegado a su padre.

—¿Cuánto tiempo más van a tenerte aquí? —le preguntó Harold desde su taburete de madera, detrás de la Barricada. Le hablaba a la espalda de Junior, pues así era como se desarrollaban la mayoría de sus conversaciones. A cierta distancia detrás del anciano pero apenas lo bastante lejos como para no oír lo que hablaban, Jacob estaba sentado observando a su padre charlar con el soldado.

—No estoy seguro —respondió Junior—. Supongo que mientras ustedes sigan aquí.

—Bueno —repuso Harold con voz cansada, arrastrando las palabras—, calculo que no será tanto como llevamos ya. Este tipo de condiciones no pueden mantenerse eternamente. Alguien ideará un plan, aunque sólo sea por la gracia de los gallos.

Harold llevaba días inventando expresiones para Junior, cuanto más estrambóticas mejor. Era sorprendentemente fácil, tan sólo había que introducir alguna referencia a los animales de granja, al tiempo o al paisaje en una expresión enigmática. Y si Junior preguntaba alguna vez qué significaba aquella expresión tan extraña, Harold se inventaba el significado en el momento. Para el viejo, el juego consistía en recordar qué expresiones había inventado ya y qué significaban y luego tratar de no repetirlas.

—¿Qué diablos significa eso, señor?

—¡Santo Dios! Pero ¿es que no has oído nunca la expresión «por la gracia de los gallos»?

Junior se volvió a mirarlo.

—No, señor, no la he oído nunca.

—Vaya, ¡no me lo puedo creer! ¡No me lo podré creer ni que me broten raíces de patata de los pies, hijo!

—Sí, señor —dijo Junior.

Harold apagó el cigarrillo con el tacón del zapato y le dio una palmada al paquete medio vacío para sacar otro. Junior lo miraba.

—¿Tú fumas, hijo?

—No cuando estoy de guardia, señor.

—Guardaré uno para ti —repuso Harold en un susurro. Encendió el cigarrillo con estilo y le dio una larga calada. A pesar del dolor, hizo que pareciera fácil.

Junior miró hacia el sol. Allí hacía más calor de lo que esperaba cuando le llegaron las órdenes. Había oído todas las historias que hablaban del sur y sabía con seguridad que en Topeka hacía bastante calor. Pero allí, en ese pueblo, en ese lugar, el calor parecía bien instalado. Hacía calor todos los días.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —inquirió Harold.

Harold odiaba estar allí, Junior estaba seguro de ello, pero por lo menos el viejo era divertido.

—Pregunte —contestó.

—¿Cómo son las cosas ahí afuera?

—Hace calor. Igual que aquí.

Harold sonrió.

—No es a eso a lo que me refiero —repuso—. Aquí ya no hay ni televisores ni ordenadores. ¿Cómo son las cosas ahí afuera?

—Eso no es culpa nuestra —saltó Junior antes de que pudieran acusarlo siquiera—. Son órdenes —dijo.

Llegaba una patrulla. Tan sólo un par de soldados de California que parecían estar siempre de guardia al mismo tiempo. Llegaron caminando con paso firme, como hacían siempre, saludaron con un gesto de la cabeza y pasaron de largo sin reparar mucho en Junior y el viejo.

—Es extraño —observó el muchacho.

—¿Qué es extraño?

—Las cosas.

Harold sonrió.

—Tenemos que trabajar el lenguaje, hijo.

—Es sólo que… es sólo que todo el mundo está confundido.

Harold asintió.

—Confundido y asustado.

—Imagínate cómo se vive aquí dentro.

—Es distinto —repuso Junior—. Aquí, las cosas están más controladas. A la gente le dan de comer. Tienen ustedes agua limpia.

—Por fin —señaló Harold.

—Vale —replicó Junior—. Admito que hemos tardado un poco, pero hemos resuelto los problemas de logística. Sin embargo, las cosas siguen siendo mejores aquí que fuera. Al fin y al cabo, todos los que están ahí dentro decidieron estar en el establecimiento.

—Yo no.

—Usted decidió quedarse con eso —declaró Junior, señalando a Jacob con la cabeza.

El chico seguía sentado en silencio donde no podía oír la conversación, tal como Harold le había mandado. Llevaba una camisa de algodón de rayas y unos vaqueros que Lucille le había llevado hacía varias semanas. No hacía más que observar a su padre, apartando de vez en cuando los ojos para mirar el acero reluciente de la barricada. Sus ojos la reseguían, como si no fueran capaces de comprender del todo cómo había llegado a estar allí y qué significaba exactamente.

Junior miró a Jacob.

—Le ofrecieron llevárselo —murmuró—, pero usted decidió quedarse con esa cosa, como el resto de los Auténticos Vivos que hay ahí dentro. Fue una decisión que todos ustedes tomaron, de modo que no tienen ningún motivo para tener miedo o estar nerviosos o confundidos. Todos ustedes lo han tenido fácil.

—No debes de haber visto los baños.

—Ahí dentro hay todo un pueblo —prosiguió Junior al tiempo que volvía a fijar la atención en Harold—. Montones de comida, agua…, todo lo que puedan necesitar. Incluso hay un campo de béisbol.

—El campo de béisbol está lleno a rebosar de gente. Acampada en tiendas. Son chabolas.

—Y luego están los sanitarios portátiles de alquiler. —Señaló un punto a espaldas de Harold, en dirección a una hilera de rectángulos verticales azules y blancos.

El viejo suspiró.

—Usted piensa que esto es penoso —terció Junior—. Esto no es nada en comparación con lo que está sucediendo en otros lugares. Un amigo mío está destinado en Corea. Es en los países pequeños donde la situación es más dramática. Los países grandes tienen sitios donde meterlos. Pero Corea y Japón lo tienen difícil. No hay espacio suficiente para instalarlos a todos.

»Allí tienen unos barcos cisterna —prosiguió Junior con voz grave. Abrió mucho los brazos para indicar algo de un enorme tamaño—. Son casi tan grandes como petroleros, y están llenos de Regresados. —Apartó la mirada—. Hay muchísimos.

Harold observó consumirse su cigarrillo.

—Hay demasiados, y a todo el mundo le echan la bronca por ello —añadió Junior—. Nadie está a la altura de las circunstancias. Nadie los quiere de vuelta. Muchas veces, nadie llama siquiera para decir que han encontrado a otro. La gente simplemente los deja vagar por las calles. —Junior hablaba a través de la cerca. A pesar de la gravedad de lo que estaba diciendo, parecía indiferente a todo el problema—. Los llamamos «barcazas de muertos». En los telediarios los llaman de otra manera, pero son en verdad barcazas de muertos. La carga está íntegramente compuesta de muertos.

Junior continuó hablando, pero Harold ya no lo escuchaba. Visualizó en su mente un barco grande y oscuro que se deslizaba a la deriva por un mar liso y sin reflejos. El casco brotaba del agua, constituido tanto de líquido como de acero, remaches y soldaduras. Aquel barco maldito que atravesaba aquel océano maldito parecía sacado de una película de terror. A bordo de la nave, amontonados unos encima de otros, el uno más oscuro y pesado que el que tenía debajo, todos presionando el uno sobre el otro como yunques, había contenedores de mercancías abarrotados de Regresados. A veces, el barco se movía, un invisible mar agitado lo inclinaba hacia adelante o hacia atrás. Sin embargo, los Regresados permanecían impasibles y despreocupados. Harold vio miles de ellos, decenas de miles, apiñados en aquellos lúgubres y duros contenedores de mercancías, empujados de un extremo al otro de la tierra.

Mentalmente, los observaba desde lo alto a considerable distancia, por lo que podía distinguirlos a todos y cada uno de ellos de un modo tan total y completo que sólo el mundo de los sueños puede ofrecer. En uno u otro lugar de esa Flota de los Muertos vio a todos los Regresados que había conocido en su vida, incluido a su hijo.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—Debería usted verlos —señaló Junior.

Antes de poder responder, Harold comenzó a toser de nuevo. Después de eso, no recordaba gran cosa. Lo único que sabía es que había sentido un dolor muy intenso y que de pronto —al igual que la vez anterior— el sol estaba parado sobre su rostro y la tierra se había acercado a él y se había apoyado suavemente contra su espalda.

Despertó con la misma sensación de distancia y malestar que la última vez que le había sucedido aquello. Sentía algo húmedo y pesado en el pecho. Trató de inspirar aire, pero los pulmones no funcionaban como era debido. Jacob estaba junto a él. Junior también.

—¿Señor Harold? —dijo Junior, arrodillándose.

—Estoy bien —repuso él—. Sólo necesito un minuto, eso es todo. —Se preguntó cuánto tiempo había estado inconsciente. Lo bastante como para que Junior hubiera tenido tiempo de llegar a una de las puertas y entrar en el recinto cercado para tratar de ayudarlo. Llevaba el fusil colgado del hombro.

—¿Papá? —preguntó Jacob con el rostro tenso de ansiedad.

—¿Sí? —contestó Harold con un graznido exhausto.

—No te mueras, papá —dijo el chiquillo.

Por aquel entonces había pesadillas para dar y tomar. Lucille ya prácticamente había perdido la esperanza de dormir. Llevaba tanto tiempo sin pasar una noche como era debido que casi no las echaba de menos. Recordaba el sueño de una manera vaga y distante, del mismo modo que uno echa de menos el sonido del coche en el que viajaba cuando era pequeño y a veces oye su timbre en el murmullo de una autopista lejana.

Cuando dormía, era sólo por accidente. Se despertaba de pronto con el cuerpo en posiciones incómodas. La mayor parte de las veces había un libro en su regazo, mirándola, ocupando diligentemente su sitio, esperando su regreso. A veces, sus gafas estaban sepultadas entre las páginas del libro, pues se le habían caído de la nariz mientras dormía.

Algunas noches entraba en la cocina y simplemente se quedaba allí de pie, escuchando el vacío que la rodeaba. En su mente, los recuerdos brotaban humeando de la oscuridad. Recordaba a Jacob y a Harold en todos los lugares de la casa. Recordaba casi siempre una noche de octubre, cuando Jacob era un crío, una noche que no había sido nada especial pero que, por ese mismo motivo, había llegado a ser muy especial para ella.

Cuando el mundo estaba lleno de magia como lo estaba en aquellos tiempos, le recordaba a Lucille que eran los momentos normales los que habían tenido importancia a lo largo de la vida.

Recordaba a Harold en la sala de estar, pulsando con torpeza las cuerdas de su guitarra. Era un músico espantoso, pero tenía muchísima energía y pasión por la música —al menos, así era antes, cuando era padre—, y practicaba siempre que no estaba en el trabajo o arreglando algo en casa o pasando tiempo con Jacob.

Lucille recordaba a su hijo en su habitación, dando porrazos, sacando juguetes de la caja donde los guardaban y dejándolos sin mucha delicadeza sobre el suelo de madera. Recordaba que cambiaba los muebles de sitio en su habitación, cosa que, por mucho que le advirtieran que no lo hiciera, hacía igualmente. Cuando Harold y ella le preguntaban por qué lo hacía, Jacob simplemente contestaba: «A veces los juguetes lo exigen».

En su recuerdo, mientras Harold destrozaba la música con su guitarra y Jacob se dedicaba a jugar, ella estaba en la cocina, entregada a la dura tarea de preparar una comida de fiesta. Había un jamón en el horno. Brotes de mostaza y pollo guisándose en los fogones. Salsa, puré de patatas, arroz blanco aromatizado con tomillo, alubias blancas, judías verdes, pastel de chocolate, bizcocho, galletas de jengibre y pavo asado.

—¡No pongas tu cuarto patas arriba, Jacob! —chilló Lucille—. Pronto será la hora de cenar.

—Sí, señora —respondió el pequeño. Y añadió después a gritos desde su habitación—: Quiero construir una cosa.

—¿Qué quieres construir? —preguntó ella, también a gritos.

Harold seguía en el salón tocando la guitarra, masacrando la canción de Hank Williams que llevaba semanas intentando aprender por sí solo.

—No lo sé —repuso Jacob.

—Bueno, pues eso es lo primero que tienes que averiguar.

Lucille echó un vistazo por la ventana y contempló las nubes pasar por delante de la luna pálida y perfecta.

—¿Sabes construir una casa?

—¿Una casa? —replicó el chiquillo, pensativo.

—Una casa grande, enorme, con techos abovedados y docenas de dormitorios.

—Pero es que sólo somos tres. Y papá y tú dormís en la misma cama. Así que sólo necesitamos dos dormitorios.

—¿Y qué haremos cuando venga gente a visitarnos?

—Entonces pueden usar mi cama. —Algo en la habitación de Jacob cayó y se estrelló contra el suelo.

—¿Qué ha sido eso?

—Nada.

Sonaron los acordes distorsionados de Harold maltratando la guitarra.

—Parecía un mucho de algo.

—No pasa nada —terció Jacob.

Lucille comprobó el punto de la comida. Todo estaba saliendo a la perfección.

El aroma de los distintos platos flotaba por toda la casa. Se colaba entre los huecos de las paredes y se esparcía por el mundo.

Satisfecha, abandonó la cocina y fue a ver qué hacía Jacob.

Su habitación estaba tal como había imaginado. Había colocado la cama sobre un costado y la había arrinconado contra la pared de manera que el colchón sobresalía como una barricada y la cabecera y el tablero de los pies constituían magníficos contrafuertes. Detrás de la improvisada barrera había un sinfín de bloques de madera Lincoln desperdigados por el suelo.

Lucille se detuvo en el umbral, secándose las manos con un paño de cocina. De vez en cuando, el chiquillo se estiraba desde detrás del fuerte y cogía un bloque concreto para utilizarlo en un invisible proyecto de construcción.

Lucille suspiró, aunque no de frustración.

—Va a ser arquitecto —dijo entrando en el salón y dejándose caer con gesto exhausto en el sofá. Luego se secó la frente con el paño de cocina.

Harold atacó la guitarra.

—Quizá —logró articular, aunque la ruptura de su concentración provocó en sus dedos un desconcierto aún mayor. Flexionó las falanges y volvió a comenzar la canción.

Lucille se desperezó. Se volvió de lado, recogió las piernas contra su cuerpo, deslizó las manos bajo la barbilla y se quedó observando, con aire somnoliento, mientras su marido seguía batallando con su ineptitud para la música.

Era guapo, pensó ella, sobre todo cuando no le salía bien.

Sus manos, aunque no disfrutaban de la guitarra, eran gruesas y ligeras. Sus dedos, delicados y curiosamente rechonchos. Llevaba puesta la camisa de franela que Lucille le había comprado cuando heló por primera vez aquel año. Era roja y azul, y Harold había protestado por lo estrecha que le quedaba, pero aquel mismo día se la puso para ir a trabajar y volvió a casa diciendo lo mucho que le gustaba. «No me ha estorbado para nada», dijo. Era una pequeñez, pero las pequeñeces eran importantes.

Harold usaba vaqueros —desteñidos pero limpios—, cosa que a ella le gustaba. Lucille había crecido con un padre que se había pasado la mayor parte de su vida predicando sermones a unas personas que apenas se molestaban en escucharlo. Vestía trajes extravagantes que él y su familia no podían permitirse, pero para la madre de Lucille era terriblemente importante que su marido diera la imagen adecuada para un miembro del Ejército de Salvación, costara lo que costase.

Así que cuando Harold apareció, hacía ya muchos años, vestido con vaqueros y una camisa manchada, con esa sonrisa indefinida de aspecto sospechoso, Lucille se enamoró de su guardarropa y, al final, acabó enamorándose del hombre que lo llevaba.

—Me estás distrayendo —observó él, acordando la sexta cuerda de la guitarra.

Lucille bostezó mientras la modorra se abatía sobre ella como un martillo.

—No era mi intención —señaló.

—Estoy mejorando —declaró Harold.

Ella soltó una leve carcajada.

—Sigue practicando. Tienes los dedos gruesos. Así el desafío es siempre un poco mayor.

—¿Es ése el problema? ¿Que tengo los dedos gruesos?

—Sí —respondió ella, con aire muy, pero que muy adormilado—. Pero a mí me gustan los dedos gruesos.

Harold alzó una ceja.

—¿Papá? —chilló Jacob desde el dormitorio—. ¿De qué están hechos los puentes?

—Va a ser arquitecto —susurró Lucille.

—Están hechos de material —aulló Harold.

—¿De qué clase de material?

—Depende de la clase de material que tengas.

—Oh, Harold —protestó Lucille.

Ambos se quedaron esperando la pregunta siguiente, pero ésta no llegó. Sólo se oyó el estrépito de unos cuantos bloques de madera que caían sobre el suelo mientras un proyecto de construcción quedaba incompleto y empezaba otro nuevo.

—Un día construirá casas —declaró Lucille.

—Podría cambiar de opinión dentro de una semana.

—No lo hará —sostuvo ella.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque una madre sabe esas cosas.

Él dejó la guitarra en el suelo junto a su pierna. Lucille estaba prácticamente dormida, y Harold fue a por una manta al armario de la entrada y la cubrió con ella.

—¿Tengo que hacerle algo a la comida? —inquirió.

Su mujer sólo contestó:

—Construirá cosas. —Y se quedó dormida, tanto en el recuerdo como en la casa solitaria y vacía.

Lucille despertó en el sofá del salón, tumbada de costado con las manos bajo la cabeza y las piernas encogidas contra el cuerpo. En la silla, donde Harold debería haber estado sentado tocando la guitarra, sólo había vacío. Escuchó, esperando oír el sonido de Jacob jugando con sus bloques en su habitación.

Más vacío.

Se sentó en el sofá aún soñolienta, con los ojos doloridos por el agotamiento. No recordaba haberse tumbado en el sofá ni haberse quedado dormida. Lo último que recordaba era haber estado de pie junto al fregadero de la cocina mirando por la ventana y disponiéndose a lavar los platos.

Ahora era o muy tarde o muy temprano. El aire era fresco, como cuando el otoño empieza a despertar. Los grillos cantaban en el exterior de la casa. Arriba, uno de ellos había conseguido entrar y estaba escondido en algún rincón polvoriento, cantando.

Le dolía el cuerpo pero, más que nada, estaba muy asustada.

No era el realismo del sueño lo que la había asustado. Ni tampoco el hecho de que se tratara del primer sueño que había tenido en semanas y que su mente le dijera que eso no era para nada saludable. Lo que más la asustaba de todo era haberse visto arrojada de nuevo tan de improviso en su cuerpo viejo y cansado.

En el sueño tenía las piernas fuertes. Ahora le dolían las rodillas y tenía los tobillos hinchados. En el sueño, todo en ella transmitía firmeza, la impresión de que, con el tiempo, podía superar cualquier tarea. Y eso había hecho más soportable el presagio que había intuido en él. A pesar de que se había convertido en una pesadilla, habría sido capaz de gestionarlo siempre y cuando hubiera tenido la juventud, que en su sueño estaba garantizada.

Ahora volvía a ser una vieja. Peor que eso. Era una vieja sola. La soledad la aterrorizaba. Siempre había sido así, y lo más probable es que siempre lo fuera.

—Iba a ser arquitecto —le dijo a nadie. Y se echó a llorar.

No paró de llorar hasta un poco después. Se sentía mejor, como si en algún sitio hubieran abierto una válvula y una presión invisible se hubiera liberado. Cuando fue a ponerse en pie, el dolor de la artritis acometió contra sus huesos. Respiró hondo y volvió a caer en el sofá.

—Santo Dios —dijo.

La vez siguiente no le costó tanto levantarse. El dolor seguía allí, pero el hecho de esperarlo lo atenuó. Mientras caminaba, arrastraba los pies, produciendo un leve sonido sibilante mientras recorría la casa. Se dirigió a la cocina.

Se preparó una taza de café y se quedó en la puerta del porche escuchando a los grillos. Pronto el sonido disminuyó suavemente y la pregunta de si era muy tarde o muy temprano obtuvo respuesta. Al este apuntaba el tenue resplandor de lo que, al final, se convertiría en el sol.

—Alabado sea el Señor —dijo.

Había cosas que tenía que hacer, planes que tenía que hacer si iba a llevar eso realmente a cabo. Y si iba a emprender la ardua tarea de hacer planes, no debía ponerse a pensar en lo silenciosa y vacía que estaba la casa. Así que la televisión, a pesar de sus balbuceos acerca de nada, se convirtió en un grato amigo.

—Todo irá bien —se dijo mientras escribía en un pequeño cuaderno.

Al principio sólo escribía cosas sencillas, las cosas que sabía, las cosas que eran indudables. «El mundo es un lugar extraño», anotó. Esa frase era la primera de la lista. Se echó a reír de aquella trivialidad. «He estado casada demasiado tiempo contigo», le dijo a su marido ausente. El televisor barbotó alguna respuesta sobre los peligros de las erecciones que duraban cuatro horas o más.

Entonces escribió: «Hemos sido encarcelados injustamente».

Y a continuación: «Mi marido y mi hijo están presos».

Miró el papel. Todo parecía tan sencillo como impresionante. Estaba muy bien tener los hechos, pero los hechos rara vez apuntaban a la salvación, pensó. Los hechos no hacían más que estar ahí y mirar al exterior desde las tinieblas de la posibilidad y atisbar en el alma para ver qué haría cuando se enfrentara a ellos.

«¿Debería hacer esto? —escribió—. ¿Intenta realmente alguien en este mundo salvar a la gente? ¿Sucede realmente así? ¿Presentarme allí va a lograr algo más que hacerme parecer una vieja loca y hacer que me arresten, o quizá algo peor? ¿Me matarán? ¿Matarán a Harold? ¿Y a Jacob?»

—Oh, Dios mío —musitó.

La televisión se rio de ella. Pero Lucille continuó a pesar de todo.

Escribió que el pueblo era un horror, que se violaba todo civismo.

Escribió que la Oficina era un demonio tiránico, luego lo borró y escribió en su lugar que el Gobierno estaba equivocado. La rebelión era algo nuevo para ella, nuevo y lo bastante caliente como para escaldarla si se lo permitía. Tenía que empezar con suavidad.

Pensó en David y Goliat y en todas las demás historias bíblicas que había oído alguna vez en las que el pueblo elegido de Dios luchaba contra un opresor poderoso. Pensó en los judíos y en Egipto y los faraones.

—Deja ir a mi pueblo —dijo.

Y soltó una leve carcajada cuando el televisor le respondió con una voz infantil: «Vale».

—Es una señal —exclamó—. ¿Verdad?

Estuvo escribiendo durante mucho tiempo. Escribió hasta que la lista no le cupo en una única hoja de papel y el sol estuvo muy alto por encima del horizonte y la televisión empezó a hablar de la actualidad del día.

Escuchó a medias mientras continuaba escribiendo. No sucedía nada nuevo en ningún sitio. Más Regresados estaban volviendo de entre los muertos. Nadie sabía cómo ni por qué. Los centros de detención eran cada vez más grandes. Poblaciones enteras estaban siendo ocupadas, y ya no sólo en zonas rurales como Arcadia, sino en ciudades más grandes. Estaban suplantando a los Auténticos Vivos, o al menos eso dijo uno de los presentadores.

Lucille pensó que el locutor estaba reaccionando de una manera exagerada.

Cuando hubo terminado su lista, se la quedó mirando. La mayor parte de las cosas que había consignado no tenían importancia, decidió al revisarla, pero las primeras cosas, las cosas del principio de la lista, seguían siendo importantes, incluso a la luz del día. Había que hacer algo para remediarlas y, a pesar de todos sus rezos, tenía que admitir que no se había hecho nada al respecto.

—Dios mío —dijo.

Entonces se levantó y se dirigió al dormitorio. Ahora sus pies no se arrastraban, sino que caminaban con decisión. En el armario de su habitación, muy al fondo, bajo una pila de cajas y zapatos viejos que ni ella ni Harold podían ponerse ya, debajo de un montón de impresos de la declaración de la renta, libros sin leer, polvo, moho y telarañas, estaba la pistola de Harold.

La última vez que recordaba haber visto esa pistola había sido cincuenta años antes, la noche en que Harold había atropellado a aquel perro en la carretera y se lo habían llevado a casa y, al final, habían tenido que sacrificarlo. El recuerdo acudió a su cabeza como un flash y luego volvió a desaparecer, como si una parte de ella no quisiera que la asociaran en esos momentos con los detalles de lo sucedido.

La pistola pesaba más de lo que Lucille recordaba. Sólo la había tenido en la mano una vez en toda su vida, el día en que Harold la había llevado a casa. Por algún motivo, estaba muy orgulloso de ella, pero por aquel entonces a Lucille le había costado comprender exactamente qué tenían las pistolas para ser motivo de orgullo para nadie.

El cañón era un rectángulo liso de color negro azulado que combinaba a la perfección con la empuñadura. Ésta era de acero macizo en el centro —Lucille lo sabía por su volumen y su peso—, pero con secciones de madera en cada lado que encajaban cómodamente en su mano. Era una pistola como las de las películas.

La anciana pensó en todas las películas que había visto y en todas las cosas que las pistolas habían hecho en esas películas. Matar, hacer explotar cosas, amenazar, matar, salvar, dar confianza y sensación de seguridad, matar…

Era como la muerte, pensó. Fría. Dura. Inmutable.

¿Era de eso de lo que se trataba?, meditó.

El Movimiento por los Auténticos Vivos era todo cuanto le quedaba a Fred Green.

Los campos estaban llenos de malas hierbas. La casa estaba sucia. No había ido a la serrería a buscar trabajo en semanas.

Después del follón de la escuela, Marvin Parker estaba detenido sin fianza, acusado de delito grave. Había salido del lío con un hombro dislocado y una costilla rota y, aunque ambos eran conscientes de los riesgos, Fred seguía sintiéndose mal por ello. Había sido una idea absurda, pensaba ahora, volviendo la vista atrás. Entonces le había dicho a Marvin: «Esto les dará una lección. Hará que se planteen trasladar a todos esos Regresados a otro sitio, apoderarse del pueblo de otra gente». Y Marvin había convenido en ello con entusiasmo. Pero actualmente estaba herido y entre rejas, y eso no le permitía tener la conciencia tranquila a Fred.

Ahora mismo, sin embargo, no podía hacer nada por él. Es más, creía que tal vez lo que había sucedido —incluso con todas sus consecuencias— no fuera suficiente. Quizá ambos hubieran estado planteándose un objetivo demasiado modesto. Aún había muchísimo por hacer.

Otros hombres habían ido a buscarlo después de aquella noche. Lugareños que comprendían lo que Fred y Marvin habían tratado de hacer y que estaban deseosos de echar una mano. No eran muchos —y la mayoría sólo sabían hablar—, pero había dos o tres que Fred confiaba en que harían lo que fuera preciso cuando llegara el momento.

Y el momento se estaba acercando a pasos agigantados. Se habían adueñado de todo el pueblo. Habían obligado a todo el mundo a abandonar sus casas o a vivir con los Regresados. ¡Joder, la propia casa de Marvin Parker formaba ahora parte de ello! La habían tomado la Oficina y los malditos Regresados.

Fred sabía que estaba sucediendo lo mismo en otros lugares: la Oficina y los Regresados estaban presionando demasiado a la gente. Alguien tenía que poner fin a todo aquello. Alguien tenía que dar una señal por el bien de Arcadia, por el bien de los vivos. Si la gente del pueblo se hubiera preocupado, si se hubieran unido como deberían haberlo hecho al principio, las cosas no habrían llegado tan lejos. Era como había dicho Marvin al hablar del volcán que había brotado en el jardín de aquella mujer. Demasiada gente se había quedado sentada sin hacer nada mirando cómo sucedía. Fred no podía consentirlo. Ahora dependía de él.

Más tarde, esa noche, después de planear lo que iba a hacer a continuación, Fred Green se acostó y, por vez primera en varios meses, tuvo un sueño. Cuando despertó, era aún muy tarde por la noche, tenía la voz ronca y le dolía la garganta. No sabía por qué. Recordaba escasos detalles del sueño…, recordaba básicamente que estaba solo en una casa oscura. Recordaba una música, el sonido de la voz de una mujer que cantaba.

Fred extendió la mano hacia el espacio vacío que había junto a él en la cama, el espacio donde nadie dormía.

—¿Mary? —llamó.

La casa no contestó.

Se levantó de la cama y entró en el baño. Encendió la luz y se demoró allí, mirando las baldosas desnudas de las paredes donde una vez su esposa había llorado por la pérdida del hijo de ambos, preguntándose qué pensaría de él si estuviera allí en ese momento.

Al final, apagó la luz y salió del baño. Se encaminó a lo que, con los años, había acabado llamando la «habitación de los proyectos». Era una estancia grande que olía a moho y a polvo, llena hasta los topes de herramientas y trabajos de carpintería sin terminar, todo tipo de tentativas insatisfechas. Se detuvo en la puerta de la habitación, contemplando todas las cosas que había empezado y no había acabado: un juego de ajedrez hecho de madera de secuoya (nunca había aprendido a jugar, pero respetaba la complejidad de las piezas), un podio muy recargado hecho de roble podrido (no había pronunciado un discurso en toda su vida, pero admiraba la imagen de un orador en un podio bien hecho), un caballo balancín a medio terminar. En ese preciso instante no recordaba por qué había comenzado a hacerlo, ni tampoco por qué lo había dejado. Pero allí estaba, en la esquina de su habitación de los proyectos, sepultado bajo cajas y colchas de patchwork guardadas hasta el invierno.

¿Por qué habría comenzado a hacer algo tan absurdo?

Se acercó al rincón desordenado y lleno de polvo donde se encontraba el caballo y pasó la mano por la madera áspera. Era rugosa y estaba sin lijar pero, no sabía por qué, la encontró agradable al tacto. Los años de abandono habían suavizado los bordes.

Aunque no era el objeto más logrado de los que había empezado, no le pareció horrendo, sino quizá tan sólo un poco chapucero. La boca no estaba bien hecha —había algo discordante en el tamaño de los dientes del caballo—, pero le gustaba el aspecto de las orejas del animal. De pronto recordó cuánta atención les había dedicado cuando trabajaba en ellas. Eran la única parte de la criatura que creyó que podía tener una auténtica posibilidad de salir bien. No habían sido fáciles de hacer y le habían dejado las manos llenas de ampollas y provocado calambres durante varios días. Pero, al mirarlas ahora, el esfuerzo parecía haber valido la pena.

Fue justo detrás de las orejas, por encima del lugar donde comenzaban las crines, donde sólo el jinete podía verlas —por pequeño que tuviera que ser para montarse en el animal—, donde Fred reparó en las letras grabadas en la madera.

H-E-A-T-H-E-R.

¿No era ése el nombre que él y Mary habían elegido para su bebé?

—Mary —llamó Fred una vez más.

Al no responderle nadie, fue como si el universo hubiera confirmado con carácter definitivo todo lo que estaba planeando hacer, lo que sabía que tenía que pasar. Le había dado al universo una oportunidad de cambiar de opinión y el universo sólo le había devuelto silencio y una casa vacía.