EPÍLOGO

La vieja camioneta corcoveaba de un lado a otro por la carretera. El motor se atragantaba. Los frenos chirriaban. Cada curva hacía temblar el vehículo entero. Pero, aun así, seguía funcionando.

—Unos pocos kilómetros más —dijo Harold, luchando con el volante al tomar una curva.

Jacob miraba en silencio por la ventanilla.

—Me alegro de estar fuera de esa iglesia —declaró Harold—. Un poco más de tiempo ahí dentro y juro que me convierto… me convierto o empiezo a disparar. —Rio para sus adentros—. O quizá una cosa lleve a la otra.

El chiquillo continuó en silencio.

Ya casi habían llegado a la casa. La camioneta resopló por el camino sin asfaltar, escupiendo un humo azul de vez en cuando. Harold quería achacar las malas condiciones de la camioneta al tiroteo, pero su teoría hacía aguas. El vehículo simplemente era viejo y estaba cansado, y casi a punto de tirar la toalla. Demasiados kilómetros. Harold se preguntó cómo había podido conducirlo Lucille todos esos meses, cómo se las había apañado Connie aquella noche. De haber podido, le habría pedido disculpas. Pero ahora Connie y sus hijos habían desaparecido. Nadie había visto a ninguno de ellos desde la noche en que Lucille había muerto. Habían encontrado la camioneta de Harold al día siguiente en el medio de la autopista interestatal, formando un ángulo extraño, como si se hubiera parado por si sola, como si no hubiera habido nadie al volante.

Era como si la familia Wilson hubiera desaparecido de la faz de la tierra, lo cual no era extraño en aquellos tiempos.

—Las cosas irán mejor —manifestó Harold cuando entró por fin en el jardín.

Donde antes estaba la casa ahora no había más que un esqueleto de madera. Los cimientos habían resultado ser bastante resistentes. Cuando llegó el dinero del seguro y Harold contrató a los hombres para reconstruirla, pudieron aprovechar casi toda la cimentación.

—Todo será como antes —dijo.

Aparcó la camioneta al final de la entrada de vehículos y apagó el motor. La vieja Ford suspiró.

Jacob no abrió la boca mientras su padre y él subían por el polvoriento camino de acceso a la casa. Estaban en octubre. El calor y la humedad habían pasado ya. Su padre parecía muy viejo y muy cansado desde la muerte de Lucille, pensaba el chico, a pesar de que se esforzaba muchísimo por no parecer viejo y cansado.

Lucille estaba enterrada bajo el roble situado frente al lugar donde antes se levantaba la casa. La intención de Harold había sido darle sepultura en el cementerio de la iglesia, pero necesitaba estar cerca de ella. Y esperaba que lo perdonara por ello.

El muchacho y su padre se detuvieron junto a la tumba. Harold se puso en cuclillas y arañó la tierra con los dedos. Acto seguido murmuró algo en voz baja y siguió caminando.

Jacob se demoró allí.

La casa estaba quedando mejor de lo que Harold quería admitir. A pesar de ser ahora mismo poco más que un esqueleto, ya veía la cocina, el salón, el dormitorio en lo alto de la escalera. La madera sería nueva, pero los cimientos eran aún tan viejos como en el pasado.

Las cosas no serían como antes, como le había dicho a Jacob, pero serían como tuvieran que ser.

Dejó al chiquillo junto a la tumba de Lucille y siguió su camino hacia el montón de cascotes situado en la parte posterior de la casa. Los cascotes y los cimientos de piedra eran cuanto el incendio había dejado. Los hombres que estaban construyendo la casa nueva se habían ofrecido a llevarse los escombros, pero Harold los había detenido. Casi todos los días acudía a ese lugar y examinaba cuidadosamente las cenizas y los cascotes. No sabía qué era lo que estaba buscando, sólo que lo sabría cuando lo encontrara.

Habían pasado ya casi dos meses y aún no lo había encontrado. Pero al menos había dejado de fumar.

Una hora después, no había hallado nada nuevo. Jacob seguía junto a la tumba de Lucille, sentado en la hierba con las piernas recogidas contra el pecho y el mentón entre las rodillas. No se movió cuando el agente Bellamy llegó en su coche. Tampoco respondió cuando Bellamy pasó por su lado diciendo «Hola», y siguió adelante sin detenerse. Sabía que el muchacho no iba a contestar. Así había sido todas las veces que había ido a ver a Harold.

—¿Qué está usted buscando? —inquirió Bellamy.

Harold, que estaba de rodillas, se levantó. Meneó la cabeza.

—¿Quiere que lo ayude?

—Me gustaría saber qué es lo que busco —refunfuñó el viejo.

—Conozco esa sensación —replicó Bellamy—. En mi caso, son fotografías. Fotografías de cuando era niño. —Harold gruñó—. Todavía no están seguros exactamente de lo que significa ni de por qué sucede.

—Claro que no —repuso el anciano.

Luego miró al cielo: azul, amplio, fresco. Se restregó las manos llenas de hollín contra las perneras de los pantalones.

—Me han dicho que fue neumonía —señaló.

—Sí —asintió Bellamy—. Justo igual que la primera vez. Al final, se fue bastante tranquilamente. Igual que la primera vez.

—¿Sucede así en general?

—No —respondió el hombre negro, y se arregló la corbata.

Harold se alegraba de ver que Bellamy volvía a llevar sus trajes como era debido. Aún no había comprendido cómo había podido llegar al final del verano vestido con aquellas malditas cosas sin que le diera algo pero, hacia el final, el hombre había empezado a tener un aire desaliñado. Ahora volvía a llevar la corbata bien colocada alrededor del cuello. El traje bien planchado e inmaculadamente limpio. Las cosas estaban volviendo a su cauce, pensó Harold.

—Esta vez no hubo problemas —declaró Bellamy.

El viejo gruñó a modo de asentimiento.

—¿Cómo van las cosas en la iglesia? —Bellamy rodeó los cascotes.

—Bastante bien —respondió Harold. Se puso de nuevo en cuclillas y continuó examinando las cenizas.

—Tengo entendido que el pastor ha vuelto.

—Eso creo. Él y su mujer están hablando de adoptar varios niños. Por fin tendrán una familia como Dios manda —repuso Harold.

Le dolían las piernas. Pasó a ponerse de rodillas, ensuciándose los pantalones, justo como había hecho el día anterior y el de antes del anterior y el de antes de antes del anterior.

Bellamy le lanzó una mirada a Jacob, aún sentado junto a la tumba de su madre.

—Siento todo esto —declaró.

—No fue culpa suya.

—Eso no significa que no pueda sentirlo.

—En tal caso, supongo que yo también lo siento.

—¿El qué?

—Lo que sea.

Bellamy asintió.

—Pronto se marchará.

—Lo sé —replicó Harold.

—Se ponen distantes, de ese modo. Por lo menos, eso es lo que la Oficina ha observado. No es siempre así. A veces, sólo desaparecen de pronto, pero por lo general se vuelven poco sociables, silenciosos, los días anteriores a su desaparición.

—Eso es lo que ha estado diciendo la televisión.

Harold estaba metido hasta los codos en los restos de la casa. Tenía los antebrazos negros de hollín.

—Si le sirve de consuelo —comenzó Bellamy—, por lo general se los encuentra en su tumba. Son devueltos a su sitio…, signifique eso lo que signifique.

Harold no contestó. Sus manos se movían solas, como si estuvieran acercándose a la cosa que buscaba con tanta desesperación. Tenía los dedos llenos de cortes causados por clavos sueltos y astillas de madera pero, aun así, no lo dejaba. Bellamy lo observaba rebuscar.

Siguieron así por lo que pareció un largo tiempo.

Al final, Bellamy se quitó la americana, se arrodilló entre las cenizas y hundió las manos en ellas. Ninguno de los dos hombres dijo una palabra. Sólo escarbaron en busca de algo desconocido.

Cuando lo encontró, Harold supo de inmediato por qué había estado buscándolo. Era una cajita de metal, negra y requemada por el calor de las llamas y el hollín de la casa destruida. Le temblaban las manos.

El sol se estaba poniendo por el oeste. Cada vez hacía más frío. El invierno llegaría temprano ese año.

Harold abrió la caja, metió la mano en su interior y sacó la carta de Lucille. Una pequeña cruz de plata cayó sobre las cenizas. Harold suspiró y trató de mantener las manos quietas. La carta estaba medio quemada por el fuego, pero la mayoría de las palabras seguían ahí, escritas con la caligrafía alargada y elegante de su mujer.

… mundo desequilibrado? ¿Cómo debería reaccionar una madre? ¿Cómo debe afrontarlo un padre? Sé que parece demasiado para ti, Harold. Hay veces que pienso que es demasiado para mí. Veces en que deseo echarlo, que vuelva al río donde nuestro chico murió.

Hace mucho tiempo, tenía miedo de olvidarlo todo. Más tarde, tuve la esperanza de poder olvidarlo todo. Ninguna de las dos cosas parecía mejor que la otra, pero ambas parecían mejor que la soledad, que Dios me perdone. Sé que Él tiene un plan. Siempre ha tenido un plan. Y sé que ese plan me supera. Sé que te supera también a ti, Harold.

Para ti fue peor, lo sé. Esta cruz da vueltas por toda la casa. Esta vez la encontré en el porche, junto a tu silla. Probablemente te quedaste dormido con ella en la mano, como haces siempre. Probablemente ni siquiera lo sabías. Creo que le tienes miedo. No deberías tenérselo.

No fue culpa tuya, Harold.

Sea lo que sea lo que hay en tu interior y hace que tu cabeza se vuelva loca a causa de la cruz, no es culpa tuya. Desde que Jacob murió, has llevado esa cruz, del mismo modo que Jesús llevó la suya. Pero incluso a Él lo liberaron de ella.

Olvídalo, Harold. Olvida al muchacho.

No es nuestro hijo. Lo sé. Nuestro hijo murió en ese río, buscando pequeñas baratijas como esta cruz. Murió jugando a un juego que su padre le había enseñado y no puedes olvidarlo. Recuerdo lo contento que estaba cuando los dos bajasteis al río y volvisteis con esto. Era como algo mágico. Te sentaste con él ahí en el porche y le dijiste que el mundo estaba lleno de cosas secretas como ésta. Le dijiste que lo único que una persona tenía que hacer era buscarlas y que siempre estarían ahí.

Por aquel entonces, aún tenías veintitantos años, Harold. Él era nuestro primer hijo. No podías saber que te creería. No podías saber que volvería allí abajo solo y se ahogaría.

No sé cómo ha sido posible este hijo, este segundo Jacob. Pero francamente, no me importa. Nos ha dado algo que nunca creímos poder volver a tener: la oportunidad de recordar lo que es el amor. Una oportunidad de perdonarnos a nosotros mismos. Una oportunidad de averiguar si somos aún las personas que éramos cuando éramos un par de padres jóvenes que esperábamos y rezábamos por que nada malo le sucediera nunca a nuestro hijo. Una oportunidad de amar sin miedo. Una oportunidad para perdonarnos a nosotros mismos.

No le des más vueltas, Harold.

Quiérelo. Después, déjalo marchar.

Estaba todo borroso. Harold apretujó la crucecita de plata en la palma de su mano y se echó a reír.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó Bellamy.

El viejo contestó con más risas. Arrugó la carta y la estrechó contra su pecho. Cuando se volvió para mirar la tumba de Lucille, Jacob había desaparecido. Harold se levantó y escrutó el jardín, pero el chiquillo no estaba allí. Tampoco se encontraba junto a la estructura de la casa. Ni donde la camioneta.

Se secó las lágrimas de los ojos y se volvió hacia el sur, en dirección al bosque que conducía al río. Tal vez no fuera más que una casualidad, o tal vez fuera así como tenían que ser las cosas. De un modo u otro, por un instante, alcanzó a ver brevemente al muchacho bajo el resplandor del sol poniente.

Meses antes, cuando habían comenzado a confinar a los Regresados en sus hogares, Harold le había comentado a su mujer que a partir de entonces las cosas empezarían a doler. Estaba en lo cierto. Sabía que también aquello iba a doler. Lucille no había creído nunca que Jacob fuera su hijo. Pero Harold había sabido siempre que lo era. Tal vez las cosas fueran así para todo el mundo. Algunas personas, cuando perdían a alguien, cerraban las puertas de sus corazones. Otras mantenían abiertas puertas y ventanas, dejando su recuerdo y su amor pasar libremente a través de ellas. Y tal vez fuera así como tenía que ser, pensó Harold.

Así estaba sucediendo en todas partes.