Samuel Daniels

Samuel Daniels había nacido, se había criado y le habían enseñado a rezar, allí, en Arcadia. Luego murió. Y ahora volvía a estar en Arcadia. Pero Arcadia había cambiado. Ya no era el pueblo pequeño y eludible que era antes. El pueblo a través del que los viajeros iban y venían sin pausa ni titubeos, dedicando unos pocos momentos de reflexión a considerar qué era lo que la gente hacía con su vida en un sitio semejante. Un lugar de casas todas uniformes y de aspecto cansado. Un lugar con dos gasolineras y sólo dos semáforos. Un lugar de madera, tierra y hojalata. Un lugar donde la gente parecía haber nacido de los bosques que lindaban con los campos.

Ahora Arcadia no era ya la desviación, sino el destino, pensó Samuel mirando a través del cercado, contemplando el lento desplegarse del pueblo hacia el este. A lo lejos se levantaba la iglesia, silenciosa y tranquila bajo el firmamento. La carretera de dos carriles que conducía al pueblo estaba llena de baches y protuberancias allí donde no hacía tanto tiempo era lisa y regular. Cada día eran más los vehículos que llegaban. Menos los que salían.

La gente de Arcadia ya no era originaria del pueblo, meditó. Ése no era su pueblo. Eran visitantes, turistas en su propia tierra. Vivían su vida cotidiana inseguros de dónde se encontraban. Cuando podían, se arracimaban —de manera muy parecida a como se rumoreaba que hacían en ocasiones los Regresados— y se quedaban allí parados, contemplando el mundo que los rodeaba con una expresión de lúgubre desconcierto en el rostro.

Ni siquiera el pastor, con toda su fe y su conocimiento de Dios, era inmune. Samuel había acudido a él buscando la Palabra, buscando consuelo y una explicación a lo que estaba sucediendo en este mundo, en ese pueblo. Pero el pastor era distinto de como lo recordaba. Sí, seguía siendo corpulento y cuadrado, un armario de hombre, pero se comportaba de un modo distante. Ambos habían estado en la puerta de la iglesia hablando de que traían a los Regresados a Arcadia y los llevaban a la escuela, que ya se estaba quedando pequeña para albergarlos. Y mientras los camiones pasaban y de vez en cuando se veía a los Regresados atisbar al exterior, estudiando el lugar en que se encontraban, el pastor Peters los examinaba con atención, como si estuviera buscando a alguien.

—¿Crees que está viva? —inquirió el pastor al cabo de un rato, ignorando por completo la conversación que él y Samuel mantenían.

—¿Quién? —preguntó Samuel.

Pero el pastor Peters no respondió, como si no fuera él con quien estaba hablando.

Arcadia había cambiado, pensó Samuel. El pueblo estaba rodeado de cercas y muros, enjaulado y apartado del mundo como un castillo. Había soldados por todas partes. Ése no era el pueblo en el que había crecido, no era el pueblecito agazapado en el campo, abierto en todas direcciones.

Se alejó de la cerca al tiempo que agarraba su Biblia con fuerza. Habían cambiado a Arcadia y todo lo que contenían sus muros, y nunca volvería a ser como antes.