OCHO

Hacía tres semanas que el marido de Lucille y su hijo antes muerto habían sido arrestados por lo que en su opinión equivalía a poco más que una inflada acusación de «ser un cascarrabias» y un «Regresado en sitio público», respectivamente. Y aunque ambos eran ciertamente culpables de sus cargos individuales, ningún abogado en el mundo habría argumentado jamás que Harold Hargrave no era sino un cascarrabias ilegal. Por otra parte, la condición de antiguamente-muerto-pero-no-muerto-ahora de Jacob era del mismo modo inequívoca.

No obstante, en esa parte de su espíritu que se abonaba a la idea de ciertas virtudes y defectos generales e inevitables, Lucille estaba firmemente convencida de que si había algún culpable, ése era la Oficina.

Su familia no había hecho nada. Nada aparte de dar un paseo por una propiedad particular —no por tierras del Gobierno, sino por una finca privada—, y mientras paseaban simplemente se habían topado con algunos hombres de la Oficina que circulaban por la carretera. Hombres de la Oficina que los habían seguido y arrestado.

Por mucho que lo había intentado, Lucille aún no había logrado dormir una noche entera desde su detención. Y cuando el sueño llegaba, lo hacía como una citación judicial, sólo en los momentos más impredecibles e inoportunos. Ahora mismo se había quedado profundamente dormida en el banco de la iglesia, ataviada con sus mejores galas de los domingos y con la cabeza colgando en un ángulo de inconsciencia familiar que se ve a menudo en los niños que se han saltado la siesta. Sudaba ligeramente. Estaban ya en junio y era como estar en una sauna.

Mientras dormía, soñaba con peces. Soñaba que se encontraba entre un montón de gente que se moría de hambre. A sus pies había un cubo de plástico de unos veinte litros lleno de percas, truchas, lubinas, corvinas y platijas.

—Yo los ayudaré. Tome —decía—. Aquí tiene. Coja esto. Tomad. Lo siento. Sí. Por favor, coged esto. Aquí tenéis. Perdón. Tomad. Lo siento.

Las personas de su sueño eran todos Regresados y Lucille no sabía por qué les pedía disculpas, pero ello parecía vital.

—Lo siento. Aquí tenéis. Intento ayudar. Lo siento. No, no se preocupe. Yo lo ayudaré. Tenga. —Ahora sus labios se movían solos mientras estaba desplomada en el banco—. Perdón —dijo en voz alta—. Yo os ayudaré. No os preocupéis.

En su sueño, la gente se empujaba acercándose a ella, arremolinándose a su alrededor, y Lucille se daba cuenta ahora de que los Regresados estaban todos encerrados en una jaula de increíbles dimensiones —vallas de acero y alambre de cuchillas— que iba haciéndose cada vez más pequeña.

—Dios mío —dijo en voz alta—. No pasa nada. ¡Yo os ayudaré!

De pronto despertó, y vio que prácticamente toda la congregación de la iglesia baptista de Arcadia la estaba mirando.

—Amén —dijo el pastor Peters desde el púlpito, sonriendo—. Incluso en sueños la hermana Hargrave ayuda a la gente. ¿Por qué no podemos hacerlo todos cuando estamos despiertos? —Luego prosiguió con su sermón, algo que tenía que ver con la paciencia del Libro de Job.

La vergüenza que sentía por haberse quedado dormida en la iglesia se vio ligeramente superada por el hecho de haber distraído al pastor de su sermón. Pero también este hecho se vio atemperado por la circunstancia de que últimamente el pastor estaba siempre en la luna durante los sermones. Tenía algo en la cabeza —algo en el corazón—, y aunque ningún miembro de su rebaño podía diagnosticar la causa exacta de su preocupación, no era difícil darse cuenta de que le pasaba algo.

Lucille se sentó bien erguida, se secó el sudor de la frente y murmuró «amén» a destiempo, conviniendo con un punto importante del sermón del pastor. Aún sentía los ojos pesados y le escocían mucho. Sacó su Biblia, la abrió y buscó somnolienta los versículos sobre los que el pastor Peters estaba predicando. El Libro de Job no era el más importante de las Sagradas Escrituras, pero era bastante significativo. Pasó rápidamente las hojas hasta llegar a lo que parecía ser el versículo en cuestión. A continuación, fijó la vista en la página y volvió a quedarse inmediatamente dormida.

Cuando volvió a despertarse, el oficio había terminado. El aire estaba tranquilo; los bancos, completamente vacíos. Como si quizá el propio Señor se hubiera levantado y hubiera decidido que tenía otro sitio donde estar. El pastor se encontraba allí con su menuda mujer, cuyo nombre Lucille seguía sin poder recordar. Estaban sentados en el banco situado frente al suyo, mirándola con una media sonrisa indulgente.

El pastor Peters habló en primer lugar.

—Me he planteado varias veces añadir fuegos artificiales a mis sermones, pero el jefe de bomberos aniquiló esa idea. Y, bueno… —Sonrió, y sus hombros ascendieron como montañas bajo la americana de su traje.

Su frente relucía cubierta de gotitas de sudor, pero aun así llevaba puesta la oscura chaqueta de lana del traje con el aspecto que debe tener un hombre de Dios: alguien dispuesto a soportar.

Entonces intervino su pequeña esposa, con una voz pequeña e insignificante.

—Estamos preocupados por usted. —Llevaba un vestido de color claro y un sombrerito de flores. Hasta su sonrisa era pequeña. No sólo parecía estar a punto de desmayarse, sino estar absolutamente dispuesta a hacerlo en cualquier momento.

—No se preocupe por mí —replicó Lucille. Se incorporó, cerró la Biblia y la estrechó contra su pecho—. El Señor me ayudará a salir adelante.

—Bueno, hermana Hargrave, no voy a consentirle que me quite las palabras de la boca —manifestó el pastor, mostrando aquella amplia y magnífica sonrisa suya.

Su mujer se estiró por encima del respaldo del banco y le puso a Lucille su diminuta mano en el brazo.

—No tiene usted buen aspecto. ¿Cuándo durmió por última vez?

—Hace apenas unos minutos —repuso Lucille—. ¿No lo ha visto? —Soltó una breve risita—. Lo siento. Ésa no era yo. Era ese inútil de mi marido que hablaba a través de mí…, el demonio que es. —Apretó la Biblia contra su pecho y resopló—. ¿Qué mejor lugar para descansar que la iglesia? ¿Hay algún otro lugar en la tierra donde podría estar más a gusto? No lo creo.

—¿En casa? —sugirió la esposa del pastor.

Lucille no supo muy bien si lo decía como un insulto o si no era más que una pregunta genuina. Pero como la mujer del pastor era tan pequeña, Lucille decidió darle el beneficio de la duda.

—Ahora mismo, mi casa no es mi casa —replicó Lucille.

El pastor Peters le puso la mano en el brazo, junto a la de su mujer.

—He hablado con el agente Bellamy —la informó.

—Yo también —repuso Lucille. Su rostro se endureció—. Y apuesto a que le dijo lo mismo que a mí: «No está en mis manos». —Volvió a resoplar y se atusó el pelo—. ¿De qué sirve ser un hombre del Gobierno si no puedes hacer nada? ¿Si no tienes ningún poder, al igual que el resto de la gente?

—Bueno, en su defensa le diré que el Gobierno sigue siendo mucho más poderoso que ninguna de las personas que trabajan para él. Estoy seguro de que el agente Bellamy hace todo lo que puede por ayudar. Parece un hombre honesto. No es él quien tiene a Jacob y a Harold retenidos ahí, es la ley. Harold decidió quedarse con el chico.

—¿Y qué otra opción tenía? ¡Jacob es su hijo!

—Lo sé, pero hay quien ha hecho menos. Por lo que Bellamy me dijo, se suponía que sólo los Regresados iban a estar retenidos allí. Pero hubo gente como Harold que no quiso separarse de sus seres queridos, así que ahora… —La voz del pastor se extinguió. Luego retomó el discurso—: Me parece que eso es lo mejor. No podemos dejar que segreguen a la gente, al menos no del todo, no como algunos querrían haber hecho.

—Él decidió quedarse —musitó Lucille, como recordándose algo a sí misma.

—Así es —replicó el pastor Peters—. Y Bellamy cuidará de ambos. Como he dicho, es un buen hombre.

—Eso es lo que yo pensaba antes, cuando lo conocí. Parecía buena persona, aunque fuera de Nueva York. Ni siquiera lo juzgué por el hecho de ser negro. —Lucille puso un fuerte énfasis en ese punto. Sus padres habían sido los dos profundamente racistas, pero ella había aprendido del Evangelio que las personas sólo eran personas. El color de su piel quería decir tanto como el color de su ropa interior—. Pero cuando lo miro ahora —prosiguió—, me pregunto cómo es posible que cualquier hombre decente, independientemente de su color, pueda tener que ver con algo como secuestrar a la gente de sus hogares, niños, ni más ni menos, y encarcelarlos —la voz de Lucille era como un trueno.

—Vamos, Lucille —dijo el pastor.

—Vamos —repitió su esposa.

El pastor Peters se sentó junto a la anciana en el banco y la rodeó con su robusto brazo.

—No están secuestrando a la gente, aunque me doy cuenta de que puede parecer que es así. La Oficina sólo está tratando de…, bueno, véalo simplemente como que están echando una mano. Ahora hay muchísimos Regresados. Creo que sólo están tratando de que la gente se sienta segura.

—¿Hacen que la gente se sienta segura llevándose a un viejo y a su hijo a punta de pistola? —Lucille casi dejó caer la Biblia cuando sus manos de pronto cobraron vida frente a sí. Cuando estaba enfadada hablaba siempre con las manos—. ¿Reteniéndolos durante semanas? Metiéndolos en la cárcel sin… sin…, diablos, no sé, sin presentar acusaciones ni hacer nada como en un Estado de derecho?

Dirigió la mirada hacia una de las ventanas de la iglesia. Incluso desde donde se hallaba sentada veía el pueblo a lo lejos, al pie de la colina donde se alzaba la iglesia. Veía la escuela y todos los edificios y las vallas recién levantados, a todos los soldados y a los Regresados yendo y viniendo, el puñado de casas que aún no estaba dentro del reino de las cercas. Algo en su corazón le dijo que aquello no iba a durar.

Lejos, en el otro extremo, oculta por los árboles y la distancia, fuera de los límites del pueblo y donde casi todo era campo, se encontraba su casa, oscura y vacía.

—Dios… —musitó.

—Vamos, vamos, Lucille —dijo la mujer del pastor, sin lograr nada.

—No hago más que hablar con ese Martin Bellamy —prosiguió ella—. No hago más que decirle que esto no está bien y que la Oficina no tiene derecho a actuar así, pero lo único que dice es que no puede hacer nada. Afirma que ahora todo tiene que ver con el coronel Willis. Que ahora todo depende de él, dice Martin Bellamy. ¿Qué quiere decir con eso de que no puede hacer nada? Es un ser humano, ¿no? ¿Acaso no hay montones de cosas que un ser humano puede hacer?

Gotas de sudor se deslizaban por su frente. Tanto el pastor como su esposa habían retirado las manos que habían puesto en su brazo, como si la anciana fuera un fogón que alguien hubiera encendido sin avisar.

—Lucille —dijo el pastor Peters bajando la voz y hablando despacio, pues había aprendido que eso calmaba a la gente, lo quisieran o no. Lucille sólo miraba la Biblia que tenía en el regazo. Una gran pregunta sobre algo se instaló en las curvas de su rostro—. Dios tiene un plan —prosiguió el pastor—, aunque el agente Bellamy no lo tenga.

—Pero han pasado semanas —replicó ella.

—Y están los dos vivos y sanos, ¿verdad?

—Supongo que sí. —Abrió la Biblia por ninguna página en particular. La abrió sólo para ver que las palabras y el Evangelio seguían allí—. Pero están… —Trató de encontrar un término adecuado. Se sentiría mejor si pudiera encontrar enseguida una palabra de calidad—. Están… emparedados.

—Están en la misma escuela donde casi todos los niños del pueblo aprendieron a leer y a escribir —repuso el pastor. Había vuelto a rodear a Lucille con el brazo—. Sí, sé que ahora parece distinta, con todos esos soldados alrededor, pero sigue siendo nuestra escuela. Es el mismo edificio al que iba Jacob hace muchos años.

—Entonces era una escuela nueva —lo interrumpió Lucille, mientras su mente se sumergía en el recuerdo.

—Y estoy seguro de que era bonita.

—Oh, sí que lo era. Nueva y reluciente. Pero en aquella época era mucho más pequeña. Antes de los añadidos y las reformas realizadas después de que el pueblo se hizo más viejo y un poco más grande.

—¿Y no podemos pensar que siguen estando en esa versión de la escuela?

Lucille no respondió.

—Están calentitos y les dan de comer.

—¡Porque yo les llevo comida!

—¡La mejor comida del condado! —El pastor miró a su mujer de manera ostentosa—. No hago más que decirle a mi querida esposa que debería ir a pasar unas cuantas semanas con usted y hacerse con el secreto de su tarta de melocotón.

Lucille sonrió e hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.

—No es nada especial —replicó—. Incluso le llevo comida a Martin Bellamy. —Hizo una pausa—. Como he dicho, le tengo simpatía. Parece un buen hombre.

El pastor Peters le palmeó la espalda.

—Claro que lo es. Y él, Harold y Jacob y toda la demás gente de la escuela que ha tenido ocasión de probar su tarta (porque me han dicho que ha estado usted llevándola a la escuela en grandes cantidades y compartiéndola) están en deuda con usted. Sé que se lo agradecen todos los días.

—Que sean prisioneros no significa que tengan que comer esa bazofia del Gobierno con que los soldados los alimentan.

—Creía que el servicio de catering de la señora Brown les suministraba la comida. ¿Cómo lo llama ahora? ¿«Comidas celestiales»?

—Como he dicho, bazofia…

Todos se echaron a reír.

—Estoy convencido de que las cosas se arreglarán —manifestó el pastor cuando las risas se hubieron extinguido—. Harold y Jacob estarán estupendamente.

—¿Ha estado usted allí?

—Claro.

—Que Dios lo bendiga —dijo Lucille. Le dio unas palmaditas al pastor en la mano—. Necesitan un pastor. Todos en ese edificio necesitan un pastor.

—Hago lo que puedo. Hablé con el agente Bellamy —de hecho, él y yo hablamos bastante—. Como le he dicho, parece un hombre decente. Creo que está intentando realmente hacer todo lo que está en su mano. Pero, tal como van las cosas, con el número exorbitante de Regresados con que la Oficina tiene que lidiar…

—Han puesto al mando a ese horrible coronel Willis.

—Eso tengo entendido.

Lucille apretó la boca.

—Alguien tiene que hacer algo —declaró. Hablaba en voz baja, como el susurro del agua al manar de una grieta profunda—. Es un hombre cruel —añadió—. Se le nota en los ojos. Unos ojos que parecen más y más distantes cuanto más los miras. Debería haberlo visto cuando me presenté allí a buscar a Harold y a Jacob. Frío como el mes de diciembre, eso es lo que es. Como una montaña de indiferencia.

—Dios encontrará un camino.

—Sí —repuso Lucille, a pesar de que desde hacía tres semanas lo ponía cada vez más en duda—. Dios encontrará un camino —repitió—. Pero, a pesar de todo, estoy preocupada.

—Todos tenemos nuestras preocupaciones —observó el pastor.

Hacía ya varias décadas que Fred Green regresaba a una casa vacía. Estaba acostumbrado al silencio. Y como no le gustaba lo que él mismo preparaba, hacía ya mucho que le había cogido el tranquillo a la comida congelada y al ocasional filete demasiado hecho.

Siempre había cocinado Mary.

Cuando no estaba ocupándose de los campos, se encontraba en el aserradero, tratando de conseguir cualquier trabajo. Rara vez llegaba a casa hasta que era casi de noche, y tenía el cuerpo cada día un poco más cansado que el anterior. Pero últimamente le costaba cada vez más conseguir alguna tarea porque los trabajadores más jóvenes estaban siempre ahí, esperando bajo la tenue luz de la mañana a que el capataz eligiera a los hombres que quería para trabajar ese día.

Y aunque la experiencia tenía sus méritos, en lo tocante al trabajo manual es imposible vencer a la juventud. Se sentía como si estuviera comenzando a quedarse sin cuerda. Había demasiado que hacer.

De modo que, todas las noches, Fred Green llegaba a casa, cenaba comida congelada, se instalaba delante del televisor y ponía las noticias, que no hablaban más que de los Regresados.

Escuchaba sólo a medias lo que decían los locutores. Se pasaba la mayor parte del tiempo respondiéndoles, acusándolos de ser unos agitadores y unos estúpidos, pillando únicamente detalles fragmentados sobre la corriente de Regresados que se iba convirtiendo en un río con cada día que pasaba.

Todo eso no hacía más que ponerlo nervioso, presa de una fuerte corazonada.

Sin embargo, había algo más. Un sentimiento que no lograba comprender. Durante las últimas semanas había tenido problemas para dormir. Se acostaba todas las noches en su casa vacía y silenciosa —como llevaba haciendo varias décadas— y perseguía el sueño hasta pasada la medianoche. Y cuando por fin llegaba, era un descanso inquieto y superficial, sin sueños, pero no obstante irregular.

Algunas mañanas se despertaba con morados en las manos que achacaba al cabecero de madera. Una noche lo poseyó la sensación de estar cayendo y se despertó justo antes de aterrizar, en el suelo, junto a la cama, con las lágrimas deslizándose por sus mejillas y una profunda e indescifrable tristeza saturando el aire a su alrededor.

Permaneció allí, en el suelo, sollozando, furioso con cosas que no sabía expresar con palabras y la cabeza llena de frustración y de nostalgia.

Gritó el nombre de su mujer.

Era la primera vez que pronunciaba su nombre desde hacía más tiempo del que podía recordar. Compuso la palabra en su lengua, la lanzó al aire y escuchó su sonido resonar por la casa atestada de objetos que olía a humedad.

Se quedó en el suelo, esperando. Como si ella pudiera salir de pronto de su escondite y rodearlo con sus brazos, besarlo y cantarle una canción con aquella voz maravillosa y espléndida que tanto echaba de menos…, trayéndole la música después de tantos años de vacío.

Pero nadie respondió.

Al final se levantó del suelo. Se acercó al armario y sacó de su interior un baúl que no había visto la luz del día en muchísimos años. Era negro, con una fina pátina que cubría las bisagras de latón. Cuando lo abrió, pareció suspirar.

Estaba lleno de libros, partituras, cajitas llenas de joyas sin importancia o baratijas de cerámica que en la casa ya no había nadie que apreciara. Hacia la mitad, medio enterrado bajo una blusita de seda con rosas delicadamente bordadas alrededor del cuello, había un álbum de fotos. Fred lo sacó, se sentó en la cama y le limpió el polvo. Se abrió con un crujido.

De pronto, ahí estaba ella, su mujer, que le sonreía.

Había olvidado lo redondo que era su rostro. Lo oscuro que era su cabello. Lo perpetuamente confusa que parecía siempre, y que eso era lo que más le encantaba de ella. Incluso cuando discutían parecía siempre confusa, como si ella viera el mundo de manera distinta de todos los demás y, por mucho que lo intentara, no lograra comprender por qué todos se comportaban como lo hacían.

Siguió pasando las páginas del álbum e intentó no pensar en el sonido de su voz, en la forma perfecta en que cantaba para él cuando las noches eran largas y no podía dormir. Abrió y cerró la boca, como intentando componer una pregunta que por tozudez no quería salir.

Y entonces tropezó con una fotografía que lo hizo detenerse. La sonrisa de Mary no era tan radiante. Su expresión no era ya confusa, sino decidida. Era de una tarde soleada, poco después de que perdió al bebé.

Aquella tragedia había sido su secreto. El médico acababa de anunciarles que ella estaba embarazada, cuando todo se derrumbó. Fred se despertó una noche y la oyó sollozar suavemente en el baño, abrumada ya por el peso de lo que había sucedido.

Siempre había tenido un sueño profundo. «Despertarte a ti es como despertar a un muerto», le había dicho ella en una ocasión. Desde entonces, se había preguntado si Mary había intentado despertarlo aquella noche, si le había pedido ayuda y él le había fallado. Sin duda podría haber hecho algo.

¿Cómo podía un marido seguir durmiendo mientras sucedía algo así?, se preguntaba. Estar tumbado soñando como un estúpido animal mientras la pequeña brasa de la vida del hijo de ambos se apagaba.

Tenían pensado anunciarles el embarazo a sus amigos con ocasión de la fiesta de cumpleaños de Mary, menos de un mes después. Pero ya no fue necesario. Tan sólo el médico supo lo que les había sucedido.

La única indicación de que algo había ido mal fue la levedad de su sonrisa después de aquel día, una levedad que Fred nunca podría olvidar.

Arrancó la fotografía de la película pegajosa, que olía a cola vieja y a moho. Y aquella noche, por vez primera desde la muerte de su esposa, lloró.

A la mañana siguiente Fred se presentó en el aserradero, pero el encargado no lo eligió para trabajar. Volvió a casa y verificó el estado de los campos, pero tampoco necesitaban su atención. De modo que se subió a su camioneta y se dirigió a casa de Marvin Parker.

Marvin vivía frente a la puerta principal de la escuela donde tenían encerrados a los Regresados. Podía sentarse en su jardín delantero y ver cómo hacían entrar autobuses enteros llenos de ellos. Y eso era exactamente lo que hacía numerosas mañanas desde que todo aquello había comenzado.

Por algún motivo, Fred tenía la impresión de que era allí donde tenía que estar. Tenía que ver por sí mismo qué le estaba pasando al mundo. Tenía que ver los rostros de los Regresados.

Era casi como si estuviera buscando a alguien.

Harold estaba sentado en silencio a los pies de la cama, en medio de lo que antes era el aula de arte de la señora Johnson. Deseaba que le doliera la espalda para, por lo menos, poder quejarse de ello. Siempre se había sentido más capaz de considerar temas extremadamente profundos o confusos después de haber estado lamentándose largo y tendido de su dolor de espalda. Se estremeció al pensar en lo que podría haber sucedido si, por algún motivo, no hubiera sido un quejica. A esas alturas, Lucille tal vez lo habría santificado.

Jacob dormía en el catre situado junto al de Harold. La manta del chiquillo se hallaba pulcramente doblada en la cabecera, sobre la almohada. La había confeccionado Lucille, y estaba llena de detalles intrincados, colores y bordados que nada de envergadura inferior a un ataque nuclear podría haber deshecho. Las esquinas de las sábanas estaban cuidadosamente remetidas. La almohada, perfectamente plana y lisa.

«Qué niño tan cuidadoso», pensó Harold, tratando de recordar si siempre había sido así.

—¿Charles?

Harold suspiró. En la puerta del aula-de-arte-dormitorio estaba la señora mayor, una de las Regresadas. La luz de la tarde entraba por la ventana y caía sobre su rostro, y en torno al marco de la puerta había pinceladas de pintura en varios colores y acabados, vestigios de años de trabajos de arte. Había amarillos intensos y rojos rabiosos, todos más brillantes de lo que Harold pensaba que deberían haber sido, teniendo en cuenta lo antiguos que probablemente eran.

Encuadraban a la anciana en un arcoíris de color, lo que le confería un aspecto mágico.

—¿Sí? —respondió Harold.

—Charles, ¿a qué hora nos vamos?

—Pronto —contestó él.

—Vamos a llegar tarde, Charles. Y no toleraré que lleguemos tarde. Es de mala educación.

—No pasa nada. Nos esperarán.

Harold se levantó, estiró los brazos y se acercó despacio a la viejecita, la señora Stone, y la ayudó a llegar hasta su lecho en la esquina. Era una voluminosa mujer de color, de ochenta y bastantes años, senil a más no poder. Pero, senil o no, cuidaba de sí misma y de su catre. Iba siempre limpia, con el cabello bien arreglado. La poca ropa que tenía estaba siempre inmaculada.

—No te preocupes en lo más mínimo —le dijo Harold—. No llegaremos tarde.

—Pero si ya llegamos tarde.

—Nos queda mucho tiempo.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo, cariño. —Harold le sonrió y le palmeó la mano mientras ella se acomodaba en el catre con dificultad. Luego se sentó junto a ella mientras la mujer se tumbaba de costado y se iba quedando dormida. Siempre le sucedía lo mismo: una emoción repentina, un estrés inevitable, seguidos de un súbito sueño.

Permaneció con la señora Stone —se llamaba Patricia— hasta que el sueño se la llevó. Entonces, a pesar del calor del mes de junio, la cubrió con la manta de la cama de Jacob. Ella murmuró algo acerca de no hacer esperar a la gente. Después, sus labios quedaron inmóviles, su respiración lenta y regular.

Harold regresó a su propio camastro y deseó haber tenido un libro. A lo mejor cuando Lucille fuera a visitarlos le pediría que le llevara uno, siempre y cuando no fuera una Biblia o alguna otra estupidez.

No, pensó restregándose la barbilla. Bellamy tenía algo que ver con todo aquello. A pesar de su pérdida de autoridad desde que la Oficina empezó a encerrar a los Regresados, el agente Martin Bellamy seguía siendo la persona más informada del lugar.

A su manera, Bellamy seguía moviendo los hilos. Estaba al cargo de la asignación de alimentos y habitaciones, del suministro de ropa, de hacer que todos tuvieran artículos de aseo y demás. Supervisaba el seguimiento tanto de los Auténticos Vivos como de los Regresados.

Se encargaba de todo, aunque en realidad otras personas hacían el trabajo preliminar. Y Harold estaba comenzando a descubrir, a través de soldados a los que les gustaba parlotear a gritos unos con otros mientras patrullaban la escuela que, últimamente, había cada vez menos trabajo preliminar que hacer.

La norma iba convirtiéndose poco a poco en una rutina de aprisionar a los muertos y almacenarlos como si fueran un excedente de comestibles. De vez en cuando, si encontraban a uno de particular valor o notoriedad, iban un poco más allá y le compraban un billete de avión para que volviera a casa, pero, en la mayoría de los casos, a los Regresados simplemente los replantaban allí donde aparecían por casualidad.

Tal vez no fuera así en todas partes, se imaginaba Harold, pero pronto lo sería. Por regla general, se estaba volviendo mucho más fácil y barato asignarles a los Regresados un número y un dossier, pulsar unas cuantas teclas en un ordenador, hacer unas pocas preguntas, pulsar unas cuantas teclas más y olvidarse de ellos. Si a alguien le apetecía ir más allá de su estricta obligación —cosa cada vez menos frecuente—, quizá llegaba al extremo de hacer una búsqueda en internet. Pero ahí terminaba todo. Cada vez más a menudo, cuatro palabras escritas en un teclado —un esfuerzo apenas superior a no hacer nada— constituían la norma.

Una vez la viejecita se hubo quedado dormida, Harold salió de la habitación y atravesó la vieja escuela abarrotada. La situación había empeorado desde el primer día en que empezaron a arrestar a los Regresados. Y, desde entonces, empeoraba aún más cada día que pasaba. Donde antes había sitio y espacio abierto para que la gente circulara por los pasillos, ahora sólo había catres y personas aferradas a ellos por miedo a que cualquier recién llegado que pasara por ahí se los llevara y los dejara sin ellos. Aunque la situación aún no se había deteriorado hasta el punto de que hubiera más gente que camas, estaba naciendo una jerarquía.

Los fijos tenían sus camas cómodamente instaladas dentro del edificio principal de la escuela, donde todo funcionaba y nada estaba demasiado lejos. Los nuevos —a excepción de los ancianos y/o los enfermos, para los que aún guardaban sitio en el interior— acababan fuera, en el aparcamiento y en pequeñas secciones de calle en torno a la escuela, en una zona a la que se referían como El Pueblo de las Tiendas.

El Pueblo de las Tiendas era una aglomeración verde y mustia. Estaba hecho de tiendas tan viejas que Harold no podía mirarlas sin arriesgarse a quedar sumergido de repente hasta la cintura en algún recuerdo de su infancia, un recuerdo tan distante que se proyectaba en blanco y negro en la pantalla de cine de su mente.

Hasta ahora, la gracia salvadora había sido que el tiempo era benévolo. Caluroso y húmedo, pero apenas sin lluvias.

Harold atravesó El Pueblo de las Tiendas rumbo hacia el otro extremo del campamento, cerca de la verja sur, donde vivía el amigo de Jacob, un niño llamado Max. Al otro lado de la cerca, los guardias hacían sus lentas rondas con el rifle apoyado en la cintura.

—Bastardos descerebrados —refunfuñó Harold, como de costumbre.

Miró el sol. Seguía ahí, obviamente, pero de pronto parecía calentar más. Un hilillo de sudor se deslizó por su frente y acabó goteando de la punta de su nariz.

De pronto, la temperatura pareció aumentar. Diez grados por lo menos, como si en ese preciso momento el sol hubiera bajado y se hubiera instalado sobre sus hombros con la intención de susurrarle algo muy importante al oído.

Se limpió el sudor de la cara y se secó la mano en la pernera de los pantalones.

—¿Jacob? —gritó. Un temblor partió de la base de su espina dorsal, empezó a extenderse por sus piernas y se concentró en las rodillas—. Jacob, ¿dónde estás?

Y entonces, de repente, la tierra subió a su encuentro.