CINCO

Había empezado a escala reducida, como sucede con la mayoría de las cosas importantes, con un solo Crown Victoria oficial con un único hombre del Gobierno, dos soldados demasiado jóvenes y un teléfono móvil en su interior. No obstante, habían bastado aquella llamada telefónica y unos días de reorganización y ahora Bellamy se hallaba atrincherado en la escuela, aunque allí no había estudiantes, ni clases, tan sólo una cantidad creciente de coches, furgonetas, hombres y mujeres de la Oficina que habían estado instalándose allí en los últimos días.

La Oficina había desarrollado un plan para Arcadia. Estaban buscando el mismo aislamiento que había estrangulado la economía del pueblo durante todos los años de su existencia. En Whiteville había hoteles y restaurantes, instalaciones y recursos que la Oficina podía utilizar para lo que estaban planeando, por supuesto, pero también había gente. Cerca de mil quinientas personas, por no mencionar la autovía y las diversas carreteras que tal vez pronto tendrían que cerrar.

No. Arcadia era lo más parecido a un pueblo inexistente que podían desear, con tan sólo un puñado de personas, ninguna de las cuales era nadie digno de mención. Sólo granjeros y trabajadores de la madera, mecánicos, obreros, maquinistas y otros varios vecinos que vivían una existencia miserable. «Nadie que alguien fuera a echar de menos».

Por lo menos así se había expresado el coronel.

El coronel Willis. El simple hecho de pensar en él hacía que a Bellamy se le encogiera el estómago. Sabía pocas cosas de él, y eso lo preocupaba. En la era de la información, no debías fiarte nunca de una persona que no pudieras encontrar en Google. Pero eso era algo que Bellamy sólo tenía tiempo de considerar en las últimas horas de la noche, después de volver al hotel y antes de quedarse dormido. El cumplimiento diario de sus obligaciones, particularmente las entrevistas, exigía toda su atención.

El aula era pequeña. Olía a moho, a pintura a base de plomo y a tiempo.

—En primer lugar —dijo Bellamy, recostándose en la silla con el cuaderno sobre el muslo—, ¿hay alguna cosa fuera de lo común de la que alguno de los dos querría hablar?

—No —respondió Lucille—. No se me ocurre nada. —Jacob asintió mientras dedicaba de lleno su atención a su piruleta—. Pero me figuro —prosiguió ella— que podrá usted hacerme las preguntas que se supone que tiene que hacer para ayudarme a darme cuenta de que tal vez esté sucediendo algo extraño. Me imagino que el interrogador es usted.

—Ha elegido usted unas palabras un tanto duras, en mi opinión.

—Tal vez —repuso Lucille—. Le pido disculpas. —Se pasó la lengua por la yema del dedo pulgar y le limpió a Jacob una mancha de caramelo de la cara.

Lo había vestido muy bien para la entrevista: pantalones negros nuevos, una resplandeciente camisa blanca nueva, zapatos nuevos, e incluso calcetines nuevos. Y el chiquillo estaba cumpliendo con su parte sin ensuciarse en lo más mínimo.

—Es que me gustan las palabras, eso es todo —explicó Lucille—. Y a veces pueden parecer un poco ásperas, incluso si lo único que se pretende es añadir un poco de variedad.

Terminó de limpiarle la cara a Jacob y trasladó su atención a su propia persona. Se arregló el largo cabello plateado. Se examinó las pálidas manos en busca de suciedad y no halló ni rastro. Se colocó bien el vestido, cambiando de posición en la silla para poder tirar de la falda y bajársela un poco más, lo que no quería decir que se le hubiera subido el bajo del vestido color crema, no, por Dios, sino sólo que cualquier mujer respetable, pensaba ella, cuando se hallaba en compañía del otro sexo, tenía mucho interés en mostrar que no regateaba esfuerzos por comportarse con modestia y propiedad.

«Propiedad» era también una palabra que, en su opinión, no se utilizaba ni mucho menos suficientemente en cualquier conversación.

—Propiedad —musitó y, acto seguido, se arregló el cuello del vestido.

—Una de las cosas que la gente ha estado mencionando es que tienen «problemas para dormir» —indicó el agente Bellamy. Cogió el cuaderno que descansaba sobre su muslo y lo dejó sobre la mesa. No esperaba que un maestro de un pueblo tan pequeño tuviera una mesa tan grande, pero esas cosas tenían sentido si pensabas en ellas el tiempo suficiente.

Se inclinó hacia adelante y verificó que la grabadora estuviera en marcha. Garabateó algo en su cuaderno esperando a que Lucille respondiera a su declaración, pero pronto comenzó a darse cuenta de que no obtendría ninguna respuesta sin trabajársela un poco. Anotó «Huevos» en la libreta para dar la impresión de que estaba ocupado.

—No es que los Regresados tengan problemas para dormir —prosiguió, tratando una vez más de hablar despacio y sin acento yanqui—. Es sólo que tienden a dormir muy poco. No se quejan de cansancio ni de agotamiento, aunque algunos han mencionado haber pasado días sin dormir, descansando tan sólo un par de horas, y no haberse sentido afectados en lo más mínimo. —Volvió a reclinarse hacia atrás, apreciando la calidad de la silla de madera en la que estaba sentado del mismo modo que había apreciado la calidad de la mesa—. Aunque tal vez sólo estemos aferrándonos a cualquier cosa —agregó—. Éste es el motivo por el que estamos realizando todas estas entrevistas, para intentar ver lo que es una anomalía y lo que no tiene importancia. Queremos saber todo lo que podamos tanto sobre los Regresados como sobre los no Regresados.

—Entonces ¿la pregunta es sobre mí o sobre Jacob? —inquirió Lucille, contemplando el aula.

—De hecho, es sobre ambos. Pero, por ahora, hábleme sólo de usted, señora Hargrave. ¿Ha tenido algún problema para dormir? ¿Sueños molestos? ¿Insomnio?

La mujer se agitó en su silla. Miró hacia la ventana. Hacia un día estupendo. Todo brillaba y olía a primavera, con el aroma de un verano húmedo no muy lejano. Suspiró y se frotó las manos. Luego las entrelazó y las posó en su regazo. Pero ahí no estaban a gusto, de modo que se sacudió la falda y colocó un brazo alrededor de su hijo, el tipo de gesto que haría una madre, pensó.

—No —respondió por fin—. Me he pasado cincuenta años sin dormir. He estado levantada todas y cada una de las noches, despierta. He vagado por la casa todos y cada uno de los días, despierta. Era como si lo único que pudiera hacer fuera estar despierta. —Sonrió—. Ahora duermo plácidamente todas las noches, con un sueño más profundo e intenso de lo que apenas si podía imaginar o recordaba que fuera posible.

Volvió a descansar las manos en el regazo. Y esta vez las dejó ahí.

—Ahora duermo como debe dormir una persona —prosiguió—. Cierro los ojos y después vuelven a abrirse por sí solos y el sol está ahí. Lo que, imagino, es como debe ser.

—Y ¿qué me dice de Harold? ¿Qué tal duerme él?

—De maravilla. Duerme como un tronco. Siempre ha sido así, y probablemente siempre lo será.

Bellamy tomó notas en su cuaderno. «Zumo de naranja. Ternera (filete, tal vez).» A continuación tachó la parte del filete y escribió «Ternera picada». Se volvió hacia Jacob.

—¿Y tú cómo te sientes con todo esto?

—Bien, señor. Me siento bien.

—Es todo bastante raro, ¿no? Todas estas preguntas, todas estas pruebas, toda esta gente preocupándose por ti.

El chico se encogió de hombros.

—¿Hay algo de lo que quieras hablar?

Jacob repitió el gesto y los hombros casi le rozaron las orejas, enmarcando su rostro pequeño y delicado. Por un breve instante se asemejó a una pintura, algo creado con óleos y técnica. La camisa perfectamente fruncida alrededor de las orejas. El cabello castaño que parecía crecer sobre sus ojos. Entonces, como previendo el golpecito apremiante de su madre, dijo:

—Estoy bien, señor.

—Entonces, ¿puedo hacerte otra pregunta? ¿Una pregunta más difícil?

—¿Puede o podría? Mamá me lo enseñó. —Miró a su madre; el rostro de ésta mostraba una expresión a medio camino entre la sorpresa y la aprobación.

Bellamy sonrió.

—Tienes razón —repuso—. Muy bien, ¿podría hacerte una pregunta más difícil?

—Supongo —respondió Jacob. Y añadió—: ¿Quiere que le cuente un chiste? —Sus ojos mostraron de repente concentración y claridad—. Sé muchos chistes buenos —señaló.

El agente Bellamy cruzó los brazos sobre el pecho y se inclinó hacia adelante.

—Vale, oigámoslo.

De nuevo, Lucille se puso a rezar en silencio: «Por favor, Señor, el del castor, no».

—¿Qué nombre se le da a un pollo que cruza la carretera?

Su madre contuvo el aliento. Cualquier chiste que incluyera a un pollo tenía el potencial de volverse rápidamente muy vulgar.

—¡«Pollería en movimiento»![1] —respondió Jacob antes de que Bellamy tuviera mucho tiempo para pensar la pregunta. Luego se palmeó el muslo y se echó a reír como un viejo.

—Es muy gracioso —señaló el hombre—. ¿Te lo enseñó tu padre?

—Antes ha dicho que tenía una pregunta difícil para mí —replicó Jacob desviando la mirada. Miró hacia la ventana, como si estuviera esperando a alguien.

—De acuerdo. Sé que ya te han preguntado esto antes. Sé que probablemente te lo han preguntado más veces de las que te apetece contestar. Incluso te lo he preguntado yo, pero he de volver a preguntártelo. ¿Qué es lo primero que recuerdas?

El chico guardó silencio.

—¿Recuerdas haber estado en China?

Jacob asintió con la cabeza y, por algún motivo, su madre no lo regañó. Los recuerdos de los Regresados le interesaban tanto como a cualquiera. Por costumbre, su mano se agitó levemente para instarlo a hablar, pero se controló. La mano volvió a su regazo.

—Recuerdo haber estado caminando junto al agua —comenzó el niño—. Junto al río. Sabía que iba a meterme en un lío.

—¿Por qué habías de meterte en un lío?

—Porque sabía que mamá y papá no sabían dónde estaba. Al ver que no podía encontrarlos, me asusté aún más. Ya no estaba asustado porque iba a meterme en un lío, sino porque ellos no estaban allí. Pensé que papá andaba cerca, pero no era así.

—¿Qué pasó entonces?

—Llegó gente. Unos chinos. Hablaban chino.

—¿Y después?

—Y después llegaron dos mujeres que hablaban raro, pero con amabilidad. Yo no sabía qué decían, pero me daba cuenta de que eran amables.

—Sí —asintió Bellamy—. Sé exactamente lo que quieres decir. Es como cuando un médico o una enfermera me dicen algo en esa jerga de hospital. No entiendo nada de lo que dicen la mayor parte del tiempo, pero, por el modo en que lo dicen, sé que lo dicen con amabilidad. ¿Sabes, Jacob?, es asombroso lo mucho que puedes saber de una persona sólo por el modo en que dice las cosas. ¿No estás de acuerdo?

—Sí, señor.

Entonces siguieron hablando de lo que había sucedido después de que hallaron al chico junto al río en aquel pueblecito de pescadores a las afueras de Pekín. El muchacho estaba encantado de contarlo todo. Se veía a sí mismo como un aventurero, un héroe en un viaje heroico. Sí, había pasado un miedo terrible, pero sólo al principio. Después, en realidad la cosa se había vuelto bastante divertida. Se encontraba en una tierra extraña con gente extraña y le daban de comer comida extraña a la que, por suerte, se acostumbró enseguida. Incluso ahora, mientras estaba en el despacho con el hombre de la Oficina y su encantadora madre, le rugía la barriga de ganas de tomar comida china de verdad. No tenía ni idea de cómo se llamaba nada de lo que le habían dado de comer, pero conocía los aromas, los sabores, sus esencias.

Jacob habló largo y tendido de la comida de China, sobre lo agradables que habían sido con él. Incluso cuando llegaron los hombres del Gobierno —y, con ellos, los soldados—, siguieron tratándolo con amabilidad, como si fuera uno de los suyos. Le dieron de comer hasta que no pudo más, mirándolo todo el tiempo con una sensación de maravilla y de misterio.

Luego llegó el largo viaje en avión, que no le dio ningún miedo. Había crecido siempre con el deseo de volar a algún sitio. Ahora le habían regalado dieciocho horas de vuelo. Las azafatas se mostraron simpáticas, pero no tanto como el agente Bellamy cuando se conocieron.

—Sonreían mucho —terció Jacob, pensando en las azafatas.

El muchacho les contó todas esas cosas a su madre y al hombre de la Oficina. Y, aunque no se las refirió de manera tan elocuente, las dio a entender diciendo simplemente:

—Me gustó todo el mundo. Y yo les gusté a ellos.

—Parece que lo pasaste muy bien en China, Jacob.

—Sí, señor. Fue divertido.

—Eso está bien. Pero que muy bien. —El agente Bellamy había dejado de tomar notas. Su lista de la compra estaba completa—. ¿Estás ya cansado de estas preguntas, Jacob?

—No, señor. No pasa nada.

—En ese caso, voy a hacerte la última. Y luego necesito que la pienses bien, ¿vale?

El chico se acabó la piruleta. Se incorporó y su pálida carita adoptó una expresión muy seria. Parecía un pequeño político bien vestido, con sus pantalones oscuros y su camisa blanca.

—Eres un buen chico, Jacob. Sé que lo harás lo mejor que puedas.

—Sí, eres un buen chico —añadió Lucille, acariciando la cabeza de su hijo.

—¿Recuerdas algo de antes de China?

Silencio.

Lucille rodeó a Jacob con el brazo y lo estrechó contra sí.

—El señor Martin Bellamy no trata de complicar las cosas, y tú no tienes que contestar si no quieres. Sólo siente curiosidad, eso es todo. Y tu anciana madre también. Aunque supongo que yo no soy curiosa, sino más bien una vieja fisgona.

Sonrió y le hizo cosquillas en la axila con el dedo.

Jacob soltó una risita.

Lucille y el agente Bellamy esperaron.

Lucille acarició la espalda de Jacob, como si el contacto de su mano con su cuerpo pudiera conjurar cualquier espíritu de la memoria que hubiera en su interior. Deseó que Harold estuviera allí. Por algún motivo, pensaba que ese momento podría evitarse si el chico tuviera también a su padre acariciándole la espalda y demostrándole su apoyo. Pero ese día Harold había comenzado a despotricar sobre el «estúpido Gobierno de mierda» y se comportaba de forma desagradable en general —se ponía así cuando Lucille intentaba arrastrarlo a la iglesia durante las vacaciones—, de modo que decidieron que debía quedarse en la camioneta mientras Jacob y ella hablaban con el hombre de la Oficina.

El agente Bellamy dejó su cuaderno sobre la mesa, junto a su taburete, para demostrarle al muchacho que aquello no sólo tenía que ver con la necesidad de saber del Gobierno. Quería demostrarle que estaba genuinamente interesado en lo que había experimentado. Le gustaba Jacob, desde la primera vez que se vieron, y creía que al muchacho también le gustaba él.

Después de un silencio tan largo que resultaba incómodo, Bellamy habló.

—No pasa nada, Jacob. No tienes que…

—Yo hago lo que me dicen —lo interrumpió él—. Trato de hacer lo que me dicen.

—Estoy seguro de que es así.

—Yo no quería meterme en un lío. Aquel día, en el río…

—¿En China? ¿Donde te encontraron?

—No —respondió Jacob tras una pausa. Dobló las piernas contra su pecho.

—¿Qué recuerdas de aquel día?

—Yo no quería portarme mal.

—Lo sé.

—De verdad —prosiguió el chico.

Ahora Lucille lloraba en silencio. Le temblaba todo el cuerpo, expandiéndose y contrayéndose como un sauce bajo el viento de marzo. Rebuscó en su bolsillo y encontró unos pañuelos de papel con los que se secó los ojos.

—Sigue —dijo con voz conmovida.

—Recuerdo el agua —dijo Jacob—. No había más que agua. Primero, se trataba del río, en casa. Después, ya no. Sólo que yo no lo sabía. Simplemente sucedió.

—¿No hubo nada en medio?

Jacob se encogió de hombros.

Lucille volvió a secarse los ojos. Algo pesado se había desplomado sobre su pecho, aunque no sabía qué. Estuvo a punto de desmayarse allí mismo, en la silla demasiado pequeña en la que estaba sentada, pero pensó que sería dolorosamente incorrecto que Martin Bellamy tuviera que ayudar a una anciana inconsciente. De modo que, por una cuestión de etiqueta, se controló, incluso cuando Bellamy formuló la pregunta de la que parecía pender toda su vida.

—¿No viste nada antes de despertar, cariño, en el intervalo entre cuando tú… te quedaste dormido y cuando te despertaste? —terció—. ¿Viste una luz caliente y brillante? ¿No viste nada?

—¿Cuál es el pasatiempo preferido de un ñu? —preguntó entonces Jacob.

En respuesta, sólo hubo silencio. Silencio y un chiquillo dividido entre lo que no era capaz de expresar y lo que pensaba que su madre quería.

—La ñumismática —dijo al ver que nadie contestaba.

—Es un muchacho estupendo —dijo el agente Bellamy.

Jacob se había marchado ya; se hallaba en la habitación contigua en compañía de un soldado joven originario de algún lugar del Medio Oeste. Lucille y el agente los veían a través de la ventana de la puerta que comunicaba ambas salas. Para su madre era importante no perderlo de vista.

—Es una bendición —repuso ella tras una pausa. Su mirada pasó de Jacob al agente Bellamy y de éste a las manos pequeñas y delgadas que descansaban en su regazo.

—Me alegro de saber que todo va tan bien.

—Así es —replicó Lucille. Sonrió, mirándose todavía las manos. Entonces, como si alguna pequeña adivinanza se hubiera resuelto en su cabeza, se sentó erguida y su sonrisa se volvió tan amplia y orgullosa que fue en ese preciso momento cuando el agente Bellamy se percató de lo delgada y frágil que había sido hasta entonces—. ¿Es ésta la primera vez que viene usted por aquí, agente Bellamy? Al sur, quiero decir.

—¿Cuentan los aeropuertos? —Se inclinó hacia adelante y entrelazó las manos sobre la enorme mesa de escritorio que tenía enfrente. Intuyó que la mujer iba a contarle una historia.

—Me imagino que no.

—¿Está segura? Porque he salido y entrado del aeropuerto de Atlanta en más ocasiones de las que puedo contar. Es extraño pero, no sé por qué, parece como si todos los aviones que he cogido han tenido que pasar por Atlanta por un motivo u otro. Juro que en una ocasión tomé un vuelo de Nueva York a Boston que hizo una escala de tres horas en Atlanta. No sé muy bien cómo sucedió.

Lucille soltó una pequeña carcajada.

—¿Cómo es que no está usted casado, agente Martin Bellamy? ¿Cómo es que no tiene su propia familia?

Él se encogió de hombros.

—Simplemente no encajaba en mi vida, supongo.

—Debería pensar en hacerlo encajar —repuso Lucille. Hizo ademán de ponerse en pie y luego cambió enseguida de opinión—. Parece usted una buena persona. Debería encontrar a una joven que lo haga feliz y debería tener hijos con ella —dijo, aún sonriendo, aunque el agente Bellamy no pudo evitar fijarse en que ahora su sonrisa era menos radiante.

Entonces ella se puso en pie con un gemido, echó a andar hacia la puerta y vio que Jacob estaba todavía allí.

—Creo que nos hemos perdido el Festival de las Fresas, Martin Bellamy —señaló. Hablaba en voz baja y tranquila—. Tiene lugar todos los años por esta época en Whiteville. Se celebra desde que alcanzo a recordar. Probablemente no sea muy impresionante para un hombre de la gran ciudad como usted, pero es algo de lo que a la gente de aquí nos gusta formar parte.

»Tal como su nombre indica, todo gira alrededor de las fresas. La mayoría de la gente no piensa en ello pero, antaño, hubo una época en que una persona podía tener una granja, cultivar sus tierras y vivir de ello. Es algo que no suele suceder hoy en día… Casi todas las granjas que conocí de niña desaparecieron hace años. Sólo una o dos siguen ahí. Creo que la granja Skidmore, cerca de Lumberton, aún funciona… pero no puedo asegurarlo.

Regresó desde la puerta, se detuvo detrás de su silla y observó al agente Bellamy mientras hablaba. Éste se había puesto de pie cuando ella no miraba, lo que pareció confundirla. Antes, tal como estaba sentado ante el escritorio, parecía casi un crío. Ahora volvía a ser un hombre hecho y derecho. Un hombre hecho y derecho de una ciudad grande y lejana. Un hombre hecho y derecho que había dejado atrás la niñez hacía ya muchos años.

—Dura todo el fin de semana —prosiguió ella—. Y su importancia va creciendo con los años, pero incluso en el pasado era un gran evento. Jacob estaba tan entusiasmado como cualquier chiquillo debería tener derecho a estarlo. ¡Parecía que no lo hubiéramos llevado nunca a ningún sitio! Y Harold, bueno, incluso él estaba entusiasmado de estar allí. Intentaba que no se le notara… Aún no había aprendido realmente a ser un viejo estúpido y obstinado, ¿sabe usted? ¡Era obvio lo contento que estaba! ¿Y por qué no había de estarlo? Era un padre que asistía al Festival de las Fresas del condado de Columbus con su único hijo.

»¡Era estupendo! Los dos comportándose como niños. Había una exposición canina. Y no había nada que a Jacob y a Harold les gustara más que los perros. Bueno, no era una exposición canina como las que se ven hoy en día en televisión. Era una buena exposición canina rural. Nada más que perros de trabajo: blueticks, walkers, beagles… Pero, Señor, ¡qué bonitos eran! Y Harold y Jacob no hacían más que correr de un corral a otro, diciendo esto y aquello sobre qué perro era mejor que el otro y por qué. Éste parecía que podría ser bueno para cazar en tal y tal lugar, con tal y tal tiempo, tal y tal animal. —Lucille volvía a estar radiante. Estaba en escena, orgullosa y maravillosamente arraigada en 1966—. Sol por todas partes —prosiguió—. Y un cielo tan brillante y azul que casi no te lo podrías creer o imaginar hoy en día. —Meneó la cabeza—. Ahora hay demasiada contaminación, supongo. No se me ocurre nada que sea como en aquellos tiempos.

Entonces, de manera bastante abrupta, se interrumpió. Se volvió y se puso a mirar por el cristal de la puerta. Su hijo aún estaba allí. Jacob aún estaba vivo. Aún tenía ocho años. Aún era precioso.

—Las cosas cambian —declaró al cabo de un instante—. Pero debería haber estado usted ahí, Martin Bellamy. Eran tan felices, Jacob y su padre… Harold llevaba a ese chico a caballito la mitad del día. Creí que iba a morirse. Lo que llegamos a caminar aquel día. Caminar, caminar y caminar. Y ahí estaba Harold, llevando a ese chiquillo cargado sobre los hombros como un saco de patatas la mayor parte del tiempo.

»Los dos lo convertían en un juego. Llegaban a las diferentes casetas, se empapaban de todo, decían lo que fuera que querían decir sobre las cosas. Entonces, Jacob daba por zanjada la conversación y salía corriendo, y ahí que iba Harold pegado a él. Corriendo entre la gente, casi derribando a las personas. Y yo gritando tras ellos: «¡Haced el favor de parar, vosotros dos! ¡Dejad de comportaros como animales!».

Miró fijamente a Jacob. Su rostro no parecía estar seguro de qué actitud tomar, así que adoptó una expresión neutra y expectante.

—Es realmente una bendición de Dios, agente Martin Bellamy —dijo despacio—. Y que una persona no entienda el propósito y el significado de una bendición no supone que deje de ser una bendición…, ¿no es así?