NUEVE

Harold despertó bajo un sol que le pareció más brillante e implacable que nunca. Todo era lejano y cuestionable, como cuando te da un bajón por haber tomado demasiados medicamentos. Un montón de gente había formado un corrillo a su alrededor. Todos parecían más altos de lo normal, estirados hasta la exageración. Cerró los ojos y respiró hondo. Cuando volvió a abrirlos, Martin Bellamy se hallaba de pie a su lado, con expresión muy triste y formal. Aún llevaba aquel maldito traje, incluso con aquel espantoso calor, pensó Harold.

Se sentó. Le dolía la cabeza. Había tenido mucha suerte de caer en una zona herbosa y no sobre el asfalto. Tenía algo en los pulmones, algo denso y húmedo que lo hizo toser.

Una tos llevó a otra, y pronto dejó de toser, carraspeando nada más. Se dobló por la mitad, con el cuerpo vibrando contra sí mismo. Unos puntitos aparecieron ante sus ojos mientras entraba y salía de la existencia.

Cuando paró por fin de toser, estaba despatarrado sobre la hierba, con una manta bajo la cabeza, el sol en los ojos y el sudor bañándole el cuerpo.

—¿Qué ha pasado? —inquirió, notando algo áspero y húmedo en la garganta.

—Se ha desmayado —respondió Martin Bellamy—. ¿Cómo se encuentra?

—Tengo calor.

El agente Bellamy sonrió.

—Hoy hace calor.

Harold trató de sentarse pero el mundo lo traicionó y comenzó a dar vueltas. Cerró los ojos y volvió a tumbarse. El olor de la hierba recalentada le recordó su niñez, cuando estar tendido en la hierba en una calurosa tarde de junio no se debía a un desmayo.

—¿Dónde está Jacob? —preguntó con los ojos aún cerrados.

—Estoy aquí —dijo el chico, surgiendo de entre la multitud que se había concentrado. Se aproximó corriendo con su amigo Max pisándole en silencio los talones. Jacob se arrodilló junto a su padre y le cogió la mano.

—No te he asustado, ¿verdad, muchacho?

—No, señor.

Harold suspiró.

—Me alegro.

Max, el amigo de Jacob, que se había mostrado como un chico muy cariñoso y atento en general, se arrodilló junto a la cabeza de Harold, se quitó la camisa y la utilizó para enjugarle la frente.

—¿Se encuentra usted bien, señor Harold? —preguntó.

Max era un Regresado de la hornada británica. Típicamente inglés, con acento y modales incluidos. Lo habían encontrado en el condado de Bladen, no lejos de donde habían hallado a aquel japonés hacía un montón de semanas. Al parecer, dicho condado se estaba convirtiendo en un punto neurálgico para individuos exóticos previamente muertos.

—Sí, Max.

—Porque parecía usted muy enfermo y, si está enfermo, debería ir al hospital, señor Harold.

A pesar de su carácter de Regresado tranquilo y estoico y de su refinado acento británico, Max hablaba como una ametralladora.

—Mi tío se puso enfermo hace mucho, mucho tiempo —prosiguió—, y tuvo que ir al hospital. Después, su estado se agravó y tosía de una manera muy parecida a como tosía usted, sólo que sonaba aún peor y, bueno, señor Harold, se murió.

Harold asentía y aprobaba la historia del muchacho, aunque no había logrado entender nada más allá de la salva inicial de «Mi tío se puso enfermo…».

—Está bien, Max —replicó con los ojos aún cerrados—. Está muy bien.

Harold permaneció en el suelo durante largo tiempo con los ojos cerrados y el calor del sol extendiéndose por todo su cuerpo. Pequeñas conversaciones llegaban a sus oídos, incluso imponiéndose al ruido de los soldados que marchaban diligentemente alrededor de la cerca, fuera del campamento. Cuando el ataque de tos se había apoderado de su cuerpo, Harold no tenía la impresión de encontrarse tan próximo a la valla que rodeaba la escuela, pero ahora se percataba de lo cerca que estaba del límite.

Entonces, su mente comenzó a encadenar imágenes.

Se imaginó el terreno que se extendía al otro lado. Vio el asfalto del aparcamiento de la escuela. Torció en Main Street y pasó de largo la gasolinera y las viejas tiendecitas que habían construido a lo largo de la calle hacía tantos, tantísimos años. Vio a amigos y rostros familiares, todos ocupándose de sus asuntos como siempre. A veces le sonreían y lo saludaban con la mano, y tal vez uno o dos de ellos le gritaron «hola».

Entonces, Harold se percató de que estaba al volante de la vieja pickup que tenía en 1966. Hacía años que no pensaba en aquella camioneta, pero ahora la recordaba con absoluta claridad. Los asientos blandos y amplios. La enorme fuerza que necesitabas simplemente para hacer que aquella condenada cosa girara. Harold se preguntó si la actual generación apreciaba el lujo que suponía la dirección asistida o si, de forma similar a como sucedía con los ordenadores, se trataba ahora de algo tan corriente que había dejado de tener la magia de antaño.

En su pequeña fantasía, mientras Harold recorría en camioneta las distintas calles y avenidas, se apercibió de que no había ni un solo Regresado. Salió del pueblo y tomó la carretera en dirección a su casa con la camioneta ronroneando suavemente bajo su cuerpo.

Al llegar, giró con dificultad el volante para tomar el camino de acceso a la vivienda y encontró a Lucille, joven y hermosa. Estaba sentada en el porche bajo el resplandor del sol, con la espalda absolutamente erguida y un aspecto tan majestuoso e importante como Harold jamás había visto en toda su vida en ninguna otra mujer. El largo cabello de color azabache caía hasta más allá de sus hombros y refulgía a la cálida luz del sol. Era una criatura llena de gracia y distinción. Lo intimidaba, y ése era el motivo por el que la amaba tanto. Jacob corría describiendo pequeños círculos alrededor del roble situado frente al porche, gritando algo sobre héroes o villanos.

Así era como debían ser las cosas.

Y, en ese momento, el chiquillo rodeó el árbol y no volvió a emerger por el otro lado. Había desaparecido en un instante.

El agente Bellamy estaba de rodillas en la hierba junto a él. A su espalda, dos paramédicos con aire impaciente arrojaban una sombra sobre el rostro empapado en sudor de Harold.

—¿Le ha sucedido esto otras veces? —inquirió uno de los paramédicos.

—No —respondió él.

—¿Está seguro? ¿Voy a tener que buscar su historial médico?

—Puede hacer usted lo que quiera, me imagino —replicó Harold. Las fuerzas estaban volviendo a él, montadas en una ola de enojo—. Ésa es una de las ventajas de ser un hombre del Gobierno, ¿no? Tiene los datos de todo el mundo en un maldito archivo en alguna parte.

—Supongo que así es —intervino Bellamy—. Pero creo que todos preferiríamos hacerlo de la manera fácil. —Les hizo un gesto con la cabeza a los paramédicos—. Comprueben que está bien. Tal vez cooperará un poco más con ustedes de lo que cooperó conmigo.

—No esté usted tan seguro —musitó Harold. Detestaba mantener una conversación mientras estaba tumbado boca arriba, pero en esos momentos no parecía haber otra opción. Cada vez que tenía intención de sentarse, Jacob le presionaba suavemente el hombro con una expresión de ansiedad en su pequeño rostro.

Bellamy se puso en pie y se sacudió la hierba de las rodillas.

—Procuraré hacerme con su historial médico. Anótenlo todo en el registro, por supuesto. —A continuación agitó la mano, llamando a alguien por señas.

Se acercaron un par de soldados.

—Tanto follón por un viejo cansado —dijo Harold en voz alta, sentándose por fin con un gruñido.

—Vamos, vamos —terció el paramédico, y lo agarró del brazo con una fuerza sorprendente—. Debería usted tumbarse y darnos la oportunidad de asegurarnos de que se encuentra bien, señor.

—Relájate —dijo Jacob.

—Sí, señor Harold. Debería usted tumbarse —intervino Max—. Es lo mismo que le contaba de mi tío. Un día se puso malo, no quería que ningún médico lo examinara y por ello les gritaba cada vez que se acercaban. Y se murió.

—Vale, vale, vale —repuso Harold. La velocidad con que hablaba el muchacho fue suficiente para sofocar la rebelión del anciano. Además, de pronto, estaba muy, pero que muy cansado. De modo que tiró la toalla y decidió volver a tumbarse sobre la hierba y dejar que los paramédicos hicieran su trabajo.

Si hacían algo mal, siempre podía demandarlos, supuso. Al fin y al cabo, estaban en Estados Unidos.

Entonces Max se apresuró a contarle otra historia sobre la muerte de su tío, y Harold se sumió en la inconsciencia, arrullado por el rápido redoble de la voz del muchacho.

—Vamos a llegar tarde —dijo la anciana negra que estaba senil.

Harold se sentó en su cama sin saber muy bien cómo había llegado hasta allí. Se hallaba en su habitación, hacía algo menos de calor que antes y ya no entraba luz por la ventana, de modo que se figuró que era el mismo día, sólo que más tarde. En el antebrazo llevaba una venda que le cubría un escozor allí donde Harold imaginó que le habían hincado una jeringa en algún momento.

—Malditos médicos.

—Ésa es una mala palabra —dijo Jacob. Max y él estaban sentados en el suelo, jugando. Se pusieron en pie de un salto y corrieron hasta la cama—. Antes no he dicho nada —prosiguió Jacob—, pero a mamá no le gustaría que dijeras «maldito».

—Es una palabra mala —admitió su padre—. ¿Qué te parece si no se lo decimos?

—Vale —repuso Jacob con una sonrisa—. ¿Quieres que te cuente un chiste?

—Oh, sí —lo interrumpió Max—. Es un chiste fantástico, señor Harold. Uno de los chistes más graciosos que he oído en mucho tiempo. Mi tío…

El anciano levantó una mano para detener al muchacho.

—¿Cuál es el chiste, hijo?

—¿Qué es lo que más miedo le da a una oruga de polilla gato?

—No lo sé —respondió Harold, aunque recordaba perfectamente haberle contado a Jacob ese chiste poco antes de que el chiquillo muriera.

—¡Una oruga de polilla perro!

Todos se echaron a reír.

—No podemos estar aquí parados todo el día —insistió Patricia desde su catre—. Ya llegamos tarde. Muy tarde, tardísimo. Hacer esperar a la gente es de mala educación. ¡Empezarán a preocuparse por nosotros! —Extendió su mano oscura y se la puso a Harold en la rodilla—. Por favor —dijo—, detesto ser grosera con la gente. Mi madre me enseñó que no había que llegar tarde. ¿Podemos irnos ahora? Ya estoy vestida.

—Enseguida —replicó él, aunque no sabía por qué.

—¿Esta señora no está bien? —inquirió Max.

El muchacho solía soltar parrafadas, así que Harold esperó a que llegara el resto. Sin embargo, no añadió ni media palabra. Patricia jugueteaba con su ropa mientras los observaba, pues no le parecía que estuvieran preparándose para salir. Eso la disgustó mucho.

—Sólo está un poco confusa —contestó Harold finalmente.

—¡No estoy confusa! —espetó ella al tiempo que retiraba bruscamente la mano.

—No —le dijo Harold, le cogió la mano y le dio unas suaves palmaditas sobre ella—. No estás confusa. Y no vamos a llegar tarde. Han llamado hace un rato y han dicho que han cambiado la hora. Han retrasado las cosas.

—¿Lo han cancelado?

—No, claro que no. Sólo han pospuesto un poco el acontecimiento.

—Lo han cancelado, ¿no es así? ¡Lo han cancelado porque ya llegamos tardísimo! ¡Están enfadados con nosotros! Es terrible.

—Nada de eso —repuso Harold. Se trasladó a la cama de la mujer, alegrándose de ver que su organismo parecía estar volviendo a la normalidad. Tal vez aquellos malditos médicos no fueran todos malos. Rodeó el voluminoso cuerpo de ella con el brazo y le palmeó el hombro—. Simplemente han cambiado la hora, eso es todo. Hubo un problema con la comida, creo. El proveedor tuvo una especie de altercado en la cocina y todo se estropeó, así que quieren un poco más de tiempo, nada más.

—¿Estás seguro?

—Completamente. De hecho, tenemos tanto tiempo que creo que quizá podrías echarte una siesta. ¿Estás cansada?

—No. —La mujer frunció los labios y a continuación añadió—: Sí. —Rompió a llorar—. Estoy muy cansada.

—Sé cómo te sientes.

—Oh —replicó ella—, oh, Charles. ¿Qué me pasa?

—Nada —contestó Harold acariciándole el cabello—. Es que estás cansada. Eso es todo.

Entonces ella lo miró con un miedo grande y profundo instalado en el rostro, como si, por un instante, se diera cuenta de que él no era quien fingía ser, como si nada fuera tal como su mente le decía que era. Luego, el momento pasó y volvió a ser una anciana cansada y él su Charles. Descansó la cabeza sobre el hombro de Harold y lloró, aunque sólo porque parecía lo correcto.

La mujer no tardó en dormirse. Harold la hizo tumbarse sobre la cama, le retiró el cabello suelto de la cara y la miró como si tuviera la cabeza llena de acertijos.

—Es una cosa terrible —manifestó.

—¿El qué? —inquirió Jacob con su voz monótona y uniforme.

Harold se sentó a los pies de su propia cama y se miró las manos.

Se quedó mirando fijamente sus dedos índice y corazón, como si estuviera sujetando uno de esos maravillosos pequeños cilindros de nicotina y carcinógeno. Se llevó los dedos vacíos a los labios. Inhaló. Contuvo el aliento. Lo expulsó todo, y tosió ligeramente cuando sus pulmones se quedaron sin aire.

—No debería hacer eso —observó Max.

Jacob asintió aprobando sus palabras.

—Me ayuda a pensar —replicó él.

—¿En qué está pensando? —le preguntó Max.

—En mi mujer.

—Mamá está bien —dijo Jacob.

—Claro que sí —repuso Harold.

—Jacob tiene razón —declaró Max—. Las madres siempre están bien porque el mundo no podría funcionar sin ellas. Eso es lo que dijo mi padre antes de morir. Dijo que las madres eran la razón por la que el mundo funcionaba tan bien, y que sin madres todos serían malos, estarían hambrientos y la gente no haría más que pelearse y a nadie le sucedería nunca nada bueno.

—Me parece acertado —manifestó Harold.

—Mi padre solía decir que mi mamá era la mejor del mundo. Decía que nunca la cambiaría por otra, pero creo que ése es el tipo de cosa que todo padre debe decir porque queda bien. Aunque apuesto a que Jacob también lo piensa de su madre, su mujer, porque eso es lo que se supone que uno debe pensar. Así es como son las cosas…

Entonces el chiquillo paró de hablar y se los quedó mirando con expresión vaga. Harold agradeció el silencio, aunque, al mismo tiempo, lo repentino de la pausa lo intranquilizó. Max parecía estar tremendamente distraído, como si un resorte hubiera saltado de pronto y se hubiera llevado de su mente todo lo que había en ella apenas segundos antes.

Los ojos del niño Regresado se pusieron en blanco, como si en su mente alguien hubiera pulsado un gran interruptor. Cayó al suelo y se quedó allí tumbado, como si estuviera durmiendo, con nada más que un fino hilo de sangre en el labio superior que demostraba que algo había ido mal.