Jean Rideau

Deberías estar con una mujer joven —le dijo a Jean—. Sería capaz de seguirte el ritmo en todo este asunto. —Se acomodó en la pequeña cama con estructura de hierro, jadeando—. Ahora eres famoso. Yo no soy más que una vieja que estorba.

El joven artista atravesó la habitación y se arrodilló a su lado. Descansó la cabeza en el regazo de ella y le besó la palma de la mano, lo que la hizo aún más consciente de las arrugas y las manchas de vejez que habían empezado a aparecer en aquella mano durante los últimos años.

Todo es por tu causa —dijo él.

Jean había formado parte de la vida de Marissa durante más de treinta años —desde que ella, largo tiempo atrás, mientras cursaba con dificultades sus estudios universitarios, tropezó con la obra de un artista ignorado que había muerto atropellado al lanzarse entre el tráfico una agradable noche de verano en el París de 1921—, y ahora lo tenía, tenía no sólo su amor, sino su carne también, por entero. Y eso la asustaba.

En el exterior, la calle había quedado por fin en calma. La policía había dispersado a la multitud.

Ojalá hubiera sido tan famoso en el pasado —dijo él—. Tal vez mi vida habría sido distinta.

A los artistas sólo se los aprecia póstumamente. —Marissa sonrió mientras le acariciaba el pelo—. Nadie imaginó jamás que podría regresar para ganarse los elogios.

Había pasado años estudiando su obra, su vida, sin imaginar jamás que estaría allí con él, así, percibiendo su olor, sintiendo la textura áspera de una barba que él deseaba intensamente pero que nunca había crecido bien. Pasaban noches enteras sin acostarse, hablando de todo menos de su arte. Ya se encargaba bastante la prensa de ello. «Jean Rideau: El regreso de los artistas», había proclamado uno de los titulares más populares.

Había sido el primero del diluvio de artistas, declaraba el artículo. «¡Regresa un escultor genial! ¡Pronto los maestros volverán a estar con nosotros!»

Así que ahora era famoso. Las obras que había realizado hacía casi cien años, obras que nunca se vendieron por más que unos pocos cientos de francos, valían ahora millones. Y luego estaban los fans.

Pero lo único que Jean quería era a Marissa.

Tú me mantuviste vivo —declaró restregando la cabeza contra su regazo como un gato—. Tú mantuviste vivo mi trabajo cuando nadie más me conocía.

Entonces soy tu ayudante —replicó ella. Con la muñeca se retiró de la cara unos mechones sueltos de cabello, un cabello que era un poco más gris y un poco menos abundante cada día—. ¿Es eso lo que soy?

Él la miró con unos ojos azules y tranquilos. Incluso en las granulosas fotos en blanco y negro que había estudiado durante años, ella había sabido que sus ojos eran de aquel hermoso color azul tan especial.

No me importa nuestra edad —declaró él—. No fui más que un artista mediocre. Ahora sé que mi arte tenía por objeto conducirme hasta ti.

Y entonces la besó.