DIECINUEVE

—No supondrás que soy lo bastante tonto como para entrar ahí, ¿verdad? —aulló Fred mientras su voz atravesaba la endeble puerta principal y las finas paredes de la casa como el sonido de un timbre.

—Eso esperaba —replicó Harold. Acababa de terminar de arrastrar el sofá para bloquear la puerta de entrada.

—Venga, Harold. No compliquemos las cosas. Los chicos y yo le prenderemos fuego a la casa si es preciso.

—Podrías probar —repuso él, apagando las luces—, pero eso supondría tener que acercarte, y no estoy muy seguro de que quieras hacerlo, teniendo en cuenta que tengo una pistola.

Cuando todas las luces estuvieron apagadas y todas las puertas cerradas, Harold se instaló tras el sofá, que ahora se encontraba bloqueando la puerta. Oyó que algunos hombres se hallaban ya en la parte posterior de la casa, vertiendo gasolina contra las paredes. Pensó en volver atrás en esa dirección, tal vez disparando unas cuantas veces, pero si las cosas iban tan mal como pensaba que podían ir, se detestaría a sí mismo por haber desperdiciado la oportunidad de acertarle a uno de ellos.

—No quiero hacer esto, Harold.

Por mucho que tratara de ignorarlo, Harold no podía evitar oír algo que parecía sinceridad en la voz de Fred, aunque no estaba seguro de hasta qué punto podía confiar en ello.

—Es sólo algo que hay que hacer.

—Me imagino que todos tenemos cosas que hacer, ¿no?

Harold miró en dirección a la escalera. Sobre su cabeza oyó el ruido de alguien que caminaba por el piso de arriba.

—¡Manteneos alejados de las jodidas ventanas! —bramó. Lucille se acercó a la escalera y comenzó a bajar arrastrando los pies, con el cuerpo doblado en una postura incómoda y de aspecto ligeramente artrítico—. Vuelve arriba, maldita sea —gritó Harold.

—Tengo que hacer algo —replicó ella—. Esto es culpa mía. ¡Yo soy la responsable!

—¡Por el amor de Dios, mujer! —resopló Harold—. ¿No dice ese libro tuyo que la avaricia es un pecado? Deja de ser avara y comparte la culpa. Imagínate cómo habría ido nuestro matrimonio si tú te hubieras mostrado tan propensa como ahora a cargar con toda la responsabilidad. ¡Me habrías aburrido mortalmente! —Sacó pecho y le ordenó—: ¡Ahora vuelve escaleras arriba!

—¿Por qué? ¿Porque soy una mujer?

—No. ¡Porque te lo digo yo!

A su pesar, Lucille se echó a reír.

—Eso va también por mí —dijo Connie, bajando la escalera.

—Ay, diablos —gruñó Harold.

—¿Qué haces aquí abajo, Connie? —inquirió Lucille—. Vuelve arriba.

—¿Ves lo que se siente? —le dijo Harold a su esposa.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Lucille.

—Estoy pensándolo —respondió su marido—. No te preocupes.

Connie entró medio agachada en la cocina, evitando las ventanas lo mejor que podía, y agarró el cuchillo más grande que encontró del bloque de madera que había sobre la encimera.

—Pero ¿qué les pasa a las mujeres con los cuchillos? —preguntó Harold—. ¿Te acuerdas de Lorena Bobbitt? —Meneó la cabeza—. Vamos a ponerle punto final a todo esto, Fred.

—Esto no puede acabar bien —señaló Lucille.

—Eso es justo lo que yo iba a decir —gritó Fred. Por el sonido de su voz, estaba casi en el porche—. ¡Harold! —chilló—. Harold, acércate a la ventana.

El viejo se puso en pie con un gemido.

—Por favor, Harold —dijo Lucille, haciendo ademán de agarrarlo.

—No pasa nada.

—Hablemos de esto —dijo Fred Green.

Se encontraba en el porche, delante de la ventana. Harold podría haberle descerrajado un tiro limpio en la barriga si hubiera querido. Y, ante la vista del cadáver de Jim Wilson tendido en la caja de la camioneta —ejecutando su representación de la muerte con tanta perfección—, sentía un fuerte e innegable impulso de apretar el gatillo. Pero Fred estaba desarmado, con un aire genuinamente disgustado.

—Harold —dijo—. Lo siento de verdad.

—Quiero creerlo, Fred.

—¿Lo dices en serio?

—Sí.

—Entonces tienes que entender que no quiero más derramamiento de sangre.

—No por parte de los Auténticos Vivos, ¿no es así?

—Exacto —respondió Fred.

—Sólo quieres que te entregue esa familia, a esos niños.

—Eso es, pero tienes que comprender que no queremos una matanza. No es nada de eso.

—Entonces, ¿qué supones tú que es?

—Es un ajuste de cuentas, una reparación.

—¿Una reparación?

—Sólo estamos devolviendo las cosas al estado en que deberían estar.

—¿Al estado en que deberían estar? ¿Desde cuándo matarse los unos a los otros es el estado en que las cosas deberían estar? ¿No es bastante espantoso que los mataran ya una vez? ¿Tienen que volver a morir ahora?

—¡No los matamos nosotros! —aulló Fred.

—¿Quién es «nosotros»?

—Yo no sé quién lo hizo —prosiguió Fred—. Algún extraño. Algún loco que estaba de paso por el pueblo. Resulta que, aquel día, los desafortunados fueron ellos. Eso es todo. No fuimos nosotros. No fue Arcadia. ¡Aquí no matamos a la gente!

—Yo no he dicho que los hubierais matado vosotros —repuso Harold.

—Pero sucedió —continuó Fred—. Y este pueblo nunca volvió a ser el mismo. —Hizo una pausa—. Éste no es su sitio —dijo—. Y si no hay más remedio que desarraigarlos familia a familia, eso es lo que haremos.

Ni Harold ni Fred tuvieron que mirar el cuerpo de Jim Wilson. Simplemente estando allí y estando muerto, Jim Wilson parecía decir demasiado sobre el estado de Arcadia, sobre el estado tanto de la vida de Harold como de la de Fred.

—¿Recuerdas cómo eran las cosas antes de que todo esto comenzara? —preguntó Harold finalmente—. ¿Te acuerdas de la fiesta de cumpleaños de Jacob? El resplandor del sol. La gente que iba y venía, sonriendo y demás. Mary iba a cantar aquella noche —suspiró—. Entonces, bueno…, entonces todo cambió de dirección, supongo. Todos cambiamos de dirección.

—Es de eso de lo que estoy hablando —terció Fred—. Se supone que ciertas cosas suceden en ciertos lugares. Atracos, violaciones, gente muerta a tiros, gente muerta antes de tiempo. Esas cosas aquí no pasan —declaró.

—Pero pasaron —observó Harold—. Les pasó a los Wilson, a Mary. Y, más tarde, teniendo en cuenta cómo estamos ahora, supongo que nos pasó también a nosotros. El mundo nos encontró, Fred. Encontró Arcadia. Y ver a Jim y a Connie muertos por segunda vez no lo cambiará.

Entonces se produjo un silencio, un silencio lleno de potencial. Fred Green meneó la cabeza, como rechazando algún argumento que circulaba por su mente.

—Tenemos que acabar con esto —añadió Harold al cabo de unos instantes—. Ellos no han hecho nada malo —observó—. Jim nació y creció aquí. Connie también. Sus viejos eran del condado de Bladen, no lejos de donde vivía la familia de Lucille. No es que sea una maldita yanqui ni nada por el estilo. ¡Sabe Dios que si fuera de Nueva York yo mismo le habría pegado un tiro!

Sin saber muy bien por qué, ambos hombres se echaron a reír.

Luego Fred miró por encima de su hombro el cadáver de Jim.

—Puede que arda por esto —declaró—. Lo sé. Pero había que hacerlo. Traté de hacer lo correcto la primera vez, intenté respetar las normas. Les dije a los soldados que los Wilson estaban refugiados aquí y ellos vinieron y se los llevaron pacíficamente. Se había acabado. Estaba dispuesto a dejar que ése fuera el final, pero…

—No ha hecho otra cosa más que tratar de vivir. Vivir y proteger a su familia como nadie en este mundo.

Fred asintió con la cabeza.

—Ahora, Lucille, Jacob y yo los protegemos.

—No dejes que esto suceda, Harold —dijo Fred—. Te lo ruego.

—No creo que yo tenga realmente un papel en nada de esto —repuso él. Entonces, también él miró el cadáver de Jim—. ¿Te imaginas la explicación que tendría que darle si de pronto se incorporara y me preguntara por qué diablos te los entregué? Me imagino qué pasaría si fuera Lucille quien estuviera tumbada ahí… —Miró a su esposa—. No —dijo sacudiendo la cabeza. A continuación le hizo un gesto con la pistola a Fred indicándole que abandonara el porche—. Sea lo que sea —prosiguió—, preferiría que continuáramos con ello.

Fred levantó las manos y bajó lentamente del porche.

—¿Tienes un extintor? —inquirió.

—Sí —contestó Harold.

—Yo no te dispararé siempre y cuando tú no nos dispares ni a mí ni a los hombres que me acompañan —manifestó Fred—. Puedes hacerlos salir y poner fin a esta situación cuando quieras. Tú decides. Juro que haremos todo lo posible para salvar la casa. Hazlos salir y lo dejaremos correr.

Entonces, desapareció de su vista. Harold llamó a los niños, que se hallaban en el piso de arriba. Al mismo tiempo, oyeron a Fred Green gritando algo en el exterior. A continuación se oyó un sonido amortiguado de combustión en la parte posterior de la casa, seguido de un suave chisporroteo.

—¿Cómo hemos llegado a esto? —dijo Harold, sin saber exactamente a quién dirigía su pregunta.

Le pareció que la habitación daba vueltas a su alrededor. Nada tenía sentido.

Miró a Connie.

—¿Connie? —llamó.

—¿Sí? —respondió ella, abrazando a sus hijos.

Harold hizo una pausa. Tenía la cabeza llena de preguntas.

—Harold… —lo interrumpió Lucille.

Dos personas no podían vivir juntas toda la vida y no conocer el uno la mente del otro. Sabía lo que Harold estaba a punto de preguntar. Le parecía que no estaba bien que preguntara y, sin embargo, no pudo forzarse a detenerlo. Tenía el mismo deseo de saber que todo el mundo.

—¿Qué sucedió? —inquirió Harold.

—¿Qué? —replicó Connie, con el rostro envuelto en confusión.

—Hace tantos años. —Harold hablaba mirando al suelo—. Este pueblo… no volvió a ser el mismo después de aquello. Y mira dónde estamos ahora. Todos estos años sin saber, todos estos años haciéndonos preguntas, temiendo que alguien de nuestro propio pueblo, uno de nuestros propios vecinos, hubiera podido hacerlo. —Meneó la cabeza—. No puedo evitar pensar que si la gente hubiera podido irse a la cama sabiendo lo que había pasado realmente aquella noche, tal vez las cosas no habrían llegado a ponerse tan feas. —Miró finalmente a Connie a los ojos—. ¿Quién fue?

Connie permaneció largo tiempo sin responder. Miró a sus hijos, que tenían miedo y se sentían inseguros. Los estrechó contra su pecho y les cubrió los oídos.

—Yo… —comenzó—. No sé quién fue. —Tragó saliva con fuerza, como si algo se le hubiera quedado de pronto bloqueado en la garganta.

Harold, Lucille y Jacob guardaron silencio.

—En realidad no lo recuerdo —prosiguió en un tono de voz distante—. Era tarde. Me desperté de pronto, creyendo haber oído algo. Ya sabéis lo que pasa a veces, cuando uno no está seguro de si lo que ha oído era parte de un sueño o algo del mundo real.

Lucille hizo un gesto con la cabeza en señal de afirmación, pero no se atrevió a hablar.

—Estaba a punto de volver a dormirme cuando oí pasos en la cocina. —Miró a Harold y a Lucille. Sonrió—. Quien tiene hijos conoce el sonido de sus pasos. —Su sonrisa se desvaneció—. Sabía que no eran ellos. Fue entonces cuando me asusté. Desperté a Jim. Al principio estaba aturdido, pero después también él los oyó.

»Buscó algo que pudiera utilizar, pero sólo encontró mi vieja guitarra junto a la cama. Pensó en cogerla, pero creo que tenía miedo de que se rompiera. Mi padre me la había regalado justo antes de que Jim y yo nos casáramos.

»Fue una tontería por su parte pensar algo semejante, pero así es como era él.

Connie se secó una lágrima. Luego prosiguió:

—Yo corrí a la habitación de los niños y Jim corrió a la cocina. Le gritó a quienquiera que fuese que saliera de la casa. Hubo una refriega. Parecía que estuvieran echando toda la cocina abajo. Entonces, sonó el disparo. Luego, todo quedó en silencio. Fue el silencio más largo de mi vida. Seguí esperando a que Jim dijera algo. Que chillara o gritara, algo. Pero no lo hizo. Oí a quienquiera que fuese recorrer la casa, como si estuviera buscando algo. Cogiendo todo lo que tuviera algún valor, probablemente. Luego oí pasos que se dirigían a la habitación de los niños.

»Cogí a mis hijos y nos escondimos debajo de la cama. Sólo podía mirar la puerta. Todo lo que vi de quienquiera que fuese fue un par de viejas botas de trabajo. Estaban manchadas de pintura. —Connie se detuvo a pensar, sorbiendo por la nariz mientras hablaba—. Recuerdo que por aquella época había en el pueblo unos pintores. Estaban trabajando en la granja Johnson. No los veíamos a menudo, pero Jim había ido a echar una mano con la pintura, puesto que siempre necesitábamos algunos dólares extras. Le llevé un día la comida y creo recordar haber visto a un hombre con unas botas como las que vi aquella noche en la habitación de los niños.

»No recuerdo gran cosa del hombre que las llevaba: pelirrojo, pálido… Nada más. No era más que un extraño. Alguien a quien nunca pensé volver a ver. —Se quedó un momento pensativa. Luego añadió—: Tenía mala pinta —dijo meneando la cabeza—. O quizá me lo esté imaginando porque quiero creer que era así.

»Aunque lo cierto es que no sé quién lo hizo. Nosotros no hicimos nada para merecer lo que pasó. Pero, claro, no puedo imaginar que ninguna familia merezca que le suceda algo así. —Retiró por fin las manos de los oídos de los niños. Ya no le temblaba la voz—. El mundo es cruel a veces —dijo—. Sólo tienes que ver las noticias un día cualquiera de la semana para darte cuenta. Pero los miembros de mi familia nos quisimos los unos a los otros hasta el último momento. Eso es lo único que de verdad importa.

Lucille estaba llorando. Tomó a Jacob entre sus brazos, lo besó y musitó que lo quería. Harold los abrazó a ambos. A continuación, le dijo a Connie:

—Yo cuidaré de vosotros. Lo prometo.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Jacob.

—Vamos a hacer lo que hay que hacer, hijo.

—¿Vas a hacerlos salir, papá?

—No —intervino Lucille.

—Vamos a hacer lo que hay que hacer —repitió Harold.

El fuego avanzaba más deprisa de lo que Harold esperaba.

Tal vez porque era una casa vieja y siempre la había visto toda la vida así, se imaginaba que no podía ser destruida o que, por lo menos, sería una cosa difícil de eliminar de este mundo. Pero el fuego le demostró que era simplemente una casa, nada más que un montón de madera y recuerdos ensamblados, ambas cosas muy fáciles de destruir.

Así que cuando el fuego trepó por el muro posterior, el humo avanzó a grandes y repentinas oleadas, obligando a los Hargrave y a los Wilson a cruzar el salón en dirección a la puerta principal de la casa, hacia Fred Green y su rifle.

—Debería haberlo entretenido más —manifestó Harold, tosiendo, rogando por que ése no fuera uno de aquellos ataques de tos que acababan haciéndole perder el sentido—. Debería haberlo entretenido más y haber conseguido más balas —dijo.

—Dios mío, Dios mío, Dios mío —terció Lucille. Se retorció las manos y contó mentalmente todas las maneras en que aquello era todo culpa suya. Vio a Jim Wilson. Alto, guapo y vivo, con una mujer, una hija y un hijo rodeándolo, abrazándolo, aferrándose a él. Después lo vio recibir un disparo en las calles de Arcadia, recibir un disparo y desplomarse rígido y sin vida.

—¿Papá? —dijo Jacob.

—Todo irá bien —replicó Harold.

—Esto está mal —declaró Lucille.

Connie abrazó a sus hijos contra su pecho, agarrando aquel cuchillo de carnicero con la mano derecha.

—¿Qué hemos hecho nosotros? —inquirió.

—Esto está realmente mal —insistió Lucille.

Los niños lloraban.

Harold volvió a sacar el cargador de la pistola, comprobó por seguridad que las cuatro balas seguían ahí y lo colocó de nuevo en el arma.

—Ven aquí, Jacob —llamó.

El muchacho se acercó —tosiendo a través del humo— y Harold lo cogió del brazo y comenzó a empujar el sofá para despejar la puerta principal. Lucille se lo quedó mirando unos instantes y luego, sin hacer preguntas, se puso a ayudarlo y confió en que aquello respondiera a un plan, confió del mismo modo en que confiaba en todos los planes de Dios.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Jacob a su padre.

—Vamos a salir de aquí —contestó Harold.

—Pero ¿y ellos?

—Haz lo que te mandan, hijo. No voy a dejar que mueras.

—Pero ¿y ellos? —inquirió el chiquillo.

—Tengo balas suficientes —respondió Harold.

Los disparos sonaron claros y a intervalos regulares sobre el oscuro paisaje campestre.

A continuación, abrieron la puerta principal y la pistola saltó al exterior, dando volteretas en el aire. Cayó en la caja de la camioneta, junto al cuerpo de Jim.

—¡Muy bien! —gritó Harold, saliendo al exterior con las dos manos en alto.

Lucille lo siguió con Jacob prudentemente resguardado tras ella.

—Has ganado, maldita sea —chilló Harold. Su rostro tenía una expresión triste y sombría—. Al menos no tendrás la satisfacción. Les he ahorrado el sufrimiento que tú les habrías provocado, hijo de puta.

Tosió.

—Dios mío, Dios mío, Dios mío —repetía Lucille en voz baja.

—Me parece que tengo que verlo —dijo Fred Green—. Los muchachos están aún en la parte de atrás de la casa, sólo para asegurarnos de que no nos la estás jugando, Harold.

Harold bajó la escalera del porche y se apoyó en la camioneta.

—¿Qué hay de mi casa?

—Todo llegará. Sólo tengo que hacer una comprobación para estar seguro de que has hecho lo que dices haber hecho.

Harold estaba tosiendo otra vez. Un ataque de tos largo, despiadado y continuo que lo hizo doblarse por la mitad y caer al suelo junto a su vehículo. Lucille le cogió la mano, agachándose junto a él.

—¿Qué has hecho, Fred Green? —preguntó con la cara resplandeciendo bajo las llamaradas que ascendían hacia el cielo.

—Lo siento, Lucille —replicó él.

—Está ardiendo —resolló Harold.

—Y voy a ocuparme de ella —dijo Fred. Anduvo desde su camioneta hasta donde se encontraba Harold con el rifle bajo sobre la cadera, apuntando a la puerta por si los muertos no estaban muertos.

Harold tosió hasta ver pequeños puntitos de luz centelleando ante sus ojos. Lucille le enjugó el sudor de la cara.

—¡Maldito seas, Fred Green! ¡Haz algo! —aulló.

—Por lo menos aleja mi maldita camioneta de la casa —logró articular Harold—. ¡Si algo le sucede al cuerpo de Jim, os mataré del primero al último!

Jacob se arrodilló entonces y le cogió la mano, en parte para ayudarlo a superar su ataque de tos y en parte para estar seguro de que sus padres permanecían entre él y el rifle de Fred Green.

Fred pasó frente a Harold y Lucille e incluso frente a Jacob y subió los escalones en dirección a la puerta abierta. El humo salía al exterior en grandes penachos blancos. Desde donde se encontraba, veía el resplandor de las llamas que avanzaban desde la parte posterior de la casa quemando cuanto encontraban a su paso. Al no ver los cadáveres de los Wilson, no se decidió a entrar.

—¿Dónde están?

—En el cielo, espero —respondió Harold, y se echó a reír, pero sólo levemente.

El ataque de tos había pasado, aunque aún se sentía mareado y los puntitos de luz estaban empeñados en permanecer delante de sus ojos por mucho que los apartara con las manos. Oprimió la mano de Lucille.

—Todo irá bien —le dijo—. No pierdas de vista a Jacob.

—No juegues conmigo, Harold —gritó Fred, aún en el porche—. Dejaré que la casa arda por completo si es preciso. —Echó una ojeada al interior de la vivienda, escuchando por si percibía el sonido de alguna tos, de algún gemido o algún grito, pero sólo oía el crepitar de las llamas—. Si los has hecho salir por la parte de atrás, me imagino que los chicos los atraparán. Y si salen por delante, los atraparé yo. Y, bueno, también está el fuego. —Retrocedió, alejándose del creciente calor—. Tienes un seguro, Harold. Sacarás un abultado cheque de todo esto. Lo siento.

—Y yo también —repuso él, levantándose.

Con una rapidez que lo sorprendió incluso a sí mismo, se puso en pie y subió la escalera del porche mientras Fred Green seguía allí, mirando hacia el interior de la casa en llamas. Fred no oyó a Harold subir los peldaños a saltos y, cuando lo hizo, el cuchillo de carnicero ya estaba hincándose en su riñón derecho.

El rostro de Harold se encontraba a la altura de la cintura de Fred Green cuando el cuchillo se clavó y el hombre giró sobre sí mismo lleno de dolor y su dedo apretó el gatillo. La culata del rifle saltó hacia atrás y el tabique nasal de Harold se partió en dos.

Por lo menos, Fred ya no estaba en condiciones de matar a los Wilson.

—¡Salid de aquí! —tosió Harold—. ¡Corred! —El arma yacía a su lado en el porche, pues ninguno de los dos hombres pensaba en esos momentos con la claridad suficiente para lanzarse a cogerla—. ¿Lucille? —gritó—. ¡Ayúdalos! —Jadeó, falto de aire—. Ayúda… los.

Ella no le contestó.

Connie y los niños, que apenas si podían oír a Harold por encima del rugido del fuego, salieron de la casa bajo la manta que habían conseguido mojar y echarse encima a toda prisa cuando la vivienda había empezado a arder. En cuanto salieron al aire fresco, los chiquillos comenzaron a toser, pero Connie los hizo pasar al lado opuesto al lugar donde Fred Green se hallaba tendido en el suelo con el cuchillo clavado en el cuerpo.

—¡Subid a la camioneta! —bramó Harold—. Esos otros gilipollas estarán aquí en cualquier momento.

La familia bajó en desbandada la escalera del porche pasando por delante de Harold y de Fred y se lanzó hacia el vehículo por el lado del conductor. Connie comprobó si las llaves seguían en el contacto. Ahí estaban.

Fue mayormente una cuestión de suerte que estuvieran donde estaban cuando sonó el primer disparo de escopeta. La vieja camioneta resultó ser una barrera extraordinaria contra los perdigones. A fin de cuentas, era una Ford del 72, fabricada en aquella era pasada anterior al momento en que la fibra de vidrio se consideró digna de transportar a un hombre y a su familia de un punto del universo a otro. Ése era precisamente el motivo por el que Harold se había aferrado a esa vieja pickup durante todos esos años, porque ya no se fabricaban camionetas que resistieran una perdigonada doble cero.

No obstante, a diferencia de Connie y de sus hijos, los Hargrave se encontraban en el lado mortal de la camioneta. Lucille estaba en el suelo, con el cuerpo echado sobre Jacob bajo el tembloroso resplandor de la casa en llamas. El muchacho se cubría los oídos con las manos.

—¡Dejad de disparar, malditos! —bramó Harold.

Les estaba dando la espalda a los hombres armados, de modo que sabía que la probabilidad de que no lo oyeran era bastante elevada. Y, aunque lo oyeran, era muy probable que no lo escucharan. Cubrió a su mujer y a su hijo y esperó.

—Que Dios nos ayude —dijo por primera vez en cincuenta años.

Entonces encontró el rifle de Fred. Aún no había logrado ponerse en pie, pero aquello no significaba que no pudiera desviar un poco la atención. Se hallaba sentado sobre el trasero con las piernas extendidas frente a sí, el dolor latiéndole en la cabeza y la nariz sangrante, pero logró quitar el seguro del rifle, metió las balas del calibre 30-06 en la recámara y disparó un tiro al aire, haciendo que todo se interrumpiera de pronto.

Bajo la claridad que arrojaba su casa en llamas, mientras Fred Green estaba allí mismo, a su lado, en el porche, taponándose con la camisa la herida de cuchillo, Harold trató de hacerse con el control de la situación.

—Me parece que esto ya ha durado bastante —dijo cuando el rumor del rifle se hubo extinguido.

—¿Fred? Fred, ¿estás bien? —gritó uno de los pistoleros. Parecía Clarence Brown.

—¡No, no estoy bien! —aulló Fred—. ¡Me han acuchillado!

—Se lo clavó él mismo —objetó Harold. La sangre de la nariz le cubría la boca, pero no podía limpiársela porque necesitaba tener las manos lo más secas posible para manejar el rifle y ya las tenía manchadas de la sangre de Fred—. Bueno, ¿por qué no os vais todos a casa?

—¿Fred? —gritó Clarence. Era difícil oír nada por encima del ruido de la casa en llamas. El humo brotaba de cada grieta del edificio y ascendía hacia el cielo en grandes penachos oscuros—. ¡Dinos qué tenemos que hacer, Fred!

—¿Connie? —llamó Harold.

—¿Sí? —la respuesta llegó desde la cabina de la camioneta. Su voz sonaba apagada, como si estuviera hablando a través de los cojines de los asientos del vehículo.

—Arranca esa camioneta y márchate de aquí —le dijo Harold sin apartar la mirada de los hombres armados.

Al cabo de un instante, la camioneta se puso en marcha con un rugido.

—¿Y vosotros? —repuso Connie.

—No nos pasará nada.

Connie Wilson cogió a sus hijos y a su marido muerto y se perdió en la noche sin decir una palabra más, sin volver siquiera la vista atrás, que Harold supiera.

—Bien —dijo entonces Harold en voz baja—. Bien.

Quería decirles algo acerca de que cuidaran de Jim, pero parecía implícito. Además, la nariz rota le dolía a más no poder y el calor que desprendía la casa en llamas se estaba volviendo insoportable. Así que simplemente resopló y se limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano.

Clarence y los demás hombres armados observaron marcharse la camioneta pero mantuvieron las armas dirigidas hacia Harold. Si Fred les hubiera dicho que actuaran de otro modo, lo habrían hecho, pero mientras se ponía en pie temblando, su líder guardaba silencio.

Harold lo apuntó con el rifle.

—Maldito seas —espetó Fred haciendo un amago de arrebatarle el arma.

—Ojalá lo hicieras —dijo Harold, apuntándole a la garganta con el cañón del rifle—. ¿Lucille? —llamó—. ¿Jacob?

Ambos se hallaban tumbados en el suelo, inmóviles, un montículo redondeado y regular sobre la superficie de la tierra. La anciana seguía protegiendo al chiquillo.

Harold tenía algo más que decir, algo que tal vez le habría dado sentido a todo aquello, aunque ya fuera muy tarde para darle sentido, pero sus pulmones se negaron a colaborar. Estaban demasiado llenos de la tos lacerante que había estado tratando de apoderarse de él desde la pelea. Era como una burbuja grande y oscura que crecía en su interior.

—La casa se desplomará a tu alrededor —dijo Fred.

El calor de las llamas era insufrible. Harold sabía que pronto tendría que moverse si tenía intención de vivir, pero tenía aquella maldita tos en su interior, esperando para emerger con un rugido y hacerlo caer al suelo inconsciente, plegado sobre sí mismo como una pelota. ¿Y qué sería entonces de Jacob?

—¿Lucille? —volvió a llamar. Su mujer tampoco le contestó esta vez. Si tan sólo pudiera oír su voz, pensó, podría creer que todo aquello iba a salir bien—. Vete —dijo Harold, y le hincó a Fred la punta del cañón de su arma.

Fred actuó en consecuencia y retrocedió, despacio.

Al ir a ponerse en pie, a Harold le dolió el cuerpo entero.

—Jesús —gimió.

—Te tengo —dijo Jacob apareciendo de pronto, de repente otra vez a su lado. Ayudó a su padre a levantarse.

—¿Dónde está tu madre? —musitó él—. ¿Está bien?

—No —contestó el muchacho.

Por seguridad, Harold siguió apuntando a Fred con el rifle y cubrió a Jacob con su cuerpo, por si Clarence y el resto de los muchachos, que se hallaban junto a sus camionetas, decidían ponerse nerviosos con aquellas armas suyas.

—¿Lucille? —llamó Harold.

Jacob, Harold, Fred Green y el rifle de Fred Green bajaron todos juntos del porche al jardín cojeando. Fred caminaba abrazándose el abdomen con las manos. Harold andaba de lado, como un cangrejo, con Jacob a su sombra.

—Muy bien —dijo Harold cuando se hubieron alejado lo bastante de la casa. Bajó el arma—. Imagino que esto acaba aquí.

Entonces el rifle cayó al suelo, no porque Harold se hubiera dado por vencido, sino a causa de la tos, de aquella maldita avalancha de dolor que se generaba dentro de su cuerpo y que se desató por fin. Las cuchillas de afeitar de sus pulmones se mostraron tan despiadadas como esperaba. Los puntitos de luz volvieron a aparecer ante sus ojos. La tierra ascendió hacia él y lo abofeteó. Había relámpagos por todas partes, relámpagos y el trueno de la tos que parecía desgarrarle el cuerpo con cada temblor. Ni siquiera tenía energía para maldecir. Y de todas las cosas que podía hacer, maldecir era la única que probablemente lo habría hecho sentirse mejor.

Fred recogió el arma del suelo y le quitó el seguro para comprobar que efectivamente había una bala en la recámara.

—Supongo que lo que sucederá a continuación será culpa tuya —observó Fred.

—Deja que el chiquillo siga siendo un milagro —logró decir Harold.

La muerte estaba allí. Y Harold Hargrave estaba preparado para morir.

—Yo no sé por qué motivo ella no volvió —intervino Jacob, y tanto Harold como Fred hicieron un gesto de sorpresa, como si acabara de aparecer delante de ellos—. Me refiero a su mujer —le dijo el niño a Fred—, me acuerdo de ella. Era guapa y sabía cantar. —El rostro del chiquillo de ocho años se sonrojó bajo su pelambrera castaña—. Me caía muy bien —declaró—. También usted me caía muy bien, señor Green. Usted me regaló una pistola de balines y ella me prometió que cantaría para mí antes de marcharse el día de mi cumpleaños. —La claridad de la casa en llamas le bañaba las facciones. Sus ojos parecían lanzar chispas—. No sé por qué ella no volvió como volví yo —declaró Jacob—. A veces, la gente se va y no regresa.

Fred tomó aliento. Lo retuvo en los pulmones y todo su cuerpo se puso tenso, como si ese aire fuera a reventarlo, como si ésa fuera su última inspiración y lo contuviera todo. Acto seguido, profirió un sonido húmedo de ahogo mientras bajaba el rifle con un suspiro y se echaba a llorar, allí mismo, delante del muchacho que por obra de un milagro había vuelto de entre los muertos y no había traído a su mujer consigo.

Cayó de rodillas con un salto torpe y torcido.

—Márchate de aquí. Vete… vete, haz el favor —espetó—. Déjame en paz, Jacob.

Después, sólo se oyó el ruido de la casa ardiendo hasta los cimientos. Sólo el ruido del llanto de Fred. Sólo el ruido del suave jadeo de Harold bajo la oscura columna de humo y cenizas, que se había vuelto tan inmensa que parecía un largo brazo oscuro que se estiraba como un padre se estira para abrazar a un hijo, un marido para abrazar a su mujer.

Lucille miró al cielo. La luna se hallaba a escasa distancia del extremo de su ojo, como separándose de ella, o guiándola tal vez. Era imposible saberlo.

Harold se acercó a ella y se arrodilló a su lado. Dio gracias porque la tierra fuera blanda y que allí la sangre no pareciera tan roja como sabía que era en realidad. A la luz temblorosa de la casa ardiente, la sangre no era más que una mancha oscura a la que él, en su imaginación, podía atribuir cualquier otra identidad.

Respiraba, pero muy levemente.

—¿Lucille? —susurró él, aplicando casi la boca a su oído.

—Jacob —llamó ella.

—Está aquí —dijo Harold.

Ella asintió con la cabeza. Sus ojos se cerraron.

—De eso nada —terció su marido. Se limpió la sangre de la cara, percatándose de pronto del aspecto que debía de tener, todo cubierto de sangre, hollín y mugre.

—¿Mamá? —dijo Jacob.

Ella abrió los ojos.

—¿Sí, cariño? —musitó Lucille. Un ligero estertor sonaba en sus pulmones.

—Todo va bien —dijo el chiquillo. Se inclinó y la besó en la mejilla. A continuación, se tumbó a su lado y acurrucó su cabeza en el hombro de ella como si no estuviera muriéndose, sólo echando una cabezadita bajo las estrellas.

Lucille sonrió.

—Todo va bien —respondió.

Harold se secó los ojos.

—Maldita seas, mujer —dijo—. Te advertí que la gente no valía nada.

Ella seguía sonriendo.

Las palabras sonaron tan bajas que Harold tuvo que hacer un esfuerzo para oírlas.

—Eres un pesimista —dijo ella.

—Soy realista.

—Eres un misántropo.

—Y tú, baptista.

Ella se echó a reír. Y ese momento se prolongó tanto como pudo mientras estaban los tres conectados, unidos, como entonces, tantos años antes. Harold le oprimió la mano.

—Te quiero, mamá —dijo Jacob.

Lucille oyó a su hijo. Un segundo después, se había ido.