UNO

Ese día, Harold abrió la puerta y se encontró a un hombre negro vestido con un elegante traje hecho a medida que le sonreía. En un primer momento pensó en echar mano de su escopeta, pero entonces recordó que Lucille se la había hecho vender hacía años por culpa de un incidente con un predicador ambulante y una discusión que había tenido que ver con unos perros de caza.

—¿Puedo ayudarlo en algo? —inquirió entornando los ojos para protegerse del sol, cuya luz hacía que el hombre de color pareciera aún más oscuro.

—¿Señor Hargrave? —replicó éste.

—Supongo —dijo Harold.

—¿Quién es, Harold? —gritó Lucille desde el interior. Se hallaba en la sala de estar, indignada a causa del televisor. El presentador del telediario estaba hablando de Edmund Blithe, el primero de los Regresados, y de cómo había cambiado su vida ahora que volvía a estar en este mundo.

—¿Es mejor la segunda vez? —preguntó el presentador hablándole directamente a la cámara, dejando la respuesta a juicio de los telespectadores.

El viento susurraba entre las ramas del roble que se erguía en el jardín de Harold, cerca de la casa, pero el sol estaba tan bajo que se filtraba horizontalmente por debajo de ellas e incidía en sus ojos. Se llevó una mano a la frente a modo de visera pero, aun así, el hombre de piel oscura y el muchacho eran poco más que siluetas recortadas sobre un fondo verde y azul de pinos que se extendía más allá del jardín y de un cielo sin nubes al otro lado de los árboles. El hombre era delgado pero de complexión recia bajo el traje impecable. El chiquillo, menudo para los ocho o nueve años que Harold supuso que debía de tener.

Parpadeó tratando de ver mejor a contraluz.

—¿Quién es, Harold? —gritó Lucille por segunda vez, tras darse cuenta de que su primera pregunta no había obtenido respuesta.

Harold permaneció en el umbral, parpadeando como una luz de emergencia mientras observaba al chiquillo, que absorbía una parte cada vez mayor de su atención. Las sinapsis se pusieron en marcha en lo más recóndito de su mente, restallaron cobrando vida y le dijeron quién era aquel niño que acompañaba al forastero de piel oscura. No obstante, estaba convencido de que su cerebro se equivocaba. Forzó a su mente a volver a echar las cuentas, pero obtuvo la misma respuesta.

En la sala de estar, el televisor mostró un plano de puños que se agitaban y bocas que aullaban, gente que gritaba con carteles en las manos y soldados con armas, imponentes como sólo los hombres investidos de autoridad y munición pueden parecer. En el centro estaba la casita adosada de Edmund Blithe, con las cortinas echadas. Lo único que se sabía era que él estaba dentro, en alguna parte.

Lucille meneó la cabeza.

—¿Te lo imaginas? —dijo. Y a continuación añadió—: ¿Quién está en la puerta, Harold?

Su esposo permaneció en el umbral, asimilando la imagen del chiquillo: bajo, pálido, pecoso, con una alborotada melena oscura. Llevaba una camiseta vieja, unos vaqueros, y mostraba una profunda expresión de alivio en los ojos, unos ojos en absoluto tranquilos y quietos, sino temblorosos de vida y llenos de lágrimas.

—¿Qué tiene cuatro patas y hace «Buuuu»? —preguntó entonces el pequeño con voz trémula.

Harold se aclaró la garganta, inseguro incluso de la respuesta.

—No lo sé —dijo.

—¡Una vaca resfriada! —contestó el niño, que corrió a abrazarse a la cintura del viejo, sollozando—. ¡Papá! ¡Papá! —exclamó antes de que Harold pudiera decir nada.

El anciano, absolutamente confuso, se desplomó contra el marco de la puerta y, movido por un instinto paternal que llevaba largo tiempo adormecido, le dio al crío unas palmaditas en la cabeza.

—Calla —susurró—. Calla.

—¿Harold? —llamó Lucille apartando por fin los ojos del televisor, convencida de que un monstruo espantoso se había presentado en su casa—. Harold, ¿qué pasa? ¿Quién es?

Su marido se pasó la lengua por los labios.

—Es… es…

Quiso decir «Joseph».

—Es Jacob —contestó por fin.

Por suerte para Lucille, el sofá estaba ahí para recogerla cuando se desmayó.

Jacob William Hargrave había muerto el 15 de agosto de 1966. El mismo día, de hecho, en que cumplía ocho años. Después de aquello, durante mucho tiempo, los lugareños siguieron hablando de su muerte a altas horas de la noche, cuando no podían dormir. Se volvían en la cama para despertar a sus cónyuges y conversaban en susurros sobre la impredecibilidad del mundo y la necesidad de considerarse afortunados con lo que tenían. A veces se levantaban de la cama y se plantaban en la puerta de la habitación de sus hijos para observarlos dormir y reflexionar en silencio sobre la naturaleza de un Dios que se llevaba a un chiquillo de este mundo a una edad tan temprana. Al fin y al cabo, eran sureños que vivían en un pequeño pueblo: ¿cómo podía una tragedia semejante no conducirlos a Dios?

Tras la muerte de Jacob, su madre, Lucille, afirmaba que había tenido el presentimiento de que aquel día iba a suceder algo terrible a causa de lo que había pasado justo la noche anterior. Lucille había soñado que se le caían los dientes, algo que mucho tiempo antes su madre le había asegurado era un presagio de muerte. Durante la fiesta de cumpleaños de Jacob había procurado estar pendiente no sólo de su hijo y del resto de los niños, sino también de todos los demás invitados. Revoloteaba de un lado a otro como un gorrión intranquilo, preguntándoles a todos cómo estaban, si tenían bastante para comer, señalando lo mucho que habían adelgazado desde la última vez que se habían visto o cuánto habían crecido sus hijos y, de vez en cuando también, comentando el tiempo tan bueno que hacía. Aquel día el sol lucía en todas partes y la vegetación era de un verde intenso.

Su inquietud, no obstante, hizo de ella una anfitriona fantástica. Ningún niño se quedó sin comer. Ningún invitado se halló falto de conversación. Incluso logró convencer a Mary Green para que les cantara más tarde aquella noche. La mujer tenía una voz muy dulce, y Jacob, si es que era lo bastante mayor para estar colado por alguien, estaba prendado de ella, motivo por el que Fred, el marido de Mary, solía tomarle el pelo.

Fue un buen día. Hasta que Jacob desapareció.

Se escabulló sin que nadie se diera cuenta, del modo en que sólo los niños y otros pequeños misterios pueden hacerlo. Eran entre las tres y las tres y media, como Harold y Lucille le dijeron más tarde a la policía, cuando, por razones que sólo el pequeño y la propia tierra sabían, Jacob se acercó al extremo sur del jardín, dejó atrás los pinos, cruzó el bosque y bajó hasta el río, donde, sin pedir permiso ni disculpas, se ahogó.

Sólo unos días antes de que el hombre de la Oficina se presentara a la puerta de su casa, Harold y Lucille habían estado hablando de lo que harían si su Jacob «volviera de la muerte».

—No son personas —manifestó Lucille retorciéndose las manos. Se hallaban en el porche, puesto que todos los acontecimientos importantes tenían lugar allí.

—No podríamos darle la espalda —le dijo Harold a su mujer al tiempo que golpeaba el suelo con el pie. Los ánimos se habían calentado muy deprisa.

—No son personas —repitió ella.

—Bueno, pues si no son personas, ¿qué son? ¿Vegetales? ¿Minerales? —Harold se moría de ganas de fumarse un cigarrillo. Fumar siempre lo ayudaba a sacarle ventaja a su esposa cuando discutían, lo que, sospechaba él, constituía la auténtica razón por la que Lucille se quejaba tanto de esa costumbre suya.

—No seas frívolo conmigo, Harold Nathaniel Hargrave. Esto es serio.

—¿Frívolo?

—Sí, ¡frívolo! ¡Siempre te muestras frívolo! ¡Tiendes a la frivolidad!

—No me lo puedo creer. ¿Ayer qué era? ¿Locuaz? Así que hoy es frívolo, ¿eh?

—No te burles de mí por intentar ser mejor. Mi mente sigue siendo tan aguda como siempre, tal vez aún más. Y no trates de cambiar de tema.

—Frívolo —Harold pronunció la palabra sonoramente, remachando la F inicial con tanta fuerza que una gotita brillante de saliva salió disparada y fue a parar al otro lado de la barandilla del porche—. Hummm.

Lucille lo ignoró.

—No sé lo que son —prosiguió. Se puso en pie y volvió a sentarse—. Lo único que sé es que no son como tú y como yo. Son… son… —Hizo una pausa. Preparó la palabra en la boca, construyéndola con cuidado, ladrillo a ladrillo—. Son demonios —dijo finalmente. Acto seguido se encogió, como si la palabra pudiera volverse y pegarle un mordisco—. Han venido para matarnos. ¡O para tentarnos! Es el fin de los días. «Cuando los muertos caminarán sobre la tierra». ¡Lo dice la Biblia!

Harold resopló, aún sin poder quitarse el adjetivo «frívolo» de la cabeza. Se llevó la mano al bolsillo.

—¿Demonios? —repitió mientras su mente volvía a coger el hilo al tiempo que su mano daba con el encendedor—. Los demonios son supersticiones, producto de mentes estrechas y de imaginaciones más estrechas todavía. Si hay una palabra que debería desaparecer del diccionario es precisamente demonios. ¡Ja! Ésa sí que es una palabra frívola. No tiene nada que ver con cómo son las cosas en realidad, nada que ver con esos Regresados… Y no te equivoques, Lucille Abigail Daniels Hargrave: sí son personas. Pueden acercarse a ti y darte un beso. No he sabido nunca de un demonio que pudiera hacer eso…, aunque un sábado por la noche, antes de que nos casáramos, conocí a una chica rubia en Tulsa… Sí, ella quizá sí fuera el demonio, o un demonio por lo menos.

—¡Cállate! —chilló Lucille, tan fuerte que pareció sorprenderse a sí misma—. No voy a quedarme aquí sentada oyéndote hablar de ese modo.

—¿De qué modo?

—No sería nuestro chico —prosiguió la mujer, pronunciando las palabras con mayor lentitud mientras la seriedad de las cosas volvía flotando a ella, como el recuerdo de un hijo perdido tal vez—. Jacob está en el cielo —declaró. Sus manos se habían convertido en unos puños blancos y delgados en su regazo.

Se produjo un silencio.

Después pasó.

—¿Dónde está? —inquirió Harold.

—¿Qué?

—En la Biblia, ¿dónde está?

—¿Dónde está el qué?

—¿Dónde dice «los muertos caminarán sobre la tierra»?

—¡En el Apocalipsis! —Lucille abrió los brazos al responder a la pregunta de su marido como si ésta no pudiera ser más estúpida, como si le hubiera preguntado por los patrones de vuelo de los pinos—. ¡Está justo en el Apocalipsis! ¡Los muertos caminarán sobre la tierra! —Seguía con los puños cerrados, y los esgrimió en ademán amenazador en dirección a nadie en particular, como hacían a veces en las películas.

Harold se echó a reír.

—¿En qué parte del Apocalipsis? ¿En qué capítulo? ¿En qué versículo?

—Cállate —le ordenó ella—. Lo único que importa es que está ahí. ¡Y, ahora, cállate!

—Sí, señora —repuso su esposo—. No querría ser frívolo.

Pero cuando el demonio se presentó realmente en la puerta de su casa, tan pequeño y maravilloso como lo había sido hacía tantos años, con los ojos castaños brillantes por las lágrimas, la alegría y el súbito alivio de un chiquillo que ha estado demasiado tiempo separado de sus padres, que ha pasado demasiado tiempo en compañía de extraños…, bueno, tras recuperarse de su desvanecimiento, Lucille se derritió como la cera de una vela allí mismo, delante del hombre pulcro y bien vestido de la Oficina. El hombre, por su parte, se lo tomó bastante bien. Sonrió con una sonrisa experta, pues sin duda había presenciado escenas idénticas a ésa en multitud de ocasiones durante las últimas semanas.

—Hay grupos de apoyo —señaló—. Grupos de apoyo para los Regresados. Y grupos de apoyo para sus familias. —Esbozó una sonrisa.

»Lo encontraron en un pueblecito de pescadores a las afueras de Pekín, en China —prosiguió el hombre. Les había dicho cómo se llamaba, pero tanto a Harold como a Lucille se les daba fatal recordar el nombre de la gente y, ahora, el hecho de haberse reunido con su hijo muerto no contribuía precisamente a mejorar las cosas, así que pensaban en él como en el «hombre de la Oficina»—. Según me han contado, el chico estaba de rodillas al borde de un río, tratando de atrapar un pez o algo así. Los aldeanos, ninguno de los cuales hablaba inglés lo bastante bien como para que él los entendiera, le preguntaron en mandarín cómo se llamaba, cómo había llegado hasta allí, de dónde era, todas esas preguntas que uno hace cuando encuentra a un niño perdido.

»Cuando quedó claro que el idioma constituía una barrera, un grupo de mujeres lograron tranquilizarlo. Se había echado a llorar… y ¿por qué no había de hacerlo? —El hombre volvió a sonreír—. Al fin y al cabo, ya no estaba en Kansas. Pero ellas lo calmaron. Más tarde encontraron a un funcionario que hablaba inglés, y bueno… —Se encogió de hombros bajo su traje oscuro, dando a entender que el resto de la historia era irrelevante—. Cosas como ésta están sucediendo en todas partes —añadió.

Hizo una nueva pausa y se los quedó mirando con una sonrisa genuina mientras Lucille se volcaba sobre ese hijo que, de pronto, ya no estaba muerto. Lo estrechó contra su pecho, lo besó en la coronilla y luego tomó su rostro entre las manos y lo cubrió de caricias, risas y lágrimas.

Jacob respondió del mismo modo, con risas y carcajadas, pero sin limpiarse los besos de su madre, a pesar de que se hallaba en esa edad en que limpiarse los besos de su madre habría parecido lo más oportuno.

—Son unos tiempos únicos para todos —concluyó el hombre de la Oficina.