DIEZ

—Pobrecito, pobre pequeño —dijo Lucille estrechando a Jacob contra su pecho—. Pobrecito, pobre pequeño. —Era lo único que acertaba a decir sobre la muerte de Max, pero lo decía con frecuencia y lo decía llena de congoja.

¿Qué le pasaba al mundo que permitía que sucedieran esa clase de cosas?, se preguntó. ¿Qué era lo que hacía posible que un niño —cualquier niño— estuviera vivo y sano en un momento dado y muerto en el siguiente?

—Pobrecito, pobre pequeño —repitió.

Era por la mañana temprano y la sala de visitas que la Oficina había establecido en la escuela de Arcadia estaba prácticamente vacía. Aquí y allá pululaba un guardia, medio dormitando o hablando con alguien de algo sin importancia. Las idas y venidas del viejo que habían arrestado con su hijo Regresado y que no había querido separarse de él no parecían importarles gran cosa, como tampoco parecía interesarles la anciana de cabello plateado que iba a visitarlos.

Del mismo modo, no parecía importarles mucho el niño Regresado que había muerto pocos días antes y que tenía afligida a Lucille. La anciana no sabía expresar con exactitud lo que creía que deberían estar haciendo para indicar que se había perdido una vida, que había un luto que guardar y una tristeza sobre la que reflexionar. Llevar un brazalete negro o algo así. Eso parecía apropiado. Aunque la idea se le antojó estúpida de inmediato. La gente se moría, incluso los niños. Simplemente las cosas eran así.

La sala de visitas estaba hecha de planchas de acero corrugado sujetas a unos postes de metal, con unos grandes y chirriantes ventiladores en los puntos de entrada y de salida para hacer más soportable el aire saturado de humedad. Aquí y allá habían instalado mesas y bancos.

Jacob estaba sentado tranquilamente en el regazo de Lucille, con ese sentimiento de culpa que experimentan los niños cuando ven a su madre deshecha en lágrimas. Harold se hallaba en el banco contiguo al suyo, rodeándola con el brazo.

—Vamos, mi vieja némesis —dijo. Hablaba con voz suave, llena de gracia y seriedad, un tono que había olvidado que era capaz de adoptar después de tantos años de ser…, bueno, «desagradable» no es la palabra que él habría elegido, pero…—. Fue sólo, sólo una de esas cosas —explicó—. Los médicos dijeron que era un aneurisma.

—Los niños no sufren aneurismas —replicó Lucille.

—Sí que los sufren. A veces. Y quizá fue eso lo que le sucedió la primera vez. Quizá siempre sería así.

—Dicen que hay una especie de enfermedad. Yo no lo creo, pero eso es lo que dicen.

—No hay más enfermedad que la estupidez —manifestó Harold.

Lucille se secó las lágrimas de los ojos con unos ligeros toques y se arregló el cuello del vestido.

Jacob se liberó con delicadeza de los brazos de su madre. Llevaba la ropa nueva que ella le había traído. Tenía esa limpieza y suavidad especiales que sólo tiene la ropa nueva.

—¿Puedo contarte un chiste, mamá?

Ella asintió.

—Pero nada de chistes verdes, ¿vale?

—Ningún problema en ese sentido —intervino Harold—. Yo sólo le he enseñado chistes cristianos…

—¡Estoy a punto de tirar la toalla por lo que respecta a vosotros dos!

—No sufras por Max —le dijo Harold. Contempló la habitación—. Max se fue…, bueno, adondequiera que vaya la gente, hace mucho tiempo. Aquello era tan sólo una sombra que…

—No sigas —repuso Lucille en voz baja—. Max era un buen chico. Tú lo sabes.

—Sí —admitió él—. Max era un buen chico.

—¿Era distinto? —inquirió Jacob con una expresión tensa por el desconcierto.

—¿Qué quieres decir? —quiso saber su padre.

El muchacho nunca había estado más cerca de hablar de lo que todo el mundo en el planeta quería que hablaran los Regresados: de sí mismo.

—¿Era distinto de como era antes? —preguntó Jacob.

—No lo sé, cielo —respondió Lucille al tiempo que tomaba la mano de su hijo (del mismo modo en que había visto hacerlo en las películas, no pudo evitar pensar. Últimamente había estado viendo demasiada televisión)—. Yo no conocía mucho a Max —señaló—. Tu padre y tú pasasteis mucho más tiempo con él que yo.

—Y casi no lo conocíamos —añadió Harold, con apenas una pizca de falta de consideración en la voz.

Jacob se volvió y miró el rostro arrugado de su padre.

—Pero ¿tú crees que era distinto?

—¿Distinto de qué? ¿De cuándo?

Harold dejó la pregunta suspendida entre ambos como si fuera niebla. Quería oír al muchacho decirlo. Quería oír admitir al chiquillo que Max era algo que había estado muerto. Quería oírlo decir que en el mundo estaba sucediendo algo excepcional, algo extraño y aterrador y, sobre todo, antinatural. Quería oír a Jacob reconocer que no era el crío que había muerto el 15 de agosto de 1966.

Necesitaba esas palabras.

—No lo sé —contestó, sin embargo, Jacob.

—Claro que no lo sabes —los interrumpió Lucille—, porque estoy segura de que no había nada diferente en él. Del mismo modo que sé que no hay nada diferente en ti. No hay nada diferente en nadie, excepto porque forman parte de un milagro grande y hermoso. Eso es todo. Es la bendición de Dios, no Su ira, como dicen algunos. —Atrajo al chiquillo hacia sí y lo besó en la frente—. Tú eres mi hijo querido —le dijo mientras el cabello plateado le caía sobre la cara—. El Señor cuidará de ti y te llevará de nuevo a casa.

Lucille condujo de vuelta aturdida por las frustraciones, con la impresión de que el mundo estaba todo borroso, como si estuviera llorando. De hecho, lloraba, aunque no se percató de ello hasta que entró en el jardín y el fuerte bramido de la camioneta calló y allí no hubo más que la alta casa de madera que brotaba del suelo y esperaba para engullirla. Se secó los ojos y se maldijo en silencio por llorar.

Cruzó el jardín cargada con las fiambreras de plástico que usaba para llevarles comida a Jacob, a Harold y al agente Bellamy. Estaba concentrada en la comida, en alimentar a esos tres hombres. A menudo reflexionaba sobre el hecho de que la comida ablandaba a la gente y la hacía más fuerte al mismo tiempo. «Si la gente cocinara y comiese más, el mundo quizá no sería un lugar tan desapacible», pensó.

A Lucille Abigail Daniels Hargrave no le había gustado nunca estar sola. Incluso cuando era niña, con lo que más disfrutaba era con una casa llena de gente. Ella era la más joven de una familia de diez, todos apiñados en poco más que una triste choza situada a las afueras de la pequeña ciudad de Lumberton, en Carolina del Norte. Su padre trabajaba para la compañía maderera, y su madre servía en casa de una de las familias más ricas y, siempre que se presentaba la oportunidad, cosía para cualquiera que tuviera algún arreglo que hacer.

Su padre nunca hablaba mal de su madre, y su madre nunca hablaba mal de su padre. Por lo que Lucille había aprendido en su matrimonio con Harold que no hablar mal el uno del otro era la señal más inequívoca de que una relación a largo plazo funcionaba. Los besos, los ramos de flores y los regalos no significaban un carajo si un marido le hablaba a su mujer con altanería o una esposa se dedicaba a contar cotilleos sobre él.

Como mucha otra gente, se había pasado la mayor parte de su vida adulta tratando de recrear su infancia, intentando volver a ella, como si el tiempo no fuera todopoderoso. Pero Jacob había sido su única oportunidad de ser madre debido a diversas complicaciones surgidas durante su nacimiento, un hecho por el que Lucille no había derramado una sola lágrima. Ni siquiera el día en que los médicos le dieron la noticia. Simplemente asintió —porque lo sabía, aunque no tenía claro por qué— y dijo que Jacob sería suficiente.

Durante ocho años fue una madre con un hijo. Y, después, durante cincuenta años, fue esposa, baptista, amante de las palabras, pero no madre. Entre sus dos vidas había transcurrido demasiado tiempo.

No obstante, ahora Jacob era tiempo ganado a la derrota. Era tiempo desincronizado, tiempo más perfecto de lo que era antes. Era vida tal como debería haber sido hacía tantos años. En ese preciso instante se percató de que eso era lo que eran todos los Regresados. Sintió el corazón mucho más ligero, no volvió a llorar durante el resto de la noche, y cuando el sueño fue a buscarla la encontró con facilidad.

Esa noche soñó con niños. Y cuando se hizo de día tenía unas ganas tremendas de cocinar. El beicon y los huevos se estaban friendo en la cocina. Una cacerola de gachas cocía a fuego lento en uno de los fogones traseros. Echó un vistazo al jardín a través de la ventana, luchando contra la inquietante sensación de que la estaban observando. Pero, por supuesto, allí no había nadie. Volvió a fijar su atención en la cocina y en la cantidad excesiva de comida que estaba preparando.

Lo más frustrante de no tener a Harold consigo era que no sabía cómo cocinar para una sola persona. No es que no lo echara de menos —lo añoraba terriblemente—, pero el hecho de que últimamente estuviera siempre tirando comida le parecía una absoluta vergüenza. Incluso después de envolver la que iba a llevar a la escuela, el frigorífico seguía lleno de sobras hasta los topes, pero las sobras a ella nunca le sabían bien. Siempre había tenido un paladar delicado, y la comida que había pasado demasiado tiempo bajo el frío de una nevera tenía algo que hacía que todo supiera a cobre.

Todos los días llevaba la comida a la escuela/espantoso-campamento-para-presos-cascarrabias-o-Regresados. Y aunque fueran presos, Jacob y Harold Hargrave serían presos bien alimentados. No obstante, no podía ir hasta allí para llevarles el desayuno. Durante los últimos veinte años o más, había sido Harold quien conducía siempre, y ahora Lucille se sentía insegura detrás del volante y no tenía la suficiente confianza en sí misma para recorrer la carretera arriba y abajo para repartir tres comidas calientes al día. Así pues, desayunaba sola, sin más que la casa vacía que le hiciera compañía y la mirara. Sin más que el sonido de su propia voz que le respondiera.

—¿Adónde iremos a parar? —le preguntó a la casa vacía.

Y su voz se propagó por encima del suelo de madera, por delante de la puerta principal y del pequeño escritorio donde Harold guardaba sus cigarrillos, se introdujo en la cocina, con su nevera llena de comida y una mesa donde no había nadie sentado. Su voz resonó por las demás habitaciones, en lo alto de la escalera, en los dormitorios donde nadie dormía.

Se aclaró la garganta como para atraer la atención de alguien, pero sólo el silencio le contestó.

«Tal vez la televisión sería de ayuda», pensó. Al menos, con la tele podía fingir. Habría risas, conversaciones y palabras que podía imaginar que procedían de una gran fiesta navideña que se estaba celebrando en la habitación de al lado, como las que solían celebrarse hacía tantos años, antes de que Jacob bajara hasta ese río y todo en su vida y en la de Harold se tornara frío.

Una parte de Lucille quería poner las noticias para ver si se sabía algo de aquel artista francés desaparecido, Jean no sé cuántos. Los presentadores del telediario no podían parar de hablar de que había vuelto de entre los muertos, había empezado de nuevo a esculpir, había ganado todo el dinero que nunca había siquiera soñado en vida y luego había desaparecido con aquella mujer de cincuenta y tantos años que había contribuido a su «redescubrimiento».

Lucille nunca habría creído que la gente fuera a alborotarse por un artista desaparecido, pero lo cierto era que había habido disturbios. El Gobierno francés había tardado semanas en hacerse con el control de la situación.

Sin embargo, el famoso artista francés Regresado seguía sin aparecer. Algunos decían que la fama había acabado pesándole demasiado. Otros, que un artista de éxito ya no es un artista, y que eso era lo que había ahuyentado a Jean: quería volver a estar famélico y hambriento para poder desarrollar plenamente su arte.

Lucille se echó a reír también al oír eso. La simple idea de que alguien pudiera desear pasar hambre era del todo absurda.

—Tal vez simplemente quería que lo dejaran en paz —manifestó con vehemencia.

Se quedó pensando en ello unos instantes pero, entonces, el silencio de la casa volvió a oprimirla como una pesada losa. De modo que se fue al salón, encendió el televisor y dejó que el mundo entrara en su casa.

—Las cosas parecen estar empeorando en todas partes —decía el presentador. Era un español de tez oscura vestido con un traje de color claro. Lucille tuvo la efímera impresión de que estaba hablando de algo que tenía que ver con las finanzas o la economía global o los precios de la gasolina, o cualquiera de las demás cosas que parecían empeorar perpetuamente de año en año. Pero no, estaba comentando la situación de los Regresados.

—¿Qué está pasando? —musitó Lucille, de pie delante del televisor con las manos entrelazadas frente a sí.

—Por si acaban de incorporarse ustedes —dijo el presentador—, hoy se está debatiendo mucho el papel y la autoridad de la todavía nueva, y sin embargo siempre creciente, Oficina Internacional para los Regresados. Según los últimos informes, la Oficina acaba de conseguir el respaldo económico de los países de la OTAN, así como el de otros varios países no afiliados a esta organización internacional. La naturaleza exacta de la financiación, o en realidad su importe exacto, aún no ha sido revelado.

Justo sobre el hombro del presentador apareció entonces un pequeño emblema, un simple estandarte dorado con las palabras «Oficina Internacional para los Regresados» en el centro. Acto seguido, el logotipo desapareció y unas imágenes de soldados montados en camiones y de hombres armados que corrían desde un lado de la pista de un aeropuerto y se introducían en la panza de unos enormes aviones grises que parecían poder contener una iglesia entera sin el más mínimo problema para que cupiera la torre del campanario invadieron la pantalla.

—Dios —exclamó Lucille, y apagó el televisor al tiempo que sacudía la cabeza—. Dios, Dios, Dios. Esto no puede ser real.

Se preguntó entonces cuánto sabía el mundo de lo que estaba sucediendo en Arcadia. Si estaban al corriente de que se habían apoderado de la escuela, de que la Oficina se había convertido ya en algo poderoso y aterrador.

Compuso mentalmente una imagen de la situación de Arcadia en esos momentos, y se percató de que había Regresados por todas partes. Había cientos de ellos, como si los estuvieran atrayendo a ese lugar, a esa comunidad. A pesar de que el presidente había ordenado que permanecieran confinados en sus casas, había demasiados cuyos hogares se hallaban a medio mundo de distancia. En ocasiones, Lucille veía cómo los soldados los arrestaban. El consuelo más ominoso de la historia.

Otras veces los entreveía mientras estaban escondidos. Tenían el suficiente sentido común para procurar no acercarse a los soldados y mantenerse alejados del centro del pueblo, donde se encontraba tras sus vallas la escuela-campamento. Pero algo más abajo, en la mismísima Main Street, uno podía verlos atisbando desde viejos edificios y casas en las que se suponía que no vivía nadie. Lucille los saludaba con la mano al pasar, porque eso era lo que le habían enseñado a hacer de pequeña, y ellos le devolvían el saludo, como si todos la conocieran y estuvieran intrínsecamente unidos a ella. Como si fuera un imán destinado a atraerlos, a socorrerlos.

Sin embargo, no era más que una anciana que vivía sola en una casa construida para tres. Se suponía que debía de haber alguien más que un día pondría fin a todo aquello. Así era como funcionaba el mundo. Las situaciones tan graves como ésa dependían siempre de los actos de personas importantes. Personas como las de las películas. Personas jóvenes, atléticas y elocuentes. No de gente que vivía en un lugar del que nadie había oído hablar.

No, se convenció a sí misma, su destino no era ayudar a los Regresados. Tal vez su destino no fuera siquiera ayudar a Jacob y a Harold. Otra persona lo haría. Quizá el pastor Peters. O probablemente el agente Bellamy.

Pero Bellamy no era un padre que soportaba una casa vacía. No era hacia Bellamy hacia quien los Regresados parecían gravitar, le parecía a Lucille. Era hacia ella. Siempre hacia ella.

—Hay que hacer algo —le dijo a la casa vacía.

Cuando la casa se hubo calmado y el eco de la televisión se hubo extinguido, Lucille regresó a su vida a pesar de que más allá del reino de sus sentidos pocas cosas habían cambiado. Se lavó las manos en el fregadero de la cocina, se las secó, cascó más huevos dentro de la sartén y procedió a revolverlos ligeramente. La primera entrega de la enorme cantidad de beicon que estaba friendo estaba lista, de modo que la sacó de la sartén con una espátula y la dispuso sobre una hoja de papel de cocina y la comprimió con leves golpecitos para eliminar el exceso de grasa —su médico siempre insistía con la grasa—, y a continuación cogió un pedazo de la fuente y se lo comió entre crujidos mientras preparaba los huevos revueltos y removía de vez en cuando las gachas.

Pensó en Harold y en Jacob, encerrados en las tripas de aquella escuela, tras los soldados, las cercas y el alambre de cuchillas y, lo peor de todo, la burocracia gubernamental. La enojó pensar en cómo los soldados habían ido y habían sacado a su hijo y a su marido del río, un río que era prácticamente de su propiedad, teniendo en cuenta la historia que ambos tenían allí.

Mientras se encontraba sentada a la mesa de la cocina comiendo y pensando, no oyó los pasos que avanzaban por el porche.

Las gachas que Lucille se había comido estaban calientes y delicadas. Se deslizaron en su estómago sin dejar atrás más que un levísimo sabor a mantequilla. Luego llegaron el beicon y los huevos, sabrosos y salados, suaves y dulces.

—Te construiré una iglesia —dijo la anciana en voz alta dirigiéndose a su plato de comida.

Entonces se echó a reír y se sintió culpable. Incluso un poco blasfema. Pero Lucille sabía que Dios tenía sentido del humor (aunque nunca dejaría que Harold supiera que lo pensaba). Y Dios comprendía que ella no era más que una mujer vieja y solitaria sola en una casa grande y solitaria.

Se había tomado ya la mitad del desayuno antes de darse cuenta de que la chiquilla estaba ahí. Cuando la vio por fin, rubia y de constitución delgada, despeinada y manchada de barro, de pie al otro lado de la puerta mosquitera de la cocina, casi saltó de la silla.

—¡Santo Dios, niña! —gritó, cubriéndose la boca con la mano.

Era uno de los niños Wilson, Hannah, si la memoria no le fallaba, cosa que sucedía escasas veces. No los había visto desde que se celebró la reunión municipal en la iglesia hacía ya muchas semanas.

—Lo siento —se disculpó la pequeña.

Lucille se limpió la boca.

—No —dijo—. No pasa anda. Es sólo que no me había dado cuenta de que hubiera alguien ahí.

Se acercó a la puerta.

—¿De dónde sales?

—Me llamo Hannah. Hannah Wilson.

—Sé quién eres, cariño. La hija de Jim Wilson. ¡Somos parientes!

—¿Ah, sí?

—Tu padre y yo somos primos lejanos. Compartimos una tía… Aunque no consigo recordar su nombre.

—Sí, señora —repuso Hannah con indecisión.

Lucille abrió la puerta y le hizo un gesto a la pequeña para que entrara.

—Pareces medio muerta de hambre, muchacha. ¿Cuándo comiste por última vez?

La chiquilla permaneció tranquilamente en la puerta. Olía a barro y a campo, como si hubiera caído del cielo y se hubiera levantado de la tierra esa misma mañana. Lucille le sonrió, pero la niña seguía dudando.

—No voy a hacerte daño, pequeña —le dijo—. Es decir, a menos que no entres y comas algo. ¡Si no lo haces, iré a por la vara más grande que pueda encontrar y te azotaré hasta que te sientes y comas tanto que te entre pereza!

La chica Regresada le devolvió finalmente la sonrisa de aquel modo distraído y distante.

—Sí, señora —asintió.

La puerta mosquitera repiqueteó suavemente al entrar la niña en la casa, como aplaudiendo ese respiro en la soledad de Lucille.

La chiquilla comió cuanto la anciana le ofreció, que fue mucho, teniendo en cuenta la gran cantidad de comida que había preparado. Y cuando le pareció que la pequeña iba a terminarse todo lo que había preparado para desayunar, Lucille empezó a rebuscar en la nevera.

—No me gusta nada de esto. Sobras. No están buenas.

—Tranquila, señora Lucille —terció Hannah—. Estoy llena. Gracias en cualquier caso.

Lucille volvió a meter una mano hasta el fondo de la nevera.

—No —objetó—. Aún no estás llena. Ni siquiera estoy segura de que ese estómago tuyo tenga fondo, aunque tengo la intención de averiguarlo. ¡Pienso darte de comer hasta que el colmado se quede sin existencias! —Se echó a reír al tiempo que su voz resonaba por la casa—. Pero yo no cocino gratis —le advirtió desenvolviendo una salchicha que había encontrado en las profundidades del frigorífico—. Para nadie. Incluso Jesús Nuestro Señor tendría que ganarse el sustento si quisiera que yo le preparara una comida. Así que hay unas cuantas cosas que necesito que hagas por aquí. —Lucille se llevó una mano en la espalda, adoptando de pronto la actitud de una mujer muy vieja y débil, y dejó escapar un gemido—. Ya no soy tan joven como antes.

—Mi mamá dijo que no debía mendigar —señaló la chiquilla.

—Y tu mamá tiene razón. Pero tú no estás mendigando. Yo te estoy pidiendo ayuda. Y, a cambio, te daré de comer. Es justo, ¿no te parece?

Hannah asintió. Balanceó los pies adelante y atrás mientras permanecía sentada a la mesa en una silla demasiado grande para ella.

—Hablando de tu madre —observó Lucille, aún pendiente de la salchicha—. Debe de estar preocupada por ti. Y tu padre también. ¿Saben dónde estás?

—Creo que sí —contestó la niña.

—¿Eso qué significa?

La pequeña se encogió de hombros, pero como le estaba dando la espalda y estaba ocupada desenvolviendo la salchicha, Lucille no lo vio. Al cabo de un momento, la niña se percató de ello y dijo:

—No lo sé.

—Venga, chiquilla. —Lucille echó un poco de aceite en la sartén de hierro colado para freír la salchicha—. No te comportes así conmigo. Te conozco, a ti y a tu familia. Tu madre… regresó igual que tu padre. Tu hermano también. ¿Dónde están? Lo último que supe de vosotros es que habíais desaparecido de la iglesia después de que esos soldados comenzaron a arrestar a la gente. —Puso la salchicha en la sartén y bajó el gas.

—No debo decirlo —contestó la niña.

—¡Dios mío! —exclamó Lucille—. Eso parece muy serio. Los secretos siempre son serios.

—Sí, señora.

—En general, no me interesan los secretos. Si no te andas con cuidado, pueden ocasionar todo tipo de problemas. En todo el tiempo que llevo casada nunca he tenido secretos para mi marido —declaró Lucille. A continuación se aproximó a la pequeña y le susurró suavemente—: Pero ¿sabes qué?

—¿Qué? —susurró Hannah a su vez.

—En el fondo, eso no es del todo cierto. Pero no se lo digas a nadie: es un secreto.

La niña sonrió, con una sonrisa amplia y radiante que se parecía mucho a la de Jacob.

—¿Te he hablado de mi hijo Jacob? Es igual que tú. Idéntico a ti y a toda tu familia.

—¿Dónde está? —inquirió la pequeña.

Lucille suspiró.

—Está en la escuela. Los soldados se lo llevaron.

El rostro de Hannah palideció.

—Lo sé —asintió Lucille—. Es algo aterrador. Se los llevaron a él y a mi marido. Estaban solos junto al río cuando los soldados fueron a por ellos.

—¿Junto al río?

—Sí, pequeña —replicó la anciana. La salchicha ya estaba empezando a chisporrotear—. A los soldados les gusta el río —afirmó—. Saben que hay muchos lugares que pueden utilizarse como escondite, así que van a menudo por esa zona intentando encontrar gente. Oh, no son malas personas, esos soldados. Por lo menos espero que no lo sean. Nunca le hacen daño a nadie, aparte de encerrarlos lejos de sus familias. No, no te hacen daño. Sólo te llevan consigo. Te apartan de la gente que amas o que te importa y…

Cuando Lucille se volvió, la niña había desaparecido, dejando tan sólo el golpeteo de la puerta mosquitera a su espalda.

—Te veré cuando vuelvas —le dijo Lucille a la casa vacía, una casa que sabía que no iba a permanecer vacía por mucho más tiempo.

¿Acaso no había soñado con niños justo la noche anterior?