Nathaniel Schumacher

Hacía ya dos meses que había regresado y su familia lo amaba tanto como lo había amado durante los largos y radiantes días de su vida. Su mujer, aunque ahora era más vieja, lo acogió lanzándole los brazos al cuello y llorando y apretándolo contra sí. Sus hijos, a pesar de no ser ya unos críos, se apiñaron a su alrededor como habían hecho durante todos los días de su vida. Eran aún unos hermanos de esos que se disputan la atención de sus padres y nada de ello había cambiado en los veinte años transcurridos entre la muerte de su padre y el día en que se había convertido en uno de los Regresados.

Bill, el mayor, a pesar de tener ahora su propia familia, seguía yendo detrás de su padre y tildaba a su hermana Helen de «tonta» e «imposible», tal como lo había hecho durante toda su infancia.

Ambos se mudaron al hogar de su niñez, como intuyendo que el tiempo sería frágil y efímero, y se pasaban los días orbitando alrededor de su padre y de todo lo que él suponía para ellos. Su fuerza de gravedad los atraía. A veces se quedaban levantados por la noche hasta tarde, hablándole de todos los hilos de la vida que se habían ramificado hacia afuera desde que él se había marchado. Él sonreía ante sus noticias y de vez en cuando había discusiones cuando no las aprobaba, pero incluso las discusiones eran acogidas con una sensación de pertinencia, una especie de reconfirmación de que, en efecto, él era quien parecía ser.

Era su padre, y era un Regresado.

Y después, un buen día, se marchó de nuevo.

Nadie sabía con exactitud cuándo había desaparecido, sólo sabían que no estaba. Lo buscaron, confusos, pues no podían sino admitir que su regreso de la tumba había sido algo incierto e inesperado para empezar, de modo que, ¿por qué había de ser diferente su desaparición?

Durante un breve período de tiempo lo lamentaron. Lloraban y montaban un gran drama, y Bill y Helen se peleaban diciendo el uno que el otro había hecho esto y aquello para provocar su partida, y su madre tenía que interceder en nombre del decoro. Se pedían perdón sin realmente quererlo y se decían el uno al otro rezongando lo que había que hacer. Fueron a denunciar su desaparición. Incluso fueron a ver a los soldados de la Oficina y les contaron que su padre se había ido. «Simplemente ha desaparecido», les dijeron.

Lo único que hicieron los soldados fue tomar notas, sin parecer sorprenderse.

Al final no hubo nada que hacer. Simplemente ya no estaba. Pensaron en ir a visitar su tumba, sacar el ataúd de su sagrada cripta, sólo para asegurarse de que todo volvía a ser como debía y que no estaba en algún lugar del mundo sin ellos.

Pero su madre no lo aprobó, y simplemente dijo: «Ya tuvimos nuestro tiempo».