DIECISÉIS

Estaba más delgada. Aparte de eso, no había cambiado en nada.

—¿Cómo estás? —le preguntó. Ella le acarició la mano y se acurrucó contra su hombro.

—Bien.

—¿Has comido? Quiero decir que si te dan de comer.

Ella asintió y le arañó suavemente el antebrazo con las uñas.

—Te he echado de menos —dijo.

El centro de detención de Meridian, Mississippi, permitía una cierta relación entre Auténticos Vivos y Regresados. Las circunstancias eran lamentables, pero ni mucho menos tanto como en Arcadia. Los vivos y los Regresados se reunían en un patio vallado situado entre el edificio más grande del complejo y la zona de seguridad donde registraban a los vivos en busca de armas y malas intenciones en general.

—Yo también te he echado de menos —repuso él finalmente.

—Traté de encontrarte —señaló ella.

—Me mandaron una carta.

—¿Qué clase de carta?

—Sólo decía que me estabas buscando.

Ella asintió.

—Fue antes de que empezaran a encerrar a todo el mundo.

—¿Cómo está tu madre?

—Muerta —respondió él en un tono más inexpresivo de lo que pretendía—. O quizá no. Es difícil estar seguro en estos tiempos.

Ella seguía acariciándole la mano de esa manera lenta e hipnótica en que lo hace a veces un amor familiar. Sentado tan cerca de ella —oliéndola, sintiendo su mano, oyendo el sonido de la vida entrar y salir de sus pulmones—, el pastor Robert Peters olvidó todos los años, todos los errores, todos los fracasos, todo el dolor y toda la soledad.

Ella se inclinó hacia él.

—Podemos irnos —dijo en voz baja.

—No, no podemos.

—Sí, sí podemos. Nos iremos juntos, como hicimos la última vez.

Él le dio una palmadita en la mano con ternura casi paternal.

—Aquello fue un error —declaró—. Deberíamos haber esperado.

—¿Esperado a qué?

—No lo sé. Deberíamos haber esperado. El tiempo tiene su manera de arreglar las cosas. Lo he aprendido. Ahora soy un viejo. —Se quedó pensativo por unos instantes y luego se corrigió a sí mismo—: Bueno, tal vez no sea un viejo, pero desde luego no soy joven. Y si una cosa he aprendido es que nada es insoportable si se tiene tiempo suficiente.

Pero ¿no era ésa su mayor mentira? ¿Acaso no había sido precisamente lo insoportable de no estar con ella todos los días lo que lo había llevado hasta allí? No había superado nunca su pérdida, no se había perdonado nunca lo que le había hecho. Se había casado y había vivido y había entregado su vida a Dios y hecho todas las demás cosas que debe hacer una persona y, a pesar de todo, no había superado su pérdida. La había amado más de lo que había amado a su padre, más de lo que había amado a su madre, más de lo que había amado a Dios. Y sin embargo la había abandonado. Y después ella se había marchado. Se había marchado y había hecho lo que había prometido: se había matado.

Y él lo recordaba todos los días.

Casarse con su mujer no había sido más que una concesión de su alma. Era lo que parecía lógico. Así que se había casado, con todo el entusiasmo y el sentido común de comprar una casa o invertir en un plan de pensiones. E incluso el hecho de que más adelante su mujer y él acabaran descubriendo que los hijos no iban a ser parte de su vida le había parecido oportuno.

Lo cierto era que nunca había imaginado tener hijos con ella. Lo cierto era que, por mucho que creyera en la institución del matrimonio, por muchos sermones que hubiera predicado en relación con ese tema a lo largo de los años, por muchos matrimonios que hubiera ayudado personalmente a reparar, por muchas veces que les hubiera dicho a parejas de ojos sombríos en su despacho «Dios y el divorcio no se llevan bien», por mucho que hubiera hecho todas esas cosas, siempre había estado buscando una salida.

Sólo había necesitado que los muertos empezaran a volver de la tumba para encontrar la motivación que necesitaba.

Ahora estaba con ella y, aunque no era todo perfecto, se sentía mejor de lo que se había sentido en muchos años. Tenía la mano de ella en la suya. Podía sentirla, tocarla, percibir su familiar olor, un olor que no había cambiado en todos esos años. Sí, era así como tenía que ser.

En el área de visitas, aquí y allá, los guardias separaban a los muertos de los vivos. La hora de visita había terminado.

—No pueden retenerte aquí de este modo. Es inhumano. —Le cogió la mano.

—Estoy bien —replicó ella.

—No, no lo estás.

La rodeó con el brazo, respiró hondo y su olor lo llenó por completo.

—¿Vienen a visitarte? —le preguntó.

—No.

—Lo siento.

—No lo sientas.

—Ellos te quieren.

—Lo sé.

—Sigues siendo su hija. Lo saben. Tienen que saberlo.

Ella asintió con la cabeza.

Los guardias hacían su ronda. Cuando era preciso, intervenían y separaban a la gente. «Hora de irse», era todo lo que decían.

—Te sacaré de aquí —prometió él.

—Vale —repuso ella—. Pero si no lo haces, tampoco importa. Lo entiendo.

Entonces se presentaron los guardias y pusieron fin a su tiempo.

Esa noche, el pastor no durmió bien. Tuvo el mismo sueño una y otra vez.

Tenía dieciséis años y estaba solo en su habitación. En algún lugar de la casa, su padre y su madre dormían. El silencio reinante estaba lleno de pesadumbre. El calor de la discusión seguía suspendido en las esquinas, como una nevada nocturna.

Se levantó y se vistió tan sigilosa y secretamente como pudo, y anduvo despacio, descalzo, sobre el suelo de madera. Era verano y el canto de los grillos saturaba la noche húmeda.

Había creído que su marcha sería muy dramática. Había creído que su padre o su madre se despertarían justo cuando él salía de la casa y que se produciría un enfrentamiento de algún tipo, pero no pasó nada. Tal vez hubiera leído demasiadas malas novelas o visto demasiadas películas. En el cine, la marcha de alguien a menudo estaba adornada por alguna clase de espectáculo. Siempre había alguien que gritaba. A veces había violencia. Siempre había una declaración final de mal agüero en el momento de la separación. —«¡Espero no volver a verte nunca más!», o algo así— que acababa sellando el destino de todos los personajes implicados.

Pero en su propia vida se había marchado mientras todos dormían, y lo único que iba a suceder es que se despertarían y descubrirían que se había ausentado y punto. Sabrían adónde había ido y por qué. No irían tras él porque ése no era el estilo de su padre. El amor de su padre era una puerta abierta. No se cerraba nunca, ni para dejarte fuera ni para retenerte dentro.

Tuvo que caminar casi una hora antes de encontrarse con ella. La luz de la luna volvía su cara pálida y le confería un aspecto cadavérico. Siempre había sido una chica muy delgada, pero ahora, bajo esa luz, parecía moribunda.

—Espero que se muera —dijo.

El pastor —que aún no era pastor, sino tan sólo un muchacho— la miró de hito en hito. Tenía un ojo hinchado y una línea oscura de sangre cruzaba el espacio comprendido entre el labio y la nariz. Era difícil saber por dónde sangraba.

Ella había vivido la partida dramática que Robert había imaginado para sí mismo.

—No digas esas cosas —le advirtió.

—¡Que le den por saco! ¡Espero que lo atropelle un maldito autobús! ¡Espero que un perro le destroce la garganta! Espero que pille una enfermedad que tarde semanas en matarlo y que cada día sea peor que el anterior. —Hablaba apretando los dientes y sus manos eran puños que oscilaban al final de sus brazos.

—Lizzy —dijo él.

Ella gritó. Furia, dolor y miedo.

—¡Liz, por favor!

Más gritos.

En los años de recuerdos que se habían instalado entre la persona que Elizabeth Pinch era realmente y la que él recordaba, Robert Peters había olvidado la mayoría de las cosas.

El pastor se despertó con el bramido de un enorme camión que pasaba por la autopista. El motel tenía las paredes delgadas y siempre había camiones circulando en una y otra dirección, yendo y viniendo del centro de detención. Camiones grandes y oscuros que parecían exagerados escarabajos prehistóricos. A veces iban tan llenos que los soldados viajaban colgados de los costados.

El pastor se preguntó si habían ido así todo el camino por la autopista, colgando de los camiones. Era un modo peligroso de viajar. Pero, pensándolo bien, teniendo en cuenta que la muerte era un poco ambivalente en esos tiempos, tal vez no fuera tan peligroso como en el pasado.

Cuando volvía del centro de detención, la radio anunció que habían matado a un grupo de Regresados a las afueras de Atlanta. Estaban ocultos en una casita de un pueblo pequeño —todas las cosas malas parecían suceder primero en un pueblo pequeño— cuando un grupo de partidarios del Movimiento por los Auténticos Vivos lo descubrieron y se presentaron en el lugar exigiendo que se rindieran y se marcharan pacíficamente.

Algunos simpatizantes se habían visto asimismo atrapados en medio del altercado: los habían pillado escondiendo a los Regresados. El incidente de Rochester parecía ahora muy lejano.

Cuando los fanáticos de los Auténticos Vivos aparecieron en la puerta principal, las cosas se pusieron feas enseguida. Habían acabado prendiendo fuego a la casa y todos los que estaban dentro, tanto vivos como Regresados, habían resultado muertos.

La radio dijo que se habían practicado detenciones, pero que aún no se habían presentado cargos.

El pastor Peters permaneció largo tiempo en la ventana del motel, observando las cosas pasar a su alrededor y pensando en Elizabeth.

Mentalmente la llamaba Elizabeth.

Liz era como la llamaba antes.

Volvería a verla al día siguiente, siempre y cuando los soldados no pusieran trabas. Hablaría con quien tuviera que hablar para que la dejaran en libertad bajo su custodia. Podía hacer uso de su peso espiritual cuando lo necesitaba, aplicar un leve sentimiento de culpa, como les enseñaban a hacer a todos los clérigos.

Sería difícil, pero funcionaría. Volvería a tenerla consigo por fin.

Por la gracia de Dios, todo saldría bien. Lo único que el pastor Robert Peters tenía que hacer era ponerlo en práctica con convencimiento.

—Por la gracia de Dios, todo saldrá bien —dijo Robert—. Lo único que tenemos que hacer es ponerlo en práctica con convencimiento.

Ella soltó una carcajada.

—¿Cuándo te has vuelto tan religioso, Bertie?

Él le oprimió la mano. Hacía años que nadie lo llamaba así. Nadie aparte de ella lo había llamado nunca Bertie.

Elizabeth había vuelto a reclinar su cabeza sobre su hombro, como si estuvieran sentados en aquel viejo roble de la granja del padre de ella hacía tantos años, y no en la sala de visitas del centro de detención de Meridian. El pastor le acarició el pelo. Había olvidado su color tan parecido a la miel y cómo se escurría como el agua entre sus dedos. Cada día que pasaba con ella volvía a descubrirla.

—Sólo necesitan que los convenzan un poco más —dijo.

—Harás todo lo posible —repuso ella.

—Sí.

—Todo saldrá bien —manifestó Elizabeth.

Él le dio un beso en la frente, lo que le mereció miradas de reprobación por parte de quienes los rodeaban. Al fin y al cabo, ella sólo tenía dieciséis años. Tenía dieciséis años y era menuda para su edad. Y él era enorme y mucho mayor de dieciséis. Aunque fuera una Regresada, seguía siendo una niña.

—¿Cuándo te has vuelto tan paciente? —le preguntó.

—¿A qué te refieres?

—Tu mal genio ha desaparecido.

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué sentido tiene? La rabia contra el mundo y el mundo en sí mismo siguen ahí.

Él la miró con los ojos abiertos de par en par.

—Eso es muy profundo —declaró.

Ella se echó a reír.

—¿Qué te parece tan gracioso?

—¡Tú! ¡Eres tan serio!

—Supongo que sí —replicó el pastor—. Me he hecho viejo.

Ella devolvió su cabeza al hombro de él.

—¿Adónde iremos? —inquirió—. Una vez estemos fuera de aquí, quiero decir.

—Me he hecho viejo —repitió él.

—Podríamos ir a Nueva York —sugirió ella—. A Broadway. Siempre he querido ver Broadway.

Él asintió y miró la mano pequeña y joven que sostenía en la suya. El tiempo no había pasado por esa mano. Seguía siendo tan pequeña y suave como antes. Esa circunstancia no debería haber sorprendido a Robert Peters. Al fin y al cabo, eso era lo que los Regresados habían sido siempre: una negación de las leyes de la naturaleza. De modo que, ¿por qué su mano, por pulcra y suave que fuera, había de perturbarlo tanto?

—¿Te parezco viejo? —le preguntó.

—O quizá podríamos ir a Nueva Orleans —prosiguió ella. Se incorporó llena de entusiasmo—. ¡Oh, sí! ¡A Nueva Orleans!

—Quizá —terció él.

Elizabeth se puso en pie y lo miró, con las esquinas de los ojos curvadas hacia arriba de felicidad.

—¿Te lo imaginas? —continuó—. Tú y yo en Bourbon Street. Música de jazz por todas partes. ¡Y la comida! ¡Mejor no empiezo a hablar de la comida!

—Parece un plan estupendo —replicó él.

Ella le cogió las manos y atrajo su enorme corpachón contra su cuerpo.

—Baila conmigo —dijo.

El pastor accedió, a pesar de las miradas y de los susurros que eso provocó.

Giraron despacio. La cabeza de ella apenas le llegaba a la altura del pecho. Era muy menuda, casi tanto como la esposa del pastor.

—Todo saldrá bien —dijo con la cabeza apoyada en su amplio pecho.

—Pero ¿y si se niegan a dejarte marchar?

—Saldrá bien —repitió ella.

Continuaron meciéndose en silencio. Los soldados los observaban. «Así es como será todo de ahora en adelante», pensó el pastor Peters.

—¿Recuerdas que te dejé? —le preguntó.

—Oigo el latido de tu corazón —manifestó ella como respuesta.

—De acuerdo —dijo él. Y al cabo de un instante repitió—: De acuerdo.

Ésa no era la conversación que había imaginado que tendrían. La Elizabeth Pinch de sus recuerdos —la que había planeado sobre el altar de su matrimonio todos esos años— no era una persona que evitara discutir. No. Era una luchadora, incluso en los lugares y en los momentos que no justificaban ni admitían una pelea. Maldecía, decía palabrotas, lanzaba cosas. Era como su padre: una criatura de la ira. Y ése era el motivo por el que la había amado tanto.

—Te sacaré de aquí como sea —afirmó el pastor, aunque, mentalmente, ya la había dejado bailando sola en aquella prisión.

Robert Peters ya sabía lo que iba a hacer: la dejaría y no volvería, igual que había hecho en el pasado. Aquélla no era su Elizabeth. Y eso haría que esa vez fuera más fácil.

Pero aunque hubiera sido ella —aunque hubiera sido su Liz—, no habría habido diferencia. La habría dejado en cualquier caso porque sabía, porque había sabido siempre, que ella lo dejaría a él. Que se cansaría de él, de su religión, de su cuerpo grande y lento, de su absoluta normalidad.

Liz había sido de esas personas que bailaban sin música, y él era de los que bailaban sólo por la fuerza. Muchos años antes, si él no la hubiera dejado y hubiera vuelto a casa, ella lo habría dejado a él y se habría marchado a Nueva Orleans, igual que ese espectro de Liz quería hacer ahora.

Ese rasgo suyo persistía en aquella jovencita Regresada, lo bastante de Lizzy como para recordarle a Robert todo lo grande y terrible que había en sí mismo. Era suficiente para hacerle ver la verdad: que por mucho que la hubiera amado, por mucho que la hubiera deseado, su historia no habría funcionado. Y, a pesar del modo en que todo había acabado para ella, aunque él hubiera permanecido a su lado todos esos años, aunque hubiera huido con ella y quizá hubiera podido evitar su muerte, nada habría cambiado. Cuanto más tiempo hubieran permanecido juntos, más se habría ido desvaneciendo lo que amaba de ella, hasta que, al final, Elizabeth habría desaparecido. Tal vez no físicamente, pero todo lo que amaba de ella habría desaparecido.

Y ambos lo habrían lamentado.

Así que el pastor Robert Peters permaneció en el centro de detención de Meridian y bailó con la chica de dieciséis años a la que una vez había amado, y le mintió y le dijo que se la llevaría de allí. Y ella le mintió a su vez y le dijo que lo estaría esperando y que nunca lo abandonaría.

Bailaron juntos esa última vez y se dijeron el uno al otro todas esas cosas.

Así sucedía en todas partes.