DIECISIETE

Harold y el agente Bellamy se habían reunido bajo el opresivo calor veraniego de Arcadia para lo que sería su última entrevista, cosa que al anciano no le molestaba particularmente. El neoyorquino era cada vez mejor en el juego de la herradura. Estaba volviéndose demasiado bueno.

Al final, a pesar de sus muchas protestas, iban a trasladarlo. El coronel se había encargado de ello, aduciendo que en el centro de detención de Arcadia había demasiada aglomeración y falta de tiempo en general para que Bellamy pudiera llevar a cabo sus entrevistas. Había otros trabajos que los agentes de la Oficina podían hacer, trabajos mucho más urgentes, pero no eran el tipo de tarea en la que Bellamy hubiera querido involucrarse, de modo que el coronel iba a mandarlo a otro lugar.

Bellamy procuraba no pensar en ello. Procuraba no pensar en lo que ello significaría para su madre. Lanzó su herradura y esperó lo mejor. Aterrizó con firmeza.

Cling.

—Supongo que sabe usted que me voy —dijo con su estilo directo y tranquilo.

—Algo he oído —replicó Harold—. O, mejor dicho, me lo he figurado.

Procedió a lanzar.

Cling.

Ninguno de los dos llevaba ya la cuenta de los puntos.

Seguían jugando en la pequeña franja de hierba situada en mitad de la escuela, como si no hubiera otros lugares para elegir. No obstante, ese lugar concreto tenía algo a lo que ambos se habían acostumbrado. Era ligeramente más privado ahora que todo el pueblo estaba al alcance del resto de los prisioneros. La gente se había extendido hacia afuera, emigrando fuera de la escuela y de las demás escasas construcciones provisionales que la Oficina había establecido. Ahora, el pueblo de Arcadia estaba lleno. Todos los edificios que se habían quedado vacíos por años de existencia y fracaso de un pueblo y la emigración de sus habitantes habían sido transformados en lugares donde la gente podía vivir. Incluso las calles —por pocas que hubiera en Arcadia— se habían convertido en lugares donde la gente podía plantar tiendas y establecer zonas donde la Oficina pudiera distribuir artículos de primera necesidad. Ahora, la ocupación de Arcadia era total.

Pero incluso sin todo eso, ese lugar, ese pedacito de pueblo, era donde habían pasado las dos últimas semanas forcejeando el uno con el otro.

Bellamy sonrió.

—Por supuesto que sí.

Miró a su alrededor. Arriba, sobre sus cabezas, el cielo era de un azul fuerte e intenso, salpicado aquí y allá de nubes blancas que no portaban lluvia. A lo lejos soplaba el viento, susurrando entre los árboles en los bosques, volviendo atrás entre el calor y la humedad y azotando los edificios de la población.

Cuando la brisa alcanzó a Harold y a Bellamy, no era más que una exhalación de calor y tremenda humedad. Olía a orina y a sudor y a demasiada gente mantenida durante demasiado tiempo en condiciones deplorables. Por aquel entonces, casi todo en Arcadia olía así. El olor lo impregnaba absolutamente todo, hasta tal punto que nadie, incluido el agente Bellamy, reparaba ya apenas en él.

—¿Va a preguntármelo o no? —inquirió Harold.

Bellamy y él caminaban el uno al lado del otro entre la canícula y el hedor para ir a recoger sus herraduras. Jacob no estaba lejos, en el edificio de la escuela, con la señora Stone, una persona que ocupaba los pensamientos de Harold desde hacía bastante tiempo.

—Y antes de que pasemos demasiado tiempo jugando a jueguecitos —añadió con retintín—, decidamos de común acuerdo saltarnos el baile, si no le importa. Ambos sabemos quién es.

—¿Cuándo lo supo?

—Poco después de su llegada. Pensé que el hecho de que acabara en nuestra habitación no era pura coincidencia.

—Supongo que no soy tan listo como creo, ¿eh? —replicó Bellamy.

—Nada de eso. No podía usted pensar con claridad, eso es todo. Trato de no guardarle rencor por ello.

Ambos lanzaron la herradura. Cling. Cling. El viento arreció de nuevo y por unos instantes el aire olió a fresco, como si estuviera avecinándose lentamente algún cambio. Luego desapareció, y el calor volvió a saturar el ambiente y el sol cruzó el cielo.

—¿Cómo está? —quiso saber el agente Bellamy.

Cling.

—Está bien. Ya lo sabe usted.

—¿Pregunta por mí?

—Constantemente.

Cling.

Bellamy se quedó un momento pensativo, pero Harold no había terminado.

—Si se plantara usted frente a ella y le diera un beso en la frente, no lo reconocería. La mitad del tiempo cree que yo soy usted. El resto del tiempo piensa que soy su padre.

—Lo siento —se disculpó el agente.

—¿Por qué?

—Por implicarlo a usted en todo esto.

Harold enderezó la espalda, asentó bien los pies y apuntó.

Luego lanzó con fuerza y erró completamente el tiro. Sonrió.

—Yo habría hecho lo mismo. De hecho —prosiguió—, ésa es mi intención.

—Quid pro quo, supongo.

—Ojo por ojo suena mejor.

—Lo que usted diga.

—¿Cómo está Lucille?

Bellamy suspiró y se rascó la coronilla.

—Bien, por lo que me han dicho. No sale mucho de casa pero, francamente, en este sitio no hay mucho por lo que salir.

—Hacen de nosotros lo que quieren —replicó Harold.

Bellamy lanzó su herradura, que aterrizó a la perfección.

—Ha empezado a llevar encima una pistola —lo informó.

—¿Qué? —La imagen de su vieja pistola destelló en su mente seguida del recuerdo de la noche previa a la muerte de Jacob y del perro que se había visto obligado a matar.

—Por lo menos eso es lo que me han dicho. Se detuvo en uno de los puestos de control de la carretera. La tenía en el asiento de la camioneta. Cuando le preguntaron por qué la llevaba, les soltó un discurso sobre el «derecho a preservar su seguridad» o algo así. Luego amenazó con disparar. Aunque no estoy seguro de que lo dijera realmente en serio.

Mientras Bellamy se dirigía al otro extremo del camino levantando una polvareda bajo sus pies, Harold permaneció allí, miró al cielo y se enjugó el sudor de la cara.

—Ésa no parece la mujer con la que me casé —dijo—. La mujer con la que me casé habría disparado primero y después habría soltado su discurso.

—Siempre pensé que era más del tipo «Deja que Dios se ocupe de ello» —intervino Bellamy.

—Eso vino más tarde —repuso Harold—. Al principio era una rebelde. No podría creer usted algunos de los berenjenales en los que nos metimos cuando éramos jóvenes.

—Nada que se refleje en su historial. He hecho investigaciones sobre ustedes dos.

—Que no te pillen no significa que no estés quebrantando la ley.

Bellamy sonrió.

Cling.

—Ya me preguntó usted por mi madre una vez —comenzó.

—Sí —replicó Harold.

—Mi madre acabó muriendo de neumonía. Pero eso fue al final. Fue la demencia lo que en verdad se la llevó, pedazo a pedazo.

—Y regresó igual.

Bellamy asintió.

—Y ahora va usted a abandonarla.

—No es mi madre —repuso Bellamy, sacudiendo la cabeza—. Es una fotocopia de alguien, nada más. Lo sabe usted tan bien como yo.

—Ah —repuso Harold con frialdad—. Se refiere usted al chiquillo.

—En ese aspecto, usted y yo somos iguales —manifestó Bellamy—. Ambos sabemos que los muertos están muertos y que ahí acaba todo.

—En tal caso, ¿por qué me la trajo? ¿Por qué se tomó usted tantas molestias?

—Por el mismo motivo por el que usted está con su hijo.

El aire se mantuvo tórrido y el cielo siguió siendo de un azul intenso e impenetrable durante el resto del día. Los dos hombres continuaron jugando sin parar, una partida tras otra, sin anotar los puntos, sin saber muy bien ninguno de los dos cuántas partidas habían jugado ni qué sentido tenía todo aquello. Simplemente orbitaban el uno alrededor del otro en medio de un pueblo que no era el que había sido, en una tierra que no era como había sido, y dejaban girar al mundo, mientras todas sus palabras zumbaban en el aire a su alrededor.

La noche encontró a Lucille encorvada sobre su escritorio y la casa de los Hargrave estaba impregnada de un olor a aceite para limpiar armas. El sonido de un cepillo metálico que rascaba un objeto de acero resonaba en todas las estancias.

Debajo de la pistola, Lucille había encontrado el pequeño equipo de limpieza que sólo se había utilizado de manera ocasional desde que la compraron tantos años antes. Junto a los productos de limpieza había unas instrucciones. La única parte difícil había sido desarmar la pistola.

Era enervante, puesto que había que apuntar el cañón en una dirección mientras se introducía un instrumento para hacer girar unos bujes. Cuando llegó la hora de volver a montarla, Lucille se encontró con que había unos muelles con los que llevar cuidado y una serie de piezas pequeñas y duras que no podían perderse. Luchó con todas esas cosas mientras se recordaba a sí misma cada segundo que pasaba que el arma no estaba cargada y que, por tanto, no iba a hacer ninguna estupidez como dispararse a sí misma sin querer.

Había quitado las balas, que estaban ahora dispuestas formando una hilera al otro extremo del escritorio. Las limpió también, utilizando tan sólo el cepillo metálico, evitando el solvente limpiador por miedo a que se produjera alguna misteriosa reacción química si el producto con olor a aguarrás se mezclaba con la pólvora del interior.

Tal vez estuviera siendo excesivamente precavida, pero no le importaba.

Mientras extraía las balas, encontró algo armónico en el sonido que producían, una tras otra, al emerger del fino tambor de acero.

Clic.

Clic.

Clic.

Clic.

Clic.

Clic.

Clic.

Sostenía siete vidas en la mano. Entonces la asaltó una imagen de sí misma, Harold, Jacob y la familia Wilson todos muertos. Siete muertes.

Hizo rodar los pequeños y pesados proyectiles en la palma. Cerró el puño y se concentró en la sensación que le causaban en la mano las puntas redondas y suaves al hincársele en la carne. Las apretó con tanta fuerza que por un momento pensó que podía hacerse daño.

Después las puso en fila a lo largo del escritorio con delicadeza y cuidado, como si fueran pequeños misterios. Dejó la pistola en su regazo y leyó las instrucciones.

El papel mostraba la imagen de la parte superior del arma deslizándose hacia atrás para descubrir el interior del tambor. Cogió la pistola y la examinó. Colocó las manos cerca de la parte posterior de la corredera tal como indicaba la imagen y apretó. No sucedió nada. Apretó más fuerte. Aún nada. Volvió a examinar la fotografía. Parecía estar haciéndolo todo correctamente.

Lo intentó por última vez, apretando con tanta fuerza que notó que se le hinchaban las venas del cuerpo. Apretó los dientes y emitió un leve gemido y, de pronto, la corredera retrocedió y una bala saltó de la pistola y cayó tintineando al suelo.

—Dios mío —exclamó al tiempo que sus manos empezaban a temblar. Durante largo rato dejó la bala descansar en el suelo y no hizo más que mirarla, pensando en lo que podría haber pasado—. Puede que tenga que estar preparada para eso —dijo.

Entonces recogió la bala, la dejó sobre el escritorio y se dedicó a limpiar el arma y a pensar en qué le tendría reservado exactamente la noche.

Cuando llegó la hora de dejar la casa, Lucille salió por la puerta principal, se detuvo junto a la cansada y vieja camioneta y miró atrás, y durante largo rato guardó silencio. Imaginó que, desde la distancia suficiente, se la veía girando alrededor de la casa vieja y estropeada por el tiempo que ahora, mientras anochecía a su alrededor, abandonaba. Allí había estado casada, la habían amado, había criado a un hijo y había peleado con un marido, un marido que, ahora que estaba separada de él, se daba cuenta de que no era tan gruñón y ruin como a menudo pensaba.

Por su parte, Lucille tomó aliento y retuvo la imagen de la casa y todo lo que significaba para ella en el universo de sus pulmones hasta que creyó que se iba a desmayar. Luego lo retuvo por más tiempo aún, aferrándose a ese momento, a esa imagen, a esa vida, al aire que había inspirado, a pesar de saber que tendría que soltarlo.

El soldado que estaba de guardia esa noche era un muchacho joven e inquieto de Kansas. Se llamaba Junior, y vigilar el pueblo había acabado resultándole algo más agradable gracias al hombre chistoso y malhumorado con el que había trabado amistad.

Como todos aquellos que se ven envueltos en una tragedia, Junior tenía la impresión de que estaba cociéndose alguna desgracia. Se había pasado la noche verificando compulsivamente su teléfono por si tenía mensajes nuevos, preocupado por la sensación de que estaba destinado a decirle a alguien algo importante.

En el interior de la caseta, se aclaró la garganta al oír a lo lejos el sonido de una vieja camioneta Ford que se acercaba. A veces le parecía extraña la manera en que el cercado que rodeaba el pueblo acababa tan de repente en la única carretera de dos direcciones que desembocaba tan de improviso en el campo. Era como si todo lo que estaba sucediendo dentro del cercado, dentro de la Barricada, dentro del conjunto del pueblo ahora contenido, tuviera que terminar de pronto.

El motor traqueteaba y resoplaba y los faros daban ligeros bandazos sobre la carretera como si quien fuera que se hallaba al volante estuviera teniendo problemas. Junior pensó que quizá fuese algún chico dando una vuelta en un coche robado (recordaba haber robado la vieja camioneta de su padre una noche, cuando tenía la edad en que lo que hace una persona son este tipo de cosas).

Kansas y Carolina del Norte no eran tan diferentes, pensó el muchacho. Por lo menos esa parte de Carolina del Norte no era tan diferente. Llanuras. Granjas. Gente normal y trabajadora. Si no fuera por la maldita humedad suspendida en el aire como un espectro, tal vez, sólo tal vez, podría considerar establecerse allí. Casi nunca había tornados, y la gente, con toda esa hospitalidad sureña de la que había oído hablar, era bastante amigable.

El chirrido de los frenos de la camioneta devolvió la atención de Junior al lugar que le correspondía. El vehículo azul traqueteó por un momento y luego el motor calló. Las luces seguían encendidas, fuertes y brillantes. Recordó que una vez lo habían instruido sobre ese tipo de cosas. Los faros debían cegar a todo el mundo de manera que el ocupante del vehículo pudiera salir y disparar sin ser visto.

A Junior no le habían interesado nunca las armas, lo cual era una buena cosa porque resultó ser un tirador malísimo. En ese preciso momento, las luces largas cambiaron a cortas y por fin pudo distinguir a la mujer de setenta y tantos años sentada detrás del volante —con el rostro tenso y lleno de rabia—, al tiempo que lo asaltaba la impresión de que, ante todo, en esos instantes no debería haber ninguna pistola en las proximidades. Pero él era un guardia, de modo que tenía su arma. Y cuando Lucille salió por fin de la camioneta vio que también ella iba armada.

—¡Señora! —gritó Junior, acercándose rápidamente desde la improvisada caseta—. ¡Señora, va a tener que dejar el arma! —Le temblaba la voz, pero él siempre tenía la voz temblorosa.

—Esto no tiene nada que ver contigo, muchacho —replicó ella, deteniéndose frente a la camioneta, que aún tenía las luces encendidas brillando a su espalda. Llevaba un viejo vestido de algodón azul, liso, sin vuelo y sin florituras, que le llegaba casi hasta los tobillos. Era el vestido que se ponía para acudir a las citas médicas cuando quería dejarle claro al doctor, desde el principio, que no estaba dispuesta a aceptar ninguna noticia que no le gustara particularmente.

Un grupo de Regresados salió entonces en fila de la caja de carga del vehículo y de la cabina. Tantos que a Junior le recordaron al circo que solía visitar su pueblo todos los años en otoño. Los Regresados se apiñaron detrás de la anciana formando una pequeña multitud silenciosa.

—Es una cuestión de decencia y de comportamiento adecuado —manifestó Lucille, sin hablarle necesariamente al joven soldado—. Simplemente decencia humana básica.

—¡Señor! —gritó Junior, sin saber exactamente a quién estaba llamando, sabiendo tan sólo que lo que estaba sucediendo en esos momentos, fuera lo que fuese, no era algo en lo que le interesara participar—. ¡Señor! ¡Aquí tenemos un problema! ¡Señor!

Se oyó el plaf, plaf, plaf de unos pies calzados con botas que se acercaban.

—La pipa y el personal me reconfortan —declaró Lucille.

—Señora —dijo Junior—, va a tener que soltar esa pistola, por favor.

—No he venido hasta aquí para tener problemas contigo, muchacho —repuso ella, asegurándose de mantener la pistola apuntando al suelo.

—Sí, señora —terció él—, pero va a tener que dejar la pistola antes de que podamos hablar de lo que sea de lo que ha venido usted a hablar.

Los demás guardias nocturnos se encontraban allí ahora, con las pistolas desenfundadas, aunque algo en ellos, tal vez alguna vieja lección de educación, les impedía apuntar sus armas directamente a Lucille.

—¿Qué demonios está pasando, Junior? —susurró uno de los soldados.

—Ni puta idea—susurró él a su vez—. Se ha presentado aquí con ellos, un grupo entero de Regresados, y esa maldita pistola. Al principio, ahí fuera sólo estaban ella y esa camioneta llena de Regresados, pero…

Como todos podían ver claramente, ahora había más. Muchos más.

Aunque el grupito de soldados no sabía exactamente cuántos eran, sí sabía que los superaban ampliamente en número. De eso estaban seguros.

—Estoy aquí para encargarme de liberar a todos los que están encerrados ahí dentro —gritó Lucille—. No tengo nada en particular contra vosotros, chicos. Supongo que tan sólo estáis haciendo lo que os han ordenado. Y eso es lo que os han enseñado a hacer. Así que por ese motivo no experimento ningún tipo de sentimiento hacia vosotros. Sin embargo, os diré que deberíais recordar que tenéis la responsabilidad moral de hacer el bien, de ser individuos honestos y justos, aunque tengáis que obedecer órdenes.

Deseaba ponerse a caminar de un lado a otro, como hacía a veces el pastor cuando necesitaba poner en orden sus pensamientos. Durante el trayecto, lo tenía todo planeado en la cabeza, pero ahora que se encontraba allí, haciendo realmente lo que estaba haciendo —con todas esas armas—, tenía miedo.

Pero no era momento de tener miedo.

—Ni siquiera debería estar hablando con vosotros —aulló Lucille—. Vosotros no sois la causa, ninguno de vosotros lo es. La mayoría sólo sois el síntoma. Tengo que llegar a la causa. Quiero ver al coronel Willis.

—Señora —dijo Junior—, por favor, suelte el arma. Si quiere ver al coronel, la dejaré ver al coronel, pero va a tener que soltar esa arma. —El soldado que se hallaba junto a él murmuró algo—. Suelte el arma y entregue a esos individuos para su procesamiento.

—No haré nada de eso —chilló Lucille, agarrando con más fuerza la pistola—. Procesamiento… —gruñó.

Los soldados aún no se atrevían a dirigir sus armas contra ella, así que apuntaban a quienes la acompañaban. Los Regresados que estaban reunidos a su espalda y alrededor de ella no realizaban movimientos bruscos; simplemente estaban allí y dejaban que ella y su pistola actuaran en su nombre.

—Quiero ver al coronel —repitió la anciana.

Aunque de pronto se sentía culpable por lo que estaba haciendo, no estaba dispuesta a que la disuadieran de hacer nada. Sabía que Satán tenía un carácter sutil, que realizaba sus perversas obras convenciéndonos de hacer esas pequeñas concesiones que al final daban lugar a grandes pecados. Y ella estaba harta de permanecer de brazos cruzados.

—¡Coronel Willis! —dijo Lucille, gritando su nombre como si llamara a un inspector fiscal—. ¡Quiero ver al coronel Willis!

Junior no estaba hecho para semejantes niveles de tensión.

—Id a buscar a alguien —dijo en voz baja al soldado que tenía a su lado.

—¿Qué? No es más que una anciana. No va a hacer nada.

Lucille los oyó y, para demostrar que se equivocaban de medio a medio al juzgar la situación, levantó la pistola y disparó al aire.

Todos dieron un salto.

—Exijo verlo de inmediato —declaró con un leve zumbido en los oídos.

—¡Id a buscar a alguien! —dijo Junior.

—Id a buscar a alguien —dijo el soldado que estaba junto a él.

—Id a buscar a alguien —dijo el soldado siguiente.

Y así una y otra vez hasta llegar al final de la fila.

Por fin acudió alguien y, como Lucille esperaba, no se trataba del coronel Willis, sino del agente Martin Bellamy. Éste cruzó la puerta a la media carrera. Llevaba el traje de siempre, pero le faltaba la corbata, señal inequívoca, pensó la anciana mujer, de que toda la situación estaba condenada al fracaso.

—Bonita noche para dar un paseo —observó Bellamy pasando junto a los soldados, en parte para que Lucille fijara su atención en él, y en parte para interponerse tanto como pudiera entre ella y todos los cañones de pistola que estuvieran apuntándola—. ¿Qué pasa, señora Lucille?

—No he mandado a buscarlo a usted, agente Martin Bellamy.

—No, señora, desde luego que no. Pero han venido a avisarme y aquí estoy, a pesar de todo. Bueno, ¿qué sucede?

—Ya sabe lo que sucede. Lo sabe tan bien como cualquiera. —La mano que sujetaba la pistola temblaba—. Estoy enfadada —dijo sin expresión—. Y no seguiré tolerando esta situación.

—Sí, señora —replicó Bellamy—. Tiene derecho a estar enfadada. Si alguien lo tiene, ésa es usted.

—No haga eso, agente Martin Bellamy. No trate de hacer de esto un asunto únicamente mío, porque no lo es. Sólo quiero hablar con el coronel Willis. Ahora vaya a buscarlo o mande a otra persona a por él. No me importa mucho quién sea.

—Mi mente no alberga la más mínima duda de que ahora mismo el coronel está dirigiéndose hacia aquí —repuso Bellamy—. Y, para serle franco, es eso precisamente lo que me da miedo.

—Bueno, yo no tengo miedo.

—Esa pistola no hace más que empeorar las cosas.

—¿La pistola? ¿Piensa usted que no tengo miedo porque empuño una pistola? —Lucille suspiró—. No tengo miedo porque he decidido mi camino. —Se mantenía erguida, como una flor dura hincada en un suelo duro—. En este mundo hay demasiada gente que tiene miedo de cosas, yo incluida. Gran parte de lo que veo en la televisión me aterroriza. Incluso antes de que todo esto comenzara, e incluso después de que todo termine, tendré miedo de cosas.

»Pero no es esto lo que me da miedo. No me da miedo lo que está pasando aquí mismo en este momento ni lo que pueda pasar dentro de poco. No me importa porque es lo correcto. La buena gente tiene que dejar de tener miedo de hacer lo correcto.

—Pero habrá consecuencias —intervino Bellamy, tratando de hacer que no pareciera una amenaza—. Es así como funciona el mundo. Cada cosa tiene su consecuencia, y no siempre es la consecuencia que anticipamos. A veces son cosas que ni siquiera podemos imaginar. Termine como termine todo esta noche, y espero, mucho más de lo que usted pueda suponer, que termine de un modo pacífico, habrá consecuencias de verdad.

Dio un pequeño paso en dirección a Lucille. En el cielo, como si no hubiera ningún problema en el mundo, las estrellas brillaban y las nubes avanzaban siguiendo sus complejos y silenciosos patrones.

Bellamy plantó firmemente los pies en el suelo y prosiguió:

—Sé lo que trata de hacer. Está intentando dejar las cosas claras. No le gusta cómo se han desarrollado los acontecimientos, y la comprendo. Tampoco a mí me gusta la actual situación. ¿Piensa usted que yo me habría apoderado de todo un pueblo y lo habría llenado de gente como si de mercancías se tratara si mi opinión al respecto contara en lo más mínimo?

—Precisamente por eso no quiero hablar con usted, agente Martin Bellamy. Usted ya no está al mando. Esto no tiene que ver con usted. Tiene que ver con ese coronel Willis.

—Sí, señora —repuso Bellamy—. Pero el coronel Willis tampoco está al mando de nada. Sólo hace lo que le han ordenado hacer. Está a las órdenes de otra persona, al igual que estos jóvenes soldados.

—Déjelo ya —replicó Lucille.

—Si quiere obtener algo, tiene que llegar por encima de él, señora Lucille. Tiene que ir al principio de la cadena.

—No me trate como si fuera estúpida, agente Martin Bellamy.

—Después del coronel hay un general o algo así que está por encima de él. No estoy seguro de la cadena de mando al cien por cien. Yo no he servido nunca en el ejército, de modo que gran parte de mis conocimientos proceden de lo que he visto en televisión. Pero sí sé que ningún soldado hace nada que no le hayan ordenado o de lo que no se lo considere responsable. Es tan sólo una gran cadena que, al final, lleva al presidente y, señora Lucille, sé que usted sabe muy bien que el presidente no manda. Son los votantes, los grupos de presión de la industria privada, y así sucesivamente. No tiene fin.

Dio un paso más hacia adelante. Casi estaba lo bastante cerca como para tocarla, sólo a unos pocos metros de distancia.

—No dé un paso más —le ordenó ella.

—¿Acaso el coronel Willis es el hombre al que yo habría puesto al mando de todo esto? —inquirió Bellamy, volviéndose ligeramente al decir todo esto para indicar con sus palabras la población oscura y soñolienta que no era ya una población, sino un enorme y abotagado gulag—. No, señora. Nunca lo habría puesto a él a cargo de nada tan importante como esto, de nada tan delicado. Porque ésta es, sin lugar a dudas, una situación delicada.

Otro paso hacia adelante.

—¿Martin Bellamy?

—Pero aquí estamos…, usted, yo, el coronel Willis, Harold, Jacob…

Entonces sonó un disparo.

Y luego, un disparo más al aire procedente de la pesada y oscura pistola que Lucille sostenía en la mano. Acto seguido, bajó el arma y apuntó a Bellamy con ella.

—No tengo nada contra usted, agente Martin Bellamy —señaló—. Usted lo sabe. Pero no voy a permitir que me aleje del camino trazado. Quiero a mi hijo.

—No, señora —dijo una voz desde detrás del agente Bellamy, que iba retrocediendo, paso a paso. Era el coronel. Lo acompañaban Harold y Jacob—. Nadie la va a alejar del camino para nada —declaró el coronel Willis—. Estoy dispuesto a decir que vamos a procurar que las cosas vuelvan a él.

La imagen de Harold y Jacob junto al coronel pilló a Lucille por sorpresa, aunque ahora que los veía, se daba cuenta de que eso era exactamente lo que debería haber esperado. Apuntó de inmediato al coronel con la pistola. Los soldados se pusieron en guardia, pero el coronel les indicó con un gesto que permanecieran tranquilos.

Jacob tenía los ojos como platos. Jamás había visto a su madre con una pistola.

—Lucille —gritó Harold.

—No me hables en ese tono, Harold Hargrave.

—¿Qué demonios estás haciendo, mujer?

—Estoy haciendo lo que hay que hacer. Ni más ni menos.

—¡Lucille!

—¡Cállate! Estoy haciendo lo mismo que tú habrías hecho si las cosas fueran al revés. ¿O acaso vas a decirme que me equivoco?

Harold miró el arma que sostenía su esposa.

—Quizá tengas razón —replicó—, pero eso sólo significa que ahora yo tengo que hacer lo que habrías hecho tú si las cosas fueran al revés como has dicho. ¡Llevas una puta pistola!

—¡No digas palabrotas!

—Escuche a su marido, señora Hargrave —intervino el coronel Willis con aire muy distinguido y relajado, a pesar de que ella lo apuntaba con el arma—. Esto no va a acabar bien si termina de cualquier otro modo que no sea que usted y esas cosas se rindan pacíficamente.

—¡Cierre el pico! —chilló ella.

—Escúchalo, Lucille —terció Harold—. Mira a todos estos muchachos armados.

Había por lo menos veinte; no sabía por qué, a la vez más y menos de los que esperaba. Todos parecían nerviosos, fusiles y soldados, con una elevada probabilidad de que todo concluyera de la peor manera. Y allí estaba ella: tan sólo una vieja con un vestido viejo de pie en la calle intentando no tener miedo.

Entonces recordó que no estaba sola. Volvió la cabeza y miró a su espalda. Lo que vio fue una masa inmensa de ellos, de Regresados, uno al lado del otro, observándola, esperando a que ella decidiera su destino.

No había planeado que las cosas sucedieran de ese modo. En absoluto. Su intención era tan sólo acercarse en la camioneta hasta las puertas, ponerle al coronel los puntos sobre las íes y que éste, de un modo u otro, los dejara a todos en libertad.

Pero mientras se dirigía hacia la escuela, los había visto dispersos por las afueras de la ciudad. Unas veces medio escondidos, con aspecto sombrío y asustado. Otras, apiñados formando un grupo, sin apartar los ojos de ella. Tal vez ya no temieran a la Oficina. Tal vez se hubieran resignado a que los hicieran prisioneros. O tal vez los hubiera enviado Dios.

Se detuvo y les pidió que fueran a ayudarla. Y ellos se subieron a la camioneta, uno a uno. Pero entonces no había tantos…, sólo una camioneta llena. Ahora parecía haber docenas, como si hubieran lanzado un gran llamamiento, como si lo hubieran ido transmitiendo de uno a otro en secreto y en silencio y todos hubieran respondido a la llamada.

«Debían de estar todos escondidos», pensó. O quizá fuera realmente un milagro.

—Lucille.

Era Harold.

La anciana abandonó sus cavilaciones sobre milagros y miró a su marido.

—¿Te acuerdas de aquella vez en…, bueno, allá en el 66, el día antes del cumpleaños de Jacob, el día antes de su muerte, cuando volvíamos de Charlotte en la camioneta? Era de noche y estaba lloviendo, diluviando, tanto que hablamos de pararnos en la cuneta y esperar a que amainara. ¿Te acuerdas?

—Sí —asintió ella—. Me acuerdo.

—Aquel maldito perro salió disparado y se nos puso delante —prosiguió Harold—. ¿Lo recuerdas? Ni siquiera tuve tiempo de esquivarlo. Simplemente, ¡bummm!, el estruendo del metal golpeando a aquel maldito animal.

—Eso no tiene nada que ver con esto —protestó Lucille.

—Te echaste a llorar apenas sucedió, antes incluso de que yo pudiera atar cabos y hacerme una idea de qué demonios había ocurrido. Te quedaste allí, llorando como si hubiera atropellado a un niño, mientras repetías «Dios mío, Dios mío, Dios mío», una y otra vez. Me diste un susto de muerte. Creí que quizá hubiera atropellado de verdad al hijo de alguien, a pesar de que no tenía el menor sentido que un niño estuviera al aire libre con semejante tiempo a aquellas horas de la noche. Pero en lo único que podía pensar era en Jacob tirado allí afuera, muerto atropellado.

—Calla —dijo Lucille. La voz le flaqueaba.

—Pero allí estaba…, aquel maldito perro. El perro cabrón de alguien, probablemente tras la pista de algo y confundido por la lluvia. Salí afuera en medio de aquella cortina de agua y lo encontré, todo hecho polvo como estaba. Lo subí a la camioneta y nos lo llevamos a casa.

—Harold…

—Nos lo llevamos a casa y lo metimos dentro y, bueno, allí estaba… No tenía remedio. Ya estaba muerto. Pero su cuerpo todavía no se había percatado de ello. Así que fui a la habitación y cogí esa pistola, la misma jodida pistola que tienes en la mano en este momento. Te dije que te quedaras en casa pero no quisiste, sólo Dios sabe por qué. —Harold hizo una pausa y carraspeó para librarse de algo que se le había quedado encallado en la garganta—. Fue la última vez que usé esa pistola —dijo—. Tú te acuerdas de lo que pasó cuando la usé, Lucille, sé que te acuerdas.

El viejo miró entonces a los soldados, a los soldados y a sus armas. Luego cogió a Jacob en brazos y se quedó abrazado a él.

Entonces, la pistola asumió un peso nuevo en la mano de su esposa. Un temblor partió de su hombro y se propagó por su brazo, pasando por el codo y alcanzando la muñeca y el puño, de manera que, al no poder hacer otra cosa, Lucille bajó el arma.

—Eso está muy bien —dijo el coronel Willis—. Muy, pero que muy bien.

—Tenemos que hablar acerca de la situación —manifestó Lucille, sintiéndose de pronto muy cansada.

—Podemos hablar de todo cuanto desee.

—Las cosas tienen que cambiar —sostuvo ella—. No pueden seguir como hasta ahora. No pueden. —A pesar de que había bajado la pistola, seguía con ella en la mano.

—Tal vez tenga usted razón —replicó el coronel Willis. Lanzó una mirada al grupo de soldados, entre los que se encontraba el muchacho de Topeka, y les hizo un gesto con la cabeza indicando a Lucille. Luego se volvió hacia ella—. No voy a fingir que todo es como debería. Las cosas no están conformes, está más que claro.

—No están conformes —repitió Lucille, como un eco.

Siempre le había gustado esa palabra, «conforme». Volvió la vista atrás. Seguían allí, la enorme y extensa masa de Regresados. Seguían mirándola a ella: lo único que se interponía entre ellos y los soldados.

—¿Qué será de ellos? —preguntó, volviéndose justo a tiempo de ver a Junior casi lo bastante cerca como para estirar el brazo y arrebatarle la pistola.

El muchacho se quedó inmóvil, con su propia arma aún enfundada. Aquel chico aborrecía la violencia. Lo único que realmente quería era volver a casa sano y salvo, como el resto del mundo.

—¿Qué ha dicho, señora Hargrave? —inquirió el coronel Willis, con el resplandor de los focos luciendo a su espalda.

—Le he preguntado qué será de ellos. —Los dedos de Lucille se doblaron alrededor de la pistola—. Asumiendo que capitulen…

—Joder —exclamó Harold. Dejó a Jacob en el suelo y lo cogió de la mano.

Su mujer hablaba con voz dura y controlada.

—¿Qué será de ellos? —repitió señalando a los Regresados con un gesto de la mano.

Junior no había oído nunca antes la palabra «capitular», pero tenía la impresión de que era el prólogo de algo no muy agradable, de modo que se alejó un paso de la mujer armada.

—¡No se mueva! —aulló el coronel Willis.

Junior hizo lo que le ordenaban.

—No me ha contestado usted —dijo Lucille, pronunciando cada palabra a la perfección. Dio un pequeño paso hacia la izquierda, claramente sólo para no ver al joven soldado al que habían mandado a quitarle la pistola.

—Pasarán todos por procesamiento —explicó el coronel. Se enderezó y cruzó las manos a la espalda en un gesto muy militar.

—Eso es inaceptable —replicó Lucille, con voz aún más dura.

—Joder —profirió Harold en voz baja. Jacob levantó la vista con el terror instalado en sus ojos. Había comprendido lo mismo que su padre. Harold miró a Bellamy tratando de establecer contacto visual. El agente tenía que saber que ya no había forma de calmar a Lucille.

Pero Martin Bellamy estaba tan absorto en lo que estaba sucediendo como todos los demás.

—Es abominable —declaró Lucille—. Irresoluble.

Harold se echó a temblar. La peor pelea que Lucille y él habían tenido jamás se había producido poco después de que ella había pronunciado la palabra «irresoluble». Era su grito de guerra. Comenzó a retroceder en dirección a la puerta abierta, alejándose así de las balas que pudieran volar si las cosas se ponían feas, lo que estaba absolutamente seguro que estaba a punto de suceder.

—Nos vamos —dijo Lucille con voz firme e implacable—. Mi familia y los Wilson vienen conmigo.

La expresión del coronel Willis no había variado en absoluto. Tenía un aire duro y severo.

—No creo que eso vaya a ser posible —replicó.

—Me llevaré a los Wilson —declaró Lucille—. Los recuperaré.

—Señora Hargrave…

—Comprendo que usted tiene unas apariencias que guardar. Sus hombres han de respetarlo como líder, y el hecho de que una mujer de setenta y tres años se presente aquí con una pistolita y su grupo de gentuza y se marche con la totalidad de los que se hallan presos tras los muros de todo este pueblo…, bueno, no es preciso ser un estratega militar para saber que no es ésa la luz bajo la que usted quiere que lo vean.

—Señora Hargrave… —repitió el coronel Willis.

—Sólo reclamo lo que se me debe, nada más ni nada menos que lo que es mío…, mi familia y los que se hallan bajo mi protección. Tengo que hacer la obra de Dios.

—¿La obra de Dios?

Harold atrajo a Jacob más cerca. Parecía como si todos los prisioneros del pueblo de Arcadia se hubieran dado cita en el cercado. Buscó entre la multitud con la esperanza de divisar a los Wilson. Sería tarea suya cuidar de ellos una vez las cosas anduvieran como era obvio que iban a ir.

—La obra de Dios —repitió Lucille—. No del Dios del Antiguo Testamento que dividió el mar para Moisés y aplastó a los ejércitos del faraón. No, ese Dios, ya no. A ese Dios quizá lo hayamos ahuyentado.

Junior dio otro paso atrás.

—¡Quédese donde está, soldado! —gritó el coronel.

—Harold, lleva a Jacob a un lugar seguro —dijo Lucille. Luego prosiguió con su discurso dirigiéndose al coronel Willis—: Esto tiene que cesar. Tenemos que dejar de esperar a que alguien, incluso Dios, nos saque las castañas del fuego.

—¡No dé ni un paso más, soldado! —bramó el coronel—. Va a quitarle usted esa arma a la señora Hargrave para que todos podamos afrontar la noche pacíficamente.

Junior temblaba. Miró a Lucille a los ojos, preguntándole qué debía hacer.

—Huye, muchacho —lo animó ella, en un tono de voz que normalmente reservaba para Jacob.

—¡Soldado!

Junior hizo ademán de desenfundar su pistola.

Y entonces Lucille le disparó.

El ejército no tan pequeño de Regresados de Lucille no estaba tan asustado por los disparos como los soldados esperaban. Tal vez fuera porque la inmensa mayoría de ellos ya habían muerto una vez en la vida y habían demostrado que en los últimos tiempos la muerte no podía contenerlos para siempre.

Ésa era una posibilidad, aunque no muy probable.

Al fin y al cabo, seguían siendo personas.

Cuando Junior cayó desplomado al suelo agarrándose la pierna y gimiendo de dolor, Lucille no se paró a ayudarlo como habría hecho antes. En su lugar, pasó por encima de él y echó a andar directamente hacia el coronel Willis. Willis les gritó a los soldados en sus puestos que abrieran fuego. Colocó la mano sobre la pistola que llevaba en la cadera pero, al igual que Junior, era reacio a apuntar su pistola contra la anciana. Lucille no era como los Regresados. Ella estaba viva.

De modo que los disparos partieron de los soldados. Algunas de las balas se alojaron en los cuerpos de la gente, pero la mayoría sólo incidieron en el aire vacío y la tierra que el verano había calentado. Lucille avanzó con paso decidido hacia el coronel, apuntándolo con el arma.

Antes de que la mujer le disparara a Junior, Harold había cogido a Jacob de nuevo en brazos y había salido disparado alejándose del tiroteo. Bellamy lo seguía a escasa distancia. Alcanzó a Harold y al niño al cabo de poco tiempo y, sin mediar palabra, le quitó al chiquillo de los brazos.

—Vayamos con su madre —dijo Harold.

—Sí, señor —repuso Jacob.

—No estaba hablando contigo, hijo.

—Sí, señor —replicó Bellamy.

Y los tres entraron corriendo en el pueblo cercado.

Lo que a los Regresados les faltaba en términos de artillería lo compensaban en número. Incluso sin contar a los que habían acudido en ayuda de Lucille, había aún miles en el otro extremo de la cerca sur, retenidos todavía dentro de Arcadia. Había demasiados observando cómo se desarrollaban los acontecimientos como para poder contarlos.

Los soldados parecían pocos.

Los Regresados atacaron —en silencio, como si todo aquello no fuera su objetivo último, sino sólo una escena que representar—, y los soldados sabían que sus armas suponían básicamente poco más que una pose frente a semejante multitud. Como consecuencia, el tiroteo no duró mucho. Los Regresados rodearon al grupo de guardias, engulléndolos como una ola.

El ejército de Lucille avanzó en tropel, acrecentando rápidamente la distancia que los separaba de donde se encontraba ella apuntando al coronel con la pistola.

Se oían gritos, el ruido de personas que peleaban y luchaban unas contra otras. Era una orquesta caótica…, pasión por la vida a ambos lados de la divisoria.

Las ventanas de los edificios se rompieron. Los combates eran cada vez más numerosos en los jardines y en las puertas mientras los soldados se retiraban en pequeños grupos. A veces, estos últimos lograban tal vez una reducida ventaja por el hecho de que los Regresados no eran militares, sino tan sólo personas corrientes y, por tanto, tenían miedo, como suele sucederle a la gente cuando se enfrenta a hombres armados.

Pero la vida los motivaba, y se lanzaron hacia adelante.

—Podría haber matado usted a ese chico —espetó el coronel Willis, ignorando a Lucille y mirando a Junior. Éste había dejado de gritar, resignado al hecho de que le habían disparado pero seguía vivo y en general estaba bien. Sólo gemía y se agarraba la pierna.

—Se pondrá bien —replicó ella—. Mi padre me enseñó a disparar un fusil casi antes de enseñarme a andar. Sé cómo dispararle a aquello a lo que apunto.

—Esto no saldrá bien.

—Creo que ya ha salido bien.

—Mandarán más soldados.

—Eso no quita que hoy hayamos hecho lo correcto. —Lucille bajó por fin la pistola—. Vendrán a por usted —dijo—. Son personas, y saben lo que usted ha hecho. Vendrán a por usted.

El coronel Willis se limpió las manos. Acto seguido, dio media vuelta y se marchó sin decir nada en dirección al pueblo, donde los soldados estaban desperdigados y donde, aquí y allá, disparaban todavía tratando de volver a hacerse con el control incluso mientras no lo lograban.

No podrían contener mucho más a los Regresados.

El coronel Willis guardó silencio.

Fue poco antes de que llegaran los Wilson. Se presentaron como debería presentarse una familia: Jim y Connie a uno y otro lado, como sujetalibros, con sus hermosos hijos entre ambos, protegidos del mundo. Jim le dirigió un saludo con la cabeza.

—Espero que todo esto no fuera por nosotros —dijo.

Entonces Lucille le dio un fuerte abrazo. Olía a humedad, como si necesitara una ducha, y la anciana consideró el olor apropiado. Ese olor la respaldaba. De hecho, a él y a su familia los habían maltratado.

—Era lo que había que hacer —dijo casi para sí.

Jim Wilson estaba a punto de preguntarle qué quería decir. Y ella sólo le habría quitado importancia agitando una mano y habría bromeado acerca de los platos que iba a tener que lavar cuando regresaran a casa. Tal vez le habría soltado un discurso sobre la educación infantil, alegremente, claro está, sin pretender ofender, sólo como el comienzo de una broma habitual.

Pero entonces un disparo sonó a lo lejos y, de pronto, Jim Wilson comenzó a temblar.

A continuación cayó al suelo, muerto.