Escribo este libro, esta larga divagación sobre el erotismo, en un estudio pequeño, abuhardillado, con sol de mediodía hasta poniente, en el campo, cerca de la ciudad, y en una de las paredes tengo un collage fotográfico que la recubre casi por entero, y que he ido componiendo lentamente con páginas de las revistas y recortes de aquí y de allá. Predominan los desnudos y semidesnudos femeninos.

A la fotografía de una bella bañista rubia le he adherido sobre el sexo una gran boca femenina recortada de otra foto. A una joven actriz americana le he colocado en el mismo lugar un manómetro. Entre la cabellera fosca de una bella morena he hecho asomar los ojillos de un mono. Algunos desnudos están cortados, fragmentados, recompuestos o descompuestos. Hay caras famosas y mujeres desconocidas. Hay una inmensa gorda en bikini y unos dibujos de comic erótico. La cabeza de García Lorca asoma entre una foto de los niños de coro del Valle de los Caídos. Unas bellas tapan a otras. Sobre unos hermosos senos he colocado la cabeza de un esqueleto. Hay señoritas desnudas con medias rojas y señoritas vestidas que se apartan la ropa para mostrar el sexo. Desde que lo inventó Max Ernst, el collage es un viejo juego de nuestro siglo.

La mayoría de estos desnudos y semidesnudos proceden de la pornografía comercial, de las revistas. Entre ellos asoma la cabeza de Proust adolescente, cuando —según el pie de foto— «empezaba a interesarse por la duquesa». Esta pornografía de revista, al ser desvinculada de su contexto, al ser barajada, superpuesta, alternada, manipulada con una mínima intención irónica, pierde el carácter «utilitario» de incentivo y se convierte en seguida en inquietante material erótico.

No hay más que hacer la prueba y tomar un desnudo comercial de una revista. En cuanto se le aplica una adherencia, se le añade algo, un rasgo dibujado, o se le fragmenta, pierde su inmediatez pornográfica y se torna inquietante. Hay otra vía que es la del ultraje, también utilizada por los surrealistas. Mediante el ultraje se ridiculiza el sexo y se destruye su sugestión. En estas agresiones hay generalmente un instinto oscuro y antipático, una frustración superada por el grito. El energúmeno de izquierdas que atenta contra el erotismo mediante la broma gorda (las bromas, en este terreno, en seguida se tornan gordas) es tan energúmeno como el de derechas. Está destruyendo algo que le molesta porque le supera.

Hay un puritanismo inverso, supuestamente de izquierdas, que asomó su oreja en el surrealismo, a veces, y que no es sino un pueril rencor contra la naturaleza. Pero el tratamiento que nos interesa es el otro: el mínimo trámite de distanciamiento que redime a la imagen de su destino pornográfico y, por lo tanto, en seguida la torna inquietante. De un desnudo desplegable de revista he conservado sólo unas largas piernas. Esas piernas sin rostro e incluso sin cuerpo son ya metafóricas, porque son alusivas y elusivas, enigmáticas. Es lo que decíamos al principio de este libro: el erotismo actúa sobre las carencias y las distancias. Completa cosas con la imaginación. El erotismo es también una cosa mental, aunque no sólo eso.

Los desnudos clásicos de Grecia y Roma tienen en nuestro tiempo su mayor encanto y sugerencia en su destrozo. Lo que nosotros gustamos de esos desnudos no es lo que gustaban los griegos y los romanos, sino precisamente lo que nos distancia de romanos y griegos: el destrozo, el tiempo.

Una nariz que falta, los famosos brazos amputados de la Venus, una cabeza perdida, una pierna cortada por lo alto del muslo. Cualquier estatua clásica completa sólo sería hoy para nosotros una lección de anatomía o, todo lo más, de armonía. Lo que prestigia a estas estatuas, como sabemos, son sus destrozos, no sólo porque evidencian en ellas la peripecia del tiempo, sino porque les proporcionan la sugestión de lo incompleto y el enigma de lo fracasado.

Vemos románticamente el mundo clásico, ésa es la verdad. Dice Eliot que lo que nosotros tenemos sobre los griegos son precisamente ellos, los griegos. El hombre de hoy es un moderno que ha leído a los clásicos, pero de ninguna manera puede ser ya un clásico. Si la naturaleza imita al arte, el tiempo corrige al arte. El tiempo ha mutilado los monumentos y las estatuas y las pinturas y los relieves clásicos, pero esta mutilación es como una sutil corrección de la mano maestra del tiempo. Demasiado correcta esa nariz, demasiado redondos esos brazos. La mentira del clasicismo queda aclarada por la verdad del tiempo. La divina proposición sólo es proporcional y divina durante unos años. Luego se rompe.

Una Venus griega es hoy erótica no por lo que tiene, sino por lo que le falta. En esos huecos de historia es donde nosotros instalamos nuestro erotismo, nuestra imaginación, es donde sentimos vivir a la modelo, porque evidentemente la modelo tenía brazos, cosa que la estatua no tiene. Decíamos, sí, al principio de este libro, que el amor homosexual, por ejemplo, es metaforizante en alto grado por cuanto inventa una mujer a partir de un hombre. Del mismo modo, la cultura clásica nos obliga a inventar una mujer a partir de una ruina, a suplir con la imaginación lo que no hay, a crear.

Claro que no se trata de imaginar un seno robusto a partir de un hueco en la piedra. La cosa es más complicada. Decía Eugenio d’Ors que la Venus de Milo tenía cara de haber tenido muy buenas manos. No nos importan las manos de la Venus, sino que una Venus sin manos y sin brazos es erótica por cuanto supone un objeto poético nuevo, insólito.

Al romper la Venus (no la ha roto nadie, sino que quizá se ha roto sola) hemos roto el sentido utilitario que tiene el cuerpo humano y el cuerpo de los animales. El cuerpo de la mujer sugiere reproducción y el cuerpo del hombre sugiere trabajo. Pero al fragmentar ese cuerpo le hemos quitado su carácter utilitario, programado, y entonces se torna lujoso, inútil, erótico. Esto es lo que el tiempo ha hecho con las muchachas de Grecia que posaban para los escultores al mediodía. Esto es lo que los surrealistas hicieron en algunos cuadros. Esto es lo que hago yo en la pared de mi casa con las fotos de las revistas.

Hay dos formas de tornar poético un objeto y erótico un cuerpo: mutilarlo o sacarlo de su contexto. Lautréamont patrocinaba el cambio de contexto, el paraguas y la máquina de coser en la mesa de operaciones. No se trata de la fácil sorpresa. Se trata de privar a la cosa de su utilidad; al perder su sentido práctico, la cosa se hace mágica, poética, innecesaria y fascinante. Al perder su sentido reproductor, el cuerpo de la mujer se hace erótico.

La mutilación de objetos y cuerpos no es sino una variante del hallazgo de Lautréamont. No lo insólito por lo insólito, sino lo insólito como desinfección de lo práctico. Es la vieja operación que hace la poesía con las palabras. «Poesía es una palabra a tiempo», decía García Lorca. Quería decir una palabra a destiempo. La palabra usual colocada en un lugar insólito de la oración. Es ya otra palabra. Se torna poética en cuanto pierde su utilidad cotidiana y coloquial.

Claro que esto no es un procedimiento mecánico e infalible. Para utilizar una palabra poéticamente hay que empezar por ser poeta. Algunos escritores se han asombrado repetidamente de que siendo las palabras de todos, estando todas en el diccionario, sólo algunos hombres, muy pocos, acierten a combinarlas y utilizarlas magistralmente, creadoramente. Falso. No es cierto que todas las palabras estén en el diccionario.

En el diccionario hay, digamos, modelos para armar, semillas de palabras. El diccionario es una herboristería. Cualquiera puede llevarse el esqueje. Pero luego hay que saber plantarlo y hacer que crezca y florezca. En el diccionario no hay palabras sino posibilidades de palabras. El diccionario es un invernadero. Hay que deshibernar las palabras cuando se escribe.

Ahí está la palabra «amarillo». Ahí están todas las posibilidades y sugerencias del amarillo. Cualquiera pueda utilizar eso. Y de hecho, infinitos poetas y escritores lo han utilizado. Pero sólo García Lorca llama «amarillo» al trino del canario. La palabra ha encontrado su sentido pleno, se ha llenado de posibilidades, de pájaros y de trinos. No es ya sólo una palabra que se ve, sino una palabra que se oye. No es sólo una palabra llena de color, sino una palabra llena de música. Es otra palabra. Con la palabra «amarillo», un poeta hace un mundo y un cursi hace una cursilería.

Así, las palabras se desplazan de su sentido habitual o se colocan en su sentido más exacto y secreto, como es el caso que acabamos de citar. Y entonces son ya otras palabras, por enriquecimiento inesperado o por asunción a su significado profundo. Es la dinámica misma de la creación artística, lírica, estética, erótica.

Del mismo modo que el poeta necesita desplazar una palabra o un objeto, del mismo modo que el pintor necesita desplazar un color (Van Gogh nos da un cielo amarillo, lo cual ha permitido que José Pía diga, abusivamente, que «el amarillo es el color de los locos»), del mismo modo, digo, el amante necesita desplazar a la amada, situarla en otro contexto diferente del habitual, distanciarla, para que inmediatamente le dé otros significados. Eso es el erotismo actuante y de ello hemos hablado al principio de este libro y volvemos a hablar ahora, cerrándole.

Yo suelo hacer mis destrozos fotográficos antes o después de escribir. Los hago con el mismo impulso creador, o sencillamente atareado, con que escribo. Porque se trata de lo mismo: de encontrar sorpresas, de desplazar significados, de arrancar un cuerpo de su contexto habitual, de su mediocre practicidad reproductora o pornográfica, para que, exento, dé otros matices. No muere el erotismo, con esto, sino que nace. La ironía también ayuda, siempre que no caigamos en la broma patosa de que hablaba antes. Si nos ocupábamos en el capítulo anterior de las huidas de la Historia, pudiéramos ahora ocuparnos de la huida de lo cotidiano. Se huye de lo cotidiano mediante el erotismo, mediante la amada o la amante. Luego, la amada o la amante también se torna cotidiana, «usual». Lo hemos dicho en otro momento de este libro, más o menos, pero vamos a repetirlo: el matrimonio atenta contra el erotismo en cuanto que sacraliza a la esposa/madre o convierte a la mujer en «usual». Entre estos dos extremos, la criatura erótica ha desaparecido y hay que reinventarla o reencontrarla.

La operación erótica es una operación de huida de lo cotidiano. Hay que repristinar las cosas. Hay que reerotizarlas. Hay que desplazar los objetos, los cuerpos, los seres, la vida, nuestra propia vida, para que mediante un leve desplazamiento —a veces— o un gran desplazamiento, cobren otra luz. No de una manera fingida, sino real, porque nada tiene una naturaleza estable y definitiva, sino que todo puede dar nuevas naturalezas a otras luces.

Claro que la mayor operación de reerotización es la que realizamos con nosotros mismos. Cuando nos somos excesivamente usuales, cuando ya no tenemos nada que decirnos a nosotros mismos, basta un nuevo amor, una nueva amistad, el contraste de un cuerpo, de un viaje, de un distinto trabajo o una distinta ciudad para que toda nuestra vida se reerotice y vuelva a ser interesante para nosotros. No es éste exactamente el viejo problema de las razones para continuar, ni el consejo del tipo de «a partir de los cincuenta hay que querer vivir». No, porque la crisis puede darse a los veinte.

El hombre, en su dimensión ahistórica, huye de la Historia hacia sí mismo, y luego huye de sí mismo hacia la Historia, en sentido contrario, salvándose de la cotidianidad. Periódicamente necesitamos hacer el reciclaje erótico de nuestra vida, no por aquello tan banal de darse ánimos sino porque, del mismo modo que sólo utilizamos una parte del cerebro, sólo vivimos una parte de nuestra vida, y conviene ser explorador de la propia existencia. Saber hasta dónde llega en todas direcciones. La operación de desplazamiento que hacemos con un color, con una palabra, con un objeto, con un desnudo de mujer, con una mujer, es la que hacemos con nosotros mismos para volver a encontrarnos un poco insólitos. Nos rescatamos de nuestra propia cotidianidad mediante un viaje, un amor, un trabajo o un deporte nuevos. Volvemos a cobrar un cierto valor a nuestros propios ojos. Hemos fragmentado nuestra vida, nuestra imagen —como el tiempo fragmenta las estatuas clásicas—, y esto vuelve a hacer «interesante» nuestra existencia. Iniciamos otra vez, lentamente, el trabajo de completarnos.

Uno debe encontrarse insólito a sí mismo de vez en cuando.

Por eso han perdido sentido para nuestro tiempo aquellas viejas existencias redondas, perfectas, homogéneas, pausadas, cerradas, monótonas y cumplidas. No se trata del furor de vivir ni de otros banales tópicos periodísticos. Se trata, hoy, de un reerotización periódica de la propia vida, que no se consigue mediante el masaje, las vitaminas y el tinte para las canas (todo esto es la trivialización comercial y última del proceso real), sino mediante el desplazamiento, a veces imperceptible, de toda la existencia hacia otro sol. El artista, el político, el hombre de acción, son el modelo de vida erotizada —antes se decía «interesante»— porque presentan una imagen y una biografía fragmentadas, incompletas, siempre haciéndose y deshaciéndose. Baudelaire, más que un hombre es un collage. La biografía perfilada de una vez para siempre correspondía al modelo idealista. Pero ya el existencialismo consignó la propia existencia como provecto permanente: es decir, como algo fragmentario que lucha siempre por completarse. Y desde el existencialismo hasta hoy ha ido erotizándose la vida humana, ha ido haciéndose más «interesante», fragmentario, abierta, rica, receptiva, arriesgada, comprometida, dialéctica, relativa y fecunda. Baudelaire, con quien iniciamos este libro vuelve a nosotros para cerrarlo: es el modelo de existencia-collage.

Es nuestro primer contemporáneo.

Madrid/Las Rozas, 1976