Que todo sea otra cosa. Que todo es otra cosa. Esta adivinación poética —tan antigua— de que todo es todo, y que ha llevado a las grandes sinestesias literarias y científicas, la extremaron los poetas surrealistas —Bretón y todo el grupo— en sus juegos y reuniones. Con «El cadáver exquisito», el juego de «Lo uno en lo otro» era el favorito de los surrealistas. Se trataba de elegir al azar dos cosas, dos objetos, dos seres, y relacionarlos mediante equivalencias parciales, hasta llegar a la identificación total. Es la metáfora al revés: no la explotación poética del parecido entre dos objetos, sino la elección de dos objetos, previamente, y la investigación de sus parecidos. Lo que se prueba con este juego —en contra de los que creían los surrealistas— no es que todo esté en todo y lo uno en lo otro, sino que la imaginación humana en libertad puede asumir cualquier diferencia o identidad. El trabajo lo hacemos nosotros.

Más que en una interpretación absoluta y constante de las cosas —que en todo caso se daría a otros niveles, como en ciertas disciplinas orientales—, yo creo en el metaforizar incesante y frenético del ser humano, y lo que hacen los surrealistas es liberar este frenesí, más que investigar la identidad esencial de todos los elementos que componen el mundo. Creo recordar que uno de los juegos consistía en tomar la cerveza y una escalera. ¿Cómo ir aproximando dos cosas tan distantes? En principio, no creo que sean tan distantes. Desde luego no lo son para un poeta, ni siquiera para un prosista: ya se sabe, peldaños de espuma, la altura que da el alcohol, como la escalera, cuando se ha subido, etc. Un juego literario más que un juego metafísico, como creía Bretón.

Pero el ejemplo nos sirve para confirmar esto que venimos diciendo. A saber, que la humanidad metaforiza sin cesar, y que este metaforismo es evidente en el mundo sexual más que en otros mundos, por razones tan obvias como variadas, algunas de la cuales han quedado expuestas. Veamos ahora la relación entre metáfora y sacralidad, que era más o menos el hilo que nos venía conduciendo. La metáfora es sacralidad en acto. Lo que se metaforiza se sacraliza. Un cántaro comparado con una mujer ha perdido su humilde uso cotidiano y ha adquirido una categoría erótica y lírica. Se ha redimido, se ha sacralizado. Una mujer comparada con un cántaro —porque el proceso de sacralización se da en ambas direcciones y no es una cuestión de categorías, sino de transformaciones—, pierde parte de sus condicionamientos eróticos (e incluso zoológicos) y también se redime, se absuelve, se torna objeto, empieza a ser otra cosa: cántaro, pero cántaro en movimiento, algo que no es ya cántaro ni mujer ni deja de ser ninguna de las dos cosas. Esa tercera cosa que hay entre el vivir y el soñar, como decía el poeta.

Recuerdo a un tratadista: cuando el poeta compara la rosa con la sangre, o la sangre con la rosa, no está estableciendo una equivalencia, sino creando un tercer objeto nuevo, que no es rosa ni sangre. Está, más que metaforizando, sacralizando. Dice Mircea Eliade que el carácter sagrado, a la mujer, le viene, en la historia de las razas primitivas, de la sangre menstrual. Pero esa sangre menstrual, por su misterio, es continuamente metaforizada, convertida en símbolo de cosas adversas y favorables. La sacralización de la mujer nace del sexo, de su sexo, esto es indudable, y aun de algo tan recóndito como la sangre menstrual. Los primitivos ignoraban y los salvajes ignoran qué cosa sea esa sangre periódica, esa herida cíclica. Nosotros ya lo sabemos, pero no por eso hemos abolido el tabú de la sangre menstrual: a unos hombres les es repugnante, a otros les es excitante. A ninguno le es indiferente. La sacralidad de los primitivos sigue actuando entre nosotros.

Se metaforiza lo que no se entiende, y ésta es una variante del ejercicio poético, que aquí sí que se hace profético, como tanto nos recuerdan los etimologistas. Cuando algo no se conocía (o no se conoce) se conjuraba dándole un sentido, transformándolo en otra cosa. Se extrapola una realidad de sí misma, para llevarla a un campo que sí nos es conocido y en el cual podemos darle un sentido, siquiera sea simbólico y profético. Este carácter defensivo, de conjuro o profético que ha tenido la poesía en sus conexiones con la magia, en su viejo oficio de hechizo y religión, también está vigente. Nos inquieta la belleza de una mujer, su cuerpo, y entonces relacionamos a esa mujer con el mar, con el paisaje, relacionamos sus ojos con un lago y sus piernas con la primavera. Estamos, en alguna medida, alejando una inquietud, sacralizando un cuerpo para dominar la inquietud y el deseo que nos inspira. Ese cuerpo no es nuestro, aunque lo sea («el acto de la posesión, donde, por cierto, nada se posee», decía Proust). Pero si comparamos sus ojos —a los que se asoma toda una vida de mujer, recóndita— con un lago, ya estamos un poco más tranquilos, porque sobre lagos se sabe casi todo, con los maduros avances de la moderna geografía y la moderna oceanografía.

Poetizar, pues, es a veces defenderse, y por eso poetizan tanto los jóvenes, porque están inseguros e ignorantes ante la vida, y la conjuran en un poema. Cuando la poesía lírica se ha depurado de magia y profecía, de hechizo y temor, a medida que el hombre y la ciencia han ido sabiendo más cosas, es cuando ha nacido la llamada poesía pura, en nuestro siglo: cuando ya no había nada que conjurar. A medida que van siendo más conocidos científicamente la mujer, la luna y el corazón, se hace menos poesía sobre estas cosas, no porque la ciencia las haya vuelto prosaicas, como dicen los malos comentaristas de prensa, sino porque ya no necesitamos conjurarla: las dominamos con el conocimiento.

¿Se está desacralizando la mujer, en consecuencia? Yo diría que un poco sí.

En algunas tribus salvajes, entre los ritos de iniciación y adolescencia, había un tiempo en que se vestía a los adolescentes de ambos sexos con igual túnica blanca. Se borraba la diferencia sexual en ellos. Ya no eran niños, pero tampoco eran hombre y mujer. No eran nada. De esa nada blanca nacerán más tarde un guerrero y una esposa. Esto es, como casi todo lo referido a los «tristes trópicos» (y no es de Lévi-Strauss de quien tomo el dato), una profunda intuición respecto de la identidad de los sexos, que se hace incluso peligrosa en la adolescencia, para convertirse luego en disparidad, ya en la juventud y la madurez. Sostiene un escritor inglés que hay un clima femenino y un clima masculino, irreconciliables, y que sólo armonizan bajo una sábana. Esto es una frase cínica y no del todo exacta, pues hay momentos de la vida en que ambos sexos se aproximan mucho (para deleite de homosexuales y otros sensitivos.) Así como hablábamos de la sexualidad en ápice, que es la sexualidad fronteriza con el otro sexo, en la anatomía o en la vida, este ápice se da también en la edad, en cierta edad, que es la adolescencia. Lo más fascinante de una adolescente, aunque nos cueste admitirlo, es que «todavía» tiene momentos de muchacho, y viceversa. La adolescencia, pues, es una edad metafórica, una pura metáfora, por cuanto, en ella, un individuo es siempre o casi siempre una metáfora viva del otro sexo. Por eso es poética la adolescencia, y no por lo que dicen o creen los poetas.

Hemos metaforizado a la mujer, sí, sobre todo en lo que tiene de misterioso, de secreto, de ajeno a nosotros, porque ese afán metaforizante universal, a que aludíamos antes, puede tener una de sus explicaciones en el mero instinto defensivo o posesivo. Hemos metaforizado a la mujer en la medida en que la tememos (y esto no es menos poético que otra interpretación cualquiera, sino quizá más). La sangre menstrual, uno de los grandes enigmas femeninos (para la propia mujer, incluso) es el origen, en buena medida, de toda la metaforización y sacralización de la mujer por parte del hombre, de la sociedad, de las mismas mujeres. Los actuales movimientos de liberación femenina sostienen que todo el culto galante a la hembra es alienante para ella. Lo es mucho más profundamente de lo que creen esos movimientos. Lo es, no sólo socialmente, sino por una necesidad telúrica, remota, de explicarse y apropiarse a la mujer.

Como la cultura la han hecho los hombres, casi siempre, resulta que la verdad femenina sigue incógnita. Hemos conjurado el alma y la menstruación de la mujer con metáforas, interpretaciones, ritos. Sólo ahora, como he dicho, empezamos a estudiarla, a entenderla, a desacralizarla. A dejar de temerla. En Baudelaire, en Proust, en los surrealistas (Bretón concretamente) se da de modo muy agudo ese terror de la mujer, que al primero le lleva a la impotencia, al segundo a la homosexualidad y al tercero a la sumisión. Bretón predica el culto a la fidelidad y a la mujer única. Vagabundea por París buscando el mito eterno de la bella desconocida fácil y misteriosa. Ellos y otros han vivido la experiencia femenina profundamente, angustiosamente, y hay libros de otro surrealista, Louis Aragón, como «Tiempo de morir», donde se explica o se entiende de modo casi patético. La experiencia de la feminidad es un poco como la experiencia mística, algo que asusta y atrae, que electriza y paraliza. Para algunos hombres, la mujer no es una compañera, un placer, un complemento, un camarada, una variante del hombre o un búcaro, sino la más electrocutante vivencia del otro.