E] dilema orgasmo vaginal/orgasmo clitoridiano ha sido superado, no en favor de una tesis o de la otra (aunque la tesis clitoridiana parece científicamente cierta), sino porque se ha convertido en un problema moral, religioso, ha ascendido a otro plano y ya no es biología, sino casi metafísica.

Es sospechoso que todo el pensamiento ortodoxo —también el ortodoxo de izquierdas— haya optado por el orgasmo vaginal, mientras que el pensamiento heterodoxo, libre, de la llamada nueva izquierda, propugna la tesis clitoridiana. En cualquier caso, es igual que el orgasmo vaginal, tan controvertido, exista o no exista, porque lo que ha quedado claro en la vieja disputa es que hay unas fuerzas interesadas en encontrarle al sexo alguna forma de ortodoxia. El orgasmo vaginal es la última mística de la feminidad, por utilizar, a otros efectos, la famosa expresión de Betty Friedan. ¿Y el orgasmo clitoridiano? También sería una mística alienante de la feminidad si quisiéramos imponerlo como norma. Pero orgasmo clitoridiano implica libertad, improvisación, imaginación, la lucha por el orgasmo a todos los niveles y por todos los procedimientos. Aunque no vamos a caer, en fin, en la ingenuidad de defender a ultranza una u otra tesis (al margen de nuestras convicciones empíricas), sino que queremos, en principio, denunciar el carácter mesiánico de la disputa y, finalmente, dejar al ser humano en libertad, en esto como en todo, para que tome sus propias iniciativas y profundice sus propias experiencias, lejos de todo arbitrismo o dogmatismo científico, pseudocientífico, moral, religioso, etc.

Las viejas polémicas morales han tenido su último rebrote en un campo que parecía meramente técnico: la naturaleza del orgasmo femenino. Pero la moral es siempre maquiavélica y vuelve a agazaparse allí donde más lejos habíamos huido de ella. Desde el momento en que la polémica se ha tornado espiritualista, sublime, ha dejado de interesarnos. Todo lo que no sea abandonar al hombre y a la mujer a su libertad es represión, aunque sea represión en nombre de futuras libertades.

Frente al tema de la masturbación, quisiera tratar aquí el tema contrario de lo que Stendhal llamaba el fiasco. La masturbación es la realización en solitario. El fiasco es el fracaso en compañía. Dos situaciones antípodas, siquiera sea desde un punto de vista anecdótico, aunque no sólo eso.

En Del Amor y en sus libros de memorias, Stendhal llama fiasco a la impotencia sexual masculina transitoria, a la incapacidad de hacer el amor en circunstancias óptimas, o precisamente por eso, por lo óptimo de la situación. Todos los hombres hemos conocido esto. Es la impotencia ocasional creada por una inhibición de circunstancias, por el impacto psíquico que nos crea una determinada mujer, una determinada situación externa o interna. «¿Es que no te gusto bastante?», suelen preguntar ellas con encantadora e irritante ignorancia de los mecanismos masculinos.

Es precisamente todo lo contrario. Es precisamente porque una mujer nos gusta mucho o nos fascina por lo que el sexo se inhibe de inminencia. Del mismo modo ocurre con la inteligencia, cuando se trata de improvisar una frase en un álbum y al más ingenioso no se le ocurre nada. Esta comparación banal tiene su sentido por cuanto nos remite al carácter de improvisación y exhibición que el acto sexual tiene siempre para el hombre. Una mujer, en el amor, está en el momento álgido de su vida, está totalmente en la cosa, es sólo ella y toda ella. Aquello no es una improvisación, sino la realidad plena, vital, absoluta, de su vida, de su ser, de su sexualidad. Para el hombre, por la inercia venatoria de que hablamos en otro momento, la cópula es siempre una improvisación, como la muerte de la pieza en la caza, por muy premeditados que estén ambos eventos. El hombre no ha podido despojar al acto sexual de su carácter episódico, improvisado, por inercias ancestrales y por deformaciones sociales posteriores.

De ahí la autorrepresión de la ternura, de que hablábamos a propósito del film de Berlanga, y de ahí el fiasco, el sentido de inminencia que le inhibe a veces sexualmente. También en la mujer se da esto, en forma de frigidez, pero es por todo lo contrario: por ausencia de una situación óptima. El hombre, cuanto más óptima sea la situación, más fácilmente puede fracasar, pues alía a las grandes situaciones un mayor sentido de exhibicionismo, que es lo que le autodestruye.

Paradójicamente, pero no tan paradójicamente, el hombre triunfa mejor con una mujer que le gusta menos, o a la que ya está acostumbrado. La más óptima de las situaciones, para el varón, no es la situación óptima. El hombre se pasa la vida buscando mujeres inéditas, y la verdad es que le va mejor con las habituales. Stendhal nos cuenta algunos de sus fiascos: con una gran dama, con una gran meretriz. Lo excepcional y ansiado de la situación le lleva siempre al fiasco.

Claro que esto no es una ley universal. Hay caballeros que pueden con todo. Para curarse de novedades lo mejor es el hábito de la novedad. Cuando se debuta cada día, ya no se debuta nunca. Pero el pobre Stendhal no tenía demasiadas oportunidades de debutar, según se deduce de cuanto ha escrito. Los modernos readaptadores de parejas, en Estados Unidos, tienden a crear intimidad, hábito, vulgaridad, digamos, en la relación de un hombre y una mujer, para eliminar el pathos del encuentro, que puede producir frigidez o impotencia. Claro que esto es triste, pues siempre tiene más atractivo un encuentro con pathos, pero hay que optar entre lo uno y lo otro, o crear el pathos después, cuando la confianza y la seguridad están ganadas.

El hombre sensible —Stendhal— fracasa más que el gañán, obviamente, y se le crean mayores inminencias e inhibiciones, pero es cierto y universal que el buen amante no es el que necesita desfogarse gloriosamente una noche, sino el que acude al lecho un poco deportivamente, sin urgencias, apremios ni excepcionalidades, sin necesidad de exhibición.

Aparte la impotencia real, nerviosa, permanente, que no vamos a estudiar aquí en absoluto, la impotencia transitoria, psíquica, el fiasco stendhaliano, nos dan, como digo, y de acuerdo con el ejemplo del ingenio y del álbum, las claves de la actuación sexual masculina: improvisación y exhibicionismo.

En la mujer, por el contrario, suele haber sentido de la permanencia y rubor. Qué difícil es, con todas estas disparidades, la armonía de la cópula que criticábamos páginas atrás. Con el matrimonio, el acto sexual deja de ser improvisación y exhibición, para el hombre, pierde su carácter circense, gimnástico, y esto es lo que quizá buscamos los hombres, inconscientemente, en el matrimonio. Pero con la confianza ganada, ganamos también el tedio, pues el sentido azaroso del episodio sexual está muy arraigado en la masculinidad, para bien y para mal del macho.

«Seguro azar», llamaba un poeta español al amor. Cuando el azar es ya seguro, deja de ser azar y pierde interés. Cuando recobramos el sentido fascinante del azar, hemos vuelto a perder la seguridad y a lo mejor nos amenaza el fantasma del fiasco. Cuando Salinas escribió «seguro azar», aunque se refiriese al destino amoroso, estaba quizá involuntariamente fijando las condiciones óptimas para la cópula. Azar, pero seguro. Seguridad salpicada de azares. Eso es o quiere ser toda unión duradera, matrimonial o no, y durante algún tiempo lo es, pero propugnar a ultranza la idealidad de la pareja es tan sospechoso como la idealización del orgasmo unánime que comentábamos antes. Es la misma cosa.

El azar y la necesidad. Un binomio ya tópico en la cultura más difundida de nuestro tiempo. El azar, la transgresión de las leyes establecidas en la naturaleza.

La naturaleza, lo hemos escrito más arriba, vive tanto de sus leyes como de sus transgresiones. El sentido, el instinto y la necesidad del azar están inscritos profundamente en todo lo creado. También en el hombre y la mujer. Y esta lucha entre el azar y la permanencia es el desgarrón dramático de la sexualidad humana, que sólo se restaña a medias con el erotismo.

Por eso el erotismo, que creo haber calificado de lujoso en este libro, es una necesidad profunda de la especie, como todos los lujos.

El exhibicionismo sexual del hombre, tan estudiado antes y después de Freud, es una secuela legítima de los ritos de captación que se dan en todas las especies, y que tienen como ejemplo tópico el despliegue de la cola del pavo real. El exhibicionismo no es fatuo, sino profundo, sólo que la hembra está dotada de montaje exhibicionista en su anatomía —senos, caderas, etc.— mientras que en el hombre, que no tiene la cola del pavo real, el despliegue ha de hacerse a costa del propio sexo, y esta doble función del aparato genital masculino —exhibición y actuación— es quizás una de las determinantes de su ocasional fracaso.

Hemos contrapuesto, de pasada, el rubor femenino al exhibicionismo masculino. En el fondo, naturalmente, son la misma cosa. El exhibicionismo del macho toma la más catastrófica forma del rubor con el fiasco. El rubor femenino se transforma frecuentemente, de modo ambivalente, en arma de seducción. Es utilizado e hipertrofiado deliberadamente por la mujer. Pertenece todo ello a los mecanismos y ritos pre-sexuales de la especie, de las especies.

El fiasco stendhaliano ha creado muchos traumas, muchos problemas, ha roto muchas vidas, ha determinado muchas conductas, en el hombre que lo ha sufrido y en la mujer que lo ha presenciado, y es otra de las claves pueriles e inconfesadas, más que inconfesables, de la tragedia sexual de Occidente. El costumbrismo teatral, literario y cinematográfico está lleno de chistes e ironías sobre el fiasco, pero sólo muy modernamente se ha empezado a tratar con cierto aporte de ciencia o de experiencia psicológica. El amor, también en lo escuetamente sexual, es seguro azar, como intuía el poeta, y el delicado equilibrio entre azar y seguridad, entre azar y necesidad, es nada menos que una de las claves del erotismo. Porque la mera necesidad no es erotismo. La mera seguridad mata todo erotismo. Y el azar como mística tampoco es erotismo, porque el erotismo supone una cultura, o sea una continuidad, una tradición. El erotismo, contra lo que se cree, y en un sentido insospechado, es conservador.