En otro momento de este libro nos hemos preguntado si el erotismo es un elitismo. Ahora nos preguntamos (y casi lo afirmamos) si el erotismo es un conservadurismo. No creo en los libros escritos para rellenar un esquema, una escaleta previa. El libro escrito para probar algo, se resiente siempre de sus seguridades. Por el contrario, aquí hemos querido hacer una mera divagación en torno al erotismo para preguntarnos qué cosa sea el erotismo, pero sin saberlo previamente ni tratar de fijarlo para siempre.

La primera vislumbre a que vamos llegando de manera natural, sin forzar las cosas, sin perder el modo abierto de la divagación, del pensamiento espontáneo (que no ocioso ni perezoso) es que el erotismo no es sino el poder metaforizante de la sexualidad humana. Ni zoología ni cerebralismo. Pues bien, ese poder metaforizante, que es el erotismo, o del cual nace, no es un elitismo por cuanto se produce en todo hombre y es como una lumbre natural que da su sexualidad, ya sea ésta saludable o viciosa. Pero sí es un elitismo, el erotismo, en cuanto que sólo algunas clases, algunos individuos, algunas épocas han sabido y podido cultivarlo, aislarlo, profundizarlo, hacer de él una cultura. Señalábamos a propósito de la película de Berlanga que la gran alienación sexual de la clase proletaria está, más que en sus limitadas posibilidades de intercambio sexual, en su confinamiento cultural, imaginativo, dentro de una sexualidad primaria, elemental, zoológica. El erotismo del hombre elemental, existente sin duda, no es todavía una cultura.

El erotismo, históricamente, es un elitismo. ¿Es también un conservadurismo? ¿Es conservador el erotismo? Lo es como toda cultura, lo es en cuanto vive de una herencia, ha nacido de un aprendizaje. Decían las madres de antaño, negándose a aleccionar a los hijos: «Esas cosas se aprenden solas.» No, no se aprenden solas. Lo que se transmitían de generación a generación no era una sabiduría, sino una ignorancia.

El erotismo no es posible sin una tradición, sin una experiencia. Y no me refiero solamente a la experiencia milenaria de la humanidad, sino al más modesto milenarismo improvisado de una pareja. En los primeros encuentros de un hombre y una mujer hay emoción, deseo, expectación, sorpresa, inminencia, pero no suele haber erotismo. El erotismo requiere calma, tiempo, historia (aunque sea una breve historia larguísima de una semana). El erotismo, pues, es conservador, se alimenta del pasado en cuanto que no es sino la imaginación trabajando sobre la experiencia. (Como la poesía, por otra parte.)

Pero el erotismo es progresista (por utilizar un trivial término de moda), avanza hacia el futuro, hace revolución, rompe moldes, libera al hombre y a la mujer en cuanto que de las experiencias de una pareja —misteriosamente difundidas, pero difundidas—, se alimentarán luego miles de parejas. Y es revolucionario, sobre todo, porque está poniendo en ejercicio las facultades imaginativas, metaforizantes, liberatorias, anticonvencionales, del hombre, de la mujer y de la tradición sexual, sea la que sea, en que se encuentren insertos.

El erotismo pone en cuestión toda la sexualidad tradicional (y la moral correspondiente, por supuesto) y ya sólo por esto tiene un valor subversivo. El erotismo es la crítica de la sexualidad, digamos. Durante todo este libro he insistido mucho en el carácter creativo, lírico, metaforizante, del erotismo, pero quizás ha llegado el momento de poner el énfasis en su otra dimensión, que es la dimensión crítica, lo que el erotismo tiene de corrección, subversión y algarada frente a una moral burguesa con muchos siglos de tradición. Y, lo que es más hondo, frente a una sexualidad primaria, conservadora, que está en la naturaleza humana como querencia inevitable de la especie, luchando con otras querencias más positivas.

El erotismo es en cierto modo el movimiento dialéctico de la relación sexual, la puesta en cuestión de una vieja tesis reproductora, por una antítesis crítica, siempre hacia una síntesis imaginativa posterior. Ya Adorno ha elucidado bien lo que en el juego hegeliano hay de truco ingenuo, de convencional juego de contrarios, de falso azar mental que parece arriesgarse y no se arriesga. Adorno, con dialéctica negativa, ve lo que Hegel y su herencia tiene de mecanismo intelectual hábil y mentiroso, de riesgo previsto como la ruleta, donde la banca parece jugárselo todo con el cliente, pero no se juega nada. Por eso no sé si vale la terminología que acabo de utilizar, pero sí servirá al menos para entendernos. La palabra «crítica» es la más vigente y acreditada en todo el pensamiento moderno, y el erotismo es innegablemente la crítica de la sexualidad elemental y tradicional. Es, digamos, la obra abierta del sexo. El erotismo rompe el ciclo, el círculo, el periplo previsto de la sexualidad, y lo rompe mediante la imaginación hedonista.

Hemos dicho en otro momento que no hay perversiones, que el hombre lucha dramáticamente por salirse de las leyes inalterables de la naturaleza, pero también hemos dicho (este libro se va haciendo por deducción, no por programa) que la naturaleza vive tanto de sus leyes como de sus transgresiones. Digamos que el erotismo es una sexualidad que se acoge más a la transgresión que a la ley. Así como la sexualidad tradicional (religiosa, burguesa, medieval, racionalista, incluso freudiana) vive dentro de unas leyes que generalmente ni siquiera conoce, el erotismo pone la sexualidad en la transgresión, a salvo de las leyes.

Don Juan cree burlar esas leyes mediante la pluralidad. No hace más que dibujar fintas entre ellas, pero está dentro del ámbito general de la ley. El amante erótico de una sola mujer, imaginativo, consciente y con sentido de la transgresión, sería mucho más terrorista sexual que Don Juan.

No necesito advertir que cuando utilizo aquí el término «transgresión» sólo muy relativamente puede entenderse lo que Bataille entiende por tal. En Bataille, la transgresión tiene un sentido más religioso, sacrílego a veces, del que en nuestro caso carece. Sólo quiero decir, y ya lo he dicho, que en el juego ley/transgresión que teje todo el universo vivo, el erotismo se pone más de la parte de la transgresión que de la parte de la ley.

He citado a Stendhal no hace mucho, a propósito del fiasco, y su famosa teoría de las cristalizaciones puede servirnos, por contraste, para explicar lo que es (lo que no es) el erotismo. Stendhal descubre un día cómo cualquier brizna o palito caídos en el terreno de unas minas de sal, acaban recubiertos de mineral cristalizado. Con espíritu ilustrado y deductivo piensa que eso es el amor: una brizna caída en nuestra alma, un sentimiento que sometemos a un proceso de cristalización, hasta transformarlo en otra cosa, hasta idealizarlo. Muy positivista y muy romántico. Se trata de ejemplificar un sentimiento centrípeto del alma según el cual el amor es una concentración de energías e idealidades en torno de algo muy íntimo e incluso pequeño.

Bien, pues puede que el erotismo sea todo lo contrario del amor. El sentimiento amoroso supone un movimiento centrípeto, efectivamente, mientras que el sentimiento erótico supone un movimiento centrífugo. Hemos dicho que el erotismo es el poder metaforizante de la sexualidad humana. En lugar de recubrir, encubrir y hermetizar la cosa amada —un cuerpo, un alma, un ser—, el erotismo la pone en contacto con todos los cuerpos, con todas las almas, con todos los seres, mediante sinestesias incesantes. El erotismo es una apertura al mundo, un relacionar lo amado con el universo, una complicación progresiva, un hacer de todo metáfora de todo.

No quiero decir banalmente que el erotismo sea todo lo contrario del amor. Pero como movimientos absolutos sí lo son. El erotismo puede darse dentro del amor, el amor puede nacer dentro del erotismo. Lo uno puede ser ámbito de lo otro, y es óptimo que lo sea. Mas como movimientos absolutos —repito— se contraponen, sobre todo si aceptamos la teoría de la cristalización.

El amor cristaliza, encanta, enhechiza, hermetiza a la persona amada, al cuerpo amado. El erotismo lo difunde, lo expande, lo metaforiza. En toda la poesía tradicional, la naturaleza, los ríos, los lagos, los mares, los bosques, las perlas, la luna, las flores y los frutos no son sino pálidas imitaciones de los encantos de la amada, convertida en criatura central del universo. En la lírica moderna —luego lo veremos en un gran poeta erótico de nuestro tiempo—, el cuerpo de la mujer se enriquece con equivalencias constantes respecto de los dones del mundo. Sus glúteos son «dos frescas mitades de manzana». Las manzanas ya no desmerecen ni palidecen junto al desnudo de la amada, sino que los glúteos se metamorfosean en manzanas, y así tenemos un juego de simetrías metafóricas que enriquece el mundo por ambas partes.

El erotismo moderno y metaforizante, pues, hace la crítica del amor tradicional, idealista, teocentrista («Melibeo soy y en Melibea creo») y lo convierte en un amor hedonista, lúcido, abierto, relativista, donde todo está en relación con todo. La amada no es amada por superar la gracia de la manzana, sino que asciende a amada porque asciende a manzana, porque su rostro tiene calidad «de manzana furiosa».

Con el erotismo estamos, pues, más cerca de la verdad, más abiertos al mundo. En este sentido, el erotismo es la crítica del idealismo.