Una habitación propia. Decía Ortega (con pensamiento que hay que cargar a medias a su época) que la mujer, más que un individuo es un género. Esto vale como diagnóstico histórico, en todo caso, pero nada más. Ortega lo absolutizaba. Bien, pues la mujer se salva del género y empieza a ser individuo en la habitación propia de Virginia Woolf.

Socialmente, la mujer sí que ha sido un género, más que un individuo, y se ha tendido siempre a agrupar a las mujeres en saraos, gineceos, serrallos o coros. El idealismo no ha tenido término medio con la mujer. La ha entronizado como diosa o la ha agrupado en «ramilletes», que se decía en los juegos florales. Las muchachas eran siempre un ramillete. Y la reina de la fiesta era una especie de reina deificada por un día. No había término medio y justo. No había individuo, no había mujer. Lo que está ganando la mujer en nuestra época, más que derechos comunes (que de hecho ya se le han concedido hace tiempo, en alguna medida) son derechos individuales. El individuo femenino empezó a nacer en aquellas habitaciones propias, en aquellas buhardillas de la casa que pedían las mujeres de entreguerras. Dijo Eugenio d’Ors en ocasión mundana, y muy dorsiana: «Las marquesas quedan mejor diseminadas.» Porque había una tendencia, en los salones, a hacer lotes de marquesas. Bueno, pues ya sabemos que las mujeres quedan mejor diseminadas en individualidades. Pero hemos tardado mucho en saberlo.

Así como las agrupaciones de hombres tienen siempre un sentido político, gremial, profesional, laboral, histórico o deportivo, las agrupaciones de mujeres se han hecho en razón misma del sexo. Los hombres se agrupaban —una docena o una veintena— por ser escritores, políticos o corredores de comercio. A las mujeres se las agrupaba por ser mujeres.

Recientemente, un profesor y crítico de literatura se afanaba en definir, en una vieja novelista española, los síntomas literarios de su feminismo, y ella se afanaba en negarlos. Con regocijo de las mujeres «liberadas» que estaban presentes en el acto. Pero ese rechazo de su feminismo literario, por parte de la escritora, no era más acertado que el desacertado prurito discriminador del caballero, pues cuando la mujer niega los estigmas de su feminidad en lo que hace, no es que se haya liberado de tales estigmas, sino que los está padeciendo más profundamente que nunca. Esto es elemental y está claro, pero se ha extendido mucho en nuestra época, con lo cual nos estamos perdiendo, como decía más arriba, nada menos que la óptica femenina del mundo, la visión universal de la mujer, una mitad de la mirada humana.

Pero la intelectual ya no quiere ser relegada, naturalmente, a los gineceos culturales de antaño, y se comporta creativamente como un hombre, o tal cree ella, porque afortunadamente, y tenga talento o no lo tenga, el prisma femenino que nos brinda involuntariamente para mirar el mundo es para nosotros más interesante que sus posibles ejercicios de «objetividad» masculina, pues se supone siempre que la objetividad es masculina, en una de esas risibles simplificaciones que tanto han calado a todos los niveles. Admitido, sin embargo, por la filosofía moderna, que la objetividad no existe, lo que hemos de hacer es cultivar la mayor subjetividad posible, para dar algún fruto cierto, en lugar de seguir manteniendo la larga farsa milenaria de la objetividad. La mujer no debe «objetivarse» para ver el mundo como un hombre, porque entonces tampoco estará en la objetividad, sino sencillamente en la masculinidad. Y no consta que la masculinidad sea más objetiva que la feminidad. De modo que cada cual debe cultivar su propio jardín, el jardín de su sexo, como ya aconsejaba Voltaire a otros efectos. Y creo haber dejado claro que esto que hago no es poner una separación en el mar entre los baños de señoras y los baños de caballeros, sino dar por sentado que deben bañarse juntos. Pero el mar que ve el hombre no será nunca el que ve la mujer.

La mujer, cuando empieza a pedir y disfrutar una habitación propia, en los años veinte de nuestro siglo, más o menos, cree quizá que con eso se está asimilando al hombre —posiblemente al hermano—, pero lo que está haciendo es asimilarse a sí misma: ser por fin una mujer sola, una mujer a solas e incluso puede que una mujer solitaria.

De una manera inadvertida, nuestro siglo hace la experiencia casi científica de aislar a la mujer en un compartimento cerrado. Este ser había vivido siempre agrupado en los grumos de la familia: madres, hijos, parientes, criadas, criados. La mujer no tenía derecho, casi, a su soledad, porque de alguna manera estaba convenido que la soledad era una cosa masculina. La mujer, digamos, no estaba madura para la soledad.

Habla Heidegger, a otros efectos, de llegar a la individuación. Parece que esto estaba descartado para la mujer. ¿Cómo iban a llegar ellas a la individuación? De ese proceso de individuación —largo, filosófico y sabio— suele salir un hombre con barba, si es que sale algo. Suele salir a su vez un filósofo, un santo o un líder. Pero una mujer sola ha sido, cuando mucho, una mujer que borda. No se las concebía más allá del bordado. A la mujer sola se la ha perseguido por la calle, se la ha abordado, y en este hecho costumbrista y galante hay algo más que cinegética sexual. Hay la convicción social de que una mujer sola no es cosa buena. Todavía se mira con recelo, codicia o condena a la mujer sola, según en qué lugares, climas sociales, circunstancias y horas. Se da por supuesto desde siglos que la mujer ha de ir acompañada. Ha de estar acompañada. Y no sólo por los peligros que pueda correr. ¿Y qué peligros va a correr, de qué hay que defenderla, de los ladrones, como se preguntaba Esther Vilar, a la que antes hemos citado?

No, no es ningún peligro concreto. No son los peligros que puedan rodear a la soledad, sino la soledad misma. La soledad es el peligro. El peligro no está fuera, sino dentro de la mujer. Esto es lo que se pensaba socialmente, con el subconsciente colectivo. Puede que haya algunos peligros reales, externos, para la mujer que va sola, pero son los mismos que hay para el hombre: ladrones, locos, viciosos, asesinos, alimañas. Sin embargo, nadie ve con malos ojos que un hombre vaya solo. En circunstancias extremadas, a un hombre solo se le llama temerario. A una mujer, aunque las circunstancias no sean extremadas, se la llama otra cosa. El juicio sobre el hombre solo es meramente estratégico o de sentido común. El juicio sobre la mujer sola es siempre un juicio moral.

Así que la mayor conquista de la mujer moderna es la soledad. Y no ya la soledad por la calle, el derecho a ir sola, sino la dimensión profunda de esa soledad, la soledad consigo misma, el quedarse a solas. No era bien mirada la que andaba mucho a solas consigo misma. Andaba para santa o para perdida Madame Bovary es dama de soledad. Madame Bovary es solitaria antes y después de casada. Piensa demasiado, lee novelas, imagina cosas. Acaba en el adulterio y la muerte. Su primer pecado es la soledad. Si Proust nos da en su obra la mujer-metáfora y la mujer-exceso, dos tipos característicos de la feminidad moderna, Flaubert, un poco antes, nos ha dado el otro arquetipo femenino de nuestro tiempo: la mujer-soledad. La mujer que está radicalmente sola.

Con el marido, con el padre, Madame Bovary ha preservado su soledad. La preserva incluso con los amantes. Madame Bovary es Flaubert, según la famosa confesión del autor, pero la soledad que Flaubert le insufla no es una soledad absolutamente masculina, su soledad de hombre, sino que (otra vez la autometaforización creadora) esa soledad de último romántico es ya la primera soledad femenina moderna.

Madame Bovary, antes que Virginia Woolf, ha tenido su habitación propia, que ha sido toda la casa, habitada sólo por un fantasma de marido, por un espectro de hombre. Pero Madame Bovary no sabe qué hacer con su soledad.

Virginia Woolf sí que lo sabe ya, o lo intuye. Y como ella todas las mujeres de la época y de después. Aunque hemos dicho que creen estar mimetizando al hombre, seguramente al hermano. Pero lo que les nace en la soledad abuhardillada de su cuarto es, naturalmente, una mujer. La conquista de la soledad ha sido importante para la mujer porque la soledad es el gran espejo, el espejo sin fondo, y ellas nunca se habían visto el alma de cuerpo entero, sino que sólo se habían visto la cara maquillada en los espejitos de mano. Sería humorístico decir que el hombre ha hecho más cosas que la mujer, en la historia, en la cultura, en la ciencia, porque ha tenido siempre una habitación propia. Pero sí es posible decir, en principio, que ha hecho más cosas porque ha tenido más soledad. Todavía para Santa Teresa su cuerpo era «un asnillo». Más que despreciarlo, con esta frase lo objetivaba, lo distanciaba. No tenía confianza con su cuerpo, no lo conocía. Pasaba del asnillo a la levitación. De un cuerpo animal, excesivamente pesado, a un cuerpo sideral, flotante. No paraba nunca en la realidad practicable y natural de su cuerpo. Dice alguien, glosando a Sartre, que el hombre es un animal hecho de libertad. Digamos que el cuerpo es un animal hecho de soledad. Eso, la soledad del cuerpo, la soledad de su cuerpo, es lo que no ha soportado nunca la mujer tradicional, y ha pasado de la condena del cuerpo, el asnillo, a la ignorancia del cuerpo, la levitación. Lo que al cuerpo le hace obsceno es su soledad En el desnudo colectivo de la playa pierde obscenidad porque pierde soledad. Nuestro cuerpo es el monumento a la soledad de nuestra alma.