Entre los Veinte poemas y Residencia en la tierra hay varios libros a través de los cuales el poeta se va abriendo paso hacia la realidad cósmica americana o, dicho más sencillamente, hacia la materia pura, que será la musa grande y definitiva de su obra. Neruda se despoja paulatinamente del sentimentalismo modernista y el decadentismo postromántico americano para descender al encuentro de la naturaleza y de la vida, de la textura objetiva y entrañable del mundo.

Residencia en la tierra es el libro de la gran epifanía de la materia, pero fuertemente reteñido aún de un erotismo negativo, de una visión del mundo lóbrega y húmeda, que es en lo que se ha transformado el crepusculario interior del joven poeta provinciano de Chile. Escrito en Asia, este libro tiene ya la amplitud y la diversidad del mundo visto por todos sus costados y reveses, y supone el encuentro con otra naturaleza, la asiática, que pese a estar profundamente sacralizada y ritualizada para los indígenas, para el joven diplomático forastero no es más que eso: naturaleza pura, otra agresión salvaje y viva de la materia (la humanidad apiñada de la India también aparece como tal misterio).

Cargado todavía de sentimentalismo juvenil y literario, Neruda va siendo ya más grávido de mensajes de la tierra, y por otra parte ha encontrado, lejos del postmodernismo, un lenguaje nuevo que, concomitante con el surrealismo, le proporciona toda la variedad del diccionario surreal (nada respetuoso ni restringido a las bellas palabras) para expresar esos mensajes.

¿Qué es lo que ha tomado Neruda del surrealismo? Espesa cuestión para tratarla aquí de pasada. No ha tomado, por supuesto, nada de eso que Bretón tiene de echadora de cartas parisina, nada de ese gusto por el esoterismo, la cábala, la búsqueda de coincidencias significativas ni de signos provenientes del futuro. Neruda toma del surrealismo —como Aleixandre en España, como el propio Eluard en Francia— lo mejor que la escuela le puede dar. Es decir, la anchura toda de los diccionarios, la posibilidad de usar absolutamente todas las palabras y de darles a todas un sesgo nuevo y desconcertante. Esa confrontación de objetos insólitos, propugnada desde Lautréamont, es en la poesía confrontación de palabras insólitas, y un surrealista en potencia, como Gómez de la Serna, se asombrará en España (aunque él mismo ha hecho otro tanto) de la facilidad con que los nuevos poetas entran en todas las zonas del diccionario, y Ortega le llama a eso «combinaciones eléctricas de palabras», como Sartre lo llamará luego (despectivamente) «incendios en los matorrales del idioma», sin renunciar por eso a provocar sus propios incendios, que siempre es una tentación.

Yo creo que la corroboración de la tupida naturaleza americana mediante el contacto con la tupida naturaleza oriental es lo que le da a Neruda, por fin, la iluminación, el descubrimiento de algo que llevaba dentro: el sentimiento profundo de la materia, que con los años se hará amor desmesurado por las cosas y amueblará de cariátides y caballos su casa en Isla Negra. Neruda descubre la materia y descubre las anchuras del lenguaje que le permiten expresarla. De este «azar objetivo», por volver a los surrealistas, nace la Residencia. Pero ya hemos dicho que el libro está impregnado de erotismo negativo. Sólo en determinados momentos, como Ángela adónica, el erotismo se torna positivo. Y están, sobre todo, los Tres cantos materiales, título que ya lo dice todo y que reúne «Apogeo del apio», «Entrada a la madera» y «Estatuto del vino». Dentro de un libro de materia viscosa, esta trilogía inaugura ya una construcción de la materia, un erguimiento del légamo en sistema, algo que prenuncia las odas elementales.

Llegará un día en que el légamo extenso de Residencia en la tierra cobrará verticalidad y participará en la estructuración dialéctica del mundo: Alturas de Machu-Pichu y las Odas elementales. Todo o casi todo el Canto general. Eso está anunciando en los Tres cantos materiales. El apio cantado en ese «Apogeo del apio» ya no tiene connotaciones sentimentales ni es atributo de ninguna amada vagorosa. El título «Entrada a la madera» nos dice ya bien la voluntad que tiene el poeta de integrarse en la materia. Y leamos el otro poema, «Estatuto del vino». En todos ellos, la materia no es ya el medio oleaginoso en que el poeta debate sus soledades, bostezos y erecciones, sino que está cantada por sí misma y desde sí misma, y no comporta otra aventura que su propia aventura vegetal, sin caer ya para nada en el animismo egotista de la poesía tradicional, que durante siglos ha transferido a una rosa o a un clavel los latidos del sonetista.

Cuando a regiones, cuando a sacrificios

manchas moradas como lluvias caen,

el vino abre las puertas con asombro

y en el refugio de los meses vuela

su cuerpo de empapadas alas rojas.

Sus pies tocan los muros y las tejas

con humedad de lenguas anegadas,

y sobre el filo del día desnudo

sus abejas en gotas van cayendo.

Yo sé que el vino no huye dando gritos

a la llegada del invierno,

ni se esconde en iglesias tenebrosas

a buscar fuego en trapos derrumbados,

sino que vuela sobre la estación,

sobre el invierno que ha llegado ahora

con un puñal entre las cejas duras.

Yo veo vagos sueños,

yo reconozco lejos,

y miro frente a mí, detrás de los cristales,

reuniones de ropas desdichadas.

Así dicen las cuatro primeras estrofas de este largo poema, «Estatuto del vino». Ningún poeta de ninguna época habríase mantenido a lo largo de cuatro estrofas sobre una cosa animada o inanimada, el vino en este caso, sin establecer ya la relación consigo mismo o con su amada. Neruda sólo asoma un momento en la cuarta y breve estrofa. La formación humanista/idealista de todos los poetas que en el mundo han sido, les remite rápidamente al hombre, con preferencia a sí mismos. Les remite al mundo de las pasiones, de los sentimientos, de la moral. Ni el mundo clásico ni el mundo moderno (menos el mundo medieval) han formulado cantos a las cosas en sí mismas. Las cosas sólo son en relación con el hombre. El antropocentrismo es común a todas las culturas. La epifanía de la materia nos ha dado nada menos que el marxismo, la física einsteniana, el cine, el arte abstracto y la poesía de Neruda, entre otras cosas.

Sólo en el primer cuarto del siglo XX era posible, al fin, que un poeta escribiese un largo poema lírico al vino sin tener que apelar a paralelismos con su alma o al pobre recurso de los efectos del vino en los humanos. Neruda canta al vino desde el vino, al vino en sí mismo, materia pura y bien expresiva. Sin anacreontismos ni ninguna otra clase de apelaciones clásicas, tradicionales. En este poema, como en los tres cantos materiales, aparece ya por primera vez, con limpieza absoluta, el lirismo de las cosas desde las cosas, sin contagio de sentimentalismo personal. Tampoco está Neruda haciendo bucolismo. Es la épica y la lírica de la materia atenida a sí misma, reconocida eucarísticamente, al fin, por el hombre. Es la apertura erótica, incondicional, al mundo. El vino, aquí, no es utilizado para decir otras cosas. El vino es el vino. Neruda ha hecho desaparecer por fin a un personaje presuntuoso con muchos siglos de historia y zascandileo el poeta.

A ellas la bala del vino no llega,

su amapola eficaz, su rayo rojo

mueren ahogados en tristes tejidos,

y se derrama por canales solos,

por calles húmedas, por ríos sin nombre,

el vino amargamente sumergido,

el vino ciego y subterráneo y solo.

Yo estoy de pie en su espuma y sus raíces,

yo lloro en su follaje y en sus muertos,

acompañado de sastres caídos

en medio del invierno deshonrado,

yo subo escaleras de humedad y sangre

tanteando las paredes,

y en la congoja del tiempo que llega

sobre una piedra me arrodillo y lloro.

Y hacia túneles acres me encamino

vestido de metales transitorios,

hacia bodegas solas, hacia sueños,

hacia betunes verdes que palpitan,

hacia herrerías desinteresadas,

hacia sabores de lodo y garganta,

hacia imperecederas mariposas.

Entonces surgen los hombres del vino

vestidos de morados cinturones

y sombreros de abejas derrotadas,

y traen copas llenas de ojos muertos,

y terribles espadas de salmuera,

y con roncas bocinas se saludan

cantando cantos de intención nupcial.

Me gusta el canto ronco de los hombres del vino,

y el ruido de mojadas monedas en la mesa,

y el olor de zapatos y de uvas

y de vómitos verdes:

me gusta el canto ciego de los hombres,

y ese sonido de sal que golpea

las paredes del alba moribunda.

La materia, el vino, no está aquí en función del hombre, sino el hombre en función del vino. Neruda pasa por el poema, es un personaje más, se asoma a las ceremonias del vino, es un tránsfuga del vino, pero el vino no se ha utilizado, ni en todo lo transcrito ni en lo que sigue, para glorificar un estado personal del poeta. En seguida surgen los hombres del vino, que son los verdaderos protagonistas de la fiesta, o el coro que rodea al vino. Neruda asiste, Neruda participa, pero no ha hecho del vino metáfora de su alma. Esto es insólito en la poesía occidental y bien podemos decir que en poemas como éste se manifiesta la epifanía de la materia, el hombre empieza, por fin, a ver las cosas en las cosas, y no el reflejo refinado de su alma.

Obviamente, el poema está presidido por un sentimiento oscuro y triste que sin duda es el que retiñe el alma del poeta, pero es más bien que Neruda se ha puesto en disposición sentimental de acercarse al mundo catacumbal del vino. Esa cosa morada y litúrgica, catacumbal y ritual, que tiene todo el poema, se la da el vino a Neruda y no Neruda al vino. El vino, hecho criatura (pero sin caer en pueriles animismos), el vino viviendo su epopeya real y anual, el vino sin apelaciones a Baco, sin mitología, sin filosofía, sin moral. Por fin hemos conseguido un poema sin propuestas morales ni sutilezas psicológicas. Un poema en cuyo final no nos aguarda la coartada sentimental del poeta. Veremos que el poema termina como empieza, con los movimientos naturales de la materia, que el poeta ha secundado paso a paso y nada más.

Ésta es una característica de muchos poemas de Neruda, sobre todo en este libro y en las odas elementales. Se trata de poemas sin final, e incluso diríamos que sin principio, donde vemos vivir a las cosas, crecer, llenar el mundo y sólo eso. Neruda establece una serie de relaciones relampagueantes entre la materia cantada y otras materias, para darnos así la vida de la cosa, y luego la abandona, la deja ahí, viviente, enhiesta, eterna, sin cerrar el poema con un rasgo moral o personal que convertía el objeto en un fetiche del espíritu.

Esto tampoco quiere decir que Neruda se limite a esa especie de poemas invertebrados que hicieron los vanguardistas de los años veinte, bajo la influencia universalizada de Apollinaire. No, lo que encontramos en el poema de Neruda a una espiga o al vino no es una mera sucesión de imágenes, metáforas, greguerizaciones o caligramas encadenados de cualquier forma o no encadenados (la supresión de puntuaciones era muchas veces, en aquellos poemas, un recurso para ocultar su fragmentación).

Por el contrario, los poemas de Neruda a las cosas son orgánicos, en ellos la cosa vive, se desarrolla, crece, hace su vida de cosa, no queda petrificada por la imaginación del poeta, iluminada con cuatro flashes más o menos afortunados. La materia vive en la poesía de Neruda porque Neruda vive en ella y con ella, tiene buen cuidado de no hacer un bibelot ni un souvenir de un objeto natural. (Y cuando se trata de objetos artificiales, creados por el hombre, los vivifica, obtiene de ellos lo que tienen aún de materia orgánica, les hace solubles en su propia energía dormida, los despierta, digamos.) Neruda conoce bien los procesos naturales del mundo (aquí su rigurosa formación materialista) y se limita a acompañarlos poéticamente, sin darnos tampoco lecciones de cosas, por otra parte. Trata a una manzana como a una muchacha y a una espiga como a un adolescente, pero sin recurrir a las socorridas y encarecidas equivalencias, sino atendiendo a la biología natural del mundo. Y cuando esas equivalencias se producen, son siempre de igual a igual. La muchacha tiene rostro de «manzana furiosa», lo cual no va en detrimento de la manzana ni de la muchacha. Lo hemos dicho en otro momento de este libro: no se trata de que las manzanas sean una pálida imitación de la amada, o de que la amada se favorezca con el parecido de las manzanas. Son dos seres que se interpenetran horizontalmente. La chica tiene piel de manzana y la manzana tiene un atributo de la chica, un atributo humano: la furia.

Veamos algunas imágenes y metáforas de este poema al vino, algunas adjetivaciones, simplemente. El vino cuenta con una «amapola eficaz». No habría demasiada novedad en equiparar el color del vino con el de las amapolas. Pero sí la hay en el singular (Neruda juega siempre muy bien a darnos un singular donde suele haber un plural y viceversa). Esa amapola única, floreciendo en el vino, es más misteriosa que una multitud de amapolas. Concentra y resume lo amapolado del vino. Pero sobre todo viene el adjetivo. La amapola es «eficaz».

Efectivamente, el vino es activo en múltiples sentidos. Es eficaz. Neruda atribuye al vino el color de la amapola (equivalencia bella, pero fácil), mas en seguida atribuye a esa amapola la eficacia del vino, con lo que el juego es recíproco y hemos obtenido un objeto nuevo, insospechado, vivísimo. Una amapola eficaz. El colocar el adjetivo detrás del sustantivo, en buena gramática, prescindiendo del fácil trastueque retórico tradicional que echa por delante los adjetivos, es otro recurso muy frecuente en Neruda. Con ello, en principio, consigue una nueva retórica y sonoridad, ya que el oído del lector de poesía suele estar acostumbrado a lo contrario (mal acostumbrado). Y, sobre todo, le da a las imágenes una cierta gravedad de definición técnica o científica, una seriedad que la sintaxis poética había perdido con su abuso de la frase contorsionada. Así podríamos ir examinando todos los recursos, todos los hallazgos expresivos de Neruda para concluir que su tratamiento de la materia está conseguido desde la materia misma, y no desde un estado de ánimo particular, que es lo tradicional en poesía.

Pero sigamos leyendo el poema del vino:

Hablo de cosas que existen, ¡Dios me libre

de inventar cosas cuando estoy cantando!

Hablo de la saliva derramada en los muros,

hablo de lentas medias de ramera,

hablo del coro de los hombres del vino

golpeando el ataúd con un hueso de pájaro.

Él mismo nos lo advierte expresamente en estos versos: «¡Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando!» Apela a Dios, incluso —quizá la única vez en su vastísima obra—, para recordarnos que él no inventa, no fantasea. Quiere vivir y escribir pegado a la materia.

Hay otras dos estrofas donde el poeta se alude, pero también como punto de referencia y nada más. Recuerda cosas materiales, realidades exteriores, todo lo que quizá le trae el vino a la cabeza. Es el vino viviendo en él, no él viviendo en el vino. Su «yo» en seguida se hace soluble entre la proliferación de la materia exterior del mundo. Por eso hemos dicho y repetido que Neruda es un poeta sin intimidad. No utiliza el vino —sería tan fácil— para cantarse a sí mismo glorificado o humillado de alcohol. En las otras dos estrofas siguientes sigue describiendo la vida del vino, en un prodigioso juego de asociaciones y relaciones. Se diría que nos da el mundo todo a través de la óptica del vino. «¿Cómo es el calor cuando nadie tiene calor?», dicen que se preguntaba alguien. Bien, pues Neruda consigue explicarnos cómo es el vino cuando nadie está borracho. O es el mundo entero el que está borracho de vino.

Y termina así:

Y entonces corre el vino perseguido

y sus tenaces odres se destrozan

contra las herraduras, y va el vino en silencio,

y sus toneles, en heridos buques en donde el aire muerde

rostros, tripulaciones de silencio,

y el vino huye por las carreteras,

por las iglesias, entre los carbones,

y se caen sus plumas de amaranto,

y se disfraza de azufre su boca,

y el vino ardiente entre calles usadas,

buscando pozos, túneles, hormigas,

bocas de tristes muertos,

por donde ir al azul de la tierra

en donde se confunden la lluvia y los ausentes.

Parece que el poema se ha ido llenando paulatinamente de violencia a medida que avanza. Es la curvatura trágica que tienen casi todos los poemas de Residencia. Es el pesimismo que inclina el libro, el erotismo negativo que nos abre una y otra vez a un mundo en destrucción y descomposición. El vino participa de este destino, pero nada más. El vino va al azul de la tierra «en donde se confunden la lluvia y los ausentes». El vino acaba muerto entre los muertos.

En ningún momento del largo poema ha necesitado Neruda convertir el vino en un símbolo o un mito. La imagen de escayola del dios Baco no puede estar más ausente del poema. Tampoco ha convertido Neruda el vino en una persona. Hay momentáneas personificaciones relampagueantes que enriquecen poéticamente la vida del vino, pero nada más. El vino es el vino, como hemos dicho en otro momento. La modernidad de este gran poema no le viene tanto de su lenguaje (que fue moderno hace medio siglo) como de ese entendimiento de la materia en tanto que tal materia.

Neruda lo ha dicho en otro momento de su obra: «Los viejos poetas me prestaban anteojos.» Bueno, pues ha arrojado los anteojos de los viejos poetas, que eran anteojos de ver y crear mitologías, simbologías, y ha mirado el mundo, el vino, el correr de la vida, con su mirada de hombre y nada más. Sólo un materialista dialéctico del siglo XX (profese o no en el Partido) es capaz de ver materia en la materia. La resistencia a mitificar el vino a lo largo de un poema tan extenso es ejemplar. Neruda se ha limitado a mirar el mundo a través del cristal rojo del vino. Hay cientos y cientos de poemas nerudianos donde la materia y la vida merecen este mismo respeto. Sólo la iconografía comunista puede llevar a Neruda alguna vez al peligro de «cosificar» alguna cosa en símbolo. Pero salva en seguida ese peligro. Lo salva siempre o —ay— casi siempre.