Digo que no hay perversiones, porque la perversión que intenta Berlanga en esta película acaba moralmente, acaba rindiendo tributo y pleitesía a la verdad, a la realidad, a la vida, a la mujer. Es una perversión frustrada, desviada hacia la normalidad. Es una perversión pervertida, pero esto —querido Luis— ya le pasaba a Sade y les ha pasado a tantos otros.

He dicho también, al principio de estas líneas, que el film pudiera ser tenido por reaccionario, no en el sentido elemental y a la moda de que sea un film antifeminista, sino en el más profundo de que sea una meditación paulina sobre la maldad intrínseca de la mujer. Pero es que me parece que tampoco es así. El film constituye un canto a la mujer (a la mujer real, no a las muñecas), si bien un canto, es cierto, larvado de misoginia cristiana, esa misoginia cristiana que, como creo haber dicho antes, todos llevamos dentro en España, más o menos. ¿Por qué da el dentista ese rodeo de la muñeca y no consuma todas sus experiencias —no tan aberrantes al fin y al cabo— con una mujer real? Esto es puramente lírico, imaginativo, metafórico. El amante —tengo escrito— metaforiza siempre lo que ama, y del mismo modo que un novio llama «gatita» o «gitana» a su novia, cuando no es una gata ni una gitana, el dentista de Berlanga parte ya de la metáfora hecha, de la muñeca, y se imagina una mujer.

Todos hemos llamado «muñeca» a nuestra novia, a nuestra mujer, a nuestra amante. La hemos metaforizado, porque esto responde inevitablemente al mecanismo imaginativo del erotismo. Berlanga y Azcona invierten el proceso —éste es su gran hallazgo— y parten ya de la muñeca para humanizarla hasta crearnos la sensación de una mujer. Yo tengo escrito que estos sustitutivos ortopédicos —muñecas, penes de plástico, etc.— son monstruosos porque corporeizan una metáfora y las metáforas no hay que corporeizarlas, pero es que Berlanga no ha recurrido a una muñeca como sustitutivo de una mujer, sino para crear imaginativamente, poéticamente, una mujer a partir de una muñeca.

Lo suyo no es una ortopedia, sino una metáfora.

Y de aquí nacen —repito— todas las sugestiones del film. Metaforizar es irse muy lejos de la cosa para volver a ella a través de toda una sucesión de equivalencias. El dentista de Berlanga se aleja de la mujer real para conseguirla trabajosamente a través de la frigidez de una muñeca. Va humanizando el juguete a fuerza de paciencia, imaginación y sexo. Lo que se trata de conquistar no es un cuerpo, claro, porque un cuerpo siempre es asequible, sino todo el proceso emocional de una relación intensa: celos, sadomasoquismo, exhibicionismo, ternura, melancolía. Todo eso que al dentista ya no puede hacerle sentir ninguna mujer, quizá por lo fáciles que se han puesto en nuestro tiempo, pues tengo para mí que Azcona y Berlanga, como buenos españoles fundamentales que son, no dejan de repudiar interiormente el esquematismo de las modernas relaciones hombre-mujer. La aventura rápida que al protagonista se le brinda en un día de verano, y que abandona por la muñeca, es el modelo de relación esquemática que hoy impera a muchos niveles, pero tira más del personaje la complejidad emocional de una muñeca-esposa compartida con la madre.

La muñeca de Berlanga no es una simplificación brutal de la mujer —que tanto ha indignado a las feministas europeas—, sino un enriquecimiento prodigioso (casi provenzal, diríamos) de la mujer desde su origen no ya vegetativo, sino industrial: la muñeca. Lo que hace Berlanga en este film no es reducir el sexo a un mecanismo ortopédico, reducir la mujer a una muñeca de goma, sino irse sacando una mujer real de su costado, como Adán, a partir del motivo banal de un maniquí.

El film, por lo tanto, no es progresista ni reaccionario, sino que se mueve a otro nivel, y en todo caso sería progresista, pues que tiende a considerar toda la complejidad de la hembra como persona, a redescubrir esa complejidad que se ha perdido en la relación burguesa, hasta llegar a su caricatura de la mujer-objeto.

Se nos dirá, aún, que el culto que Berlanga rinde a la mujer en esta película, a través de la muñeca, es un culto alienante, en todo caso. Es el culto tradicional, galante y lascivo, halagador y alienante al mismo tiempo, sucesiva o simultáneamente. Bueno, pero lo que pasa es que Berlanga tampoco se ha propuesto, sin duda, brindarnos un modelo de relación, sino que ha indagado dolorosamente en la naturaleza del erotismo masculino y nos ha recordado cómo son las cosas en el corazón del hombre. Así de precarias y de complejas. La relación dentista/muñeca queda criticada, puesto que termina fatalmente, termina de modo trágico, y a partir de ahí habría que empezar a construir una relación hombre-mujer que es la que se está fraguando en nuestro tiempo, con mejor voluntad que nunca, aunque con pocos frutos hasta ahora.

Lo que sí hay de positivo en esta historia es eso, la repoblación sentimental que Berlanga hace del amor, el enriquecimiento del sexo que se da en esta bella historia de amor, la valoración de la mujer por el hombre (aunque sea, repito, una valoración larvada por la galantería tradicional en su sentido más amplio, profundo y nefasto). En un tiempo de comercio sexual esquemático, que no criticamos, pero que tiene sus peligros de esclerosis emocional, como todo los tiene, Berlanga se atreve a proponernos, no el esquema puro, la masturbación simple con un objeto inerte, como tópicamente se ha entendido, sino el enriquecimiento prodigioso del amor. Y lo hace a partir de una muñeca para ponérnoslo aún más difícil.

El resorte que mueve todo esto, aparte la imaginación del dentista, es, naturalmente, la ternura, su ternura, la ternura masculina, todo un mundo que está hoy muy olvidado por culpa del mito moderno y mediocre del triunfador, el hombre agresivo, el management o la versión nacional del macho, el soberano y el consumidor de coñac.

Cuando me invitan a reflexionar sobre el playboy (cosa muy frecuente en revistas y periódicos) yo siempre pienso, tras observar a los pocos playboys que conozco, que el playboy no es un muchacho para jugar, como su nombre indica, sino un muchacho para sentir. Lo que el playboy da a la zurrada mujer de nuestro tiempo no es sexualidad pura, ni trapitos, ni estilo ni clase ni ningún otro de los deleznables tópicos que por ahí andan. Lo que da, sencillamente, es ternura, cosa que casi ningún hombre da ni ha sabido dar nunca.

La historia no es nueva, claro. Ya el juglar medieval le burlaba las esposas al caballero porque traía ternura, sentimiento, porque era un tanto amadamado y comprendía la condición sensible de las damas. En contraste con aquella masculinidad feudal hecha para la guerra, el juglar representa una masculinidad gentil hecha para el amor. Creo que estos dos tipos de masculinidad han convivido siempre, a través de los siglos, y ya Sartre, en su biografía de Baudelaire, se para a distinguir al homosexual del hombre afeminado, que dice él, y que no es tal afeminado, sino, sencillamente, el hombre que comprende a las féminas, que participa de su mundo.

Son una virilidad en la que florece la rara flor de la ternura.