Pero volvamos a la «habitación propia» de Virginia Woolf. Dice el poeta Johnn Donne, aquel dandy del XVI: «Qué casa en ruinas habita el hombre, habitando su propio cuerpo.» Shakespeare abunda en esta idea del cuerpo como casa del ser. Es obvio que cuando la mujer de nuestro siglo se queda a solas con su habitación propia, con su casa dentro de la casa, con lo que se queda a solas es con su propio cuerpo. El descubrimiento del cuerpo, el descubrimiento de la insufrible soledad del yo. Y el comercio con esa soledad, la masturbación.

La masturbación, en el hombre y en la mujer, supone, más que un comercio con el propio cuerpo, un comercio con la soledad, con la propia soledad. Hay masturbación porque la soledad es insufrible, hay masturbación porque hay deseo insatisfecho. Las cosas van a medias. El deseo siempre podría satisfacerse, compartirse. En todo caso, ese deseo insatisfecho crea el ámbito de la propia soledad, es soledad en acto, digamos. Si sólo se tratase de satisfacer una urgencia, la masturbación sería satisfactoria. No lo es. Deja una mayor secuela de soledad (que la moral ha llamado culpabilidad). Luego lo que se buscaba a través de la masturbación era compañía. La masturbación es un proyecto de compañía que hace la soledad. El proyecto fracasa y la soledad se ahonda.

No se sabe si la mujer moderna se masturba más que la mujer de otras épocas o si en nuestro tiempo se habla más de esto, la mujer lo confiesa, siquiera sea anónimamente, con más facilidad que antes. Las encuestas de Kinsey o Albert Ellis, de Serrano Vicéns en España, son sorprendentes. ¿Es la masturbación femenina un signo de nuestro tiempo, o sólo lo es su difusión? En cualquier caso es lo mismo. Hay más masturbación porque se habla más de ella o se habla más de ella porque hay más masturbación.

En cierta medida, tienen razón los hipócritas. Es más cierto lo que se conoce. Es menos cierto lo que no se conoce. La masturbación femenina es hoy, no diremos un problema, pero sí un fenómeno a considerar, porque se ha hecho evidente, se ha difundido se ha aceptado. La masturbación es uno de los caminos que tiene la mujer para conocerse a sí misma, a través de su sexualidad. ¿Y el hombre?

Ocurre que la sexualidad masculina es más evidente, más exterior, más precisa, fisiológicamente hablando. En el hombre, la masturbación, más que un camino para el conocimiento de su sexualidad, es una consecuencia de esa sexualidad, tan manifiesta. En la mujer tiene un valor de camino, de introspección, de indagación, por cuanto la sexualidad femenina, sobre ser más difusa y compleja, ha estado secularmente disimulada y complicada con conveniencias externas, sociales, morales, religiosas, etc. La moderna sexología no sólo no condena la masturbación —tan natural e irreprimible a ciertas edades—, sino que resalta su valor pedagógico en la mujer. La muchacha, la adolescente, no iniciada por padres ni educadores, torpemente iniciada por muchachos inexpertos, corre frecuente peligro de frustración sexual, de trauma, que a veces es definitivo y determina toda una falsa vocación, toda una vida. La fugaz homosexualidad adolescente y la masturbación son, así, los únicos caminos, tan defectuosos como eficaces, que llevan a la mujer al conocimiento de su cuerpo, al conocimiento de sí misma.

Sólo otra mujer puede pulsar con acierto el arpa incógnita de la sexualidad femenina adolescente. Sólo otra feminidad, o a veces la autofeminidad del autoerotismo. Difícilmente una masculinidad. Habrá menos masturbación femenina cuando haya más educación sexual, y no a la inversa.

Algunos primitivos castraban el clítoris de sus mujeres para hacerlas castas, para asegurarse su fidelidad. Aquellos primitivos sabían ya lo que aún no sabemos con fijeza nosotros: adónde está la clave del erotismo femenino. Freud, que es un genio desviado por su puritanismo judeocristiano, supone que los primitivos tenían razón al obrar así, ya que la sexualidad clitoridiana, el orgasmo clitoridiano, era una aberración para él, una consecuencia del equivocado y espontáneo erotismo infantil Habría que inducir esa carga erótica hacia la vagina para conseguir el orgasmo vaginal. Su discípula María Bonaparte, como Simone de Beauvoir, etc., todavía han especulado con ese fantasma del orgasmo vaginal, que sólo existe por extensión de la excitación clitoridiana. La mujer muy sensible sexualmente, puede reaccionar a cualquier contacto. La mujer menos sensible sólo reacciona al contacto directo del clítoris. La frígida es la que tiene una sensibilidad muy localizada, muy restringida, y sólo reacciona clitoridianamente en raros casos, o nunca.

La vagina carece de terminaciones nerviosas —esto es así porque de otro modo la mujer no podría soportar los dolores del parto—, y por lo tanto las emociones vaginales son en buena medida emotivas, exactamente, pero no fisiológicas. O sólo lo son por extensión del estímulo central clitoridiano. El orgasmo apenas existe en las hembras de las especies animales, y en la mujer es un hecho cultural tardío. Por todo esto es conveniente una exploración precoz de la propia sexualidad, por parte de la mujer, ya que esto suele dejarse a los azares del matrimonio, los noviazgos, eso que un novelista ha llamado «los contactos furtivos», y en la mayoría de los casos la experiencia resulta torcida y le proporciona a la interesada una mala información sobre sí misma.

Pero esto no es un libro de orientación sexual ni de vida sexual sana al uso. Me interesa más entender por qué ese afán de Freud y de toda la sexología tradicional por negar el orgasmo clitoridiano. Parece que de lo que se trata es de conseguir y ensalzar el orgasmo vaginal, conseguido mediante la cópula «académica», digamos, de la pareja. Es un último ensalzamiento de la unión perfecta, ideal, un último tributo a la mujer-idea, la consagración de alguna forma de matrimonio y la absolución de un acto que, pese a todo, se sigue considerando feo, vicioso, culpable. Esto por lo que se refiere al ala derecha, digamos, de la sexología. En cuanto al ala izquierda, que pudiera estar representada por la citada Simone de Beauvoir, es evidente que se pretende igualar a la mujer con el hombre en todos los aspectos, también en el fisiológico, y se considera un desmerecimiento el que la hembra no pueda conseguir su orgasmo mediante una cópula académica, como el varón. Otra forma de idealización del acto en general y de la mujer en particular. La izquierda es tan proclive como la derecha a estas idealizaciones, a estas sublimaciones, que en todo caso han hecho mucho daño al entendimiento real del problema.

La verdad que habría que aceptar es que el mundo no está bien hecho, que las especies se han adaptado y acoplado como han podido, que algunas se han extinguido por dificultades de acoplamiento y que nosotros no estamos mejor calculados. El hombre y la mujer presentan innumerables deficiencias en su mecánica erótica, deficiencias que tradicionalmente se han adjudicado a un plano psíquico, por una última inercia de la fe en el alma y por una resistencia profundamente reaccionaria a admitir la imperfección física de la especie en su momento más vital y sublimizado. Sólo en la moderna sexología, a partir de Wilhelm Reich (por citar al autor más tópico y difundido), hasta llegar a Masters y Johnson, se ha promocionado el orgasmo a costa de lo que sea, el orgasmo como necesidad vital que hay que conseguir de cualquier forma, como descarga eléctrica, nerviosa y emocional que el individuo requiere bajo peligro de neurosis. Ya Reich daba la consigna de conseguir el orgasmo a cualquier precio, por cualquier procedimiento.

En España, el doctor Marañón, dentro de una sexología tradicional, exaltó asimismo la unanimidad del orgasmo en la pareja, y millones de parejas se han frustrado en el difícil empeño por conseguir ese ideal (puro idealismo), que a veces se da, pero que no debe buscarse obsesivamente, ya que su busca impide la exploración de otros caminos. Importa el orgasmo unánime, pero importa más el orgasmo simplemente. Es nada menos que una noción religiosa lo que se pone en juego. Si el mundo lo ha hecho Dios tiene que estar bien hecho, y si está bien hecho, el orgasmo simultáneo es uno de sus momentos más afortunados. Pero resulta que a lo mejor nos regimos por el azar y la necesidad y a nuestra inteligencia, a nuestra imaginación erótica corresponde la adecuada corrección de la naturaleza, la conquista cultural de niveles de placer y descarga que de ninguna forma consigue el mero instinto. Porque el mero instinto sólo busca la reproducción.

Hay que aceptar que el mundo no lo ha hecho una mano maestra, que el mundo no está bien hecho, que el universo es una progresión dialéctica hacia su realidad completa, o un eterno retorno en el cual la grandeza del hombre está en haber ideado y seguido la línea recta. Hay que aceptar, no ya que no somos ángeles, sino que tampoco somos demonios. No tenemos la perfección diabólica del ángel o del demonio. Sólo somos hombres: o sea, precarios. El viejo angelismo que relegaba el sexo en el hombre, lo ha heredado la sexología moderna que nos imagina una sexualidad perfecta. Ya que tenemos sexo, al menos que sea impecable. Bueno, pues ni siquiera eso. Resulta que nuestro sexo, que tanto nos ha costado aceptar, además es imperfecto. La humillación, así, se hace completa. Hay que aceptar la imperfección sexual de la especie —impotencia, homosexualidad, desajuste macho/hembra— porque es una de las últimas aceptaciones que nos llevan a mayor madurez humana y social.