Nuestra civilización devora la naturaleza y entroniza la materia. Se ha dicho que es ésta la civilización del desperdicio. Lo es, no sólo porque produzca muchos desperdicios, sino porque ha creado la mitología del desperdicio, la belleza de lo caduco, la mitificación de la miseria y la chatarra.

El sentido materialista de la Historia, aportado por el marxismo, tiene una derivación marginal en el arte y la cultura. La materia lo es todo, sí, y este descubrimiento, que es la clave para entender la marcha de los tiempos y los procesos de la economía, ha llevado también a una exaltación estética y vital de la materia, auspiciada por la ciencia cuando nos dice que la materia es energía acumulada y por liberar. La materia se torna sagrada cuando sabemos todo lo que palpita en ella. Y, finalmente, el cine, el arte de nuestro tiempo, resulta el más adecuado para desvelar los gestos de la materia, el escorzo vivo de las cosas. Toda la estética moderna, de la novela a la pintura, está influida por la estética del cine, por la óptica del cine, que es la retina del siglo XX. El cine descubre el valor épico y lírico de las cosas, de las pequeñas cosas y las grandes distancias, y no sólo humaniza los objetos, sino que trata como objetos los rostros humanos, en el primer plano, los mineraliza al exaltar sus poros y minuciosidades.

La economía, la ciencia, el arte, han contribuido así a crear la mística y la estética de la materia. El erotismo de la materia, que es un erotismo negativo cuando nos descubre la grave caducidad de lo material, de lo creado por el hombre materialmente, y es un erotismo positivo cuando se aproxima a lo que un cursi hubiera llamado, azorinianamente, «el alma de las cosas». Nuestro tiempo es un tiempo erótico porque ha tomado conciencia gozosa y angustiada de la pura materialidad.

Todo el pasado se había regido por las llamadas materias nobles, tanto como por las llamadas ideas nobles. El oro, la plata, los marfiles, las piedras preciosas, o cuando menos las plumas y las conchas, son las texturas con que están hechos los palacios y los sonetos de muchos siglos de cultura. Hay una discriminación en las cosas. El puritanismo sexual cristiano no se limita a los cuerpos, sino que, por extensión, llega a todo lo creado y a todo lo que el hombre crea. El idealismo, que, más que cosas, busca ideas de cosas, necesita operar con cosas bellas para más fácilmente extraerles una bella idea o adjudicarles una bella alma.

El viejo dualismo, que creíamos sólo moral y religioso, es ante todo un dualismo estético. Todo lo bello es hijo del cielo y todo lo feo es hijo del infierno. Estos conceptos morales mantienen detenida durante mucho tiempo la evolución del arte. Los grandes genios —Dante, Shakespeare, Goya, Quevedo— hacen un arte del horror, hacen la estética de lo feo, pero esto sólo se acepta como una suerte de catarsis, cuando no se rechaza directamente por bajo. Sólo lo bello está acogido bajo la capa del cielo, porque en lo bello ha habido una asunción de la materia. Lo bello es la cosa en que la idea de cosa se ha sobrepuesto a la cosa misma. Lo bello es la cosa espiritualizada. Lo innoble, lo feo, es la cosa que se queda en cosa, la cosa de la que no se ha podido o no se ha querido obtener una idea de cosa. La cosa que no ha sido sobrepasada por su idea.

Mas cuando desaparece el cielo, cuando dejamos de creer en él, cuando el cielo retira su azul manto protector, todas las cosas aparecen como tales a la cruda luz de la realidad, y ya todas las cosas son iguales, y en la pérdida de la noción de belleza y fealdad, tan de nuestro tiempo, influye la pérdida de la noción de cielo e infierno.

El idealismo se retira de las cosas, como escribimos al principio de este libro que se retira de la mujer. Las cosas ya no tienen que dar una idea de sí. La visión materialista del mundo deja las cosas en cosas, con lo cual no las confina, sino que, muy al contrario, las exalta.

El oro había sido la cosa-idea por excelencia. El oro, que casi no es una cosa, que no tiene forma concreta ni color exacto ni utilidad determinada, ha sido secularmente, legendariamente exaltado, más que por su valor (tan convencional) o por su símbolo, por ser la cosa-idea, la perfecta idea espiritualizada de cosa. En el oro, la materia llega a lindar divinamente con la idea, con el espíritu. El oro, por eso, es una noción religiosa. Está en lo alto de la escala, como en lo bajo pudieran estar los excrementos (distanciamiento/emparentamiento muy utilizado, como se sabe, y muy abusivamente utilizado, por el psicoanálisis). El oro, con su belleza inútil, parece ser la corroboración idealista de que todo es la idea de sí mismo. Incluso la materia inerte.

Pero con la física moderna descubrimos que las cosas no tienen alma, sino energía. No son una idea, sino una fuerza. No son el reflejo de otra cosa celestial más perfecta, sino el fragmento de una energía total. Las cosas dejan de ser símbolos y son ellas mismas, y este descubrimiento gozoso de la materia con su energía, con su conducta, con su «personalidad», digamos, es ya un descubrimiento erótico que explica en buena medida el erotismo cósmico de nuestro tiempo. Todo es todo, todo está en todo, todo influye en todo. Empieza la fornicación universal, o empezamos a asistir a una fornicación universal que siempre habíamos ignorado.

Así como el oro había sido lo más cercano a la cosa-idea, el desperdicio es lo más cercano a la cosa-materia. En el oro afloraba casi espontáneamente el alma. En los cementerios de cosas de nuestra civilización del desperdicio, aflora espontáneamente el sentido de materia, mucho más que en los objetos pulimentados y protocolizados por el uso y la vigencia. De ahí la tendencia de la estética moderna, del erotismo moderno, hacía las cosas viejas, usadas, rotas, estropeadas, sucias, devueltas a su realidad y condición de materia, tras la pasajera encarnación práctica que les fingía una idea.

El artista de nuestro tiempo ha empezado por conectar con los grandes del pasado que supieron ver la materia tras el tejido idealista del mundo: Heráclito, Shakespeare, Dante, Quevedo, el Bosco, Goya. Aquellos hombres fueron descubridores de la materia, llenaron el arte y el mundo de materia, para desconcierto de sus contemporáneos. A veces tenían que darle a la materia un sistema alegórico, ya que no podían darle un alma, para tranquilidad de las gentes. Pero la alegoría no es ya el idealismo platónico (que todavía dura) sino el carnaval del idealismo. La alegoría e incluso la mitología son en buena medida la farsa del idealismo. Cuando las cosas ya no pueden ser reflejo de una idea, se las organiza en vastos sistemas alegóricos o míticos que las haga expresión de una doctrina. El idealismo ha muerto. La alegoría y el símbolo son y han sido siempre cartón piedra. Los grandes talentos materialistas del pasado, hubieron de someterse, así, en la mayoría de los casos, a la disciplina alegórica, por imposición religiosa, moral, estética y cívica. Pero habían tomado contacto caliente con la materia del mundo, con la realidad única y palpitante, que ya Heráclito, el primero de todos, reconoció como dialéctica del Universo.

Sólo en el siglo XX, se produce la eclosión simultánea de la materia en la economía, la literatura, la ciencia, el cine, la vida. El trabajo es más hermoso que el dinero, para Marx, porque el trabajo es materia y el dinero sólo es una idea: la idea del dinero. Los desperdicios de la gran ciudad son líricos y sórdidos para Miller (y para vastas corrientes literarias del siglo) porque son la cosa devuelta a su condición material, tras su fugaz encarnación en objeto. La materia es hermosa, para Einstein, porque no es el tabernáculo de una idea, sino la concentración agazapada de una energía que se puede liberar. El cine, la óptica de hoy, la mirada del hombre moderno, colectiva y descubridora, sobre las cosas, nos descubre la belleza de una pared sola, insultada por las lluvias.

Alguien ha escrito que los jóvenes han descubierto la pobreza, el miserabilismo, como se lo llamó allá por los años cincuenta. Lo que han descubierto los jóvenes, sin saberlo, es que en la pobreza alumbra la materia. La materia sólo es soluble en la pobreza, porque la riqueza acuña la materia en cosas, la broncea y la falsea. Este descubrimiento de los jóvenes, que se ha tomado por político, muchas veces es meramente lírico. Cuando dijo Picasso que si la pobreza pudiese comprarse él se arruinaría, sin duda era esto lo que quería decir. Pobreza, en su frase, significaba materia. El pop-art y el hiperrealismo se complacen en la materia en directo o en la materia minuciosamente reproducida, explorada. Pollock, Tapies, Rauschenberg, manipulan la materia. Los informales y abstractos llegan a la total solubilidad de la materia. No ya la materia en sus corporeizaciones más directas y elementales, sino ni siquiera eso: sólo la materia sola.

El instinto erótico del siglo y la epifanía de la materia coinciden gracias a lo que los surrealistas llamaban «el azar objetivo». Escritores como Henry Miller o Pablo Neruda son, por su actitud abierta, erótica, ante el mundo, dos grandes profetas de la materia.