Claro que habría que preguntarse por qué la ternura masculina está psíquicamente bloqueada desde hace siglos. Yo creo que, aparte la hipertrofia de la agresividad viril, tan cultivada por la sociedad, los Estados, los ejércitos y las guerras, el hombre es un ser lleno de represiones e inhibiciones —más que la mujer, contra lo que se cree—, pues se le ha forzado socialmente a un papel competitivo que ha exigido de él, en primer lugar, una economía de sentimientos. Así como la mujer derrama su ternura entre niños, perros, ancianos y tiestos, el hombre sólo suele dar su ternura a los animales y a los objetos: es decir, a aquellas cosas que no pueden devolvérsela, porque lo que el hombre teme es la respuesta.

La ternura engendra ternura y el macho no tiene tiempo ni ganas de enredarse en una relación de afectividad compleja —ni siquiera con sus hijos, con los que suele ser especialmente «sobrio», como se dice—, pues el macho es consciente de que la vida le reclama, de que la lucha le espera, de que el trabajo o la guerra le exigen. Claro que todas estas cosas las ha inventado él previamente, pero así es como ha entrado en un círculo vicioso y se ha encerrado en una trampa, de modo que yo diría, sin demasiado temor a equivocarme, que hay gravitando sobre el mundo una inmensa y represada carga de ternura masculina que, en la imposibilidad de liberarse, se transforma, obviamente, en su contrario, y engendra mucha de la agresividad y la violencia de nuestro tiempo. El dentista de Berlanga hace la farsa de la ternura con su madre, y con su amante ni siquiera la hace. Toda la ternura represada que lleva dentro (y que a veces aflora con una niña de su consulta) es la que pone en juego con la muñeca, la que libera ordenándole el pelo, cuidándole los dientes y la ropa.

Toda la película es un escandaloso ejercicio de ternura.

La ternura de Luis Berlanga, que, como todo artista, pone en su arte el sobrante de afectividad que no ha podido o no ha sabido poner en la vida.

La delación de la frustrada ternura masculina sería algo muy interesante de hacer frente a la sociedad esquizoide de nuestro tiempo. No es ya sólo una delación psicológica, como lo hubiera sido en tiempos de Freud, por ejemplo, sino ante todo una delación social —por eso utilizo esta palabra casi policíaca— pues es la sociedad competitiva y el mito de la agresividad lo que ha castrado al macho en su dimensión considerada menos viril.

El dentista, aparte de entregarse con la muñeca a ejercicios masturbatorios y de voyeurismo muy elementales (no podían ser de otra forma: no hay perversiones), libera ante todo su ternura, con la muñeca. Es nada menos que el mito del hombre moderno, entre un trabajo técnico y una amante esquematizada, forjando la imagen de su ternura en la soledad de una muñeca.

Veamos la más tópica historia de muñecas: las que llevan los marineros en algunos barcos para aliviar su soledad. ¿Es la ilusión de una mujer, la metáfora de una mujer, la ortopedia de una mujer? Les sería más gratificadora la masturbación, o un compañero. Lo que se establece entre la muñeca del barco y el marinero es una relación de ternura, y no hay duda de que esa muñeca, en mitad del mar, se convierte en la metáfora múltiple de todas las mujeres que el marinero ha tenido en tierra, o de una sola mujer, a la que a lo mejor luego, cuando llega al puerto, él no le da ninguna ternura, porque ya se la ha dado toda a través de la muñeca.

Nuestro protagonista es como uno de esos marineros. Se encierra en el barco de una vieja casa de París a hacer la travesía de su soledad, a cruzar los mares de su edad, y como remedio y evocación de todas las mujeres tenidas y perdidas, soñadas o no conseguidas, se trae consigo una muñeca.

De ahí el fracaso de la mujer real cuando, descubierta la «aberración», decide tomar actitudes de muñeca, ser estática, volverse goma quieta. Llora y no sirve. Fracasa el experimento porque han caído ambos, él y ella, en algo poéticamente monstruoso: cuando el dentista ha decidido hacer de la muñeca la metáfora de una mujer, la mujer opta por constituirse en la metáfora de una muñeca. Ha vuelto el juego del revés, lo ha destruido. Es un atentado contra el lirismo de la situación. Se trata de una de las mejores escenas de la película, pero no sé si alguien ha llegado a su sentido último de inversión/destrucción del juego.

Finalmente, tendríamos que ampliar todo esto del individuo a la colectividad. Berlanga nos lo da ampliado, resuelto, en la última parte de la película, con la irrupción de los obreros españoles de París. Esta irrupción sirve como apoteosis final al desarrollo de la historia, pero —mucho más que eso—, desarrolla el caso personal en una plano colectivo, social.

Porque durante toda la proyección hemos estado pensando que, al fin y al cabo, la historia tiene algo de culpable juego burgués, de refinamiento ocioso. Y, no sé si para prever esto (se ha dicho que las neurosis no son cosa de pobres), Berlanga pone la muñeca en manos de los obreros españoles, que se la roban al dentista de debajo de la cama, y en su miserable barracón laboral del extrarradio montan con ella una Semana Santa con saetas y luego la violan en serie, haciendo cola detrás de una cortina, como en los servicios de prostitución de la guerra, de la miseria y el subdesarrollo.

Todo esto nos parece absolutamente real. Sé de otra película española en que se utilizaron maniquíes, y los obreros del estudio también abusaron de las muñecas. Es un acierto que Berlanga haya puesto la muñeca en manos de una turba de obreros españoles, pues así podemos certificar mejor la autenticidad de sus reacciones y, por otra parte, se corrobora el sentido sacro/maldito que la mujer, aunque sea de goma, tiene para el hombre español, por herencia, como hemos dicho antes, del judaísmo, del cristianismo, del arabismo, etc.

Aunque el protagonista del film sea un francés, incorporado por un actor italiano, la película es muy española en muchas cosas y su hispanismo se quita la careta definitivamente con la aparición de la divertida hueste nacional. No es, pues, un problema de elitismo el que se plantea en el film. No son las obsesiones de un señorito ocioso. Tampoco en esto es reaccionario el film.

Es el complejo sacralidad/maldad del hombre en general frente a la mujer, y del español en particular. Todo esto está muy estudiado. Al dentista burgués, su posición le permite hacer la experiencia de la muñeca, pero los obreros, en cuanto la tienen en sus manos, hacen la misma experiencia con mucho menos tacto y sin ninguna ternura (aquí sí pueden aparecer secundarios caracteres diferenciadores entre burguesía y pueblo). Los obreros se limitan a saciar su hambre sexual con la muñeca, pero es posible que pudieran haberse saciado igualmente con una mujer de verdad, propia o alquilada, y la muñeca no es para ellos un mero sustitutivo sino una experiencia fascinante. Aparte el indudable morbo de la violación colectiva, que los obreros españoles no han aprendido, sin duda, en Sade ni en ningún otro autor, sino que es un veneno y un enigma que está en el hombre desde lo remoto y que explica la vigencia misteriosa y milenaria de la meretriz.

Berlanga ha acertado así, no sé si conscientemente, a desarrollar, como digo, en un plano social, lo que de otro modo pudiera quedar como decadentismo de solitario para quienes no hayan profundizado en la marcha de la película. El mito de la mujer disponible, compartible y hermosa es un viejo mito masculino que ha sido estudiado, modernamente, en relación con la revista Play boy y otras publicaciones eróticas y pornográficas. El común de los modelos de esas revistas se ofrecen fáciles, sonrientes, disponibles, inmediatas, entre pasivas y expertas. Este mito sólo puede haberlo engendrado la tradicional dificultad de la mujer en una cultura como la occidental y cristiana, sexualmente represiva en el exterior y en el interior de la hembra.

Los obreritos españoles encuentran la más fácil, barata y fascinante de las meretrices en la muñeca del señorito. El señorito tiene una muñeca como otros tienen una amante, porque, junto a la clave de la ternura, actúa en el hombre legendariamente, ya digo, el mito de la mujer fácil y disponible a cualquier hora. La profunda alienación de los obreros está en que aún ni siquiera han llegado a sospechar la ternura. Creen que el sexo es sólo sexo como creen que la justicia es sólo pan y que la libertad es sólo grito. El dentista, más culto, más realizado, más completo, tiene quemadas todas las etapas anteriores, es un hombre individuado que ha llegado a descubrir, necesitar y ejercer la ternura.

Está a punto de madurez y equilibrio sexual, aunque a los críticos y censores de la ortodoxia les parezca un degenerado. Para los obreros, la muñeca sólo es un orificio. Para el dentista-intelectual, es todo un mundo de sentimiento, de sensibilidad (a veces enfermiza, burguesa, claro). La gran denuncia que hay aquí es la denuncia de la realidad. La clase obrera, desde el Manchester industrial denunciado por Engels hasta los barracones franceses donde se hacinan inmigrantes españoles, ha hecho el amor con rabia, con impaciencia, con necesidad, porque la alienación es tan profunda que llega a castrarles el sentimiento, lo más íntimo, la personalidad, y en sus mujeres taraceadas por el trabajo y el hambre sólo ven el remedio fugaz de una necesidad más.

Se les ha privado de la ternura, se les ha privado de su dimensión personal más delicada y subterránea. A todos se nos ha privado, pero algunos nos inventamos salvaciones, como el dentista se inventa una muñeca. El pueblo no está en condiciones de inventarse nada. Ni el erotismo ni la ternura.

Berlanga, que es un intuitivo, quizá no se ha planteado nada de esto, pero ahí está. No sé si se lo ha planteado Azcona. Ya decíamos antes que el artista debe resultar rebasado siempre en sus intenciones por la obra de arte.

Probado, espero, que esta película es moral y casi edificante, con momentos de canto a la familia, tendría que jugar ahora a llevarme la contraría a mí mismo, no por pedante afán dialéctico, sino por mera frivolidad, que a veces resulta lucidez.

¿Ha jugado Berlanga a dar suelta en este film a todas sus obsesiones personales, como se ha dicho, a todos sus caprichos eróticos, a sus interiores paraísos artificiales? Él me dice que no, que en la cinta no hay nada autobiográfico y que tiene de ella una idea de algo seco, intelectual, distante. Creo que la verdad puede estar a mitad de camino. Berlanga ha jugado un poco con un mundo que le gusta y le divierte, que a veces quizá le obsesiona, con más espíritu coleccionista que fetichista, pero como es un creador, del juego ha pasado a la verdad y de la verdad a la moral, que es una especie de resumen mental del mundo, casi inevitable en los españoles. Él admite la misoginia de la película. Yo no.

Sé que Luis es un vocacional de la mujer, un fanático de la mujer, como uno mismo, y si en algún momento juega a burlarse de su enamorado personaje, la verdad es que está muy dentro de él y no hace sino repetir ritos y ritmos del erotismo más tradicional, poniéndole a todo una fina moraleja paulina que le dicta la inercia moral de la raza. Lo que ha quedado evidente es el fanatismo por la mujer como única liberación de la reprimida y ahogante ternura masculina. En este film, Luis se libera y nos libera.