Nuestro tiempo, a cambio de haber dado un nuevo tipo de mujer, la mujer-metáfora, la amante, la hembra emancipada de connotaciones familiares, maternales, domésticas, ha dado así mismo el reverso o la degradación de esa mujer, que es lo que llamamos mujer-exceso, y que a niveles populares se viene conociendo por mujer-objeto.

Ya hemos dicho antes que la mujer-exceso es una prolongación, una hipertrofia, física o social, de la natural suntuosidad de lo femenino, que puede estar bien representada en la cabellera. La mujer-exceso es la degradación de la mujer-idea y de la mujer-metáfora, porque encarna comercialmente una idea inferior (el mito burgués de confort, en lugar del mito idealista de sublimidad) y encarna pornográficamente la idea erótica de la mujer-metáfora.

En todas las épocas se ha dado, naturalmente, esta perversión de lo femenino, pero lo característico de nuestro tiempo es una sustitución, de modo que Don Quijote tenía muy clara la diferencia entre Dulcinea y una barragana de posada (los equívocos en que le hace caer Cervantes al respecto no vienen sino a subrayar esta diferencia), mientras que nuestro siglo ha producido la promiscuidad y, como digo, la sustitución. Proust, adelantado siempre en casi todo —y más en estos temas— nos da en Odette el primer ejemplo moderno de sustitución de cortesana en funciones de gran dama. Esto lo habían hecho igualmente la Montespán y la Pompadour, y tantas otras montespanes y pompadoures, pero digamos que se atenían —ellas y la sociedad— a una especie de genealogía de la meretriz, a una heráldica del pecado, mientras que en Odette se produce el fraude total, la integración de una prostituta en la aristocracia francesa. Gilberta, la hija de Odette y Swann, será ya una más en Saint-Germain.

Desde entonces, la sustitución ha venido siendo sistemática, sobre todo en los períodos de entreguerras. Hay que advertir, aunque sea pueril hacerlo, que no estamos denunciando aquí una risible mescolanza de clases, cosa que no tiene para nosotros ningún significado, sino fijando el signo por el cual podemos entender cómo nuestro tiempo ha ido sustituyendo las dos imágenes fundamentales de mujer (mujer-metáfora, mujer-idea) por una tercera imagen larvada, que es la de la estrella cinematográfica, la cover-girl, la chica del mes, la modelo anónima, la cantante o la mujer-objeto en su uso y aceptación dentro de la vida, las costumbres, etc.

La gran estrella del cine es la mujer-idea de otro tiempo, la mujer ideal o mujer-ideal (no es exactamente la misma cosa) y así, Greta Garbo, desde la pantalla, ha dado lecciones de aristocracia a las aristócratas del mundo, ha sustituido a la mujer-idea mediante un producto prefabricado que es ella misma, y Brigitte Bardot ha sustituido a la mujer-metáfora, pues Brigitte Bardot ya no es una mujer que el hombre tenga que metaforizar mediante su amor, su pasión, su imaginación, su sexo, sino que el cine se la da metaforizada, convertida en mil mujeres según los argumentos, los atrezzos, las caracterizaciones y las psicologías que se le inventan a la estrella.

Y como ellas, miles de mujeres en uno y otro modelo. Si Greta Garbo ha sido la sustitución del idealismo en una época que ya no creía en la mujer-idea, Brigitte Bardot o Marilyn Monroe han sido la sustitución de la mujer-metáfora para un público acéfalo y extensísimo, incapaz de metaforizar él mismo a la mujer por falta de imaginación y de cultura, por culpa de la alienación sexual, laboral y social en que vive.

El cine nos da el trabajo hecho. Y como el cine, la publicidad, la moda, las revistas, la pornografía, el erotismo comercial e incluso las agencias de viajes, como hemos dicho en otro momento de este libro, pues resulta que si uno proyecta una expedición a la India legendaria o a los mares del Sur, lo más que puede brindarnos la imaginación del tour-operator es un póster con una bailarina hindú que enseña el ombligo o una bañista polinésica que se esmalta el pubis con flores. Se da la vuelta al mundo buscando una mujer, mujer que podríamos encontrar en la cafetería del barrio (y por lo cual muchos hemos optado, entre los grandes viajes y la cafetería, por esta última, como más cercana, cómoda, práctica y segura para conocer señoritas).

Y no es sólo, naturalmente, que la publicidad de viajes, como cualquier otra publicidad, utilice el atractivo femenino para su propaganda. Ni siquiera es solamente que en el fondo del nomadismo humano haya un incentivo sexual, entre otros componentes. Todo esto es cierto, pero el fenómeno que a mí me interesa reseñar ahora es la metaforización comercial de la mujer a que nos somete concretamente la publicidad viajera, paseando por las geografías del mundo un cuerpo femenino que nunca es otra cosa que eso: un cuerpo femenino. Pero a la hora de sintetizar en un affiche turístico las dulzuras del Caribe, los misterios de la India o el clima de Andalucía, el publicista no encuentra otro resumen ni otra metáfora que la mujer, una mujer convenientemente ataviada al efecto. La naturaleza metafórica de la mujer facilita esto, porque el cuerpo femenino emparenta en seguida con un mar, un fuego o una noche profunda, pero la publicidad ha hipertrofiado y degradado el proceso, con el patrocinio de los poderes políticos, que brindan al ciudadano el trámite metafórico consumado, supliendo así una realización erótica completa y compleja que muy pocos contribuyentes están en condiciones de llevar a cabo por sí mismos.

A medida que la educación sexual y la conquista de libertades desacraliza a la mujer, la publicidad y la pornografía vienen a cubrir ese campo que queda libre, a llenar ese hueco, hábil y torpemente al mismo tiempo, con una poetización comercial de la mujer que lo mismo sirve para anunciar champúes que religiones orientales.

La mujer-exceso, degradación ya hemos visto de qué, se caracteriza por eso, por su exceso de algo: senos, cabellera, sexualidad, lujo, libertad, etc. Es la metáfora viva e informática de todo lo que no tenemos, de todo lo que tenemos a medias, de todo lo que queremos. Pretende Esther Vilar, en un libro ingenioso y hábil, pero un poco elemental, que el hombre necesita proteger a la mujer-niña, y que la mujer, a su vez, necesita explotar y tiranizar al hombre. La relación no es sólo psicológica, y en lo meramente psicológico no es tan simple. El hombre sufre, goza y experimenta en la mujer-objeto la metáfora de muchas cosas que le faltan, por las que lucha, o bien cosas que recuerda y ha perdido. Y luego utiliza a la mujer-objeto o mujer-exceso para exhibir en ella el resumen de todo lo que tiene y ha conseguido. Pero no sólo para exhibirlo ante los demás, claro (que eso es elemental y tópico) sino para exhibírselo a sí mismo y convencerse de que ha llegado, de que ha triunfado, de que está viviendo la vida a fondo. La mujer-exceso nos da, precisamente por su exceso de lo que sea, la noción vivida de derroche, y sólo la sensación de derroche (pérdida seminal) es sensación de estar vivo y actuante. La mujer-exceso, con su sobrante de sexualidad, es ya una transgresión respecto de la sexualidad represiva que nos rige socialmente, pero una transgresión manejada, manipulada, controlada, que mantiene en el hombre medio el recuerdo de que existen paraísos de libertad y la culpabilidad de haberlos deseado. La explotación de la culpabilidad ciudadana por parte del Estado moderno, como en otro tiempo por parte de la Iglesia —de cualquier Iglesia—, es un espeso tema del que ahora sólo ofrecemos un aspecto. Ciudadano dócil equivale a ciudadano culpable. A los Estados, a las Iglesias, no les basta con manejar ciudadanos sumisos, porque lo que se exige de ellos, con frecuencia, va cada vez más allá de la sumisión. Se les exigen frutos que sólo puede dar la culpabilidad.

Y en este complejo de culpabilidad —pecado o conducta asocial— que los poderes fomentan siempre en el individuo, la mujer-exceso tiene un papel muy importante, pues supone una agresión constante al individuo socialmente equilibrado, y los poderes no hacen nada por suprimir esa agresión, sino que meramente la manipulan y dosifican. La culpabilidad individual acrece cuando el ciudadano se casa. Eso que pudendamente llamamos responsabilidades —«asumir unas responsabilidades»—, es asumir culpabilidad, una dosis de culpabilidad que va creciendo con el paso del tiempo, ya que el Estado y la Iglesia nos presentan a nuestros propios hijos como culpabilidad, nos los secuestran, pues que nos impiden disfrutar de ellos realmente, libremente, profundamente, sino que en un hijo muñen un complejo de obligaciones, culpas y «responsabilidades» que borra el rostro fresco y real del niño para convertirle en un enojoso paquete de problemas.

La paternidad queda así larvada —y la maternidad en buena medida— dentro de unas sociedades que dicen patrocinar la familia y cimentarse en ella. Y la mujer-exceso es elemento importante en este juego, por cuanto implica una sugerencia constante de invitación a lo prohibido: libertad, huida, sexualidad pervertida y extrafamiliar, confort, dinero. El mecanismo represor de estos impulsos es la culpabilidad. Lo que la sociedad llama un hombre responsable es un hombre con profundo y tortuoso sentido de culpabilidad al que los desnudos publicitarios sonríen desde todas las esquinas.