Pero he titulado este libro Tratado de perversiones y voy a hacer un alto para justificar o dejar definitivamente sin justificación ese título. El tema de las perversiones lo he tratado a propósito de una película, Grandeur nature, del español Luis Berlanga, en torno a la cual escribí un pequeño ensayo de unas quince páginas, que voy a dar aquí, ahora, porque está muy dentro de las coordenadas de este libro (si es que este libro divagatorio y adivinatorio tiene alguna coordenada, que lo dudo). La película de Berlanga y Azcona me lleva al tema de las perversiones muy directamente, con esa franqueza un poco elemental del cine, y llego a la sorprendente conclusión —sorprendente para mí, pues no la sospechaba— de que no hay perversiones.

No hay perversiones porque el erotismo es en una dimensión la rebeldía contra las leyes de la naturaleza (la rebeldía contra Dios, que se decía antes), así como en otra dimensión es el acercamiento intelectual, mediante el sexo, a la naturaleza en profundidad La contradicción, la fascinación y la riqueza del erotismo está en esta doble condición que tiene de acercamiento entre el mundo y el hombre, y de rebeldía del hombre frente al mundo. Es la imaginación sexual que quiere alzarse al poder, por encima de las leyes zoológicas y ecológicas que nos rigen. Es el arranque lírico de la especie ejercido mediante el sexo.

Pero la melancólica conclusión es que no hay perversiones, porque nadie puede saltar más allá de su sombra —que ni siquiera es la sombra de Dios, de un dios—, y acabamos siempre, mediante el mayor rodeo erótico de la mayor «perversión», imitando barrocamente la conducta lineal de la vida. He aquí esas páginas:

La película de la muñeca es la película metafísica de Berlanga. Luis Berlanga ha sido hasta ahora un director de cine, un creador rico y genuino muy dentro de la línea nacional del esperpento, el barroquismo, la imaginación al poder y el humor negro, que se inventó aquí mucho antes de que lo crease Bretón, intelectualmente, en los cafés de París.

Pero Luis Berlanga, siempre entre el costumbrismo atroz y el psicologismo de brochazo, ha hecho con su última película (aunque ya no reciente, como se sabe) su film más profundo, más metafísico, sí, diría yo. Un film de madurez humana, aparte la consabida madurez artística, un film donde reflexiona (con la ayuda literaria, valiosísima, inteligente de Azcona) sobre la condición última del erotismo masculino. Ha partido para ello de una moda muy europea, la de las muñecas hinchables, que está dentro del costumbrismo comercial y erótico de nuestro tiempo, aunque sobre muñecas, mitos y fetiches eróticos habría mucho que hablar y la cosa viene de atrás. El primer acierto de Luis ha sido no trivializar el tema en ningún momento, no caer jamás en el chiste inevitable ni en el casticismo internacionalista (que lo hay). En seguida se ve que el film va a ser una muy española meditación sobre el sexo, la mujer y la muerte, en la más tradicional coordenada moral de nuestra Historia.

La cosa viene de la misoginia de San Pablo, nada menos, porque todos hemos sido y somos niños de derechas, en este país, ya que inevitablemente nos reconocemos como doctrinos de una religión judeo-cristiana que ha discriminado a la mujer secularmente por razones económicas, higiénicas y de pura masculinidad, entendida ésta como clan. En este sentido profundo sí pudiera decirse que el film es reaccionario, como heredero de la vieja moral española, y no en el sentido frívolo en que lo han dicho las progres y feministas del mundo, considerando que es una obra que consagra a la mujer-objeto e insulta a la mujer real.

Cuando Berlanga estaba filmando su película, en un casón madrileño del barrio de Salamanca, yo iba por allí, por el rodaje, y ya entonces me enteré de cuál era el «mensaje» de Berlanga y Azcona, el contenido manifiesto del film, por decirlo en puro tópico freudiano: la mujer es la ruina del hombre, aunque sea de goma. Una tesis muy española, aunque la película esté hablada en francés y tenga un tono europeo que no pasa de ser de superficie, aunque muy bien mantenido, naturalmente.

Pero por debajo del contenido manifiesto está el contenido latente, claro, que veremos más adelante. Según este contenido manifiesto, el dentista de la película rompe con la vida real, con los amores reales, rompe con la familia, con su madre —cómplice lamentable de las «desviaciones» del hijo—, y con su vida profesional. Acaba humillado, enfermo, muerto, por culpa de la muñeca. Las mujeres son unas lagartonas, ya lo decía mi abuela. Y cuando él se ha ahogado en el Sena y la muñeca fascina desde las aguas a otro «degenerado» que seguramente volverá a empezar la historia, el espectador sale del cine convencido de que la mujer no es buena, o de que es mejor la santa esposa, porque lo que parece condenarse aquí es cualquier clase de desviacionismo extraconyugal (esté instituido o no el matrimonio como tal).

Todo esto es tan pueril que, evidentemente, no puede constituir la sustancia de un film tan profundo, tan complejo, tan rico. En él hay mucho más de lo que han puesto los autores, pues ésta es la ley de la obra de arte: no igualar con la vida el pensamiento, como quería el clásico, sino desbordar con la vida el pensamiento. Dicen los modernos lingüistas que el niño sabe mucho más de lo que aprende. El artista —tantas veces comparado fácilmente con un niño— también debe saber mucho más de lo que aprende, enseñar mucho más de lo que enseña y resultar superado por sus intenciones —la imaginación al poder—, ya que si no supera sus intenciones, si no las desborda, estará siempre por debajo de ellas.

Las feministas que han condenado este film en Europa lo han entendido mal, como la censura española que lo prohíbe. (La incomprensión de la censura española, respecto de esta película, puede ser ya oligofrénica.) No es un film contra la mujer tradicional —condena indudable a cargo de la feminidad tradicional— ni es un film contra la mujer liberada —condena indudable por parte de la feminidad moderna—, sino que, entre ambos fuegos, es un film amoral y melancólico que va más allá de todo eso. ¿Adónde va este film?

Por ejemplo, a probarnos la imposibilidad de las perversiones. No hay perversiones. El hombre que se compra una muñeca de goma, se aísla con ella, abandona el mundo, rompe lazos y vive con el juguete maravilloso una aberrante vida nupcial, no está haciendo sino repetir uno por uno todos los momentos de la relación real con la mujer real. No sólo los momentos interiores, psíquicos, sino incluso los momentos sociales, convencionales, externos: boda, vida en común con mamá, etc.

La muñeca es así una maravillosa metáfora de una mujer. Toda la cinta es metafórica —no simbólica, cuidado—, y su gracia está en eso, en haber sido construida sobre una metáfora y no sobre una mujer real. Imaginemos esta historia con una mujer de verdad, con una amante joven, maravillosa y secreta que ha encontrado el dentista. Sería una historia vulgar. El maduro que se enamora de la jovencita y acaba en la destrucción y la muerte por culpa de este amor. Se ha repetido mil veces en el cine, la fotonovela, la novela, el teatro y (lo que es peor) en la vida, porque la vida es siempre una mala novela. La vida no tiene talento narrativo.

Pero así como las señoritas que en el cine han encarnado ese papel miles de veces nos recuerdan siempre una muñeca (por lo inexpresivo y convencional de ese papel, al margen el talento o no talento de la actriz), la muñeca de Berlanga nos recuerda a cada paso una mujer. Éste es el maravilloso poder metafórico de la película. Ha huido de la realidad para recrearla dando un rodeo. No hay perversiones: hay metáforas.

Todo el hallazgo de Azcona y Berlanga está en haber contado una historia vulgar sustituyendo una actriz por una muñeca. Quizás el planteamiento explícito del film les surgiera al revés. «Vamos a contar la historia de un tío que tiene una muñeca.» Pero no han contado la historia de un tío que tiene una muñeca, sino de un tío que tiene una amante. Su talento y la inercia artística del hallazgo les ha podido. Sospecho que la dimensión honda de esta película se les ha escapado a los jurados y a los públicos del cine, aunque sea una película exitosa. (Ya se sabe que todo éxito es un equívoco.) Es una dimensión puramente poética, metafórica, por cuanto no nos cuenta la historia de una perversión, sino la más normal y tópica de las historias, potenciada toda ella por una primera sustitución metafórica: una muñeca de goma.

Decía que no hay perversiones, y no hay perversiones porque es imposible salirse de los esquemas eternos y cerriles de la naturaleza —patética lucha del hombre por contradecir su destino, huyendo hacia el bien o hacia el mal, y ya el marqués de Sade, primer maestro de perversiones del mundo moderno (con Gilles de Rays y pocos más) no hace sino repetir, exasperar o violar unas leyes casi vegetales, confirmando la inalterabilidad de esas leyes con su afán por destruirlas. Cada vez que contamos una historia inmoral —y yo he contado algunas— nos sale una historia moral e incluso moralizante. El dentista de Berlanga no hace otra cosa que repetir con la muñeca, ya digo, todos los tópicos psicológicos de la relación con una mujer: secreto pueril, exhibicionismo, ternura, aislamiento, celos, sadomasoquismo, humor, capricho, limitada variedad sexual, cotidianidad y muerte. Llegan a parecer un matrimonio. El actor y la muñeca son ejemplares como un cursillo prematrimonial. Pasean juntos en una misma bicicleta, se hacen fotos con mamá, ella le engaña con el fontanero, tienen niños.

Lo que sufre ese dentista, pretendidamente perverso, es una nostalgia infinita del matrimonio burgués.

No hay perversiones. Todo lo que vive Michel Piccoli con su muñeca lo hemos vivido nosotros, lo ha vivido cualquier hombre con su mujer, con sus mujeres.

Ésta es la lección única, última y melancólica, que ahora matizaremos, de tan singular film. La historia del maduro enamorado de adolescente es tan vieja como la historia de Edipo. Una mera inversión de ésta. Existe también el mito del padre que codicia a la hija, mito tribal que ha pasado artísticamente por todas las culturas, hasta el rey Lear y el dentista de Berlanga. El dentista de Berlanga experimenta un sentimiento paterno-erótico hacia las niñas que acuden a su consulta para que les organice los dientes. Luego repetirá con la muñeca las mismas experiencias episódicas que ha tenido con la niña de la consulta (y consumará con la muñeca lo que no ha consumado, naturalmente, con la niña). Esa niña fugaz de su consulta es para mí la clave de la película. Lo que este maduro ama —como uno mismo, ay— es la mujer-niña. ¿Y qué niña más niña que una muñeca? Una muñeca con los atributos engañosos de un sex-symbol, pero con su psicología de goma, que es un poco la psicología de las ninfas y adolescentes. Sólo eso.