Si al mundo clásico le atribuimos un sentido panteísta de la existencia, y al mundo medieval un sentido místico, en el mismo orden de generalizaciones podemos decir que el sentido del mundo contemporáneo es erótico. El erotismo no es un panteísmo ni un misticismo en cuanto que el hombre contemporáneo no aspira a fundirse con la naturaleza, ni a desprenderse de ella huyendo hacia arriba, sino que aspira a algo más elemental, más brutal y estupefaciente: aspira a comérsela.

La denominación de civilización consumista que recibe la nuestra, se justifica (como casi siempre ocurre) a un nivel más profundo que el meramente periodístico. Somos una civilización consumista, una cultura consumista, una época consumista porque practicamos la mística del consumo, tanto en los sistemas socialistas como en los capitalistas. Pero no sólo el consumo de camisas, tarjetas de crédito, licores, viajes, señoritas, cigarrillos y maquinarias ingeniosas y pulimentadas, sino también el consumo de la vida misma, la vida como consumo y la visión del otro —del Otro— como consumible, como digerible.

Eso que se dice de los hombres con iniciativas: se quiere comer el mundo. Toda la humanidad de hoy se quiere comer el mundo, y de hecho se lo come. Hemos descubierto que todo es deglutible. Hay una vasta comunión en las cosas, una eucaristía y una antropofagia, todos estamos comulgando el planeta: caen los bosques, se secan los ríos y los mares, alcanzamos la Luna, asumimos todas las formas de sexualidad, comemos a todas horas, «devoramos» kilómetros con el automóvil o el aeroplano. La velocidad es una forma de voracidad. La humanidad se ha propuesto comerse, no sólo el planeta, sino el universo.

Ésta es, digamos, la dimensión ecológica del erotismo. Vamos a estudiar en páginas siguientes el erotismo positivo y el negativo en dos famosos escritores. Lo positivo y lo negativo del erotismo están aquí, confundidos, simultáneos, en esta mística digestiva del hombre contemporáneo, de las masas. Si los panteístas respetaban el mundo como sagrado y los místicos lo repudiaban como indigno, nosotros hemos decidido comérnoslo, y en este apetito cósmico entran a partes iguales el amor y el odio —está claro—, la agresividad y la posesión, la sexualidad creadora y la voracidad destructiva. Queremos fornicar con todo lo fornicable y deglutir todo lo deglutible. No hay más que observar a las pandillas de chicos y chicas, de adolescentes.

Todo el tiempo comen cosas, llevan bolsitas en la mano con alimentos simbólicos, como el maíz, con alimentos reales, como el perrito caliente, y cuando no comen nada realizan el ritual de la comida: mascan chicle. Y beben continuamente. Cocacolas, refrescos, helados, agua. Hay una sed adolescente que no se sacia con nada. Como que es la sed de la vida. Estas nuevas generaciones han descubierto —más allá de todas las limitaciones y austeridades de otras épocas— que se puede estar todo el tiempo comiendo, bebiendo, masticando algo. Es un poco lo de los romanos de la decadencia. En una novela de un discípulo de Miller, en On the road, de Kerouac, el beatnik, un joven le dice a una joven, o viceversa:

—Eres tan bucal…

Está siempre comiendo, bebiendo, besando, chupando. Todos ellos son muy bucales. El psicoanálisis le encontraría a esto fáciles significados de infantilismo. Pero creo que no es sólo el reconocimiento bucal del mundo, típico de la primera infancia, lo que lleva al hombre de hoy a comerse ese mundo.

Hay también y sobre todo una rara mezcla de desesperación y epicureismo, una suerte de hedonismo patético que viene determinado por la bomba atómica y el cáncer, por la cercanía de las grandes guerras recientes o próximas, y un estímulo constante hacia el placer y la realización en todos los órdenes, estímulo que debemos no sólo a la publicidad o las técnicas del consumo, sino al descubrimiento de que el mundo es infinitamente practicable, descubrimiento hecho por los científicos, los investigadores, los exploradores y los pensadores.

Al caer los sistemas filosóficos cerrados, caen también las concepciones científicas cerradas. Todo es relativo. Ni la circunferencia ni su centro están en ninguna parte y están en todas. El mundo se hace accesible. Primero han caído las certidumbres científicas y en seguida las filosóficas, como que suelen ser consecuencia de las primeras, lo sepan o no. Y no se trata sólo de los sistemas y las doctrinas capitalistas. También los socialismos, y con más fundamento: el trabajo como juego y el cuerpo como instrumento de placer.

Marcuse, de moda hace bien pocos años, se presentaba como el profeta de un neosocialismo, pero ha resultado el profeta del consumismo. Todo ha de ser placer, todo ha de ser consumo, todo ha de ser una oportunidad para sentirse feliz. La mística del consumo va tan en lo profundo de nuestra época que incluso sus enemigos teóricos participan de ella a otro nivel. La humanidad se ha lanzado a una digestión desesperada y vasta. Hay que comérselo todo. El cine pornográfico insiste especial y curiosamente en los aspectos y variantes bucales de la sexualidad. Diríase que llegan a presentar el sexo como receta de cocina, como fiesta del paladar. Ferreri y Azcona hicieron una película sobre unos personajes muy de nuestro tiempo que decidían encerrarse a morir comiendo. Matarse comiendo. Era, sin duda, la sátira esperpéntica del consumo.

Contra lo que creemos, el consumismo comercial no estimula esta fiebre, sino que se limita a aprovecharla. Es algo que le viene a favor, un viento que sopla de no se sabe dónde. Se ha hablado de los terrores del milenio. Esto es así en buena medida. Nos comemos el mundo para comernos el terror que nos inspira el mundo. Pero también es cierto lo contrario: al cabo de los siglos hemos descubierto por fin, gozosamente, para qué está el mundo ahí. Para comérselo.

El mundo, sí, es infinitamente practicable. Vale todo. No hay leyes sin transgresión. La transgresión es tan sagrada como la ley. Todos quieren gozar de todo aquí y ahora. Ortega, viendo el fenómeno con muy otra visión, con visión puramente histórica, interpretó esto como la rebelión de las masas. Spengler, como la decadencia de Occidente. Marx lo transformó, con la ayuda de Hegel, en un proceso dialéctico hacia la felicidad y la justicia. Cualquiera de estas previsiones ha sido superada. Los pueblos subdesarrollados son los que no han podido acceder a la orgía del consumo. Participan del buen apetito universal, pero no se les deja saciarlo. Las clases más bajas, los obreros, los pueblos marginados, puede que sean la reserva (forzosa) para una nueva época moral, si la ola del consumo les pasa por encima y no participan de ella. Aunque vengan tiempos de escasez, como las recesiones económicas, la mística no cambia ni el apetito se pierde. La gente ha descubierto ya el carácter último y disfrutable del mundo, y a eso no van a renunciar nunca más.

A todo esto lo llamo el instinto erótico de nuestro tiempo, naturalmente. La visión del mundo como devoración. La posibilidad de comérselo todo y de disfrutarlo todo, desde un bosque a una muchacha, desde un helado a un filósofo chino.

Hay una fornicación universal con las cosas, un sentido del placer que no se había tenido nunca. El mundo está ahí para gozarlo: eso es el erotismo de nuestro tiempo, hecho de profundo terror, de profunda urgencia y de insospechado placer.

Todas las metáforas del erotismo, a las que tanto nos hemos referido en este libro, se ponen en práctica por el cine de la manera más banal y mecánica: Linda Lovelace o la protagonista de cualquier film pornográfico disfruta y trata un helado como si fuese un falo, y disfruta y trata un falo como si fuese un helado. La transmutación es constante. El instinto de reproducción y el instinto de supervivencia se han encontrado uno con el otro a unos niveles lírico-comerciales que si por una parte son inadmisibles, por otra nos revelan el subconsciente colectivo de la época. El hedonismo patético de que ya hemos hablado.

Nuestro tiempo es un tiempo erótico y el erotismo de nuestro tiempo es, analizado a primera vista, un hedonismo patético: una necesidad urgente y trágica de gozar. Por una parte se nos ofrece el mundo más disponible que nunca y por otra se nos anuncia como más precario y fugaz que nunca. Esto no dura nada, pero es todo nuestro. Y el hombre a quien esto se le dice es el hombre que, liberado de idealismo, misticismos, éticas y represiones, más dispuesto está a gozar de la vida y de la muerte.

Una ojeada, por fin, a algunos escritos y escritores muy representativos de nuestro tiempo, nos explicará un poco más cómo es esto, por qué es esto, qué es esto.