El erotismo, pues, no sólo patrocina un mestizaje social y cultural, sino que propicia la diversidad de las experiencias, la pluralidad de los cuerpos. El mito del amor único en toda una vida (o una de nuestras múltiples vidas dedicada a cada amor) es sin duda un mito idealista que más que personas maneja ideas de personas.

Contra eso va el instinto erótico y, por supuesto, el erotismo ejercido como cultura. Todo ser es único, insustituible, prodigioso, sagrado. Todo ser es insustituible a condición de que se le sustituya. Si se le entroniza se vuelve intocable, sacral, mítico, se despersonaliza y cobra el carácter dictatorial de lo óptimo, de que hablábamos antes, el carácter tiránico de lo mejor. Lo mejor no existe y a un ser se le exorciza con otro, como sabe cualquier muchachita que llora amores hasta que otro amor viene a secarle el llanto. Esta sabiduría elemental de la gente responde a una verdad profunda. El carácter absoluto, y por lo tanto diabólico, que puede cobrar un ser, sólo se exorciza con otro ser. El erotismo es un humanismo. Nos hemos preguntado antes si el erotismo es un elitismo, si el erotismo es un conservatismo. No son preguntas de hueca trascendencia, sino trucos para ir confrontando el erotismo con una serie de nociones culturales y obtener algo de esa confrontación.

Ahora podríamos preguntarnos —o afirmar ya— que el erotismo es un socialismo y es un humanismo. (El socialismo en sí es un humanismo.) El erotismo es un socialismo en cuanto que, como decimos más arriba, patrocina el mestizaje social. De este mestizaje cultural, ideológico, sentimental, ha de salir sin duda, una nueva conciencia social. (No nos ocupamos ahora para nada, naturalmente, de la progenie resultante de esas posibles uniones «desiguales», porque el tema, aunque muy interesante, requiere un tratamiento étnico que en absoluto es ni puede ser el nuestro).

Y el erotismo es un humanismo por cuanto huye de la entronización idealista, «medieval», de un ser —así se llegó hasta «los milagros de Nuestra Señora», de Berceo—, de un sexo personal, y patrocina la diversidad de las criaturas amorosas, de las criaturas amadas. Esto, ya digo, está como instinto en el fondo erótico de la especie, y está como conducta en el erotismo cultivado, razonado y culto. Nos encontramos, claro es, muy cerca de la frivolidad de las uniones fugaces, muy cerca de la promiscuidad sexual de nuestro tiempo, y por eso el tema es delicado, pero hay que bordear el peligro de esas trivializaciones y decir directamente que, si el destino del cuerpo es otro cuerpo, según el verso del poeta que hemos citado en otro momento del libro, el destino del cuerpo son realmente los cuerpos, y la confinación de una vida sexual personal a una sola y única experiencia, a lo largo de toda la existencia, es una de las últimas aberraciones tribales que subsisten en nuestra sociedad.

Lo de que el hombre es un ser social puede hacerse extensivo al sexo, e incluso cabe utilizar la boutade de una frívola, que he repetido mucho: «Lo bueno del sexo es que se conoce gente.» Seguramente, la frívola no sospechaba la profundidad de su boutade. Lo bueno del sexo, sí, es que se conoce gente. Y el que se conozca a una sola persona —esposa, esposo, novia, novio, amante— es ya conocer gente, entrar en contacto vertiginoso con nuestra propia especie. Pero esto de la unicidad tiene el peligro, ya está dicho, de la sacralización, de la entronización, de la tiranía por una parte o por ambas, tiranía positiva o negativa, pero en todo caso diabólica, frustrante, castrante por la sola razón de que cercena el instinto social del sexo y la dimensión imaginativa del erotismo, en la que tanto hemos insistido a través de este libro, como que no otro es el tema de estas páginas.

Si mediante el sexo, y sólo mediante él, nos sumergimos vertiginosamente en nuestra especie, tomamos conciencia gozosa y angustiosa de ella, mediante el erotismo nos sumergimos en el universo todo, en la realidad y la imaginación, y liberamos nuestra capacidad de emparentamiento con todo lo que existe y, por supuesto, con todo lo que no existe.

Lo bueno del sexo es que se conoce gente. Eso ya es el erotismo. La que lo dijo acababa de formular el carácter social del erotismo, en un sentido profundo de la palabra social. Cada ser humano es un planeta para otro ser humano. El hombre es sagrado para el hombre. También los seres no humanos, e incluso las cosas, son planetas, mundos, vidas que quisiéramos vivir, pero sólo nos es dada la frecuentación de nuestros semejantes y tener una sola experiencia sexual en la vida es tan monstruoso como tener una sola amistad o una sola admiración. Es tomar la parte por el todo, pero no en el sentido lírico (erótico) de la poesía, sino en el sentido restringido del idealismo. Se cristaliza en un ser la esencia de los seres. El ser es toda la humanidad, una mujer es todas las mujeres, y esta experiencia por reducción degenera en seguida en el fenómeno inverso: puesto que en la amada están constituidas todas las amadas, todos los amores y todo el amor, puesto que todo eso la integra, resulta que ella acaba siendo, no el crisol y resumen de todo eso, sino la única criatura intocable, sagrada, de la historia, y de la cual todas las demás son reflejo pálido y lejano.

Es el fenómeno del dictador. Empieza por encarnar la patria. La patria acaba siendo él. Al principio es sagrado porque representa la patria. Al final es sagrado por sí mismo y la patria es sólo su reflejo, su aura, su ámbito, algo constituido a su imagen y semejanza.

Por supuesto, todo esto acaba generando odio hacia el dictador, hacia la amada, pero eso es un fenómeno secundario del que no vamos a ocuparnos. La unanimidad cultural de la pareja, un tópico progresista del que hemos hablado antes, apunta sin saberlo hacia esto mismo: hacia la dictadura recíproca de dos seres que se han constituido únicos por propia y bilateral decisión.

Todo esto sólo puede conjurarlo el erotismo con su patrocinio de la multiplicidad (o discreta variedad o simultaneidad) de las experiencias, de las relaciones. Hay que vivir en la vida todas las vidas posibles, y esto no es, naturalmente, una alegre profesión de donjuanismo, sino una modesta denuncia de la hipocresía recíproca que enclaustra a hombres y mujeres de todas las ideologías en la hornacina idealista del amor único y la experiencia óptima. Citamos antes aquel lema que se ha quedado kitchs: «Diversidad, sirena de la vida.» Creo que se completaba así: «Elegir es limitarse.» Nada nuevo ni demasiado profundo, como la boutade de la coqueta. Lo bueno del sexo es que se conoce gente, lo bueno del sexo es que se conoce a la humanidad, no en el sentido de aprendizaje psicológico o social —cosa pueril—, sino en el sentido más grave de conocer, tomar contacto, vivir e invivir profundamente el tejido humano y extenso en el cual y del cual existimos. La diversidad es sirena de la vida, no sólo porque la alegra y distrae, como quizá pensaba el que lo dijo, sino porque es la vida misma: la vida es diversidad, y los existencialistas pondrían esto en limpio diciendo que la vida son los actos, las experiencias, el proyecto constante que constituimos y que nos constituye. Limitar la vida a una experiencia en lo sexual, en lo cultural, en lo social, es volver a la caballería andante, a la amada única e imposible (por única se hace imposible, aunque la gocemos a diario). Es el resto más degradado del idealismo.

Acostarse toda la vida con la misma mujer es tan humorístico como lo sería leer toda la vida el mismo libro, más aún, el mismo periódico. Porque un cuerpo tiene algo de noticia. Noticia de la especie, noticia de la eternidad, noticia de nosotros mismos que hay que renovar con otras noticias. Lo hemos escrito aquí a propósito de la disparidad amante/esposa: la esposa es la mujer-idea (no la mujer ideal, aunque también) y la amante es la mujer-metáfora. El ser constituido en amor único y excluyente se mineraliza en una idea. El ser intercambiable, diverso y azaroso se pluraliza y enriquece en una metáfora. De la mujer ha hecho el mundo clásico una idea. Quiere hacer el mundo moderno una metáfora. No otra cosa que ese cambio, ese giro, quiere registrar este libro.

Habría que estudiar, a la inversa, si a la mujer le ocurre lo mismo con el hombre, pero ese estudio es imposible, de momento, por cuanto nuestras referencias son en gran medida culturales, y la cultura de que disponemos es eminente y casi exclusivamente masculina. La curva es ésta en la cultura disponible, que es una cultura masculina: el paso de la mujer como idea a la mujer como metáfora. Un fenómeno paralelo en la mujer con respecto del hombre podría ser rastreado sociológicamente, pero en el ámbito de la cultura, siquiera sea a un nivel primario, que es en el que nos estamos moviendo aquí, no hay datos suficientes para estudiar esto. Las mujeres no han escrito tanto.