Dice Vicente Aleixandre, en un poema al cuerpo, de sus primeros tiempos: «Un día se le caerán los límites. ¡Qué divina desnudez!» El cuerpo es la evidencia de nuestra soledad interior, y por eso es obsceno, y el comercio sexual, el erotismo, lejos de obscenizarlo más, lo redimen, pues conjuran su soledad, nuestra soledad.

El sexo es nada menos que la única fórmula para conjurar la soledad del cuerpo, que es la del alma. Un día se le caerán los límites, al cuerpo, dice el poeta. Qué divina desnudez. Se refiere sin duda a la muerte, el otro gran conjuro para el cuerpo. Pero también en el amor, al cuerpo, se le caen los límites. Y deja de ser obsceno.

La soledad personal, la soledad radical de los existencialistas (y de tantos otros, antes y después) es lo que se nos pone de manifiesto en el desnudo de nuestro cuerpo. Llevamos nuestra soledad muy dentro, escondida, furtiva, larvada, como un cáncer que nos va royendo el alma toda la vida. No se ha inventado nada definitivo contra la soledad. Y esa soledad —que es el único punto cierto en que parecen haber llegado a acuerdo las filosofías—, esa soledad que distraemos con trajes, gentes, palabras, mundos, se hace de pronto obscenamente evidente en el desnudo.

Eso es lo intolerable, para nosotros mismos, de nuestro propio desnudo, y lo fascinante de un desnudo ajeno, un desnudo de mujer entrevisto: el ultraje furtivo y brutal a su soledad absoluta. El voyeurismo es una cosa metafísica, claro. No se trata tanto de atisbar un cuerpo como de atisbar una soledad.

Del pensamiento oriental ha venido a ciertas filosofías o pseudofilosofías occidentales modernas —como en tiempos contagió al clasicismo griego— un sentido panteísta del hombre según el cual nuestro cuerpo no acaba en la piel, sino que se comunica con el mundo todo.

Esto es cierto, pero la humanidad no ha tomado conciencia de ello, a través de los siglos. Porque, en la misma medida que el cuerpo se comunica más y más con el paisaje —mediante el deporte, el hedonismo, el ludismo—, nuestra soledad se ahonda hacia adentro, se afina, no porque seamos duales, sino porque estamos radical y existencialmente solos, y cuando hemos integrado el mundo en nosotros, a través de la piel, el mundo todo es ya el ámbito inmenso de nuestra soledad. El mundo sólo nos coloniza superficialmente. Es más cierto que, cuando el mundo exterior nos puebla, nosotros le estamos poblando con nuestra soledad.

El obseso sexual refinado prefiere atisbar la mujer sola y desnuda, en su intimidad de alcoba, a la mujer compartida por él o por otros. Lo que persigue es la obscenidad pura de la pura soledad de un ser, que sólo se evidencia en un desnudo. Quizás el amor de las sáficas, del que hemos hablado en otro momento de este libro, tiene una de sus fascinaciones en que, siendo sexualidad, no deja totalmente de ser soledad. Es la tópica soledad de dos en compañía, llevada aquí a un terreno insólito. Dos soledades sumadas. Dos cuerpos que luchan por hacerse compañía, por conjurar la soledad absoluta de los cuerpos, pero que sólo lo consiguen a medias, porque un desnudo de mujer es el duplicado de otro desnudo de mujer no su exorcismo, su absolución, su conjuro.

Un cuerpo femenino sólo conjura su soledad mediante un cuerpo masculino, y viceversa. De ahí que todo amor homosexual sufra y luzca la fascinación de la soledad, entre otras, porque es una soledad que no acaba de serlo ni de dejar de serlo. Son dos soledades que se debaten, pugnan, se aúnan y rehúyen. Es también imperfecto por esto el amor homosexual —y no sólo por mecánicas razones externas—, porque nunca llega a conjurar y ahuyentar la soledad como el amor heterosexual. Es por eso más angustioso y más obsceno. El desnudo femenino, sin un desnudo masculino, que es su destino natural («El destino del cuerpo es otro cuerpo», dice el verso de Salinas), duplica su obscenidad, su soledad, con la compañía de otro desnudo femenino.

Y hablo más del cuerpo de la mujer porque me parece que el cuerpo del hombre es como más exterior, tiene más de herramienta, es más simétrico con realidades externas, con el mundo del trabajo y el deporte (aunque no deje de echarnos encima toda la evidencia de nuestra soledad personal, cuando contemplamos el nuestro, nuestro desnudo). El cuerpo de la mujer, en cambio, es soledad pura, pura soledad, tiene sólo la forma coloreada de la nada y está reclamando su complemento para ser: el complemento de un desnudo masculino.

Nuestro cuerpo, sí, es la imagen atroz de nuestra soledad, y por eso no lo soportamos, o tardamos en soportarlo, en acostumbrarnos a él, y hay quien no se acostumbra jamás. El error de siglos ha sido creer —por lo que se refiere a la mujer concretamente— que esta obscenidad (que no se sabía que era soledad) podía acrecerse con la suma de un cuerpo masculino, con la suma de otro desnudo. Sólo nuestro tiempo ha descubierto, quizá sin saberlo, que el destino del cuerpo es otro cuerpo (los poetas siempre por delante) y que el desnudo masculino no añade obscenidad al desnudo femenino, sino que la conjura y absuelve. De este descubrimiento nace todo el erotismo. El erotismo es en buena medida la pérdida de la vergüenza. Vergüenza de qué. ¿De nuestro cuerpo? Vergüenza de nuestra soledad.

El erotismo, pues, no es obsceno. Es obscena la pornografía porque es comercial, deliberada, manipulada, porque no suprime la soledad de los cuerpos, sino que hace la farsa de la compañía. De aquí habría que pasar a considerar el desnudo en el arte. En la pintura, el cine, la escultura.

Las artes plásticas, la cultura visual, y también la literaria han sido siempre un gran voyeurismo, y hay que empezar por decir esto, no sólo para perderle al arte el respeto sacrosanto y burgués de que ha estado revestido, sino también para acabar con la coartada cultural según la cual un desnudo se redime por la calidad estética, coartada tan pueril como aquella otra (aunque se crea contraria a ella) que sólo justifica el sexo redimiéndolo previamente con el amor espiritual.

El prejuicio pequeñoburgués, que no alcanza sólo a la pequeña burguesía, sino que es común a la gran burguesía, a la aristocracia, a la inteligencia y a la Iglesia (también a la política, por supuesto) ha querido hacer del arte una tierra de nadie, un limbo de los justos, o de los listos, donde los desnudos no tenían sexo, como los ángeles, y las pasiones, los deseos, el erotismo, etc., quedaban siempre redimidos por no sé qué imperativo estético, idealista, superior. Lo cual no es sólo una coartada cultural mediocre, como digo, sino que atenta contra la esencia misma del arte, que es erotismo creador, erotismo en libertad. Todo el arte es lúdico, y por lo tanto erótico, y nace del instinto humano del juego y de la potencia erótica de la especie. El arte es, no erotismo sublimado, sino erotismo realizado, creativo (el mero erotismo copulador es sólo sexualidad, reproducción, zoología).

Así que negar la carga erótica de los desnudos artísticos ha sido, no sólo una hipocresía, sino una castración del sentido profundo del arte y del artista. Decía Jean Cocteau que el cine es el arte de mirar por el ojo de la cerradura. Esto es aplicable a todas las artes plásticas y también a la literatura, en buena medida, y no sólo, naturalmente, por lo que puede haber en toda creación de pesquisa sexual, sino de pesquisa humana universal en la intimidad del hombre, en su soledad. El arte ha delatado soledades, con su impunidad ejemplar, y ésa ha sido la dimensión más profunda de Shakespeare, desmantelando la soledad de Hamlet, o de Velázquez, evidenciando la soledad de la Venus del Espejo, una de las más armoniosas representaciones de la soledad humana que se hayan creado nunca. La Venus del Espejo se mira en su espejo como Hamlet se mira en la calavera que tiene entre las manos o en la hoja de su cuchillo. Esa Venus desnuda, ese Hamlet femenino parece meditar su ser o no ser, ante el espejito, como Hamlet ante el cráneo pelado.

La literatura ha entrado en la soledad del alma como las artes plásticas han entrado, cuando han querido, en la soledad del cuerpo. El arte, que nace del erotismo, como acabamos de decir, pasa fatalmente por la cabeza y se pregunta por el hombre. La única pregunta verdadera por el hombre es la pregunta por su soledad. La literatura, la pintura, el cine, el teatro, la poesía, muchas veces se quedan en el erotismo, en la compañía, pero su dimensión última la alcanzan cuando llegan hasta la soledad. Cuando delatan soledades.

Escribir, pintar, filmar, esculpir, es mirar por el ojo de la cerradura a esta humanidad que está aquí, a puerta cerrada (por decirlo con una frase del tópico existencialista, ya que un tinte existencialista, lo sé, retiñe toda esta página). Sólo mirando por el ojo de una cerradura (como en la obra de Marcel Duchamp de la que he hablado en otro momento de este libro) se descubre la intimidad de un ser, que es su soledad en acto. Cuando observamos a alguien, entornamos los ojos para verle mejor. La mujer moderna, al quedarse a solas en su habitación propia, empezó a verse a sí misma por el ojo de la cerradura de esa habitación. Empezó a perder el miedo y cobrar el espanto de su propia soledad.