Al denunciar la cópula ideal como un último subterfugio del idealismo, como una absolución moral que nos quiere perfectos en nuestra impureza, ya que no puros, pudiéramos hacer extensiva esta denuncia a la relación ideal, a lo que no es mero sexo, sino persona. Antes se cantaba el largo noviazgo (sin comercio sexual), la compenetración humana de la pareja, porque perseguía una idealidad, un amor como Idea y como ideal. El sexo sólo podía ser absuelto al quedar integrado en una armonía total de movimientos recíprocos de dos almas. Dentro de este ballet psicológico, el acto sexual era un gesto más, y no el más importante.

Se trata, evidentemente —se trataba— de quitarle a la sexualidad su relieve, matando así el erotismo. El sexo existe, claro, pero debe integrarse en un mecanismo espiritual superior. Esto, con toda su apariencia de «humanismo», no es sino otra manifestación de culpa sexual, del complejo de culpabilidad, no de la especie, pero sí de una ancha y secular cultura.

Pues bien, superado este engaño, resurge en la nueva moral progresista que establece asimismo la comunicación profunda de la pareja —propiciada por la nueva escalada cultural de la mujer—, a niveles intelectuales, ideológicos, políticos, etc. Comunicación muy deseable, en efecto, pero que no se debe exigir —como no se debe exigir nunca el óptimo— de manera implacable, ya que esta exigencia acaba creando nuevas frustraciones tan pueriles como las que creaba la vieja exigencia espiritualista de la compenetración de almas. Y, sobre todo, porque existe la sospecha de que se trata de la misma cosa.

El puritanismo espiritual se ha trocado en puritanismo intelectual. Estamos en las mismas. Hay una conclusión de los estructuralistas que yo he utilizado mucho, y según la cual una relación apasionada entre dos seres mediocres es mucho más generadora de signos que una amistad intelectual. En una palabra, es más rica. Esto nos lleva, en principio, a comprender toda clase de uniones «desiguales», que efectivamente lo son —las comillas se refieren a lo manido de la frase—, porque una premisa del erotismo es la diversidad, que ya el poeta llamó «sirena de la vida».

El erotismo, que actúa siempre imaginativamente, busca lo esencialmente otro, como hemos anotado al principio de este libro. Dice Heidegger que el hombre es un ser de lejanías. La sexualidad humana es una sexualidad de lejanías Eso es el erotismo: una sexualidad de lejanías. Una sexualidad imaginativa, distante, ensoñadora, que establece geografías y diferencias (para hacer de ellas afinidades y equivalencias) entre el deseo y el objeto, entre la realidad y el deseo.

El señorito que persigue criadas, el solterón que se casa con una cocinera, no siempre obran dentro de una picaresca sexual que les ha asignado el costumbrismo, sino que en ellos actúa —aunque muy pobremente— la constante distanciadora, poetizadora, del erotismo. Buscan a la mujer distante, a la mujer de otra clase social, de otro mundo, de otra cultura (no hay falta de cultura, no hay ignorancia absoluta, sino disparidad de culturas). El que puede se casa con una princesa negra. El que no puede otra cosa, se casa con la criada. Son dos formas de huida, son dos huidas líricas. Es la misma búsqueda de la mujer distante, de la distancia erotizante. Y ya hemos visto que cuando la mujer es cercana, inmediata, cotidiana, practicable, la imaginación erótica la aleja mediante el trámite de las comparaciones puramente verbales (que nunca son puramente verbales, claro): muñeca, gitana, gatita.

Sólo el puritanismo clasista impone uniones iguales entre iguales, y sólo ahora el puritanismo progresista —heredero burgués del otro— impone uniones al mismo nivel intelectual y político, e incluso impone la evangelización del otro, su conversión a la causa estética o política, para hacer de la pareja ese monstruo de dos espaldas que vio alguien en la cópula, y que intelectualmente sería un monstruo de dos cabezas y un solo pensamiento. Desgraciadamente, estos monstruos transitan ya por nuestro mundo intelectual.

He escrito que lo óptimo, efectivamente, es la unanimidad intelectual de la pareja, pero el peligro de los óptimos es que se conviertan en peticiones de principio. La dictadura de lo óptimo es la peor de las dictaduras. El dictador actúa siempre en nombre de lo óptimo, cuando los pueblos serían más felices con lo llevadero. El mito de la simultaneidad ideológica de la pareja es el nuevo mito puritano y absolutista que está arruinando algunas vidas. No sólo por el absolutismo larvado que porta siempre lo óptimo, sino porque ese absolutismo es contrario a la relación erótica, sustituye la riqueza de los signos por el rigor de las ideas. La relación intelectual laboriosa puede ser fundamentalmente contraria al erotismo, aunque no necesariamente, claro. Dependerá de las cargas, descargas y reacciones eróticas de la pareja. Mas, en principio, esa relación de base o ámbito intelectual puede atentar contra el origen irracional del erotismo metaforizante, puede empobrecer la relación.

No es cierto en absoluto que el erotismo se desarrolle a favor de las afinidades. Si el erotismo llega a reteñir una relación intelectual, habremos logrado el óptimo, pero si, por el contrario, la relación erótica se malversa en intelectualismo, corremos el peligro de que se empobrezca o seque. En principio, parece indudable que el erotismo trabaja mejor a favor de lo inesperado, de lo sorprendente, de lo distinto, y la imaginación es más fecunda cuando actúa sobre mundos que, siéndole afines, no le son paralelos.

La diversidad, sirena de la vida que propugnaba el poeta y que es base, motivo o estímulo del erotismo, no es necesariamente diversidad de cuerpos, de seres (aunque de esto también hablaremos), pero sí es siempre diversidad respecto del otro ser, respecto del objeto erótico.

El viejo cuento del rey que se enamora de la pastora no es sino la encarnación —no cuajada culturalmente— de un mito que no sé si está por buscar o está ya deshecho, y es el mito del erotismo, nada menos, el mito de la diversidad, la imaginación y la distancia. El hombre como ser de lejanías. ¿Y qué mayor lejanía erótica, para un rey, que una pastora? El pastor sueña con las perfumadas mujeres de la Corte y el rey sueña con la perdida pastora de los montes. El hombre es un ser de lejanías. Está siempre al otro extremo de donde está. Admitir esto es conocer en buena medida la dimensión humana y en su medida total la dimensión erótica. Por eso el matrimonio, la igualdad espiritual, intelectual o política de la pareja, toda sanción social basada en afinidades, va en contra del erotismo. Todo lo que aproxima, mata, en este aspecto, no porque defendamos aquí una vagarosidad romanticoide de vanos fantasmas de niebla y luz, sino porque la sociedad y la vida, con buen sentido burgués, han resuelto el trámite sexual simplificándolo, para bien de la especie y de la comunidad, y han sacrificado la dimensión erótica del hombre, que es nada menos que la dimensión creadora, y todo esto hay que reivindicarlo.

El matrimonio acorta distancias, la sociedad acorta fechas, y las morales de vanguardia, con preocupación más social y política que otra cosa, patrocinan esas parejas unánimes. Por su parte, la llamada sexualidad de vanguardia también lo hace así, creyendo que propicia una unión más perfecta, y cayendo sin saberlo (o sabiéndolo) en la vieja preceptiva espiritualista. Todo trabaja a favor del sexo y en contra del erotismo, en nuestra sociedad.

La igualdad de mentes, como la igualdad de sangres, es un elitismo y tiende a crear una raza superior o aparte, aun cuando lo haga en función de la comunidad o del comunismo. Sólo en la promiscuidad está la salvación. El erotismo es subversivo y salvador porque tiende a poner en comunicación lo diferente con lo diferente. Es imaginativo. La promiscuidad de razas, de niveles culturales, de clases, realiza el ideal lírico del erotismo y, por otra parte, propicia la verdadera comunicación de la humanidad. No hay uniones desiguales. Todas las verdaderas uniones lo son. Una unión que no sea desigual no es una unión. Es un mero paralelismo, como el de la pareja de carabineros. Nada más.

La unanimidad intelectual que defendemos como óptima, a pesar de todo, esconde, para ser tal óptimo, profundas diferencias de carácter, temperamento, personalidad, u otras más visibles —raza, clase social, etcétera—, de modo que será una unanimidad enriquecida de disparidades. Toda la buena y la mala literatura están pobladas de uniones desiguales: príncipe con mendiga, ingeniero con mecanógrafa, millonaria con playboy. Esto, se lo hayan planteado o no los autores, responde al instinto profundo del erotismo, a la fuerza erótica, imaginativa, de la unión desigual, a la riqueza sugerente de lo diverso. Sobre el matrimonio de un funcionario de Hacienda con una funcionaría de Hacienda se han escrito menos novelas. Claro que con esto tampoco defendemos ninguna suerte de exotismo mediocre y comercial, pero ese exotismo mediocre y comercial de ciertos libros —Pierre Loti en otro tiempo, Vicky Baum en el nuestro— es la degradación de algo muy auténtico: la exigencia y el motor de diversidad que rige en el erotismo.

El erotismo es una creación en cuanto que trabaja con materiales insospechados, como todos los artistas. De unos aceites y unos colores, Velázquez hace un rey. Eso es el erotismo.