Mujer-idea, mujer-metáfora, mujer-exceso. La mujer-idea es, sí, un producto del idealismo, y ha dado a la Virgen María y a Dulcinea. El idealismo, pretendiendo dotar a cada cosa del mundo de una idea de cosa, llegó a aherrojar al mundo, pues no era sino la sustitución de éste, por la mente que lo piensa. Una de las últimas mujeres-idea que aparecen en la cultura occidental es, ya lo he dicho, Oriana Guermantes, y Proust se cuida, a lo largo de su obra, de irla desidealizando, y sólo por este proceso (hay otros muchos semejantes, en su libro) podríamos advertir cómo Proust es «un anarquista con buenos modales», cómo es un moderno que, de su nostalgia de aristocracias e idealismos, acaba haciendo una crítica rigurosa de clase y de personas.

El personaje literario femenino que encarna la transición de la mujer-idea a la mujer-metáfora es Melibea. Melibea es el gozne entre Edad Media y Renacimiento. Dice Calixto: «Melibeo soy y Melibea es mi Dios», con lo cual llega a la más alta expresión de idealización de lo femenino. Deifica a la mujer, a la amada. Pero, en otros muchos pasajes de la obra, Melibea es ya abundantemente metaforizada, y la explosión del amor de esta mujer representa de algún modo la explosión renacentista, la vuelta de la vida por sus fueros tras la larga (y relativa) clausura medieval.

Habría que anotar, de paso, los continuos lamentos de Melibea por la brevedad del goce, lamento que es común a casi toda la literatura clásica, y que, en este caso concreto, podría llevarnos a escribir, incluso, un ensayo sobre el fracaso sexual de Calixto y Melibea. El orgasmo femenino es un hecho cultural tardío que en buena medida ha estado reprimido por el idealismo, por la alienación idealista de la mujer. De la lectura de los clásicos antiguos y modernos se deduce muchas veces la queja femenina —y masculina— por la brevedad del placer, y en esto se ve el peso de una moral religiosa y la inexperiencia de toda una cultura. Hay que suponer que el paso de la mujer-idea a la mujer-metáfora lo da en buena medida el orgasmo, ya que esta liberación física pone a la mujer en contacto abierto con todas las fuerzas eróticas de la naturaleza, la emparenta sinestésicamene con el mundo, la llena de correspondencias, afinidades y similitudes, liberándola de la cárcel idealista.

La mujer-metáfora, que es la mujer moderna, aparece ya en la poesía y la literatura, en la pintura y en todo el arte como un compendio, un punto de coincidencia o una propuesta erótica del mundo o al mundo. Es la mujer de «Capital del dolor», de Eluard, o de la poesía amorosa de Neruda. Claro que la mujer-idea y la mujer-metáfora no se dan sólo de un modo sucesivo e histórico, sino que, aparte de ser esquemas históricos de lo femenino, se producen también simultáneamente en toda época, sobre todo en la nuestra. Aparte las cristalizaciones históricas consabidas, sabemos que todo se da siempre en todo y que lo humano absoluto está presente en cada momento de la Historia, de modo que la mujer-idea y la mujer-metáfora conviven hoy, en la cultura y en la vida, a nivel social, erótico, artístico, psicológico. Conviven, incluso, dentro de un mismo hombre o de una misma mujer.

Si la mujer-idea dio a Beatriz, a la Virgen, a Dulcinea, la mujer-metáfora ha dado toda la poesía moderna, casi toda la pintura, y no ha encarnado tanto en nombres propios y personalidades concretas, puesto que su sentido expansivo ha sido el de la multiplicación y la correspondencia constante. El poeta idealista hacía de su amada una imagen a venerar, la personalizaba e idealizaba. El poeta moderno, ni siquiera la pone nombre, casi nunca, en sus versos, y aunque esté cantando a una mujer muy precisa y determinada, juega más bien a diluirla en el todo, a emparentaría con ocasos, amaneceres, mares y bosques, porque la mujer es ya la puerta que lleva al mundo, no la estrecha puerta del idealismo, que lleva a un culto fanático y excluyente.

Un creador absolutamente de nuestro tiempo, nos ha dado en una de sus obras, «La novia desnudada por sus solteros», una visión dinámica, irónica y proteica de la mujer de hoy, en correspondencia y alternancia continua con el hombre, con los hombres y con el mundo. En otra obra, Marcel Duchamp (que es el artista de que hablo) nos brinda una vieja puerta con un pequeño agujero, por el que hay que mirar para descubrir un paisaje soleado con una muchacha desnuda que tiene en la mano una luz, una pequeña luz que brilla en la luz grande del sol. Es otra vez la mujer anónima, porque lo que caracteriza a la mujer moderna, a la mujer-metáfora, es casi siempre el anonimato, la exaltación de lo femenino genérico como una fuerza natural en contacto con las fuerzas naturales, frente a la entronización del idealismo.

En Grecia, la mujer fue despojada de su alma. En nuestro tiempo ha sido despojada de su nombre. La mujer, durante tantos siglos reducida a su especie, perdida en ella, pasa luego de la anulación a la alienación, con el culto idealista. Salvamos a la mujer del fango de la especie para tiranizarla en el altar del idealismo. El mundo moderno devuelve la mujer a la naturaleza, pero no ya en mera zoología, sino en comercio metafórico con las fuerzas esenciales. La mujer-metáfora está en todos los entrecruces, y si como individuo sigue luchando por sus derechos, como género, como sexo, ha ascendido de lo zoológico a lo lírico. Esto, superficialmente entendido, tampoco contentará gran cosa a muchas, pero queda más claro si decimos que la mujer-idea se corresponde con la mujer-madre, mientras que la mujer-metáfora se corresponde con la mujer-amante.

El modelo femenino ha sido la madre, durante siglos, y la madre es el mito alienante que el hombre ha cultivado y padecido. El modelo femenino del mundo moderno es la amante. (Ha habido una etapa intermedia en que seguía siendo la madre, caracterizada de esposa, pero eso también se está superando.) Y si la relación con la madre no podía ser otra que una relación de culto, la relación con la amante no puede ser otra que una relación metaforizante, imaginativa, erótica en el más abastecido sentido de la palabra. La mujer-idea es ante todo madre y el modelo de la madre (esto viene de las culturas primitivas y de las religiones) es tiranizante, esclavizante, y exige fe. La relación con la madre es una relación religiosa porque es una relación de fe, con todas sus trivializaciones cotidianas: «Mi madre es una santa», etc. La relación con la amante no es religiosa, sino lírica, no es relación de fe, sino de imaginación. Madre no hay más que una, dice el pueblo. Y como no hay más que una, de esta unicidad nace la religiosidad, el culto, la mitificación. Lo uno es siempre lo sacro.

La relación con la madre es relación de fe y la relación con la amante es relación de duda, porque amantes puede haber muchas, la amante es ésta, pero podría haber sido otra. La amante, aunque sea única, es plural, porque en ella están latentes todas las posibles mujeres, todas las posibles amantes, existentes e inexistentes, de la imaginación y de la vida. La esposa, al asumir el carácter único de la madre, se convierte en la heredera de su culto (pronto será madre también) y lo que fue relación ambigua, o sea dudosa, o sea poética, en el noviazgo, se convierte en relación de fe, con el matrimonio.

El matrimonio es la santificación de la mujer, pero no su sacralización, sino todo lo contrario. Lo sagrado profano de la mujer está en la soltera y en la amante (o en la esposa vivida y poseída como tal), pero el matrimonio tiene siempre algo de canonización de la mujer. El matrimonio es el rito por el que la amante se convierte en la madre, por el que la mujer se transubstancia, el rito por el que se perpetúa un culto, el culto ideal de la mujer única, supuesto que esta unicidad viene generada siempre por la idea de madre.

Matrimonio, sí, es para la mujer santificación y desacralización. La esposa deja de ser metafórica al ascender a única.

Los «Veinte poemas de amor», de Neruda, es un libro que ha quedado entre millones de parejas como la gran poesía amorosa de nuestro tiempo. Neruda confesó varias veces que la mujer cantada en ese libro son varias mujeres sucesivas. Esto me parece, no sólo un dato biográfico, sino un signo revelador de cómo la mujer-metáfora, la idea de mujer que tiene nuestro tiempo, es una idea anónima y plural. La amante es una y múltiple, metafórica. Puro amor libre, no en el sentido de promiscuidad, sino en el sentido de que la amante remite siempre a todas las amantes, pues que el mundo, la especie, han tomado conciencia, al fin, de la fornicación universal.

Imposible imaginar que la Beatriz de Dante o la Julieta de Shakespeare sean varias mujeres. En cualquier libro de poemas moderno es difícil precisar esto, pues la mujer es un clima diverso que puebla las páginas, pero generalmente no tiene nombre ni siquiera rasgos. En unas épocas de la Historia, el ideal de mujer ha sido la madre (religiones y cultos primitivos), en otros momentos culturales ha sido la dama (caballería, Cortes de Amor, etc.), en otros, la esposa (mundo burgués) y hoy lo es la amante, no sólo por las libertades sexuales que ha traído nuestro tiempo (esto no iría mucho más allá de un estudio de costumbres) sino por el carácter abierto y dialéctico de la relación de los amantes, que es siempre una relación que se está haciendo, como las esculturas modernas, la antinovela, la dialéctica negativa, etc. Relación lírica, relación metaforizante, relación abierta, expuesta al mundo, cambiante, en que la mujer, aunque sea una, no se vive como única, sino como plural.

La mujer-metáfora, la amante (aparte cuál sea su estado civil, que poco nos importa) es la mujer de nuestro tiempo por cuanto se arriesga en una relación imaginativa, creadora, múltiple dentro de la pareja, dual en la multiplicidad.