Queda claro, supongo, que al fijar el paso cultural de la mujer-idea a la mujer-metáfora no estamos glorificando una nueva forma de cosificación de la mujer, sino la liberación femenina, ya que esta condición metafórica no consiste —me parece que ha quedado explícito en estas páginas— en comparar a la mujer con un jarrón o un ramo. Consiste más bien en afirmar que la mujer es casi el único —y por supuesto el mejor— medio que tiene el hombre de metaforizar el mundo (que es todo lo contrario de mitificarlo) y de entrar en contacto y relación con todas las cosas.

Sólo un pensamiento muy embrollado, aunque frecuente, ha confundido culturalmente la metaforización de algo con su mitificación. El proceso de mitificación —la acuñación de mitos— es un hecho cultural específicamente clásico, referido al mundo antiguo, y la metaforización del mundo es un hecho específicamente moderno, como la poesía lírica, máximo exponente de esta sensibilidad moderna que nace con el Renacimiento y sólo se afirma con el romanticismo. (Casi todo movimiento cultural necesita nacer dos veces: la primera para volver a morir y la segunda como ratificación definitiva) Homero acuña mitos, pero Juan Ramón Jiménez acuña metáforas. De una mujer, Homero hace una diosa o un mito. De una mujer, Juan Ramón hace múltiples metáforas, una metáfora general del mundo. Nunca un mito.

Se ha escrito mucho —demasiado— sobre la pérdida de la capacidad mitificadora en el mundo moderno. Lo que pasa es que el mundo moderno no necesita mitos, porque el mito es el hijo natural del valor absoluto, y en el mundo moderno ya no hay valores absolutos. Los valores son dialécticos y relativos, y el ejercicio dialéctico de la sensibilidad es la metáfora. Dos cosas se contraponen hasta fundirse en una tercera, para delicia de Hegel y Lenin, si Hegel y Lenin hubiesen reparado en estas minucias.

No hay, pues, en esta exaltación que vengo haciendo de la mujer-metáfora, confusión posible con la mujer metaforizada, metamorfoseada en planta o vasija por los poetas entre horas, aunque este ejercicio de los poetas de entre horas no sea sino una trivialización del sentido metaforizante del hombre moderno.

Nada de una nueva alienación, en este caso poética, frente a la alienación moral de antaño, sino el entendimiento de la mujer como un ente dialéctico-metafórico que ayuda mucho al hombre a entenderse con el mundo. Como supongo que el hombre ayuda a la mujer, ya que es la constante erótica del ser lo que en definitiva nos interesa de este juego.

Pero aún hay una última dimensión del erotismo, la más «existencial», por usar una vieja palabra, que es la del erotismo como lucha contra el tiempo, y de la cual he hablado un poco a propósito de la película de Berlanga. Alguien dijo que todo consiste en vivir no en el tiempo, sino en el presente. Hay dos tiempos, efectivamente: hay dos maneras de mirar el tiempo, como hay infinitas maneras de mirar un río. El tiempo pasado, cercano, lejano, venidero, que hace al hombre «ser de lejanías», con frase de Heidegger que creo haber repetido en este libro, y el tiempo desposeído de esos condicionamientos gramaticales, por decirlo así. El tiempo como ámbito de lo que tenemos que hacer. El tiempo no es el ladrón que se llevará lo que tenemos —o, ay, lo que no tenemos—, sino que es el ámbito, la plaza por donde vamos a pasear y ejercer nuestra actividad de hombres vivos. El tiempo como oportunidad, como posibilidad. El tiempo, ni siquiera como algo que no hay que perder, sino como el agente que nos trae lo que necesitamos: nuestra propia vida y la de los demás.

Gracias al tiempo somos algo más que tiempo. El tiempo es el material de que hacemos nuestras obras, y a medida que perdemos tiempo ganamos espacio, pues esta metamorfosis del tiempo en espacio es un fenómeno muy curioso y poco observado de la vida. El tiempo se torna mundo a medida que pasa, y el hombre que tiene ya menos tiempo, tiene más mundo porque el mundo es más suyo, porque sabe más del mundo.

El muy joven tiene todo el tiempo por delante, pero apenas tiene sitio en el mundo. No ha tomado posesión de la vida. Es forastero en la luz. Los paisajes de nuestra vida son profundamente nuestros cuando los volvemos a mirar. A cierta edad se toma posesión del mundo, secretamente. Y esto no es un consuelo, pero es un hecho.

Pues bien, el erotismo es la destrucción del tiempo en el sentido de que nos saca del tiempo-fluencia. Deshace los significados del tiempo. Todo lo que es juego, hedonismo, gracia, azar, tiene su más profundo encanto en el hecho de que nos saca del tiempo, desestructura los rostros del tiempo, le quita linealidad a la vida. Experimentamos el tiempo en la medida en que le somos fieles. Cuando la experiencia erótica (sexual, lúdica, cultural, estética) es muy intensa, no es que el tiempo deje de pasar, pero no experimentamos su paso, y entonces es como si no pasase, y realmente no pasa, puesto que no existe. El tiempo somos nosotros, el tiempo es nuestra impaciencia, y suprimida la impaciencia se suprime el tiempo.

Lo que pasa, ya, son las horas, pero no el tiempo.

Todas las experiencias fuertes de la vida, desde la guerra al amor, desde la violencia al sexo, incluso el juego, el alcohol, la droga, la muerte, el crimen, la velocidad, son conjuros del tiempo. Esto es lo más profundo que buscamos en su rito: ¿pasar el tiempo, como dice la gente? No. Más aún: hacer que el tiempo no pase.

Y el tiempo, efectivamente, no pasa, porque sólo puede pasar por nosotros, y nosotros no estamos, nos hemos salido del tiempo. No se trata de una ilusión ni se trata de conjurar vanamente el paso implacable del tiempo, la cercanía creciente de la muerte. No se trata de que no pase el tiempo; se trata de no experimentar su paso. Sólo eso.

Eso puede que parezca simple, pero no lo es. Es mirar el río de otra forma, es vivir en el presente y no en el tiempo. El erotismo sólo es un conjuro del tiempo en el sentido de que nos reclama para lo único más apremiante que el tiempo. El tiempo pasa mientras no pasa nada más importante. Sólo hay una cosa más acuciante que el tiempo: la vida. (Y no siempre, ni mucho menos.) Vivir a favor de la vida y no a favor del tiempo es vivir lúdicamente (aunque se trate de una vida trágica). Es el erotismo.

Baudelaire, Proust, Virginia Woolf, etc., nos han servido para ejemplificar la sexualidad límite, el paso de la mujer-idea a la mujer-metáfora, incluso a la mujer-exceso, la impregnación femenina del mundo por una mirada de mujer. Ahora, centrados ya en el erotismo de nuestro tiempo y en nuestro tiempo como culto al erotismo, quisiera ejemplificar mediante dos escritores muy significativos —casi tópicos— los extremos del tema, las dos maneras, positiva y negativa, que ha tenido de ver, sentir, recoger, expresar y crear el erotismo de nuestro tiempo la sensibilidad moderna. Porque el erotismo, impregnación profunda del siglo, tiene una significación positiva y otra negativa. O varias. Entre sus significaciones positivas está el conjuro del tiempo que acabamos de razonar un poco. Pero la significación negativa del erotismo es tan honda o más que la otra. Henry Miller y Pablo Neruda son los autores elegidos. Un poeta y un prosista. Un creador que ha escrito en el inglés de los Estados Unidos y un creador que ha escrito en el castellano de Sudamérica. Dos hombres, dos obras de reconocida concentración erótica.

Son casi tópicos, ya digo, pero vamos a utilizarles en una dimensión que esperamos no sea tópica. En Miller, el erotismo general de su obra tiene un carácter predominantemente negativo (el erotismo abre al mundo, pero a un mundo siniestro). Dentro de esta significación general, hay en Miller hosannas, aleluyas, reflorecimientos de un erotismo positivo (apertura a un mundo que vale la pena).

En Neruda, el erotismo general de la obra tiene un carácter predominantemente positivo (y concretamente materialista), pero dentro de esa significación general hay caídas, zonas de erotismo negro, negativo (apertura a un mundo-cloaca). Si anticipo aquí, en cierto modo, las conclusiones de las páginas que van a seguir, es porque tengo el tema bastante meditado, naturalmente, y porque tampoco me importa demasiado que a lo largo de la escritura surjan autocorrecciones a esta tesis previa. (Estoy seguro de que será así.)

Lo que vamos a obtener al final es el convencimiento, la constatación de que la apertura general de nuestro tiempo al mundo mediante el erotismo no siempre es positiva, fecundante, sino que, como queda dicho, hay un erotismo negro, una toma de contacto profunda con las formas más corrompidas de la existencia (Beckett, Burroughs). En lo que va de este libro hemos insistido sobre todo en el carácter enriquecedor, metaforizante, del erotismo. Ahora veremos también algo que ya sabíamos: que el moderno irracionalismo, el erotismo, nos abre también a la sensualidad sombría de lo negativo, a las formas del horror, a la riqueza morfológica de la muerte.