Henry Miller nace en el Brooklyn neoyorquino. Está literariamente entre los dos Lawrences. Es hijo de un sastre y se hace famoso con sus libros en la década de los cincuenta. Llega al apogeo mediados los sesenta. De Miller nace la generación beat americana, con Jack Kerouac —al que hemos citado anteriormente— entre los jefes de fila. La última consecuencia de todo esto son los ya olvidados hippies.

Henry Miller es el escritor más original de varias generaciones americanas, un solitario, un raro, repetido luego de alguna forma en William Burroughs. Es el anti-Whitman. No cree para nada en el mito de la nación americana, como prueba en casi todos sus libros, especialmente en Pesadilla de aire acondicionado, y sin embargo resulta profundamente americano, leído desde Europa. Europa es su paraíso perdido y encontrado, su mito, su sueño, aunque en sus últimos años la ha abandonado para retirarse a vivir a Big Sur, en la costa del Pacífico.

Toda la pesadilla gástrica de que hemos hablado anteriormente, es en buena medida de origen norteamericano. Es Norteamérica el país que ha creado la mística de la antropofagia y la comunión real con las cosas. Son los americanos los que han decidido comerse el mundo, e incluso los mundos. Han subido a la Luna, la han probado, como si fuese un helado, y han decidido que no interesa, que el helado está insípido.

Igual que los niños, los americanos comen siempre de todo, a toda hora, y tienen preferencia plástica y literaria por las imágenes gastronómicas. La comida y las máquinas son sus dos mitologías cotidianas.

Y por debajo de ambas corre un mismo sueño erótico de conocimiento bucal del mundo y agresión sexual mediante aviones y automóviles.

Todo esto está contradictoriamente en Henry Miller. Un apetito alarmante, ingenuo, glorioso, satisfecho siempre y siempre insatisfecho. Miller hace la crítica constante del mundo americano, pero participa profundamente en una vida americana de autoservicios, trenes elevados o subterráneos, palomitas de maíz y vagabundeo neoyorquino.

Miller ha asumido intensamente la dimensión erótico-gastronómica de su país, y por momentos parece que Miller va a comerse Europa, París, que es su tarta preferida. Casi todos sus entusiasmos por la capital francesa, aunque sean entusiasmos culturales, literarios, políticos, sentimentales los resuelve mediante una pierna de cordero o una vagina de meretriz Miller tiene la grandeza devorante de América Se ha visto en él la obvia dimensión erótica pero se ha comentado menos su dimensión gastronómica, e incluso antropofágica, que en este caso, como en muchos, va tan vinculada a la otra. A lo largo de toda la obra de Miller, el erotismo es más bien sombrío, negativo, siniestro, sardónico. Vamos a verlo leyéndole directamente. Hay gritos de alegría, ratos de optimismo, paseos felices, pero Miller es más jovial cuando vagabundea por París o Nueva York hambriento de todo que cuando, efectivamente, consigue una muchacha o una buena comida. A la cópula y a la comida suelen suceder sombrías reflexiones. Digamos que esto es así en la mayoría de la gente. Pero Miller encarna con especial intensidad esa dirección del erotismo negativo, de que hemos hablado antes. A través de Miller hombre y escritor, el mundo se abre a dimensiones eróticas, pero a dimensiones eróticas negativas, oscuras, destructivas, soeces.

La Crucifixión Rosada, de Miller, comprende una trilogía —Sexus, Plexus y Nexus— no más significativa, quizá que otras obras del autor (pero tampoco menos) respecto de lo que venimos diciendo. A mí, en todo caso, me deja siempre una especial intensidad sexual y literaria. De Sexus vamos a tomar algunos ejemplos que pongan en claro de una vez —o en turbio para siempre— esta dimensión negativa, esta apertura al mal, a la autodestrucción, que atribuyo a una parte del erotismo de nuestro tiempo.

«Soy insaciable. Comería pelo, cera sucia, coágulos de sangre, cualquier cosa y todo lo que sea tuyo. Preséntame a tu padre con sus trapisondas, con sus caballos de carrera, sus entradas gratis para la ópera; los comeré a todos, los tragaré vivos. ¿Dónde está la silla en que te sientas, dónde está tu peine favorito, tu cepillo de dientes, tu lima de uñas? Sácalos para que los pueda devorar de un bocado. Dices que tienes una hermana más hermosa que tú. Muéstramela… quiero arrancarle la carne de los huesos.»

No hay que decir que Miller se impregnó de surrealismo en París. Aparte el componente surrealista, que en otros momentos es mucho más intenso, la fusión erótico/gastronómica es perfecta en este párrafo. Todos los pasajes gastronómicos de Miller, tan abundantes, tienen un hedor sexual, y viceversa. Con frecuencia reúne una orgía gastronómica y una orgía sexual en la realidad de la narración En el párrafo que hemos transcrito se limita a organizar esa doble orgía en su imaginación.

Todo el pavoroso apetito americano —que ha contagiado al mundo, al siglo— está en Henry Miller expresado como en nadie. Y tiene siempre un matiz destructivo, un punto de repugnancia, hay en él un tragar indiscriminado de comidas baratas, sexos impuros e incluso objetos y parientes. Es exactamente el estómago de nuestro tiempo, la perversión de nuestro siglo, elucidada un poco en este libro que hemos llamado Tratado de perversiones. Estamos en la perversión final o global, en la única perversión que las comprende todas, en la perversión colectiva que puede acabar con la colectividad.

«Subimos a un taxi y, mientras echaba a andar, Mara, impulsivamente, se puso a horcajadas sobre mí. Nos hicimos el amor a ciegas, en el taxi que se sacudía dando bandazos; nuestras dientes se entrechocaban, mordiéndonos la lengua… ella vertía jugo como sopa caliente.»

«—Espera, espera —rogó jadeando y apretándose contra mí con furia, y con ello se sumió en un prolongado orgasmo durante el cual pensé que me arrancaría el miembro. Por fin se separó de mí cayendo en su rincón, con el vestido todavía levantado sobre sus rodillas. Me incliné para abrazarla otra vez y mientras lo hacía mi mano subió hasta su sexo húmedo. Se adhirió a mí como una ventosa, meneando el trasero resbaladizo en frenético abandono. Sentí un jugo caliente filtrándose entre mis dedos. Tenía cuatro dedos en su vagina revolviendo el líquido musgoso que estaba matizando con espasmos eléctricos. Tuvo dos o tres orgasmos y luego se hundió exhausta, sonriéndome débilmente como un cierva atrapada.»

La metaforización erótica, aquí, es negativa. Las exudaciones de la amada (Miller la ama) son como sopa. Esa equivalencia con la sopa, casi humorística, destruye y ensucia la tensión erótica. Y todo está ocurriendo en el fondo de un taxi que corre por una ciudad vacía en una madrugada sin dinero, en una orgía pobre. El contexto es negativo y la realización del amor tampoco resulta redentora. El protagonista destruye el clima con sus imágenes. «Jugo caliente», «líquido musgoso», «sopa». El erotismo de Miller metaforiza, como lo hace siempre el erotismo, pero metaforiza negativamente. Está destruyendo el momento mágico de la cópula con la mujer que ama. Para ello, empieza por situar la cópula en el interior de un taxi.

Hay en el final del párrafo una imagen lírica y atrevida. Ella, ya saciada, le sonríe como una cierva atrapada. Las ciervas no sonríen, y menos cuando están atrapadas. Pero al surrealista que es Miller sí puede transformársele una mujer en una cierva, y además en una cierva sonriente. Esta imagen lírica redime en cierto modo todo lo anterior, pues la alternancia euforia/depresión es característica del poético estilo milleriano.

Mas pronto volveremos a caer de lleno en un erotismo negativo. En un erotismo cósmico, pero autodestructivo. Es el erotismo de nuestro tiempo, tan evidente en las grandes ciudades que suele frecuentar Miller.

Miller tiene un amigo que es pintor comercial y se entretiene pintando el sexo de meretrices y criadas negras. Miller gusta de asistir a las sesiones: «Conseguir que posaran para nosotros no era tarea fácil. Todavía resultaba más difícil, cuando ya las habíamos persuadido de que probaran, hacer que pasaran una pierna sobre el sillón, descubriendo algo de su carne rosa salmón. Ulric estaba lleno de intenciones lascivas, siempre pensando en diferentes formas para lograr sus fines, como decía. Era una manera de vaciar su mente de las vulgaridades que se le encargaba pintar. (Se le pagaba generosamente para que pintara hermosas latas de sopa para las contraportadas de las revistas.) Lo que realmente deseaba pintar era el sexo femenino; ricos, jugosos sexos femeninos que se pudieran pegar en la pared del cuarto de baño, y conseguir así un cómodo y agradable movimiento de intestinos.»

La carne rosa salmón. Los sexos femeninos pintados con técnica de pintar latas de sopa. «Ricos, jugosos sexos femeninos.» El sentido gastronómico-erótico e incluso el final del proceso: el sexo femenino como complemento de la descarga intestinal. Miller consigue la amalgama turbia, la metáfora múltiple en que el sexo —su obsesión— queda degradado por todos estos emparentamientos viles o vulgares. Su poderoso erotismo, tan metaforizante, es siempre negativo. Destruye el mundo y destruye el propio erotismo.