He aquí otra orgía en el estudio del mismo Ulric:

«Sólo pensaba en dos cosas: comida y sexo. Me dirigí al cuarto de baño y, distraído, dejé la puerta sin cerrojo. Había estado conteniendo las ganas de orinar a causa de que el veneno lento del alcohol me había estimulado sexualmente, y mientras estaba allí con el miembro en la mano, tratando de embocar el inodoro, formando una gran curva, se abrió la puerta de pronto. Era Irene, la mujer del paralítico. Emitió una ligera exclamación y comenzó a cerrar la puerta, pero por alguna razón, tal vez porque yo parecía tranquilo, y displicente, se quedó en el vano de la puerta mientras yo terminaba de aliviarme, y me hablaba como si no ocurriera nada fuera de lo normal.

—Toda una hazaña —dijo mientras yo sacudía las últimas gotas—. ¿Siempre es tan copioso?

La tomé de la mano haciéndola entrar, cerrando la puerta con llave con la otra mano.

—No. Por favor no haga eso —me pidió; parecía muy asustada.

—Sólo un momento —murmuré con mi sexo rozando su vestido. Apreté mis labios contra su boca roja.

—¡Por favor, por favor! —imploró, tratando de librarse de mi abrazo—. Me comprometerá.

Sabía que tenía que dejarla ir. Trabajé rápido y furiosamente.

—Te dejaré ir. Dame sólo un beso más.

Con eso la apreté contra la puerta, y sin molestarme en levantarle el vestido, la atropellé una y otra vez, volcando mi pesada carga sobre su traje de seda negro.»

Inevitablemente, el episodio comienza con el doble apetito sexual y gástrico. La víctima, en este caso, es la esposa de un paralítico, y Miller se limita a ultrajarle de semen el vestido. Doble ultraje a ella y a su esposo, a ella y a su modo de vida, a ella y a su luto. No es de las anécdotas más espectaculares del libro (no es nada en el inmenso mar erótico de la obra milleriana), pero la escogemos precisamente por su sabor doméstico, por su sadismo menor.

En Miller, el erotismo casi siempre es doméstico (se acuesta mucho con su esposa, a la que odia) y se mantiene a estos niveles de cuarto de baño, de orgía vecinal, en Nueva York o en París, y todo esto contrasta con la grandiosidad de sus fantasías sexuales, con el panteísmo ingenuo, lírico y vital que fulgura en sus formulaciones imaginativas, literarias, transeúntes.

Hay en este fauno moderno, como en casi todos los hombres de nuestro tiempo, una fantasía sexual (estimulada por la publicidad, por la moda, por la gran ciudad) que luego sólo se realiza a niveles suburbanos, con pobres mujeres, con la propia esposa, con novias desgraciadas y viciosas. El contraste es constante entre las brillantes imaginaciones del escritor y la realización erótica de cada día, de cada episodio, aunque él no hable nunca para nada de este contraste.

La frustración está ahí, la castración brutal, la precariedad de un coito en la acera de la calle de uno o en el suburbano. Nuestro tiempo se aureola con un gran sueño erótico colectivo, que sólo se realiza, individualmente, a niveles muy modestos. El brillante erotismo comercial y colectivo nos despeña diariamente en una actividad sexual oscura y pobre. Miller, a pesar de todo, está dispuesto a abrirse paso a mordiscos, a tomar la ración que le corresponde de comida y de sexo. Va impulsado por su gran energía vital y por sus hermosos y potentes sueños. Pero las ocasiones que se le presentan son siempre sombrías y, por otra parte, él lleva consigo la carga de la frustración y de la impaciencia. Su hedonismo, sí, es patético, por volver a una expresión que habíamos utilizado antes.

Se ha obstinado en comerse la manzana y se la come, pero sigue siendo el pobre diablo con deudas, hambre, frío, soledad, dudas y fracaso.

Los luminosos sueños eróticos de Miller se resuelven de una manera mediocre, y por eso su sexualidad nos aboca a lo negativo, y todo el poder que él traía de las alturas se le empoza en la negación, la destrucción y el horror. Casi siempre mediante el trámite de una prosa curiosamente surrealista, nos da la medida negativa del mundo, el revés de las grandes magnitudes geográficas, ciudadanas, históricas, que en su obra maneja.

Unas páginas más adelante, en el mismo libro, Miller, siempre en su novelar itinerante (que tan saludablemente rompiera con los tecnicismos de la novela americana) conversa en otra casa con una mujer serena, lúcida, que le define:

«Vi un animal. Sentí que si yo me abandonaba, usted me devoraría. Y por unos momentos tuve deseos de abandonarme. Usted deseaba poseerme, arrojarme sobre la alfombra. Tomarme de esa manera no le hubiera satisfecho ¿verdad? Vio en mí algo que nunca había observado en otra mujer. Vio la máscara suya —se detuvo un momento—. Usted no se atreve a revelarse tal como es. Tampoco yo. Eso tenemos en común. Vivo en constante peligro, no porque sea fuerte, sino porque si me detuviera me desplomaría. Usted no puede leer en mis ojos porque no hay nada que leer. No tengo nada que darle, como le dije hace un momento. Usted sólo busca su presa, su víctima, en la que se ceba. Sí, es probable que ser escritor sea lo mejor para usted. Si tuviera que actuar según sus pensamientos, seguro que se convertiría en un criminal. Siempre tiene la alternativa de elegir entre dos caminos. No es el sentido de la moral lo que le impide tomar el camino equivocado; es su instinto para hacer aquello que a la larga será mejor para usted. No sabe por qué abandona sus brillantes proyectos; piensa que es debilidad, temor, dudas, pero no es eso. Tiene los instintos del mal; usted hace todo lo que resulta útil a su deseo de vivir. No titubearía en tomarme contra mi voluntad, aun cuando supiera que estaba en una trampa. De la trampa del hombre usted no teme, sino de la otra trampa, la que pondría sus pies en dirección equivocada. De ésa se precave. Y tiene razón —volvió a guardar silencio—. Sí, usted, en verdad, me ha hecho un gran servicio. Si no lo hubiera conocido esta noche me hubiese dejado llevar por mis dudas.»

Por supuesto, Miller no se acuesta con esta enigmática mujer, que no vuelve a aparecer en todo el libro. Que quizá nunca ha existido. Ha sido un espejo femenino que le ha servido para retratarse. Aquella mujer inteligente tuvo miedo, al principio, de que el escritor la devorase. Es el miedo de tantas mujeres ante la mirada rapaz del hombre. Ella le ha hecho a Miller un retrato muy simple y verdadero. Miller es un aventurero, un buscón, el pícaro de otros tiempos y otras latitudes. El pícaro eterno. Pero hay algo que le hace muy de nuestro tiempo, un personaje emblemático del siglo XX. Todo el erotismo hambriento de la época pasa por él y se transforma en negativo, se envilece. Miller se ha pasado la vida buscando pureza, libertad, ha soñado el mito mediterráneo —contra el parecer de Bretón, que habló del «error griego»—, y a la postre, siempre que tiene una experiencia bella, la envilece, la ensucia, la degrada. Es un hombre/vector del erotismo negativo de nuestra época, de la vertiente negra del erotismo. Es un maldito.

Y un maldito por algo más que porque le haya prohibido la puritana censura de los Estados Unidos. Miller ha escrito sobre Rimbaud y ha emulado a Sade y a Lautréamont, pero sin perder eso que tiene de Whitman inverso, de vagabundo americano, de tipo astroso, errante y hambriento. Miller ha iluminado con una vela el interior de algunas vaginas. Con él desaparece de la novela la noción de amor —aunque continuamente dice estar enamorado— y se impone el erotismo como mecánica narrativa. Miller pone al lector en comunicación con el mundo muy eficazmente, pero en comunicación —ay— con un mundo de letrinas, tapias ruinosas, traseras, mujeres demasiado exudantes y latas vacías en el vacío del inmenso Brooklyn.

Su hambre no es el hambre insatisfecha, casi mística, ascética, de los pícaros del siglo XVII, con los que hace un momento le hemos comparado, sino el hambre cósmica del siglo XX, un hambre saciada que ha degenerado en hastío, un hastío que toma otra vez, por inercia, la forma del hambre.

Es el hombre libre y estragado de la civilización occidental capitalista de mediados de siglo, el hombre que se salva de dos grandes guerras —Un domingo después de la guerra, se titula uno de sus libros—, el hombre que, entre máquinas y autoservicios, se descubre de pronto, no el nuevo superhombre entre Nietzsche y Walt Whitman, sino un pobre hombre.

El capitalismo, la sociedad competitiva, el industrialismo, la tecnocracia, el apetito universal incontrolado, que es ya una forma aberrante y final de erotismo, han dado como producto este paria. El Miller protagonista de los libros escritos por Miller se pasa la vida en hogares oscuros, entre amigos mediocres, vive aventuras pequeñas que sólo su verbo magnifica, trabaja en oficinas postales americanas y hace la bohemia tópica de París. Aun cuando traiga consigo toda la alegría iniciática del mundo, esa alegría se le pervierte en una sexualidad negra y desencantada. Hace la primera y más importante literatura erótica de la cultura occidental, no porque diga más cosas que los demás, sino porque su poder de comunicación sexual con el mundo es prodigioso y no está larvado por nada. Pero ha nacido a la sombra fría y ominosa del puente de Brooklyn, es hijo de un sastre miserable y su transformación erótica del mundo da inevitableblemente un producto fétido, infecto, lamentable.

Toda su obra es una lenta y prolongada catástrofe, un diferido derrumbamiento que no está haciendo, quizá, sino cinematografiar el derrumbamiento que nosotros no vemos —porque estamos en él— de esta ficción brillante y eficaz que aún se llama civilización occidental.