Henry Miller es un anarquista lírico. Desprecia por igual todas las disciplinas: la comunista y la fascista. (De la farsa democrática americana ni siquiera se ocupa, o se ocupa ya en su primer libro.) Pero no existe el hombre roussoniano hijo de los bosques, y Miller, aunque se crea limpio y libre de todo, es el vagabundo americano típico y sin duda su absoluta libertad de juicio, su sentido salvaje de la libertad no es sino una prolongación afortunada, literaria y vital, de las teóricas libertades estadounidenses. «Todos son mis hijos», pudiera decir, con el título de una comedia de otro Miller, refiriéndose a los beatniks y los hippies.

Y por ellos, efectivamente, podemos conocerle. Se trata de unas generaciones que han aprovechado la prosperity para hacer vagabundaje, peregrinaciones, bohemia y satanismo.

Miller recorre el mundo, lo husmea y sólo salva cuatro cosas: la Grecia clásica (El coloso de Marusi), los pieles-rojas (Pesadilla de aire acondicionado), París (casi todos sus libros) y el Oriente. Sus descendientes espirituales confirman y ahondan estas tendencias haciendo de hippies en Atenas y en París, poniéndose del lado de las reivindicaciones piel-rojas, peregrinando hasta Katmandú y practicando el hinduismo, el yoga, etc., como en Los vagabundos del Dharma.

Es la trayectoria individual de Miller, convertida luego en ruta de peregrinación múltiple. Es la huida del racionalismo burgués occidental (repudiado incluso en sus formas socialistas). Es el anarquismo pacífico y —ay— poco duradero. Esos cuatro puntos que hemos citado son las cuatro esquinas de la estrella milleriana de los vientos optimistas. Todo lo demás, o sea lo que habitualmente le rodea, al vivir y al escribir, es sórdido y necio. Sus ideales puramente geográficos (como lo son la mayoría de los ideales) no le sirven para vivir, y entonces la inmensa capacidad erótica de Miller retiñe el mundo de un amor negativo, de un gusto por lo sucio, lo frustrado, lo negro y lo cruel.

Así, la dimensión positiva del erotismo milleriano no hay que buscarla en sus frecuentes, pero fugaces, momentos de exaltación optimista (que a pesar de todo colorean su obra entera y su imagen en el mundo), sino en la mecánica misma de su obra, en la materia de que está hecha.

Porque Miller, llevado de su sentido lúdico de la vida y la literatura, hace una obra efectivamente erótica, libre, técnicamente feliz, pura, casi infantil, una obra de materia pastosa y moldeable. Para medir lo que esta obra significa, como irrupción, en la novelística moderna de lengua inglesa, y concretamente en la americana, hay que plantearse, siquiera sea someramente, el panorama de esa novelística. Más aún, habría que tener en cuenta al «hombre que trabaja y juega», a los pueblos que han conseguido hacer de la vida algo más o menos parecido a la felicidad. Se trata, sin duda, de algunos pueblos latinos. Miller ama en París lo que París tiene de latino, lo que París tiene de Marsella, diríamos, incluso, porque hay una cosa portuaria y vagabunda que es lo que Miller busca en París.

Los pueblos sajones no han aprendido nunca a jugar. La novelística norteamericana moderna, heredera de la inglesa, es, desde Henry James, una literatura del esfuerzo, la precisión, el trabajo, la técnica y el enigma. El puritanismo original de James no está tanto en sus bostonianas como en la técnica misma con que escribe. La novela, para él, es una disciplina, una tortura, una relojería, una precisión, porque se trata de decir algo muy concreto y de decirlo muy concretamente, Más que la literatura como juego o comunicación, James plantea la literatura como enigma y disciplina. Aunque se diga que es el Proust americano, jamás se habría permitido las divagaciones constantes de Proust, que nunca sabemos muy bien adonde nos van a llevar, si bien es cierto que siempre nos llevan a alguna parte, como el sendero elegido por el padre del pequeño Marcel llevaba siempre a casa, aunque la elección, en principio, pareciese insólita a la familia.

Claro que París ha dado la escuela de Flaubert y Zola, pero el ideal flaubertiano lo realiza el cine, y no ya los novelistas, que en seguida recayeron en el meandro, con Gide. Hacemos estas reflexiones con premeditada ignorancia del tópico cartesiano y pasamos ahora de James a Faulkner, que es otro escritor puritano hasta la médula, no ya en los temas (aunque a veces también), sino en la técnica. El puritanismo moral de los peregrinos del Mayflower se ha hecho puritanismo técnico en los novelistas americanos modernos. Fitzgerald y Hemingway se trabajan un vitalismo que tiene mucho de labor secreta, de montaje interior. En James, Faulkner y algunas de las grandes novelistas americanas, la estructura rígida, ascética, de la obra, ni siquiera se recubre del vitalismo hemingwayano, que parece ser el tan cantado vitalismo de América.

Por estos autores sabemos, como por sus lejanos parientes ingleses, lo que le cuesta a un sajón entender el arte como juego, la literatura como hedonismo. Sólo Saroyan y Miller, como luego, en alguna medida, Burroughs y Mailer, viven de verdad el paraíso americano del nuevo mundo y la libertad. (Y, por supuesto, la fugaz generación beat.) De modo que la obscenidad con que Miller irrumpe en el panorama de la novela americana —la más tecnicista del mundo, la más puritana de estructura (y la estructura lo es todo para los estructuralistas)—, no es obscenidad de sus temas, sino la de su técnica, o por mejor decir, de su falta de técnica.

Miller jamás ha conseguido ser libre en la vida, como ningún hombre, pero es libre en sus libros. El escándalo Miller, en Estados Unidos, es semejante al escándalo Virginia Woolf en Inglaterra, años atrás. La sombra delicada de la Woolf ha acompañado este libro durante bastante páginas, y puede que secretamente esté en todo él. Ahora tendríamos que emparentaría con el corpachón violento, sucio y alegre de Henry Miller. Tampoco los ingleses sabían por qué ella les escandalizaba tanto. Tampoco sabían que el escándalo no era tanto moral como literario. Pero lo literario deviene siempre moral, pues ya decía Valéry que la sintaxis es una facultad del alma, y la sintaxis libre, nueva, insólita dentro del inglés, de Virginia Woolf o Henry Miller, era el verdadero escándalo, mucho más que el argumento de sus libros (que ni en uno ni en otro autor suelen tener argumento).

Así pues, la revolución técnica de Miller es su gran revolución moral. Está queriendo salvar el mundo y sólo salva la gramática. La libera. Como era de temer, los puritanos del mundo, que son infinitos, han seguido imitando a Faulkner, calcomaniando sus estructuras rigurosas, sus simetrías ominosas, pero la fresca libertad literaria que Miller inaugura en Estados Unidos, queda ya ahí para siempre, corriendo como una fuente salvaje. Todavía en Norman Mailer, como queda dicho, canta y corre ese manantial de libertad.

Miller introduce el erotismo en América, no mediante las frecuentes e intensas fornicaciones de sus libros, sino mediante la gramática. Miller es un autor de la calle porque su técnica (inexistente) se parece a la vida. Las técnicas de James o Faulkner son aristocratizantes por cuanto preservan la vida que cuentan en un fanal de geometrías enigmáticas. Todo está previsto. André Bretón y los surrealistas se rebelan contra la novela como género literario, ya que encuentran pueril ese trucaje en que el autor lo sabe todo o hace como que no sabe nada. El héroe nunca es libre, puesto que incluso con su libertad cuenta el autor para llevar aquello a buen puerto. Es la intolerable situación del creyente respecto de su Dios.

Pues bien, sólo los autores líricos (quiero decir autobiográficos) salvan a la novela de ese engaño estéril: Proust, Virginia Woolf, Miller. Tan convencional resulta el objetivismo absoluto de Flaubert, que desaparece completamente de la novela (para acabar clamando, ahogado, «Madame Bovary soy yo»), como el paternalismo de Balzac o Galdós, que se entrometen en todo a capricho. La novela no tiene otra vía de honestidad que la autoconfesión. Sólo el autor confesional puede ser héroe y narrador a la vez.

Los novelistas americanos, que, por herencia de los ingleses, habían llevado a la exasperación las técnicas de ocultamiento, con su máxima expresión en Faulkner, ejercieron así un puritanismo literario, un resguardo de la intimidad personal tras las celosías rigurosas de la técnica. Miller, autodidacta y lírico, irrumpe sin técnicas ni celosías, contando su vida desordenadamente, sin otra coherencia que la natural de la vida, y acaba con la literatura aristocratizante. Si los rigores de la técnica se corresponden con los rigores protocolarios de una existencia puritana y «noble», la incoherencia vitalista de Miller se corresponde con la realidad mezclada de la calle, y por eso hemos dicho, al empezar a hablar de este escritor, que participa profundamente de la vida americana y del erotismo de nuestro tiempo. La vida incoherente pasa por sus libros incoherentes. Al rasgar el pentagrama de los vanguardismos novelísticos (vanguardismos conservadoramente repetidos, desde Dos Passos), Miller se impregna de vida e impregna la vida de sí mismo, y responde a la realidad americana mucho más que otros autores.

El erotismo positivo de Miller, pues, no está en las anécdotas eróticas de sus libros, casi siempre lóbregas, sino en la técnica misma con que escribe, en la falta de técnica, en la sintaxis, «facultad del alma», en la materia viscosa y rica que maneja, en esa sensación dilatada, ahogante, masticable y moldeable que se tiene al leerle. Es obscenamente autobiográfico (no importa que enriquezca la autobiografía con la imaginación), es lujuriosamente desordenado al escribir (aunque todo acabe encajando en sus libros, como sería puerilmente fácil demostrar), y esa materia densa y olorosa, esa impregnación de orín, sudor y salsa de tomate que hay en su prosa, es la materia misma del erotismo gástrico e insaciable de nuestro tiempo.