La cuestión está en la rodilla. Baudelaire (lo cuenta Proust) amaba las rodillas femeninas. Amaba, quizás, en la mujer, lo que tiene de menos femenino, esos momentos de su cuerpo en que asoma el hombre que pudo ser, un fantasma varón o un fantasma de varón. No diremos, ingenuamente, que de esto pueda deducirse un trasunto de homosexualidad baudeleriana. Más bien, en la fascinación por el nudo en que se destrenza o se trenza la posible e imposible dualidad sexual de una criatura, descubrimos la inquietud por el enigma mismo de la sexualidad.

¿Qué es un hombre, qué es una mujer? Esto, como todo, se desvela mejor por contraste, o cuando menos se barrunta mejor. En lo que el cuerpo de la mujer tiene de común con el hombre es donde la mujer parece a punto de descubrirse como lo esencialmente otro, que diría Machado. El error de toda la literatura galante o puerilmente feminista, está en subrayar la feminidad de lo femenino. Donde lo femenino se hace más inquietante es allí donde linda con lo masculino, en los momentos vitales o biográficos que son comunes a toda la especie, o incluso a todas las especies. Lo realmente fascinante para el fanático de la mujer —Baudelaire por ejemplo— es aquello que la mujer tiene de común con el hombre, las funciones que comparten (aunque convencionalmente sean las que más les distancian).

La mujer come, como el hombre, la mujer orina y defeca, la mujer tiene enfermedades y ese cuerpo suyo, tan vulnerable como el masculino, se hace más misterioso cuando el mal, la simple biología, la enfermedad o la vida le insultan, pues no por eso deja de resultar sagrado («celeste carne de mujer»), sino que su sacralidad se acrece.

Al hablar del carácter sagrado del cuerpo femenino, para el hombre, no me estoy refiriendo, naturalmente (y quiero advertirlo al principio de este libro) a ninguna clase de divinización galante de la mujer, como la que se dio en las Cortes de Amor de Francia, en la caballería andante o en sus degradaciones posteriores, que llegan hasta el «dígaselo con flores». Todo eso —ya estamos de vuelta— es una cosificación de la mujer mediante el trámite de la divinización, es una sublimización alienante, claro. Pero si la mujer está conquistando su realidad humana y social, está emergiendo hoy al nivel del hombre en cuanto individuo, por lo que se refiere a la relación interior de los dos sexos, ésta sigue y seguirá siendo mágica por siempre, ya que la bisexualidad reproductora, sometida a la reelaboración fantástica de un ser condenado a sus fantasías, el hombre, engendra misterio, magia, sacralidad y esa pura escatología que es la consideración de lo esencialmente otro, como dijera el poeta, según hemos citado más arriba, con expresión casi existencialista. La celeste carne de mujer de los modernistas no puede ser ya objeto de juegos florales a lo divino o a lo profano, pero el erotismo, una de las fuerzas que mueven el universo, desde Dante hasta Freud, nos conecta directamente con la parte del mal, que diría Bataille, con el ala de sombra de la humanidad, con «lo oscuro» que pretendía aclarar Artaud. No vale negar la dimensión irracional de lo humano, sino irla colonizando progresivamente, lo cual no es lo mismo que irla aboliendo, pues esta dialéctica de la luz y la sombra es una dialéctica histórica como otras más ortodoxas, y su lanzadera teje el tapiz de la Historia.

Lo sagrado del cuerpo femenino, tan evidente para el hombre, y que incluso otra mujer puede intuir a veces, tiene su gesto más pueril en el pudor, que no por banal deja de ser algo así como el eco lejano y degradado de una sacralidad que actúa sobre el tiempo desde no sabemos cuándo.

Entender esto así no es reaccionario. Lo reaccionario ha sido, históricamente, invertir los términos y hacer del pudor y el rubor —inercias ancestrales de lo sagrado—, valores en sí mismos, cuando sólo son degradaciones devenidas en el tiempo. Pues bien, esta sacralidad de lo femenino visto, no por el hombre, sino, más exactamente, a través del hombre (nadie ve desde sí, sino a través de sí) queda como injuriada cuando la mujer realiza actos comunes a los dos sexos, actos biológicos, acciones vitales e incluso acciones sociales (aunque estas últimas suelen venir marcados siempre por una artificial división de los sexos). Lo más asombroso para un enamorado es que su amada coma. En principio, el hecho puede ser decepcionante, pero si el enamorado no es completamente tonto (y sabemos que todo enamoramiento comporta una tontería transitoria), pronto encontrará en esa contradicción, en ese sarcasmo biológico, en esa decepción, un momento fascinante de su religión erótica, pues allí donde la mujer parece reflejada en el espejo de lo masculino, asomada a sus aguas, es donde el enigma de lo femenino se plantea con mayor inminencia.

Así, las rodillas de la mujer, que ama Baudelaire. En la rodilla, la mujer casi es un hombre (al margen de apreciaciones estéticas sobre la calidad de las rodillas femeninas). Un gran poeta moderno del amor, Neruda, llega a escribir este verso: «Por oírte orinar al fondo de la casa.» Oye orinar a la amada al fondo de la casa, como derramando una miel lenta, dice él. Es la fascinación de la mujer, no sólo en el acto cotidiano (el fuerte erotismo de la mujer doméstica), sino en el acto indiscriminado de la especie y de tantas especies: el acto de orinar, común a machos y hembras.

No es que el hombre de sexualidad complicada —Baudelaire— busque a un posible macho en la hembra, sino que en el fantasma varonil que ella lleva consigo (como el fantasma femenino que consigo lleva el hombre) es donde la cualidad enigmática de lo femenino se pone más en evidencia y en inminencia. Del mismo modo que van en nuestra sangre los signos de la virilidad y de la feminidad, van también en nuestra vida, en nuestra biografía, y la mujer tiene, no ya momentos neutros, sino momentos masculinos, «noches de capitán», que dijo cierto escritor. Obvio advertir que en el hombre ocurre otro tanto a la inversa. El enamorado de visión observadora, o sencillamente el observador de visión enamorada, capta esos momentos, los busca, los encuentra, y la mayor profundización que podemos capturarle a un ser es la que proyecta sobre el fondo del sexo contrario. Hay instantes en que la mujer proyecta la sombra de un hombre posible. Contra esa sombra, la realidad clara de su cuerpo femenino es más sagrada que nunca.

«El hueso, adonde el amor no llega», dice Aleixandre. El amor de Baudelaire sí que llega al hueso. Al hueso de la rodilla. Un escritor español le hizo un bello poema en prosa al esqueleto de una muchacha. En Lope, en Rafael Morales y en otros poetas castellanos hay poemas al puro hueso femenino. En Quevedo esto es como metafísico: «Médulas que han gloriosamente ardido.» Pero hay otros poetas que cantan la gracia externa y casi mundana —si pudiera decirse— del esqueleto de la mujer. Para Rubén hay una celeste carne de mujer. Acabamos de citarle. Para Baudelaire hay, incluso, un celeste hueso de mujer. El hueso de la rodilla, por ejemplo. ¿Porque es idéntico o es distinto del hueso masculino, de la rodilla del hombre? Porque es idéntico y porque es distinto al mismo tiempo. Y ése es el enigma y la fascinación de lo femenino para el hombre (o de lo masculino para la mujer, con matizaciones que quizás hagamos a lo largo de este libro).

La mujer no es mujer porque haga otras cosas que el hombre, sino porque hace las mismas cosas de manera diferente. Todo el error del machismo y del feminismo mal entendidos ha sido ése. Creer que la mujer tiene que hacer o no hacer las mismas cosas que hace el hombre. El machismo tradicional sostiene que la mujer está para otras cosas. El feminismo tradicional sostiene que la hembra está para las mismas cosas.

Pero la sencilla verdad es que la mujer hace las mismas cosas que el hombre, pero de otra forma que el hombre. (Habría que plantearse si al hacerlas de otra forma hace ya otras cosas, y eso es lo que nos pone otra vez en el enigma mismo de la dualidad masculino/femenino y en el límite de la mujer como recinto de lo sagrado, entendiendo por sagrado lo inexpugnable, lo irreductible, lo esencialmente otro, por volver a la expresión insustituible de Machado.)

Baudelaire, pues, no anda equivocado —él menos que nadie— cuando se pone a amar las rodillas femeninas. Como cuando atisba el amor de las sálicas. En el amor sáfico hay una mujer ejerciendo de hombre, o ambas ejerciendo de hombre alternativamente. Por sobre el amor de las sáficas flota un hombre, sobrevuela un ángel viril que entre ambas componen y descomponen. Lo que la mujer tiene da varón, se realiza en el lesbianismo, pero al realizarse perdemos lo sagrado. Lo sagrado femenino, que era en alguna medida masculinidad en potencia, ese hombre malogrado que hay en toda mujer. Como esa mujer malograda que hay en todo hombre. «La mujer es un hombre enfermo», escribió alguien. Si el enfermo sana y el hombre se realiza, la palpitación del misterio se ha perdido. Nos enamoramos siempre de una carencia, de esa tierna castración que la mujer esconde y que no es tal, pero que sólo como tal podemos experimentar a través del hombre que somos.