Para comprender la desidealización de la mujer hay que comprender la desidealización del mundo, y para comprender la desidealización del mundo hay que comprender la desidealización del idealismo. El idealismo filosófico se ha ido desidealizando a través del tiempo, a través de Kant y Hegel, pasando por el relativismo, hasta llegar al estado actual de la filosofía. En la «Dialéctica negativa», de Adorno, se encuentra quizás el certificado de defunción del idealismo. En «El Ideal como furia», Adorno explica que el animal carnívoro, el hombre, cuando necesita lanzarse sobre su presa para devorarla, siente, además, que la presa es absolutamente exterminable, necesariamente exterminable, y esta convicción moral refuerza su furia. Es, sí, el idealismo como furia, el refuerzo moral de un instinto físico.

Si aplicamos esto a la sexualidad, tenemos que no basta con devorar sexualmente a otro ser, sino que hay que sentir a ese ser como absolutamente devorable, como necesariamente devorable: esto es, como absolutamente adorable. Con el esfuerzo moral de nuestra sexualidad, se refuerza el sexo y se refuerza el deseo, se establece una corriente recíproca de estímulos dentro de uno mismo. El deseo sexual localizado, convertido en absoluto, absolutizado, es quizá lo que llamamos amor. No es sólo que necesitemos poseer a esa mujer sexualmente, sino que necesitamos persuadirnos de que es inaplazablemente disfrutable y absolutamente adorable. Un deseo local se convierte en un deseo absoluto.

Es el Ideal como furia. Es el amor. Si seguimos ejemplificando con la obra de Proust, encontraremos que esta obra nos ofrece tres tipos o escalas de mujer muy significativas: la mujer-idea (Oriana Guermantes), la mujer-metáfora (Albertina) y la mujer-exceso (Odette). Entiendo por mujer-exceso lo que hoy, periodísticamente, se llama mujer-objeto. Volveremos sobre ella.

La mujer-idea es, sí, Oriana Guermantes, y el pequeño narrador, al enamorarse de ella, se enamora de una idea de mujer, de una genealogía familiar, de la Historia, de la Leyenda, del aura que tiene la aristócrata. Es todavía la mujer idealizada de acuerdo con una tradición que viene de la Edad Media (de Gilberto el Malo, en el caso concreto de los Guermantes). Si lo característico del mundo antiguo es la mujer idealizada, lo característico del mundo moderno es la mujer metaforizada. Ahí está todo el cambio de sensibilidad que se opera a partir del Renacimiento. La desidealización de la mujer es paralela a la desidealización del mundo y de la filosofía. Cuando hablamos, en este libro, de la mujer sacralizada o metaforizada, no estamos hablando ya de la mujer idealizada del pasado, porque la idealización es una forma de dominio moral y alienación —«el Ideal como furia»—, mientras que la metaforización supone un proceso poético-dialéctico de liberación de las cosas, ese proceso de lo uno en lo otro a que jugaban los surrealistas.

Si Oriana Guermantes es la mujer-idea, Albertina es ya la mujer-metáfora, por cuanto el hombre Proust ha madurado, y su obra también, y del vago idealismo medieval que envuelve a los Guermantes pasa a la realidad poética de una muchacha del presente, contemporánea de su propia juventud, y es ya la sensibilidad moderna la que le influye para ver en la joven ciclista, no un ideal, sino una metáfora del mundo, del amor, del verano.

Nuestro tiempo, con su racionalismo tecnocrático, ha degradado a la mujer-metáfora, dejándola en mujer-objeto, mujer-exceso o mujer-signo externo. Es la mujer que con su belleza y atavío metaforiza el estado social del hombre que la posee.

En principio, esto es Odette para Swann. Odette es, quizá, la primera mujer-objeto que aparece en la literatura occidental con tales características y estudiada como tal. Llamo mujer-exceso a este tipo de mujer porque su misión es probar, mediante un exceso (exceso de belleza, de abundancia, de lujo o de fama) el confort de un hombre, de una sociedad o de su propio status. Es la metáfora degradada de otra cosa. Si Albertina es la metáfora de un muchacho, o el efebo es la metáfora de una muchacha, la mujer-exceso es sólo la metáfora del dinero, se sirve como abundancia en revistas al estilo de «Playboy», en los grandes cabarets y hasta en los anuncios de viajes. Su exceso sexual es la metáfora empobrecida, por cuanto no se transforma mentalmente, para nosotros, en un objeto poético, en otra mujer, sino que es idea de poder, de confort, de dominio, de lujo (y todo esto ha sido muy estudiado modernamente).

Hemos dicho que la mujer-exceso es una degradación de la mujer-metáfora, pero debemos decir, asimismo, que quizás en toda mujer-metáfora va el germen de la mujer-exceso, pues la naturaleza femenina, por su intrínseco e inexplicable carácter suntuoso —e incluso suntuario—, se presta fácilmente a la manipulación comercial, digamos. La utilización masiva que la publicidad hace hoy del desnudo femenino (y del vestido) para anunciar refrescos, champúes, lavadoras, camisas, alfombras, viajes, comidas y coches, no obedece sólo a un reclamo comercial simplista, a la gratificación de una carne fugaz en la pantalla o la foto, sino que explota, prolonga e hipertrofia la natural suntuosidad de la piel femenina, de la anatomía de la mujer, de su cabello, sugiriéndonos a partir de ahí otras formas de suntuosidad. Lo que la mujer tiene de animal de lujo (que sólo se redime mediante la cultura, como lo que el hombre tiene de animal depredador) es lo que yo llamo exceso: una suntuosidad innecesaria y una sensualidad excesiva que hay en la hembra, un erotismo sobrante que precisamente es el principio de la fascinación y hasta sacralización de la mujer. Sólo es misterioso lo innecesario. Lo excesivo. Lo inexplicable. Y hay alabeados en el cuerpo de la mujer que no se explican por la necesidad reproductora de la especie. Son sensualidad gratuita (la que hoy degradamos en manipulación comercial o metaforizamos en manipulación erótica).

La naturaleza de la mujer es tan intrínsecamente metafórica que no sólo ella, como individuo, ejerce siempre de metáfora de otra cosa (para bien o para mal, como hemos visto), sino que cada parte de su cuerpo está actuando, en pura sinestesia, como metáfora de las otras partes o de la totalidad. En la mayoría de los casos, todo actúa en su cuerpo como metáfora del sexo, que es lo oculto, lo sagrado y lo obsesivo.

Así, si partimos del pelo de la mujer, por ejemplo (como al principio partimos de la rodilla), tenemos que esa foscosidad de su cabellera está remitiendo siempre, subconscientemente, al vello del pubis. Entre la abundantísima poetización que se ha hecho de la cabellera femenina, a través de la historia, hay dos términos que predominan abrumadoramente: noche y oro. El pelo es oro si es rubio, es noche si negro. El hombre, con estas dos equivalencias, le ha dado al psicoanalista fácil trabajo y grata tarea. Si el pelo es noche, la noche es lecho, sexo, cópula. Si el pelo es oro, el oro es dominio, poder, riqueza, tesoro. Tesoro escondido, recóndito, incógnito: sexo. Puede que todo esto sea un poco banal (como tantas cosas del psicoanálisis) pero evidentemente, el hombre metaforiza siempre a la mujer, cada zona de la mujer, remitiéndola a más incógnito, como el oro o la noche. No la explica como lo claro o fácil, sino siempre como lo oscuro y difícil: noche u oro. A veces la mujer es «agua viva», pero esto se usa más para la adolescencia, para mujeres a quienes su encanto les viene todavía de la infancia. La mujer, para el hombre, sigue siendo tierra incógnita, no por irracionalismo femenino, sino porque la mujer sirve de revelador del irracionalismo masculino: lo pone en evidencia.

Hemos dicho que, para algunos hombres, la mujer es la más electrocutante vivencia del Otro. Es, también, la más turbadora experiencia de uno mismo. Más que ser misteriosa, la mujer despierta nuestro misterio, el que llevamos dentro. Es una llamada a nuestra irracionalidad. Tanto como a su profundidad, tememos a la nuestra, convocada por ella. Aunque la mujer, en efecto, remite siempre a sí misma, y todo su cuerpo, para el hombre, es metáfora de su sexo. Vemos y vivimos a la mujer superficialmente, muchas veces, como defensa contra esa convocatoria de profundidad que hay en el cuerpo de la mujer. El que su cuerpo, el cuerpo femenino, remita siempre a otra cosa —a una guitarra, a una vasija, a un ramo, a otra mujer—, representa la metaforización centrífuga de ese cuerpo, pero simultáneamente se da la metaforización centrípeta (he aquí la complicación vertiginosa de lo femenino) por la cual todo el cuerpo de la hembra remite a su sexo y cada parte de ese cuerpo remite a otra parte o también al sexo. De modo que la mujer no es sólo metáfora expansiva, sino al mismo tiempo metáfora autorreflexiva, y casi todo lo que ella hace con su cuerpo tiene valor sexual. El sexo de la mujer es abismal, no sólo por su sensación de profundidad, sino porque todo el cuerpo, todo lo anterior, confluye hacia él. El cuerpo femenino es siempre la metáfora de una cópula, y sólo en la cópula el cuerpo se desmetaforiza, se queda en mera anatomía, y sólo inmediatamente después de la cópula ve el hombre a la mujer como organismo (objetivamente, digamos) y no como metáfora.