Hay tres procesos a fijar en la obra de Neruda:

Epifanía de la materia.

Paso del erotismo negativo al erotismo positivo.

Desidealización de la mujer.

La materia, la naturaleza, es idealista en el primer Neruda, heredero de la cultura española y del romanticismo americano en su versión crepuscular, el modernismo.

Pero aún tengo la aurora

enredada en cada sien.

La naturaleza, en estos dos versos, como en tantos otros, no es sino el clima lírico que rodea y favorece al poeta. Éste aún no la ha visto nunca como tal naturaleza, sino que se limita a proyectar en ella sus estados de ánimo y a utilizarla como cómplice y decoración de lo que a él le pasa.

Me peina el viento los cabellos

como una mano maternal:

abro la puerta del recuerdo

y el pensamiento se me va.

Dócil, el viento, la naturaleza, maternal el mundo para el poeta. Así ha sido durante siglos. En la filosofía, en la religión, en la lírica, el mundo ha sido sólo el espejo cambiante del alma humana. Cuando Marx invita a no interpretar el mundo, sino a transformarlo, sin duda también quiere decir esto, porque interpretar el mundo ha supuesto más que nada, a través de los siglos, proyectar en él nuestros estados de ánimo, modelarlo a nuestro gusto. El proyecto de transformarlo, por el contrario, supone ya comprenderlo, haber tomado conciencia de él, saber que el mundo existe fuera de nosotros y tiene una vida propia con la que debemos luchar.

En los famosos Veinte poemas de amor la materia está idealizada y es dependiente casi siempre de una mujer, el erotismo es melancólico (negativo) y la mujer es también una idea de mujer, un fantasma sobrevivido a las visiones románticas.

Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,

te pareces al mundo en tu actitud de entrega.

Si la mujer se parece al mundo, es que el mundo se parece a la mujer. Neruda ha visto las colinas de su tierra como desnudos femeninos: no las ha visto. Esta metáfora es todavía una metáfora idealista porque no emparenta libremente a la mujer y al mundo, interpenetrándolos, como tantas veces hará él en su obra, más adelante, sino que parte de un animismo ancestral que tiene encantado al mundo en figura de mujer.

Epifanía de la materia. La materia del primer Neruda es en buena medida ideal, inexistente, simbólica o mítica. Pero en este poeta se operará más tarde, como en pocos, la más diáfana y cierta epifanía de la materia, gracias a su instinto lírico personal y gracias a la visión real y dialéctica del mundo que le da el marxismo. Hemos elegido a dos escritores americanos, uno del Norte y otro del Sur, para ejemplificar esta vocación por la materia que, efectivamente, tenía que darse en América, continente de mayores magnitudes y donde la naturaleza es como más agresiva y evidente. La naturaleza, en Europa, está —aparte el idealismo tradicional— más trascendida de cultura, más confundida con la Historia. Europa tiene más Historia que naturaleza. Cualquier río europeo —el Rhin, el Sena, el Támesis— arrastra más historia que agua, La epifanía de la materia tenía que darse en América, tenía que dárseles a los creadores americanos: Pollock, Miller, Neruda…

Para mí, la gran aportación de América al hombre moderno es ésta de la aparición y consagración de la materia. Ellos, los americanos, nos han enseñado a ver con ojos nuevos —en su cine, en su arte, en su literatura, en su poesía— el cuerpo de la tierra desnudo de mitos.

Walt Whitman en el Norte y Neruda en el Sur, cuando hablan de un bosque, de un mar, de un animal, son más veraces que cualquier poeta europeo, y no por otra cosa sino porque tienen más reciente el descubrimiento del bosque, del mar, del animal. Aún no han transformado un bosque en una leyenda, un mar en un poema de Homero, un animal en un mito. Decíamos, hablando de Miller, que es el anti-Whitman, en el sentido de que no cree en la grandeza venidera de América. Whitman es el héroe nacional y Miller es el antihéroe nacional. Pero ambos tienen la misma facultad para conectar con lo germinal, para respirar de una bocanada todo el aire del mundo, de ese mundo ancho y ajeno que sólo pudo definir como tal, con dos objetivos inapreciables, otro escritor americano.

El mundo, para los creadores americanos, es ancho y ajeno. Para los europeos es angosto y doméstico. La cultura estrecha el mundo. Empequeñece el planeta. Acorta distancias mentales. Whitman es anterior a las máquinas, es contemporáneo de las primeras locomotoras de América como de los primeros mamuts. Miller es un Whitman posterior a las máquinas, y por eso ya no cree, ya no puede creer en la épica del progreso. ¿Y Neruda?

Neruda, ya lo hemos dicho, es heredero —y de los más fieles— de la vieja cultura europea, española. Tarda en ver el mundo con ojos americanos Por delante de él está Rubén Darío. Rubén Darío —como Whitman antes, como Miller después— tiene el instinto de la suntuosidad salvaje de América, pero está también pervertido de culturas europeas. Hace falta mucho tiempo para que los americanos, al Norte y al Sur, se despojen del puritanismo sajón, del barroquismo español, del romanticismo francés y alemán, para que aprendan a ver su propio mundo con sus propios ojos.

Hacen falta muchos años para que aparezca Pollock en la pintura —aunque Bacon haya dicho luego que Pollock es meramente decorativo (pero ya nos ocuparemos más adelante de Bacon)—, y para que aparezca Henry Miller en la novela, y para que aparezca el Pablo Neruda de Residencia en la tierra y las Odas elementales.

Rubén, sí, tiene el impulso de la naturaleza americana, pero lo pervierte al servicio de una cultura europea (que a lo mejor ni siquiera poseía). César Vallejo expresa directamente el alma del pueblo americano, habla desde el fondo de un hombre americano, pero es un poeta poco material, se ocupa poco de la materia, trata más de sentimientos que de cosas. Octavio Paz, tan americano, está también enfermo, genialmente enfermo de cultura europea. Lezama Lima liza con el limo (si se nos permite jugar la eufonía de sus apellidos), o sea que es un poeta americano lleno de selva americana, pero se obstina en tejer en esa selva sus perlas gongorinas. Los modernos narradores de Sudamérica —García Márquez, Carpentier, Vargas Llosa, Cortázar, Onetti, Fuentes— son a veces deliberada y naturalmente indigenistas, saben a tierra americana, pero la cultura sajona y la cultura francesa (no les hablemos de la española, para no ofenderles) les pesa demasiado. Son grandes escritores que han conseguido el mestizaje indoeuropeo en sus producciones. Quizás, hasta la fecha, no ha habido un escritor americano que haya sabido liberarse de la cultura europea y expresarse «en americano» tan absolutamente como Neruda, y eso que era el más convicto y confeso de influencia barroca española y surrealista francesa.

Primero, naturalmente, fue tributario del idealismo europeo. He aquí el poema dieciocho de los Veinte poemas de amor:

Aquí te amo.

En los oscuros pinos se desenreda el viento.

Fosforece la luna sobre las aguas errantes.

Andan días iguales persiguiéndose.

Se desciñe la niebla en danzantes figuras.

Una gaviota de plata se descuelga del ocaso.

A veces una vela. Altas, altas estrellas.

O la cruz negra de un barco.

Solo.

A veces amanezco, y hasta mi alma está húmeda.

Suena, resuena el mar lejano.

Éste es un puerto.

Aquí te amo.

Aquí te amo y en vano te oculta el horizonte.

Te estoy amando aún entre estas frías cosas.

A veces van mis besos en esos barcos graves,

que corren por el mar hacia donde no llegan.

Ya me veo olvidado como estas viejas anclas.

Son más tristes los muelles cuando atraca la tarde.

Se fatiga mi vida inútilmente hambrienta.

Amo lo que no tengo. Estás tú tan distante.

Mi hastío forcejea con los lentos crepúsculos.

Pero la noche llega y comienza a cantarme.

La luna hace girar su rodaje de sueño.

Me miran con tus ojos las estrellas más grandes.

Y como yo te amo, los pinos en el viento,

quieren cantar tu nombre con sus hojas de alambre.

Cierta retórica postromántica y postmodernista. De pronto un verso fresco, nuevo, inédito, sorprendente, «americano»: «Andan días iguales persiguiéndose.» La niebla forma figuras que danzan y las gaviotas son de plata. No estamos en las cosas, sino en el reflejo idealizado de las cosas. Pero de pronto otra imagen nueva, inesperada: «esos barcos graves que corren por el mar hacia donde no llegan». Tenemos que los muelles son más tristes cuando atraca la tarde. Todo está reteñido del sentimiento personal del poeta. Esto es aún intimismo europeo. Alguna vez he escrito —sin reproche— que Neruda es un poeta sin intimidad. Y ahora pienso que quizá por eso mismo es tan específicamente americano. Sin embargo, todavía nos encontramos, dentro de este poema, con que el hastío forcejea con los lentos crepúsculos. Y resulta que las estrellas más grandes son los ojos de la amada. Y los pinos cantan el nombre de ella. No hay naturaleza. Sólo hay reflejos de un sentimiento personal en un exterior vago al que cierta señorita ha condescendido a prestar su apariencia.