De la reflexión sobre el film de Berlanga nos quedan algunos corolarios: no hay perversiones. El hombre es una ternura reprimida. El erotismo no siempre es un elitismo. Vamos a prolongar estos corolarios.

No hay perversiones porque no hay pecado mortal. No hay pecado mortal porque no hay Dios. Porque no hay contra quién pecar. Dios sería la magnificación de nuestra naturaleza. La magnificación mediante el pecado. Dios nos haría grandiosos. Termina la tragedia griega cuando termina la fe en los dioses. Contra el frontón de Dios, rebotamos como pelotas ágiles y heroicas. Necesitamos el contraste de Dios. El pecado es el signo por el cual sabemos que somos grandes, trascendentes. Lo desolador es que no haya leyes, códigos, que no haya frontón. Somos pelotas que se pierden en el vacío.

La búsqueda del mal es la búsqueda de Dios, más que la búsqueda del diablo. Es forzar los límites de la naturaleza hasta que la naturaleza diga basta. A ver dónde está el final, la ley, lo inexorable. Pero no pasa nada. «Me resisto a amar una creación donde los niños son torturados», dice Camus. Es igual. Se puede torturar a un niño. Interviene la Ley, a lo sumo, la Justicia. Interviene el juez. Dios no interviene nunca. También decía Camus que Dios no existe, porque si existiese no serían necesarios los curas. Ni los jueces. La gran soledad del hombre es la imposibilidad de pecar. La gran soledad de un niño sería permanecer en una casa sin nadie, donde sus destrozos quedasen sin eco. «¿Qué sería de los niños sin la desobediencia?», decía Cocteau. Y yo me pregunto: ¿qué sería de un niño sin los azotes?

Buscamos y necesitamos el castigo, no sólo por natural masoquismo, como se cree, sino porque el castigo es la compañía. El castigo es el límite, la evidencia de Dios. Lo atroz no es el infierno, sino que no haya infierno. Estamos solos y provocamos a la naturaleza. Pero ya lo expresó el clásico: «Ah de la vida, nadie me responde».

No hay castigo, no hay Verdugo, y por lo tanto no hay perversiones. La naturaleza lo asume todo. Al hacernos inocentes nos anula. La perversión, la pretendida perversión, es una afirmación de la personalidad frente a Dios. Pero experimentamos trágicamente un mundo que no es trágico. No pasa nada. Nadie nos responde. El hombre muere, la muñeca flota y el incentivo sexual de su rostro pasa a otro individuo. El río de Heráclito, que en este caso es el Sena, pasa sin cesar. Heráclito dejó su pensamiento en ciento veintitantos fragmentos. Todos vienen a decir lo mismo: que la vida es un delicado equilibrio, una tensión, y que todo fluye. La perversión va contra esa fluencia, trata de ponerle diques a la especie. La perversión es la foto fija, la instantánea, la eternización de una fugacidad. La pornografía fija para siempre en couché el momento vertiginoso del coito. Es una ilusión. Los coitos siguen siendo vertiginosos.

En última instancia, la perversión sería un afán moral por detener el mundo, hacer que lo fugitivo permanezca y dure, cambiar el curso de las cosas, obrar contra natura, como comúnmente se dice de las perversiones. Contra la velocidad de la vida hacia la muerte, la reiteración en el mal, la insistencia de la perversión, el placer repetido, llevado más allá de sus propios límites. Tanto en Sade como en el moderno cine pornográfico, los personajes gozan más que en la vida. Es una lucha por detener el tiempo. La perversión es una meditación sobre la muerte.

El hombre, el macho, es una ternura reprimida, en cuanto que ha divorciado su sexualidad de su afectividad, cosa que la mujer no ha hecho. Dice Edgar Morin que el mono se hace cazador y el cazador se hace hombre. Éste es el trayecto que va del animal al ser humano. Entre el hombre y el mono, el eslabón perdido es el cazador. Ese ser rapaz que no es una cosa ni otra. El perfeccionamiento de la caza de la hominización. El hombre, luego, ha extrapolado su instinto depredador hacia el sexo, porque ya no hay nada que cazar, aparte la perdiz roja que cazan los snobs en domingo.

No sé si los antropólogos han estudiado esto: hasta qué punto el instinto depredador pasa de la caza al sexo, en el hombre. La vida sexual de un donjuán, aunque no sea muy donjuán, tiene mucho de aventura cinegética. La sexualidad, una sexualidad entendida como botín, ha primado en el hombre sobre la afectividad. La mujer, aunque esto suene grave, sigue teniendo, en lo hondo, algo de pieza cobrada, para el hombre. Se redime este sentimiento profundo mediante la cultura, pero el sentimiento está ahí. El precio que paga el macho por el autohalago a su virilidad es la pérdida de la ternura.

Hemos señalado también los factores sociales, muy importantes, que castran la afectividad masculina, pero en estos factores sociales actúa, asimismo, profundamente, la herencia antropológica, la inercia cinegética de la especie. La ternura masculina suele ser precaria, deficiente, torpe o inexistente. La mujer, que nunca fue cazadora, no ha desvinculado ternura de sexualidad. Es nuestro modelo.

Sólo ese modelo puede salvarnos.

El erotismo no siempre es un elitismo. Los obreros de la película cometen otra clase de aberraciones que el señorito, con la muñeca. O quizá las mismas aberraciones, pero sin ternura. La tendencia a la crueldad, a la aberración sexual, está en el hombre. Es la herencia prehumana. Pero ya hemos dicho que no hay perversiones. Ni aberraciones, ni crueldades. Es la llamada de la selva, el tirón del primate lo que nos abisma y da vértigo en esta clase de excesos. El hombre se emborracha de su origen. Por ahí busca a Dios, o le planta cara. Huye hacia arriba, deteniendo el tiempo, retardando la muerte mediante el placer o la crueldad, o huye hacia abajo, abandonándose al mono que le urge desde dentro. Está condenado a su origen y determinado por su muerte. He escrito que el divorcio sexualidad-afectividad se resuelve mediante la cultura. El sexo culturizado es el erotismo. El erotismo, en este sentido, es un elitismo. Pero sólo en este sentido, porque en su dimensión radical de reto a lo absoluto, el erotismo es común a la desesperación humana de todos los hombres y de todos los tiempos.

El erotismo no es un elitismo fundamentalmente. Sí lo es históricamente. Hemos dicho que los obreros que fornican con la muñeca, en serie, no han ascendido a la ternura. Su confinamiento de clase se lo impide. El dentista-intelectual, más civilizado, practica el erotismo como elitismo, le imprime ternura. Se realiza de alguna forma con la muñeca. Pero se realiza vicariamente, porque no ha sido capaz de dar esa ternura a ninguna mujer. Es el hombre de nuestro tiempo, muy trabajado por la cultura, muy erotizado, pero profundamente reprimido, aún, afectivamente impotente. Castrado.