Pero hemos hablado de Proust al comienzo de este libro. La obra de Proust es poética, en el sentido profundo de la palabra —y no sólo porque, efectivamente, esté escrita en una prosa poética, en buena medida—, porque es obra montada sobre una grande, sobre una inmensa metáfora.

Proust cifra todo el venero de su arte en la memoria involuntaria, que nos devuelve el tiempo perdido, no como souvenir, sino como verdad y trama esencial de la vida, como realidad revelada y pura. Pero no es cierto que la memoria involuntaria nos devuelva el tiempo perdido, real, sino que lo que nos devuelve es un tiempo metaforizado, una realidad transfigurada, con su perfume más agudo y verdadero, sí, pero nada más que el perfume, o sea la síntesis. Síntesis: metáfora.

Dentro de esa grandiosa metáfora que es el ciclo literario de Marcel Proust, todo lo que funciona en la obra son metáforas, asimismo: metáforas de personas reales. Personajes metaforizados. El barón de Charlus no es ninguno de sus modelos reales y es todos ellos. Es una síntesis, una metáfora de la condición humana madura, gentil y homosexual. Con las primeras publicaciones proustianas nace ya la duda de si Albertina, por ejemplo, es un hombre o una mujer. Esta duda nos enlaza con el tema que venimos tratando del erotismo como actividad metaforizante. Proust, por conveniencias sociales, morales, familiares, literarias, necesita convertir a sus hombres en mujeres. Y como una mentira sólo se refuerza con otra, a veces también necesita, de modo secundario, convertir a sus mujeres en hombres. Pero lo que en otro autor hubiese quedado en baile de máscaras, en Proust —y ésta es su grandeza— adquiere otra categoría. Proust no maneja máscaras sino metáforas. No disfraza a sus personajes, sino que los metaforiza, los transforma.

Toda forma de genio suele ser la sublimación de unas carencias. Toda obra de arte suele ser la sublimación de un defecto o una limitación. El ejemplo más tópico es el del Greco y su astigmatismo. Pero esto no es una anécdota. Es que sin alguna clase de astigmatismo no hay arte, no hay creación, no hay lirismo. El arte es una visión parcial de la realidad, una deformación peculiar que le imprime el artista. La homosexualidad, no sólo le permite a Proust ver a la humanidad a través de un prisma deformante, sino que además —por necesaria ocultación de esa homosexualidad—, tiene que seguir deformando a sus personajes y sus pasiones. Si fuese un escritor mediocre, o simplemente un escritor, nos daría, ya digo, un baile de máscaras. Como es un genio, nos da una fiesta de profundas metáforas. «Mis límites son mi riqueza», dijo alguien. Las limitaciones impuestas a su obra por el tema —homosexualidad masculina y femenina, aunque creo que ésta, en la obra, viene forzada y determinada por la primera—, las convierte él en su gloria y ventaja. ¿Es Albertina una mujer o un hombre?

A mí no me cabe duda de que es una mujer, una muchacha, en el libro. Proust, al crear su personaje, sin duda parte de un hombre, como nos prueban Painter y tantos otros estudiosos, pero al convertir a ese hombre en mujer, por necesidades extraliterarias, lo está haciendo de una manera literaria, y lo que cuenta en un libro —recordemos a los estructuralistas y al propio Proust, en su ensayo contra Saint-Beuve— es lo que está escrito en él y nada más. Lo que se mueve por las páginas de la Recherche es una muchacha de clase media, vulgar y lista, mediocre y cínica. A Proust le sale, a su pesar, una mujer.

¿A su pesar? No exactamente. Porque Proust no se ha limitado a ponerle a su amante masculino un nombre de muchacha, sino que el juego metaforizante, una vez iniciado (una mujer como metáfora de un muchacho efébico) le arrastra a sus últimas consecuencias, ya que él es escritor por encima de todo, y acaba como madame Bovary, por ejemplo.

Recordemos la frase tópica: «Madame Bovary soy yo.» Cuando Flaubert construye a madame Bovary, está haciendo —gran escritor asimismo— la metáfora de Flaubert, la metáfora de su propia personalidad, enmascarada en una mujer, no en este caso por innecesarios pudores sexuales, sino por puro instinto literario, artístico. El arte es ambigüedad, y cuando Flaubert transforma su alma masculina, provinciana y hastiada en el alma de una joven casada adúltera, trasladándole todas sus lacras, taras y melancolías (a más de su poder creador), no sólo se ha confesado —lo cual sería poco—, sino que se ha metaforizado a sí mismo: ha hecho una obra de arte.

Pues bien, si madame Bovary es un hombre, el autor, el hombre que Proust ama es, en la novela, una mujer. Pero hay más. Proust también pudiera haber dicho: «Albertina soy yo.» Porque, más que su chófer italiano —metáfora primera del proceso—, Albertina es él, y en Albertina ha transformado lo más femenino de su alma dudosa, lo más voluble, engañoso, voladizo y pueril de sí mismo. Por eso es neciamente erudita la vieja discusión de si Albertina es un hombre o una mujer. Es una mujer, evidentemente, porque Proust ha querido crear una mujer —precisamente a partir de un hombre, y por eso hay obra de arte, metáfora—, y sobre todo porque en Albertina se ha metaforizado a sí mismo como Flaubert en madame Bovary.

Hablábamos de la condición poética del erotismo, no más intensa en las relaciones homosexuales, pero sí más curiosa de señalar, por cuando el erotismo no es sino la continua metaforización del sexo, y de ahí la necesidad que tiene el amante de transformar a su amada, verbalmente, en diversos animales: «corza mía», «gatita», «gacela mía». También se juega con los seres inanimados y hasta con las razas: «Muñeca mía», «gitana» (a la que no lo es). El amor metaforiza sin cesar. A cada nueva invocación extemporánea, a cada nueva apelación a lo inesperado, la amante queda metaforizada, transformada, iluminada por una nueva luz que la hace más sugestiva y deseable.

Para Proust es tanto más excitante estar construyendo en su libro una mujer, cuando sabe que dentro de esa mujer hay un hombre. No hace otra cosa que lo que hace el enamorado llamando gatita a su novia, a su amante, a su esposa. Se establece una distancia momentánea y transformante respecto de lo amado, para luego volver con más vigor a la realidad de la persona.

Lo que da su valor lírico en una relación homosexual es la forzosidad imaginativa, el tener que imaginar constantemente un hombre, una mujer donde no lo hay. En cuanto a la relación bisexual, como ya hemos dicho, también la mujer amada se transforma en otra. Hay un tópico mediocre de la relación sexual (matrimonial, preferentemente) que consiste, dicen, en imaginar una artista de cine recién vista en una película, cuando uno hace el amor con su esposa. («El aguachirle conyugal», decía Cernuda.) Esto, que responde a un mecanismo inevitable y primario, no es sino el eco último y degradado de una actividad metafórica inherente a toda sexualidad. Se transforma a la amante en una actriz de cine cuando no se tiene la imaginación suficiente, el poder metaforizante necesario como para transformarla en otra que no es nadie y seguramente también es ella misma, pero sin rostro, como en los sueños.

En la obra de Proust, llega incluso a irritarnos un poco, a partir de la segunda parte del ciclo, la facilidad con que hombres y mujeres se manifiestan invertidos, cuando el propio autor les ha tallado minuciosamente un sexo que ya incluso amamos, si se trata de mujeres. Este travestismo desaforado es, me parece a mí, la degradación final, la exasperación de un proceso erótico metaforizante que lleva a Proust escritor (y a Proust hombre) a ver en cada persona su contrario sexual, su antípoda. Del mismo modo que una novia rubia queda encantada, transformada en otra cuando la llamamos «gitana», llevándola imaginativamente al extremo racial opuesto, cualquier mujer de la obra de Proust tiene un encanto más raro y perverso cuando el autor nos descubre —a veces casi por sorpresa— que es lesbiana. O que es prostituta.

Por todo esto, la obra de Proust es uno de los más altos y ricos ejemplos de cómo el erotismo es por esencia transformista y metaforizante, en la literatura y en la vida, y de cómo la actividad incesante de lo erótico es imaginar aquello que no hay o convertir lo que hay en otra cosa.

Lejos de todo pirandelismo manido, quisiéramos señalar que, efectivamente, los personajes suelen escapárseles a los autores, y a Proust se le escapa Albertina, rompe sus secretos moldes masculinos y queda ya para siempre como mujer en nuestra cultura y, lo que es más, en nuestro corazón. Pero no porque nos neguemos a ignorar que en su origen fue muchacho, sino porque ese origen la hace tanto más ambigua y sugestiva. Los personajes de Proust, como suelen ser hombres transformados en mujeres, y viceversa, están siempre en ese límite fronterizo de los sexos que hemos señalado al comienzo como ápice del erotismo. Pero esto —por seguir un poco más con su obra— no se da sólo en el transformismo sexual, sino también en otras formas de actividad. Así, los biográfos de Proust y los círculos proustianos andan enredados en la polémica erudita de hasta qué punto la madre del novelista es la abuela y la abuela es la madre. Parece que Proust ha tomado de ambas para cada una de ellas. O bien se le confundían en el recuerdo, superponiéndose, o bien —viene a ser lo mismo— tuvo la intuición genial de transformar a la madre en la abuela y a la abuela en la madre, de modo que estos dos seres paralelos en su vida y su obra quedan enriquecidos, transfigurados. Metaforiza a la madre en la abuela y al revés.

Esta otra forma de erotismo, el filial, se enriquece así artísticamente, en la obra de Proust, y nos revela que el amor es siempre fantaseante y que nuestras imaginaciones no obedecen necesariamente a una urgencia sexual, sino a un instinto universal, artístico, inexplicable, de hacer de todo otra cosa.