La mujer del siglo, la mujer-metáfora, la mujer nueva, no nace en cualquier parte, vagamente, sino que podemos localizar su gestación, sus años de crisálida en lugar muy concreto, como es aquella habitación del Bloomsbury londinense en que Virginia Woolf empieza a ensayar las caligrafías líricas de su narrativa y sus ensayos. «Una habitación propia», pide ella en famoso libro. Una habitación propia es lo que ha pedido la mujer de nuestro siglo. Sólo eso, una habitación propia, dentro de la casa paterna o del hogar matrimonial. Una habitación para leer, para escribir, para soñar, para mirarse al espejo.

Una habitación para nada. Pero de esa habitación que, de mala gana, les fue siendo concedida, nacería nada menos que una nueva feminidad. Creían los padres del siglo que ellas estaban en sus habitaciones, cerca del cielo, en lo alto de la casa, viviendo el ensueño abuhardillado de un amor, y estaban realmente fraguando su libertad. Virginia Woolf supo ver pronto y bien todo lo que podía significar para la mujer de nuestro siglo una habitación propia, y puso un desusado énfasis en pedir esto, que parecía tan pueril. Virginia Woolf tiene un padre intelectual y un marido intelectual, se mueve en un círculo de intelectuales, y ha llegado a decirse que habría sido imperdonable, en ella, no llegar a ser quien fue, dadas las circunstancias favorables que la rodearon. Muy al contrario, hay que pensar que los círculos elitistas, snobs y un poco decadentes que ella frecuentó, bien pudieran haberla malogrado, haberla dejado en una aficionada diletante.

Es en la habitación propia donde se fragua Virginia Woolf una personalidad y un estilo. Intenta el realismo, intenta «la novela de hechos», como diría Leonard Woolf, su marido. Encuentra, por fin, de modo intermitente, la novela lírica, que es en buena medida una creación suya, y va tornando el psicologismo positivista del XIX en un lirismo narrativo que dará ya la tónica a la novela de nuestro tiempo. Virginia Woolf resume de alguna forma, con desconcertante propiedad, toda la epopeya de la mujer moderna. La formación exquisita, el sueño del príncipe azul —que en su caso habría de venir de la India sajonizada— y luego la vocación intelectual, la emancipación, la habitación propia, la locura, la guerra, la homosexualidad, el suicidio.

Esta mujer vive en su sola vida, no precisamente larga, lo que varias generaciones de mujeres han vivido después y están viviendo todavía. Realiza el paso del mundo azul y rosa de su infancia, de su juventud, de su sociedad, a la lucha intelectual, a los amores prohibidos, al nihilismo y el suicidio. Conoce el amor de Safo y la muerte de Ofelia. Es muchas mujeres en una mujer. Es una feminista que nunca pierde el gesto ni los modales, que no pide grandes cosas, sino que, inteligentemente, se limita a pedir una habitación propia. «Dadme una habitación propia y haré girar todo el universo femenino», pudiera haber dicho.

Ridiculiza en sus ensayos la cultura masculinista, el hedor macho de la vida universitaria inglesa. Pero en su literatura no hay rencor de sexo ni plebeyez de manifiesto feminista. Entra en el alma del hombre, en el alma de la mujer, en el alma humana, con tiento y lirismo, con amor y profunda comprensión, con dedos delicados y mirada profunda. Nunca el peso de la reivindicación llega a lastrar su obra, pero los hombres están vistos en ella con infinita ironía compadeciente, con una benevolencia no distanciadora. Virginia Woolf no ve al hombre como un enemigo ni como un semidiós. Le ve en toda la indigencia de su masculinidad un poco infantil.

La mirada de Virginia Woolf es la más inteligente que se ha echado nunca sobre el sexo masculino. Tan inteligente, tan abarcadora, que duele y hiere. O ni siquiera eso: desarma. Ha visto la verdad desvalida del hombre, ha perdonado la farsa del machismo, ha comprendido la ternura frustrada que hay siempre en un pecho varonil. Ni antes ni después de ella, nadie ha sabido —ninguna mujer— mirar así al otro sexo.

Pero conocemos su actitud, su conducta, sus palabras, su toma de conciencia respecto de la discriminación de que es objeto la mujer en la sociedad europea.

Y —repito— no pide grandes cosas contra eso. Sólo pide una habitación propia para la mujer. Lo que millones de adolescentes han pedido luego en la casa de sus padres. Los padres han intuido que en esa habitación podía incubarse la revolución, y casi siempre se han negado a conceder la habitación. Pero, antes o después, todas han ido teniéndola. Y cuando una muchacha cierra la puerta, tras ella, en la habitación abuhardillada que en tiempos fue de una vieja criada y que ahora es suya, ha cortado para siempre un hilo indecible que la unía al mundo y la moral de los padres.

Sin prisa, sin escándalo, Virginia Woolf vive todas las etapas de una ruptura progresiva con la feminidad tradicional. Pasa por la locura y el lesbianismo. Pasa por el matrimonio y la obra literaria. Lo resuelve todo en suicidio. Es una mujer-resumen que ha vivido en sí, ya digo, toda la epopeya de la mujer moderna. Su libro «Orlando» es la enseña de esta epopeya. Orlando es hombre y es mujer, se metamorfosea, participa sucesivamente de ambos sexos. Orlando se mueve a través de los tiempos, los espacios y los sexos. (En una fantasía novelesca mucho más bella y lograda que la de Simone de Beauvoir en «Todos los hombres son mortales», que en cierto modo le es afín.) Orlando es la mujer moderna, que viene del sexo contrario o va hacia él, que no quiere ya dejar de asomarse al otro lado, mediante la cultura o la experiencia.

Porque esto es lo que caracteriza socialmente, quizás, a la mujer de nuestro tiempo: una mayor vivencia de lo masculino. (Puede que a la recíproca también sea cierto.) El hombre está dejando de ser para la mujer un enigma, un enemigo o un semidiós. En el trabajo, en la Universidad, en la calle, en la vida, en el amor, la mujer ha ido colonizando el mundo de los hombres, que ha perdido misterio para ella, pero que ahora le es posible asumir, comprender, disfrutar. Contra el diagnóstico de Oscar Wilde —«los dos sexos morirán ignorándose, cada uno por su lado»—, lo que se está cumpliendo es todo lo contrario Eso que, a nivel superficial y periodístico, parece una promiscuidad de los sexos —el llamado unisexo—, es más bien una toma de posesión profunda del sexo contrario, una desmitologización del sexo contrario. ¿Al perder el mito perderemos lo sagrado?, es la pregunta ingenua que se plantea inmediatamente. Respondámosla, aunque sea ingenua.

La sacralidad sexual de que hablábamos al principio de este libro está en otras cosas, está sobre todo en el poder metaforizador del sexo —sobre lo cual ya hemos insistido suficientemente—, pero sea como fuere, hay que correr el peligro y arriesgar un tanto de sacralidad a cambio de un mucho de comprensión mutua. Orlando, el personaje de Virginia Woolf, tránsfuga de los sexos, llega a perderse un poco en este juego. Quizá nos perdamos todos. Pero el juego ya no hay más remedio que jugarlo, queramos o no, porque el proceso es irreversible.

Virginia Woolf, pese a los atributos masculinos (convenidamente masculinos) de su condición, como el talento creador, y pese a la experiencia homosexual, es siempre, toda ella, una feminidad palpitante que anega sus libros y su vida. Se ha dicho, haciendo demagogia de los sexos, que el arte no conoce esas fronteras y que las únicas catalogaciones las establece la calidad. No. Hay un arte femenino, una literatura femenina, y no tiene por qué no haberlos. El igualitarismo, en este aspecto, es una manera más de encubrir diferencias profundas. «Digamos poeta y no poetisa.»

Bien, digamos poeta, aunque sea una mujer, porque poetisa es una palabra cursi y con alitas, pero el reconocimiento pleno de lo femenino no consiste en homologarlo con lo masculino, sino en aceptarlo y recibirlo como tal feminidad, sin ninguna clase de benevolencia o cortesía.

Virginia Woolf, quizá la mujer más inteligente, más artista, que haya tomado nunca una pluma, es un prodigio de feminidad, escribiendo, y sus novelas nos dan la óptica y la palpitación femenina del mundo (eso es lo que nos dan sobre todo). ¿Es una gran escritora porque escriba como un hombre? No le hace ninguna falta escribir como un hombre. De lejos se ve que «Los años», «Las olas», «El cuarto de Jacob» o «La señora Dalloway» son novelas escritas por una mujer El combate feminista de Virginia Woolf no ha consistido en asimilarse a un hombre, cuando escribe, sino en darle a la cultura, a la novela, la visión femenina del mundo, que en buena medida faltaba. La óptica universal de lo femenino, que esto es lo que encontramos en sus obras. Durante muchos años, por un igualitarismo sexual mal entendido, por un sentido demagógico de estas cosas, se ha pretendido borrar toda diferencia en el arte y la cultura (incluso la ciencia) que hacen las mujeres, respecto del arte, la cultura y la ciencia que hacen los hombres. Hoy, afortunadamente, eso empieza a estar superado. La igualdad, para la mujer, no está en subsumirse en lo masculino, sino en aportar todo un nuevo continente cultural, que es el suyo. Las mujeres y los negros puede decirse que están culturalmente inéditos. Ha llegado su momento.

Virginia Woolf, no sólo renueva la novela moderna y colabora con Proust, Joyce y Musil en esta tarea, sino que, ante todo, echa una mirada femenina sobre el mundo y la cultura, y la profunda impregnación vaginal de su obra, de su sensibilidad, es lo que más nos enriquece al leerla. Es la pura mujer-metáfora. Una prodigiosa sensibilidad de mujer metaforizando el mundo incesantemente.