Desidealización de la mujer. El proceso de desidealización de la mujer que sigue Neruda es el que sigue más o menos todo individuo y el que sigue la Historia. La imagen de la madre impregna toda la atención masculina hacia la mujer en la infancia y pubertad. Luego, nuestra cultura ha interferido esa imagen brutalmente con la presencia de la meretriz —primera confidente sexual del varón—, con lo que la mujer cae del altar al abismo. La interpenetración madre/meretriz es algo que ha sido poco estudiado, creo yo, pero que sin duda existe a cierta profundidad y que ha sido nefasto para la vida sexual de muchos individuos.

La madre (virginal en la mente infantil) recibe de pronto todos los atributos negros de la meretriz. La meretriz es continuadora de la madre en el sentido de que es la segunda iniciadora del varón en la vida. La meretriz se impregna de atributos maternales. Este juego invalida para siempre, en muchos hombres, la normal relación con el otro sexo a todos los niveles. No se trata del problema edípico freudiano, tan literario, sino de un sencillo problema social. Las madres, cuando rehúyen aterrorizadas la posibilidad de que su hijo debute en el sexo —inevitablemente— con una meretriz, están temiendo, sin saberlo, el contagio que de esa mujer desconocida y oscura les va a llegar, la imagen que va a interferir en el hijo su propia imagen materno-virginal. La sociedad, nuestra sociedad, ha hecho esto así, ha elevado el papel de madre a alturas y nubes casi teológicas, para luego empalmar la imagen de la madre con el de una prostituta. Pocos hombres salvan esto fácilmente.

Pero esta caída de los altares no supone la desidealización de la mujer, naturalmente, sino otra forma de idealización, una mitificación sombría y compleja. De ser la Virgen, la mujer ha pasado a ser el demonio. A partir de ahí empezará el proceso adulto de desidealización de la mujer. Una imagen desautorizará la otra, se establecerá un proceso dialéctico interior, en el individuo, entre la madre y la meretriz, hasta que de ese proceso salga la síntesis, la mujer natural, la compañera y, en el mejor de los casos, la mujer-metáfora, la que «nos aporta naturaleza», como dijo alguien.

Éste es el proceso óptimo, naturalmente, y casi nunca se da. No se da en condiciones óptimas, quiero decir. El hombre, a cierta altura de la vida, ya sabe que la mujer no es la Virgen María (ni siquiera su madre), pero que la mujer tampoco es aquella meretriz sórdida de su adolescencia. «La mujer, en el fondo, es un ser usual», dijo Laforgue, y cuando cada hombre llega a esta melancólica conclusión es cuando ya ha desidealizado a la mujer.

Sólo que esta desidealización no es buena, no es positiva ni negativa, es vulgarmente escéptica y nada más. De la mujer sin misterio nos queda sólo, ya, la mera pulpa sexual. (Y es cuando se puede volver a caer en la meretriz.)

Pero si el proceso se cumple racionalmente, la desidealización no tiene por qué ser negativa. Se trata de llegar a la epifanía de la mujer, del mismo modo que hemos hablado de la epifanía de la materia. La mujer, sí, es un ser usual, pero sólo respecto de otra mujer. Para el hombre nunca puede ser absolutamente usual. Por la mujer se pasa al otro lado de las cosas (insisto una vez más en que esto siempre es recíproco y supongo que con el hombre les ocurre otro tanto a las mujeres, porque la magia de los sexos no la ha podido borrar ninguna cultura). La mujer deja de ser una criatura ideal, pero esto no significa que devenga meramente usual. Entre lo usual y lo ideal hay todo un mundo. La mujer es la única opción de nuestra subjetividad, la única variación de óptica que nos está permitida. En la medida en que logremos ver el mundo a través de una mujer, habremos visto otro mundo, habremos metaforizado el mundo.

Estoy hablando una vez más de la mujer-metáfora, y ahora en este sentido final. La mujer es metafórica para el hombre en cuanto que le permite ver el mundo de otra forma o ver otro mundo. Esto no nos lo puede brindar ningún hombre, ninguna cultura. La visión de Hegel, de Dante, de Picasso, de Platón, de Heráclito, de Miguel Ángel, de Leonardo, de Kant, de Meliés, de Rilke, de Quevedo, de Shakespeare, de Juan Ramón Jiménez, de Einstein, son todas visiones masculinas y en eso coinciden todas más de lo que parece. La cultura sólo es metaforizante en segundo grado, aunque parezca ser el reino de la metáfora. La metáfora absoluta sólo se consigue a través de la mujer, a través del otro sexo.

Los artistas, los creadores, los poetas, los científicos, los filósofos, incluso los historiadores, metaforizan el mundo para otros hombres. No hacen sino desarrollar al máximo una capacidad imaginativa ínsita en la especie. Nos dan más de lo mismo, pero no nos dan otra cosa.

El mundo sólo se ve con otros ojos a través de los ojos de una mujer. Claro que llegar a mirar a través de los ojos de una mujer requiere mucha paciencia, mucha constancia, mucha dedicación, mucha sensibilidad, mucha vocación. Pero mejor debiéramos haber dicho «ver el mundo a través de los ojos de la mujer». De las mujeres. Que esto sí que llega a conseguirlo en cierto modo el erotismo como pluralidad, de que hablábamos en otro momento. El hombre que ha frecuentado diversas mujeres sí puede llegar a tener una visión «femenina» del mundo. Quizá no llegue nunca a saber mucho de la mujer, pero llegará a saber algo del mundo, del otro mundo, que es éste, pero visto por la mujer.

El mundo, visto a través de la celosía del otro sexo, se convierte en la grandiosa metáfora de sí mismo.

Eso es también el erotismo. Algo muy difícil de conseguir y que la cultura intenta suplir mediante su metáfora de segundo grado, mediante sus múltiples visiones del mundo. Sobra decir que la idealización de la mujer, el culto a la mujer-idea, lejos de propiciar esta visión del mundo a través de la hembra, lo que hace es estorbarla, pues suprime el mundo para que sólo veamos a la mujer —una mujer ideal e Ideal— como resumen, estilización y perfección de todo lo creado.

La mujer-ideal ha interferido durante siglos nuestra imagen femenina del mundo. Ahora vamos teniendo poco a poco esa imagen. Por eso se habla de la aproximación de los dos sexos, porque el hombre se feminiza, en las nuevas generaciones, tomando hábitos, modos, aspectos y atuendos de su compañera. El hippy, tan malogrado por el folklore, quizá no era otra cosa que un hombre capaz de mirar el mundo como una mujer.

Sería incluso cómico advertir que esto no tiene nada que ver con la homosexualidad, pues la homosexualidad suprime la masculinidad, suprime el contraste y por lo tanto la metáfora. Pero a todo esto se le puede objetar que un sexo siempre ve el mundo a través del otro. Es nuestro destino. Queremos ver más allá y la única ventana al más allá es el otro sexo. Y esto no contradice lo que venimos estableciendo, sino que lo legitima. El que la mujer mire el mundo a través del hombre y el hombre a través de la mujer es un movimiento general de la inteligencia humana, la única opción, como he dicho, de nuestra subjetividad. Por eso el proceso que hemos descrito, cuando llega a realizarse, no es un proceso artificial, sino la realización de un proyecto remoto y genérico.

Lo que pasa es que hemos malversado la posibilidad de esa opción. Cuando se ha mirado el mundo a través de la mujer, previamente se ha limpiado el cristal de adherencias, se ha depurado a la mujer de su sexualidad, por creer que eso estorbaría, envilecería la visión, y lo cierto es que sólo el filtro sexual hace el milagro. Así, si en otro momento del libro hemos hablado de la mujer-ideal como consecuencia del idealismo histórico, también podemos hablar un poco a la inversa. El idealismo nace en buena medida de mirar el mundo a través de un ideal de mujer: la Madre, la Virgen, la Diosa.

El niño ha visto el mundo a través de la madre, y esto le educa ya en el idealismo. El adolescente mira al mundo a través de la meretriz, y esto le descubre que el mundo es malo, sucio, turbio y torvo. Le educa en el fatalismo, el pesimismo y el moralismo. Seguramente casi todos los moralismos (eminentemente masculinos) nacen de la visión adolescente del mundo a través de una prostituta.

Finalmente, el que llega a ver el mundo a través de una mujer real —en cierto modo «usual», como quiere Laforgue—, es el poeta, escriba o no escriba, el que ha tenido una visión del mundo no moral —positiva o negativa— sino erótica. En eso está nuestro tiempo.

A veces pienso que muchos hombres, y a veces que muy pocos, son los que llegan a mirar el universo a través de una mujer, a través de la mujer, de las mujeres, sin filtros morales determinados por la infancia o la adolescencia, por la lactancia o la desfloración.

Los clásicos miran el mundo a través de la mujer-ideal, a través de la diosa. Los medievales lo miran a través de la meretriz, a través de Celestina, a través de la mujer impura, pecadora, serpiente, criatura teológicamente mala. Sólo a partir del Renacimiento se empieza lentamente a mirar el mundo a través de la mujer real, sensual, que llegará a ser finalmente la mujer usual de Laforgue, y en nuestro tiempo la mujer-metáfora, el mundo vaginalizado que ven Picasso, Neruda o Henry Miller.

Pablo Neruda, ya lo hemos dicho, va cumpliendo estas etapas. Empieza con la mujer-ideal:

Amor divinizado que se acerca,

Amor divinizado que se va.

En la culminación de Residencia está la mujer como mal. Neruda ha tenido experiencias y ha conocido incluso la espesa prostitución asiática:

Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia

y habrás insultado el recuerdo de mi madre

llamándola perra podrida y madre de perros…

La confusión madre/meretriz de que hablábamos antes, aparece en este poema, «Tango del viudo». Neruda odia y escribe a la mujer Maligna, y lo primero que teme es que ella haya salpicado con su maldad, siquiera verbalmente, a la madre. Está escribiendo a una sola madre/meretriz telúrica, aunque el poema esconda una anécdota real muy concreta que el propio Neruda ha explicado mucho más tarde en prosa.

El tercer estadio del proceso, tan explayado por Neruda en numerosísimos poemas de amor, aparece bien en esta oda:

Bella desnuda,

igual

tus pies arqueados

por un antiguo golpe

del viento o del sonido

de tus orejas,

caracolas mínimas

del espléndido mar americano.

Iguales son tus pechos

de paralela plenitud, colmados

por la luz de la vida,

iguales son

volando

tus párpados de trigo

que descubren

o cierran

dos países profundos en tus ojos.

La línea que tu espalda

ha dividido

en pálidas regiones

se pierde y surge

en dos tersas mitades

de manzana

y sigue separando

tu hermosura

en dos columnas

de oro quemado, de alabastro fino,

a perderse en tus pies, como en dos uvas,

desde donde otra vez arde y se eleva

el árbol doble de tu simetría,

fuego florido, candelabro abierto,

turgente fruta erguida

sobre el pacto del mar y de la tierra.

Las orejas de la mujer bella son caracolas mínimas del espléndido mar americano. La mujer es un resultado del mundo y nada más. Los pechos de la bella están colmados «por la luz de la vida». Nada sobrenatural los aureola. Sus párpados son de trigo. En un clásico, el trigo hubiera desmerecido de los párpados o de cualquier otra parcela de la bella. Era la mecánica tradicional. El mundo quedaba empobrecida ante la presencia solar de la amada. En Neruda —en este Neruda definitivo— hay una equivalencia constante entre la mujer y el mundo. Los párpados son de trigo. No son ni más ni menos que el trigo. No hay idealización, sino equivalencia, correspondencia, metáfora.

Los glúteos son «dos tersas mitades de manzana». No desmerecen las manzanas. Tampoco imitan a las manzanas, como en el panteísmo que hace a la mujer deudora lírica de la naturaleza. Son una misma cosa glúteos y manzanas. En esta igualdad de planos está la fuerza lírica de Neruda, la que sustenta todos sus aciertos verbales. Lo que da solidez a sus imágenes no son sólo las palabras, sino esa equivalencia vigorosa y sostenida entre una cosa y otra. Neruda ha llegado a la «mujer usual». Pero usual es un mundo que no es usual, sino que es glorioso, por real.

La hermosa se yergue «sobre el pacto del mar y de la tierra». Es, ya lo hemos dicho, un resultado del mundo. No una superación idealista de éste, ni una estilización ni un resumen. Ni tampoco ya (por supuesto) la sombra negativa del mundo. La mujer es un complejo sistema de correspondencias con el universo. A esta gran metáfora final ha llegado Neruda. A un entendimiento erótico del mundo. Metáfora de la que nacen todas las otras metáforas que amueblan sus poemas.

Ya hemos dicho antes que todo el que llega a ver así el mundo es poeta, escriba o no. Tiene una visión erótica de la existencia. Neruda canta «el árbol doble de tu simetría». Sus metáforas están contenidas siempre en lo real, en lo material. No trascienden ni subliman nada. Es el olvido de la metafísica por el erotismo.