En Freud coinciden como en pocos hombres el mundo antiguo y el mundo moderno. En él se entrecruzan dos ritmos de la Historia. Freud no hace sino secularizar una serie de dogmas religiosos. El pecado que las religiones remiten al pasado de la especie, al origen, el pecado original, Freud lo sitúa en la infancia. Venimos marcados por nuestras desviaciones de infancia. La epilepsia, en la Edad Media era demoníaca, era un caso de posesión. Casi toda perturbación psíquica, para Freud, es sexual, tiene su origen en el sexo. Se ha entendido a Freud, tópicamente, como el gran liberador de los tabúes sexuales. Es, por el contrario, el hombre que renueva en la humanidad, mediante el trámite científico, la vieja herencia culposa de las religiones judeocristianas.

El pecado hacía interesante al hombre y el psicoanálisis ha vuelto a hacerle interesante, cuando la ciencia, el laicismo y el marxismo habían desacralizado ya al individuo. Por el pecado éramos sagrados. El pecado era casi nuestra única forma de conversación con Dios. Orar es casi siempre arrepentirse de algo. O pedir algo. Orar es depender. Es una confesión de culpabilidad e indigencia manifiesta o latente. Al perder la noción de pecado, el hombre pierde su relación con Dios, y por lo tanto pierde su carácter sagrado. Freud nos devuelve la culpabilidad, deifica lo sagrado en el hombre. El éxito del psicoanálisis a niveles comerciales (su ya extinta moda en Estados Unidos) viene de que torna interesante al paciente.

El cristiano llevaba sus pecados al confesor como llevaba sus joyas al joyero: para que se las tasase. Había y hay un narcisismo implícito —implícitamente halagado— en todo ese comercio de la confesión, y ese narcisismo lo hereda y explota el psicoanálisis. Un dolor de tripa no es interesante ni para el que lo padece. Pero si el vientre nos duele porque estamos ejerciendo psíquicamente sobre nuestro intestino una retención fecal de carácter erótico-infantil, como supervivencia de un placer inconfesable o una culpa remota, eso ya es una novela. Hemos trocado un prosaico dolor de tripa en un argumento, nos hemos vuelto interesantes para nosotros mismos, para el médico y para los demás.

El gran acierto judaico del psicoanálisis es el halago que solapadamente ejerce sobre el enfermo (supuesto enfermo). Decía alguien de la música que nos inventa un pasado que no conocíamos. El psicoanálisis nos remite a un pasado que no teníamos, nos transforma en pequeños Edipos, nos mitologiza. Parece que está denunciando algo en nosotros, pero realmente está halagando nuestro ego con la complejidad de sus descubrimientos y lo intrincado de nuestra biografía. Así, toda sexualidad es culpable, y la medida de esa culpabilidad es la cópula ideal (prácticamente inexistente) en la cual el hombre y la mujer se unen sin culpa, armoniosamente, para un placer unánime y fecundo. Gracias al psicoanálisis volvemos a tener culpa, volvemos por lo tanto a tener alma. Y resulta que la sexualidad no es cosa del sexo, sino del alma, y una cópula perfecta, unánime y limpia, es el símbolo de un alma clara. La sexualidad ideal e imposible que propugna el psicoanálisis, frente a tantas formas de sexualidad pervertida como descubre a diario en cualquiera, es el paradigma que nunca alcanzaremos.

Han vuelto a restablecerse así los viejos valores morales. Estamos de nuevo dentro del juego culpabilidad/castigo, que parecía había quedado abolido precisamente con el descubrimiento del subconsciente sexual de la especie. El psicoanálisis es el último refugio metafísico (con apariencia científica, ahora, que es lo que conviene) del alma y sus avatares. El psicoanálisis, que es en principio la crítica magistral de la sexualidad burguesa, crítica hecha por un genio como Freud, se convierte pronto en la herencia de esa sexualidad burguesa, de esa moral de la represión.

No se trata ya de ignorar o abolir el sexo, claro, sino de sublimarlo en unas formas casi imposibles y sospechosamente asépticas. De ahí el patrocinio del erotismo vaginal, que tanto ha atormentado a las mujeres y a los hombres. Al orgasmo perfecto ha de llegarse mediante la cópula. Todo lo demás es aberrante, malo, sucio, enfermizo y neurótico. ¿Por qué? Porque el psicoanálisis parte —parte Freud— de un sentido culpable del sexo. Importa en el psicoanálisis redimir la sexualidad mediante lo apolíneo del acto, que evidentemente ha de ser un acto fecundante, reproductor. Todo lo demás, o sea el erotismo, las formas desvariantes de la sexualidad, el lujo imaginativo que en esencia es lo erótico, todo eso queda como sospechosamente culpable en el psicoanálisis tradicional, ortodoxo. Nace de perversiones infantiles, de traumas remotos, y va a dar en nuevas perversiones. Los curas nos amenazaban con la lepra, si insistíamos en la masturbación, y el psicoanalista nos amenaza con la locura.

Estamos en las mismas.

La herencia religiosa queda clara en la persona de Freud, y de su persona pasa a su ciencia. Para el psicoanálisis, como para la religión, el hombre por principio es culpable, tiene un origen sucio, que si no le viene del pecado original le viene de la confusa sexualidad incestuosa de la infancia. El hombre siempre tiene que purgar algo.

El psicoanálisis no viene a borrar la culpabilidad del hombre sino a renovarla y reformarla mediante la coartada científica (que muchas veces, en Freud y seguidores, no es sino literaria). Todavía estamos tratando de aclarar que no, que el hombre es naturalmente promiscuo, que el hombre no es un ángel ni un demonio, que esa suciedad originaria no es su culpa, sino su naturaleza, y que ni siquiera es suciedad, porque es vida.

Ante la presencia ya ineluctable del sexo, la moral ha optado porque tengamos, al menos, un sexo apolíneo, preciso, mecánico y angélico. Lo ideal parece que sigue siendo el rayo de sol pasando a través del cristal sin romperlo ni mancharlo. El ideal es la pareja, y dentro de la pareja, la cópula perfecta, armoniosa, el ballet sexual, lo cual requiere de la afirmación a ultranza del orgasmo vaginal, porque sin la existencia o facilidad del orgasmo vaginal se imponen las variantes, las perversiones, la imaginación o la frigidez y la desgracia.

Así, por razones que no tienen nada que ver con la fisiología, se ha hecho desgraciadas a millones de mujeres incapaces de llegar a tal orgasmo, cerrándoles de paso el camino para sus personales formas de placer y satisfacción, para un ejercicio libidinal que les es propio y que se les ha presentado como aberrante. El psicoanálisis es en este sentido el último reducto del puritanismo, lo cual no quiere decir que el psicoanálisis no sea uno de los grandes hallazgos de nuestro tiempo. Alguna vez he escrito humorísticamente que el psicoanálisis sirve para todo, menos para psicoanalizar a la gente.

Y esto en cierto modo es verdad. El propio Freud admitió que quizá nunca había curado a nadie y que el psicoanálisis podía dar grandes resultados con gente sana (aunque no sabemos dónde estaba para él esa gente sana). El psicoanálisis abre o entreabre nada menos que el costado en sombra de la humanidad, la parte del demonio, que diría Bataille, la irracionalidad, que durante siglos había sido reprimida o cultivada desviadamente. El psicoanálisis asume la riqueza de lo irracional, pero trata en seguida de racionalizarlo, y ésta es su gran contradicción.

El estado de la cuestión, hoy, es éste: debemos asumir nuestra condición absolutamente. Digo nuestra condición y no nuestra culpa, porque lo que hasta ahora se ha llamado culpa es simplemente naturaleza.

La imperfección sexual está en los animales y en las plantas. El mundo está haciéndose continuamente. En la naturaleza hay unas leyes, pero la marcha del mundo se rige tanto por esas leyes como por su continua transgresión. Lo que da dinamismo a todos los organismos vivos, lo que mantiene el milagroso equilibrio ecológico en que existimos, es tanto la constancia de unas leyes como la periódica transgresión de las mismas por la propia naturaleza. Porque hay mutaciones, hay combinaciones, hay riqueza, hay renovación. Esto está claro para la biología moderna. La naturaleza falta continuamente a sus propias leyes, Einstein detectaba conductas «irracionales» en algunos átomos, y esas licencias poéticas del mundo físico, del mundo biológico, del mundo animal, vegetal y mineral —del mundo astral, incluso— son las que prolongan, enriquecen y multiplican la vida, salvándonos del peligro constante de la entropía. Es lo que la nueva moral tiene que asimilar para haber tomado conciencia absoluta de la verdad de nuestra condición y lo imprevisible de nuestra conducta.

Toda iglesia —religiosa, política, científica, etc.— tiende por el contrario, desde la izquierda y desde la derecha, a codificar el mundo, que no es un caos, pero tampoco es un logaritmo. La moral suele ser un sistema para tenerlo todo previsto. Cualquier moral. Lo que la moral menos soporta es la improvisación, la variación sobre el tema dado. Incluso una liberación sexual regulada es una represión. A la mujer, después de haberla violentado mediante siglos hacia la castidad, la santidad, la esclavitud, la ignorancia, la sumisión o la prostitución, ahora se la quiere violentar hacia una forma de sexualidad determinada, porque las demás se consideran aberrantes, aunque sean igualmente espontáneas y naturales. O más. El mito del orgasmo vaginal es el último mito alienante que gravita sobre la mujer de hoy.