23: El nacimiento de un imperio

VEINTITRÉS

El nacimiento de un imperio

Sigmar forzó a su ruano castrado al máximo en dirección al Nido del Águila, cabalgando por detrás de las primeras líneas de batalla. El sonido del entrechocar de hierro y carne inundaba sus sentidos y a duras penas pudo contenerse para no dirigir a su caballo hacia la batalla. Lucharía muy pronto, pero tenía planes más grandiosos que simplemente unirse a las filas de combate.

El promontorio llevaba el nombre adecuado, pues se alzaba trazando una amplia curva, como la noble cabeza de un águila. La cima se encontraba a unos diez metros sobre el suelo y dominaba el centro del paso, y Sigmar comprendió por qué el maestro Alaric le había sugerido que dirigiera la batalla desde aquí.

Sigmar saltó de su silla al llegar a la roca y le dio una palmada al castrado en la grupa para enviarlo de camino a las reservas que se congregaban tras la primera línea. Escaló la roca con rapidez, los numerosos lugares para asirse hicieron que la ascensión fuera más fácil de lo que había pensado.

Desde la cima del Nido del Águila toda la batalla se extendía ante él y la mera magnitud de la misma lo dejó atónito. En lo más reñido del enfrentamiento, un hombre sólo podía ver sus inmediaciones, los guerreros que se encontraban a su lado y el enemigo que tenía delante; aquí, sin embargo, el imponente espectáculo de dos razas enteras intentado destruirse una a la otra se abría ante Sigmar.

Ni siquiera podía empezar a calcular cuántos guerreros llenaban el paso, pues seguramente no existía concepto para tal cantidad. Desde el punto más estrecho del paso, las hordas orcas se extendían hacia atrás, prácticamente sin interrupción, hasta donde el terreno caía al este.

Decenas de miles de guerreros luchaban contra ellos, pero suponían un fino muro de hierro y coraje entre las tierras oscuras del este y la pródiga patria de Sigmar.

Muy por encima de la hueste orca, su señor planeaba sobre el lomo del wyvern de alas oscuras, y Sigmar estaba deseando hundirle el martillo de guerra en el asqueroso cráneo.

Flechas goblins trazaban arcos hacia él, pero Sigmar no se movió mientras repicaban contra la roca o pasaban silbando a su lado. Su ojo experto, que había leído un centenar de batallas, veía ahora la nefasta realidad de este enfrentamiento.

No se podría ganar.

Tal y como estaban las cosas, sus guerreros ya habían logrado lo imposible, frenando el avance de una innumerable marea de pieles verdes con una mínima parte de efectivos; pero eso no podría durar mucho; los orcos sencillamente los agotarían.

Los guerreros del rey Kurgan luchaban en el centro de la batalla, donde el combate era más intenso, y el rey enano mataba orcos con alegre desenfreno. El maestro Alaric peleaba al lado del rey, su bastón rúnico estaba envuelto en chisporroteantes relámpagos que quemaban la carne de todo lo que tocaba.

Ningún rey podría pedir mejor aliados que éstos.

Los guerreros de los reyes tribales lo vieron sobre el Nido del Águila y corearon su nombre mientras luchaban, haciendo retroceder la línea orca con renovada determinación. Guerreros procedentes de todas las diferentes tribus combatían codo con codo y, mientras Sigmar veía el nuevo fuego que ardía en sus corazones, supo qué tenía que hacer.

Sigmar agarró el mango de Ghal-maraz con fuerza, corrió hacia el borde de la roca y saltó desde el Nido del Águila hacia la masa de orcos rugientes.

* * *

Alfgeir vio el descabellado salto de Sigmar desde el Nido del Águila y lanzó un grito mientras su rey volaba por el aire con su martillo de guerra en alto. El momento se alargó y Alfgeir supo que nunca olvidaría la imagen de Sigmar mientras caía hacia los orcos como un héroe bárbaro de las antiguas sagas.

Todos los guerreros del ejército se quedaron mirando mientras Sigmar aterrizaba entre los orcos con un rugido de odio y luego se perdía de vista.

Alfgeir había perdido un rey en la batalla y juró que no iba a perder otro.

Trazó un círculo con su caballo y gritó:

—¡Lobos Blancos! ¡A mí! ¡Cabalgamos por el rey!

* * *

Sigmar balanceó el martillo de guerra alrededor de su cuerpo y la pesada cabeza aplastó la armadura de un orco enorme armado con un cuchillo empapado de sangre. Blandía a Ghal-maraz con ambas manos; sus fuerzas no habían mermado a pesar del derramamiento de sangre del día. Asestaba cada golpe con un fuerte aullido de rabia, salvaje hasta la médula, en respuesta al interminable grito de guerra de los orcos.

La sangre salpicaba mientras el rey de los umberógenos masacraba a sus enemigos, adentrándose cada vez más entre los pieles verdes como un poseso. Un fuego frío ardía en sus ojos y, donde él luchaba, el viento del invierno aullaba a su alrededor.

Los orcos se peleaban por alejarse de este loco sanguinario que luchaba con una furia mayor que la de ningún orco. Sigmar mataba y mataba sin pensar, viendo sólo a los enemigos de su raza y la destrucción de todo lo que era bueno y puro. Su venganza contra los orcos no se veía ensuciada por ideas de honor y gloria. Esto era simple supervivencia. Ghal-maraz lo llenaba de odio, su furia lo blindaba con truenos y Ulric vertía relámpagos en sus venas.

Sigmar gritaba, pero no sabía lo que decía, pues todo su ser estaba concentrado en la masacre. Su rabia era absoluta, aunque no se trataba de la furia gratuita del berserker, sino de agresividad controlada en su forma más refinada.

Ya había un centenar de orcos muertos y un gran círculo se abrió alrededor de Sigmar mientras los orcos luchaban entre sí para escapar de la devastación. Antiguas energías surgían de Ghal-maraz mientras el martillo llevaba a cabo su matanza, poderes que ni siquiera los señores rúnicos más venerados podían nombrar contribuían a la sangrienta labor del rey.

Sigmar luchaba con el poder de cada uno de sus insignes antepasados, sus enemigos no podían acercarse siquiera a él, menos aún abatirlo. Poderes procedentes de los albores del mundo lo recorrían, sus músculos eran duros como el hierro y estaban llenos de una fuerza inimaginable.

Sigmar seguía presionando hacia delante con golpes mortíferos mientras oía un creciente rugido tras él a medida que los reyes tribales seguían la última orden que le había dado a Alfgeir.

Con los corazones llenos de encendido orgullo, los ejércitos de los hombres cargaban con los últimos restos de fuerza y esperanza que les quedaban.

Los paladines umberógenos y los miembros de los clanes de los udoses se abalanzaron sobre los orcos luchando con la misma furia y fuerza que Sigmar. Wolfgart se abría camino entre las armaduras orcas con potentes golpes de su pesada espada y Pendrag peleaba como un berserker mientras abría una senda a tajos hacia Sigmar.

Los maestros de la espada ostagodos dejaban un rastro sangriento entre los orcos y los salvajes querusenos cacareaban como somorgujos mientras atacaban a sus enemigos con guanteletes en forma de gancho. Las guerreras asoborneas daban saltos entre los pieles verdes con largas dagas sacando ojos y cortando ligamentos de las corvas, mientras los jinetes taleutenos abandonaban sus corceles para cargar con espadas afiladas.

Los Yelmos de Cuervo ensartaban orcos con las lanzas y los corceles de los Lobos Blancos se estrellaban contra los pieles verdes mientras sus jinetes abrían cabezas enemigas con amplios movimientos de sus martillos.

Los berserker aullaban mientras peleaban sin tener en cuenta para nada sus propias vidas, y el rey Otwin rugía mientras balanceaba su hacha trazando mortíferos arcos. Myrsa y los guerreros ataviados con placas de hierro que los cubrían por completo abrían una franja sangrienta a través de los orcos con amplios golpes de sus aterradoras espadas a dos manos.

Entre los orcos reinaba el caos y la repentina arremetida masacró la primera línea.

Nadie osaba acercarse a Sigmar mientras seguía presionando hacia delante, más allá incluso de donde habían llegado sus guerreros más valientes. Un océano de orcos lo rodeaba y el pánico se apoderaba de los que se encontraban más cerca, una oleada de miedo se iba propagando desde el frente del ejército a medida que la furia de este dios recién nacido se extendía.

Sigmar no sabía ni le importaba a cuántos orcos había dado muerte, pero por muy grande que fuera el total sabía que nunca sería suficiente. Incluso con el valor y la pasión que sus guerreros estaban demostrando en esta magnífica carga, nunca podría ser suficiente. Sigmar estaba dejando a sus guerreros muy atrás, el aullido de los orcos se tragaba los gritos de guerra de sus hombres.

El agolpamiento de cuerpos en la retaguardia del ejército orco impedía a muchos de ellos escapar de su cólera y Sigmar los mataba sin misericordia, los cadáveres aumentaban a su alrededor formando una enorme pila de muertos.

Ghal-maraz brillaba como un faro de fe en el centro del campo de batalla y los orcos temblaban ante él. Los guerreros de las doce tribus luchaban como héroes y, mientras aún más orcos huían ante el poder de su martillo, Sigmar sintió los primeros indicios de esperanza en su pecho.

Entonces, una sombra oscura cayó sobre el campo de batalla como una mancha de aceite sobre el agua.

Sigmar levantó la mirada y vio unas grandes alas color esmeralda y unas fauces que rugían mientras el wyvern atacaba como un rayo desde el cielo.

* * *

Las mandíbulas del wyvern trataron de atrapar a Sigmar, que se lanzó a un lado, rodó por la pendiente de orcos muertos y aterrizó en el suelo en medio de una lluvia de cabezas partidas y cadáveres desmadejados. Giró para ponerse en pie mientras el wyvern se posaba sobre los cuerpos de los pieles verdes a los que Sigmar había dado muerte. Su cabeza con cuernos era enorme, medía el triple que el buey más grande, y tenía las mandíbulas llenas de dientes como dagas querusenas.

El monstruoso cuerpo era correoso y estaba cubierto de escamas. Los músculos se le tensaban bajo la piel y unas escamas óseas se extendían por todo su lomo hasta una cola que se sacudía y goteaba sibilante veneno negro. Dos alas enormes se desplegaban a su espalda tras él mientras el cuello grueso y serpenteante empujaba la cabeza hacia delante.

Las esferas negras y sin alma de sus ojos clavaron en Sigmar una mirada de cruel astucia.

Sobre el lomo del wyvern estaba sentado el orco más grande que Sigmar hubiera visto nunca. Su piel era negra como el carbón y su armadura estaba compuesta de pesadas placas de hierro clavadas directamente sobre su carne. Colmillos tan grandes como los de la bestia que montaba le sobresalían de la mandíbula y los ojos, rojos, ardían con todo el odio de su raza.

Ni siquiera los ojos de Vagraz Pisoteacabezas habían contenido tanta maldad en su interior. Ese caudillo suponía la personificación más pura de la rabia y astucia orcas combinadas.

Ghal-maraz ardía en la mano de Sigmar y sintió que el martillo reconocía a su enemigo: Urgluk Colmillosangre.

Un fuego verde crepitaba alrededor del hacha del caudillo, un arma de inmenso poder y maldad. La hoja era de suave obsidiana, ningún orco había podido crear un arma tan mortífera. Retorcidas variantes de las runas que brillaban en Ghal-maraz estaban grabadas a lo largo de su mango y Sigmar sintió su maldad tratando de arañarle el alma.

Corrientes de poder fluían alrededor de los dos señores del campo de batalla y el destino del mundo dependía de este combate. Hombre y orco se situaron frente a frente, llevando las almas de ambos ejércitos en su interior. Los guerreros de Sigmar se encontraban aún muy por detrás de él, y, aunque lo rodeaban los orcos, ninguno osó intervenir en este duelo titánico.

—¡Ven a morir! —gritó Sigmar, sosteniendo a Ghal-maraz delante de él.

El antiguo martillo ardía de poder, su ansia de sembrar la muerte entre sus enemigos era casi una fuerza física.

El wyvern se lanzó hacia Sigmar, sus alas batieron mientras las mandíbulas trataban de atraparlo. Sigmar se hizo a un lado y balanceó su martillo en un arco corto que se estrelló contra un lado de la cabeza de la bestia. El wyvern se tambaleó rugiendo de dolor, pero no cayó.

Un potente movimiento de la gruesa cola del animal lo golpeó en el hombro y lo derribó. Cayó en mala posición y sintió romperse algo en su interior, pero logró ponerse en pie mientras el monstruo embestía hacia delante. Se escurrió bajo las mandíbulas que intentaban aprisionarlo y rodó por debajo del cuello de la criatura recogiendo una espada del suelo al pasar.

Sigmar clavó la hoja en el pecho del wyvern con todas sus fuerzas. El acero se hundió en la carne de la bestia, pero antes de que Sigmar pudiera enterrarla del todo en la carne de la bestia, la criatura alzó el vuelo rasgándolo con las patas traseras.

Garras como espadas le cortaron el pecho y Sigmar soltó un rugido de dolor. Levantó el martillo y apartó las patas del wyvern de un golpe antes de que las zarpas llegaran a destriparlo. Jadeando de dolor, se puso en pie a tiempo para ver a la bestia bajando en picado hacia él una vez más.

Sigmar se lanzó a un lado, la sangre le manaba profusamente de las heridas del pecho y de otra docena más. Sintió que el dolor avivaba su rabia y se irguió cuan alto era empapado de sangre, el rey de los hombres con el corazón más poderoso.

—¡Baja a enfrentarte a mí! —le gritó a Colmillosangre.

Si el caudillo lo entendió, no mostró ningún indicio, sino que tiró de las cadenas de la bestia y gruñó mientras señalaba a Sigmar. Las mandíbulas del wyvern se abrieron lo suficiente para tragarse a Sigmar entero y soltó un espeluznante rugido. La cabeza se lanzó hacia delante y Sigmar saltó por encima de sus mandíbulas mientras le estrellaba a Ghal-maraz contra el cráneo.

La bestia se estremeció y se encabritó una vez más por el dolor.

Sigmar se dejó caer cerca del wyvern y balanceó el martillo de guerra con las dos manos hacia la espada que aún sobresalía del pecho del monstruo. Ghal-maraz chocó contra el pomo del arma hundiéndola en el cuerpo del wyvern y perforándole el corazón.

El animal se estrelló contra el suelo con un bramido ahogado, sus alas se arrugaron como velas rotas mientras la vida lo abandonaba.

Sigmar se precipitó esperando atrapar a Colmillosangre forcejeando bajo su montura caída, pero el caudillo ya estaba en pie y esperándolo. El hacha negra silbó en busca del cuello de Sigmar y éste hizo un quiebro lateral. El fuego verde le quemó la piel mientras la hoja pasaba y no le arrancaba la cabeza por los pelos.

Colmillosangre se alzó entre los restos de su montura, un altísimo gigante de enormes proporciones y odio sin límites. Los músculos del caudillo sobresalían y presionaban contra las placas de armadura que llevaba clavadas a la carne. Un cántico de guerra surgió entre los orcos que rodeaban a Sigmar y Colmillosangre pareció erguirse más mientras la brutal vitalidad de su raza lo invadía.

Durante largos segundos, ninguno de los dos combatientes se movió. Entonces Sigmar saltó al ataque, balanceando su martillo de guerra en un arco mortal dirigido a la cabeza de Colmillosangre. El hacha ascendió rápidamente para bloquear el golpe y el caudillo estrelló un puño contra la mandíbula de Sigmar.

Éste había visto venir el golpe en el último segundo e intentó evitar el puñetazo, pero la fuerza que llevaba detrás era increíble y retrocedió tambaleándose, desesperado por poner algo de espacio entre su enemigo y él. El hacha negra lo buscó y Sigmar se echó al suelo mientras estrellaba a Ghal-maraz contra el estómago de Colmillosangre.

El martillo de guerra aulló mientras golpeaba al enorme orco, desatando potentes energías al encontrar el blanco perfecto para su rabia. Colmillosangre se apartó de Sigmar tambaleándose y un nuevo respeto apareció en las brasas de sus ojos.

Ambos guerreros atacaron de nuevo, hacha y martillo chocaron en medio de explosiones de fuego verde y azul. Aunque Colmillosangre contaba con la ventaja de la fuerza, Sigmar era más rápido y le asestó un mayor número de golpes al orco.

A medida que la batalla continuaba, Sigmar supo que estaba llegando al final de su resistencia, mientras que Colmillosangre parecía que acababa de empezar a luchar. El cántico de los orcos iba aumentando de volumen, pero también lo hacían los gritos de guerra del ejército de Sigmar.

Sus guerreros estaban peleando para llegar hasta él y su coraje le dio fuerzas para seguir luchando.

El hacha se le vino encima de nuevo y Sigmar estrelló el martillo de guerra contra la hoja de obsidiana al acercarse más al enorme orco. Dio un giro agachado e hizo subir a Ghal-maraz en un aplastante golpe desde abajo, el martillo chocó con la mandíbula de Colmillosangre con un sólido impacto.

El cráneo del caudillo rebotó hacia atrás; sin embargo, antes de que Sigmar pudiera retroceder, el puño del orco se cerró sobre su hombro y Sigmar soltó un grito mientras los huesos le crujían bajo la piel. Colmillosangre cayó hacia atrás con un fuerte estrépito y Sigmar se vio arrastrado con él, luchando por liberarse de la presa del caudillo.

Colmillosangre soltó el hacha y agarró la cabeza de Sigmar.

Éste dejó caer a Ghal-maraz y rodeó las muñecas de Colmillosangre con las manos, los músculos de sus brazos se tensaron mientras luchaba contra la enorme fuerza que amenazaba con aplastarle el cráneo.

Las venas se hincharon en sus manos y la cara se le puso morada del esfuerzo por intentar apartar las manos de Colmillosangre de su cabeza.

Sus caras estaban a menos de un palmo de distancia y Sigmar miró al poderoso caudillo a los ojos, afrontando el rojo encendido de sus pupilas sin temor.

—Tú... nunca... ganarás... —gruñó Sigmar mientras la fuerza de una tormenta de invierno invadía su cuerpo con una furia fría e implacable.

Centímetro a centímetro, apartó las manos de Colmillosangre de su cabeza saboreando la expresión de sorpresa y miedo que apareció en los ojos del caudillo. Ese miedo infundió ánimos a Sigmar que, con una creciente fuerza, separó las manos del caudillo aún más.

El rey umberógeno sonrió triunfalmente y estrelló la frente contra la cara del caudillo. Un chorro de sangre brotó de la nariz del orco, parecida a la de un cerdo, y rugió con frustración. Al darse cuenta de que no podría aplastar a Sigmar sólo con la fuerza bruta, Colmillosangre soltó una mano y buscó su hacha.

Fue la oportunidad que Sigmar esperaba.

Alzó a Ghal-maraz y descargó la reliquia ancestral de los enanos contra la cara de Colmillosangre con todas sus fuerzas.

El cráneo del caudillo estalló en fragmentos de hueso, carne y masa encefálica. Un destello de luz blanca surgió del martillo de guerra y Sigmar salió despedido mientras las energías más poderosas de la antigua arma de los enanos deshacían por completo el cuerpo de Colmillosangre.

Mientras parpadeaba para eliminar las últimas imágenes de la muerte de Urgluk Colmillosangre, Sigmar vio la decepción y el sobrecogimiento que aparecieron en las caras de los orcos que lo rodeaban. Aún sostenían afiladas espadas y Sigmar notó los fuegos de la venganza que ardían en sus ojos.

Sigmar intentó ponerse en pie, pero se había quedado sin fuerzas, sus extremidades cubiertas de sangre temblaban tras canalizar un poder tan inmenso. Se puso en cuclillas y buscó algún tipo de arma con la que combatir a estos orcos, pero a su lado sólo había hojas de espadas rotas y lanzas partidas.

Una bestia de hombros anchos con un yelmo de hierro oscuro trató de coger el hacha del caudillo caído, pero una flecha de asta blanca le atravesó la visera del yelmo y hundió su punta de hierro en el cerebro de la bestia. La siguió otra, y otra más, y en cuestión de segundos una lluvia de flechas chocó con un ruido sordo contra las filas de orcos acompañada de un creciente rugido de triunfo.

Sigmar alzó la mirada hacia el cielo azul y lloró de gratitud mientras los guerreros de su ejército pasaban rápidamente a su lado y se dirigían hacia los asombrados orcos.

Las guerreras asoborneas chillaron mientras arremetían contra los orcos junto a umberógenos, querusenos, taleutenos, y merógenos. Los berserker turingios, con el rey Otwin a la cabeza, se lanzaron de cabeza contra las líneas orcas, seguidos de los lanceros menogodos. La atronadora caballería de los Yelmos de Cuervo, ansiosa de vengar la muerte de Marbad, se estrelló contra los pieles verdes y los arqueros brigundianos hostilizaron a los orcos con saetas mortalmente certeras.

El rey Wolfila abrió una sangrienta franja a través de los orcos con su enorme espada y los estruendosos hombres de sus clanes lo siguieron hacia los orcos con furiosos aullidos.

El valor y la determinación de los orcos, que pendían de un hilo tras la increíble muerte de su líder, se desmoronaron ante este nuevo ataque y en cuestión de momentos se convirtieron en una turba presa del pánico que emprendió la huida.

Un caballo se detuvo junto a Sigmar y al levantar la mirada se encontró con el rostro ceñudo de Alfgeir.

—¡Por todos los dioses, Sigmar! —soltó el mariscal del Reik—. Eso ha sido lo más descabellado que he visto en toda mi vida.

* * *

Ya estaba cayendo la noche para cuando expulsaron a los últimos pieles verdes del campo de batalla. Con la muerte de Urgluk Colmillosangre, el imponente poder que había dominado y unido a las tribus orcas había desaparecido y se habían fracturado como hierro mal forjado. Sin la fuerza de voluntad del caudillo, habían aparecido viejas rencillas e, incluso en medio de la carnicería de la huida en desbandada, los orcos se habían atacado unos a otros con hachas y espadas ensangrentadas.

Los agotados guerreros del ejército de Sigmar persiguieron a los orcos mientras pudieron, la vengativa caballería atropelló a miles mientras salían del paso y huían hacia la desolación del este. Únicamente la oscuridad y el agotamiento les habían impedido seguir con la persecución, y el sol se encontraba bajo en el oeste cuando los jinetes regresaron triunfalmente con sus caballos sin resuello y empapados de sudor.

Habían tardado cierto tiempo en asimilar la enormidad de la victoria, pues muchos habían muerto para lograrla y muchos acabarían muriendo en las mesas de los cirujanos; sin embargo, mientras los jinetes regresaban al campamento, las risas y los cantos habían dado comienzo y el alivio de aquellos que habían sobrevivido salió a la luz.

Carros de cerveza se abrieron paso por el campamento y Sigmar observó cómo el ánimo de los hombres se elevaba como las chispas de un fuego. Hombres y enanos compartieron esta noche de victoria hablando y bebiendo como hermanos, compartiendo relatos de valor y las hazañas de los héroes.

Se lloraría la pérdida de los muertos, pero esta noche era para los vivos.

Los guerreros supervivientes inspiraban un aire que les parecía más fresco que ninguno que hubiera entrado antes en sus pulmones, bebían cerveza que sabía mejor que ningún brebaje que hubieran tomado jamás y se sentaban con amigos a los que apreciarían más que a ninguno que hubieran conocido anteriormente.

La luz de la luna bañaba el campo de batalla del Paso del Fuego Negro y Sigmar sonreía mientras sentía al aliento del mundo suspirar a través de las montañas, llenándolo con la promesa de la vida. Las tierras de los hombres perdurarían, se habían enfrentado al primer gran reto y lo habían superado, aunque él sabía que aún quedaban batallas que librar y enemigos a los que vencer. Se preguntó dónde surgiría el siguiente enemigo mientras un viento frío soplaba desde el norte.

Arrastraron lejos a los orcos muertos y se los dejaron a los cuervos, mientras que a los caídos del ejército de Sigmar los llevaron hasta grandes piras funerarias a la sombra de la atalaya enana en ruinas. Un guerrero por cada una de las tribus se adelantó para encender las piras y, mientras las llamas prendían y enviaban a los muertos al Salón de Ulric, el paso resonó con los aullidos de los lobos de las montañas.

Tras honrar a los guerreros del ejército, los reyes de las tribus marcharon en solemne procesión hacia la última pira que quedaba portando el cuerpo del rey Marbad sobre andas de escudos dorados.

Llevaban al rey de los endalos Otwin de los turingios, Krugar de los taleutenos, Aloysis de los querusenos, Siggurd de los brigundianos, Freya de los asoborneos y el hijo de Marbad, Aldred.

Sigmar iba detrás del rey caído con Wolfila de los udoses, Henroth de los merógenos, Adelhard de los ostagodos y Markus de los menogodos. Cada uno de estos reyes llevaba un escudo dorado, y nadie habló mientras seguían al cuerpo de su hermano rey hasta su última morada.

Kurgan Barbahierro de los enanos se encontraba en la atalaya, resplandeciente con su armadura de plata y una capa larga y suelta de malla dorada. A su lado estaba el maestro Alaric, con la cabeza inclinada por la pena, y Sigmar dedicó a sus amigos un gesto de la cabeza en señal de respeto.

Un sacerdote de Ulric aguardaba a los portadores del difunto junto a la pira, envuelto en un capa de pieles de lobo y sosteniendo una tea encendida. Miles de guerreros rodeaban a la procesión de reyes, pero ni la más leve brisa ni un solo susurro rompía el silencio.

Los reyes que transportaban a Marbad lo llevaron a la pira y dejaron su cuerpo encima. Incluso muerto, el anciano rey de los endalos causaba impresión, y Sigmar supo que lo echarían mucho de menos.

Le envolvieron el cuerpo con su capa negra y los reyes de las tierras al oeste de las montañas retrocedieron mientras el sacerdote de Ulric hundía la tea encendida en la madera empapada de aceite.

La pira se encendió con un rugido y, mientras Marbad ardía, Sigmar se colocó delante de Aldred. El joven poseía el físico enjuto de su padre y llevaba a Ulfihard envainada a la cintura. Las lágrimas se le acumulaban en los ojos y Sigmar le colocó una mano en el hombro.

—Esto pertenecía a tu padre —dijo Sigmar, entregándole un escudo dorado a Aldred—. Ahora tú eres el rey de los endalos, amigo mío. Tu padre era como un hermano para mí. Espero que tú también lo seas.

Aldred no contestó nada, pero asintió con la cabeza con rigidez y volvió los ojos hacia la pira una vez más.

Sigmar dejó a Aldred con su dolor y se situó junto al rey Kurgan mientras los reyes de los hombres levantaban sus escudos dorados en homenaje a su hermano caído.

—Bonitos escudos —observó Kurgan—. ¿Veo la influencia de Alaric en su elaboración?

—Sí, así es —asintió Sigmar—. El maestro Alaric es muy buen maestro.

Alaric hizo una reverencia ante el cumplido mientras Kurgan continuaba:

—El joven Pendrag me contó lo que dijiste cuando les entregaste esos escudos. Bonitas palabras, muchacho, bonitas palabras.

—Palabras ciertas —aseguró Sigmar—. Somos los defensores de la tierra.

—Sí —coincidió Kurgan—, pero un guerrero necesita un arma además de un escudo para defender su hogar. ¿Qué tal si hago que Alaric te fabrique unas espadas para acompañar esos escudos?

—Me sentiría honrado.

—Bueno, Alaric, ¿te sientes capaz de hacer unas espadas para los hermanos reyes de Sigmar?

La oferta de Kurgan pareció sorprender a Alaric, que vaciló antes de contestar.

—Yo... bueno, será difícil y...

—Bien, bien —lo interrumpió Kurgan, dándole un palmadita a Alaric en el hombro—. Entonces está acordado. Te juro que los reyes de los hombres tendrán las mejores espadas forjadas por el arte enano o dejo de llamarme Kurgan Barbahierro.

Sigmar le hizo una reverencia al rey de los enanos, abrumado por la generosidad de la oferta de Kurgan. Mientras se enderezaba y se volvía de nuevo hacia la pira de Marbad, vio a sus hermanos reyes reunidos ante él.

Todos llevaban los escudos que él les había entregado al costado y mostraban sin excepción una expresión de lealtad que hizo que el corazón de Sigmar se hinchiera de orgullo.

Siggurd dio un paso al frente.

—Hemos estado hablando de lo que viene ahora —dijo.

—¿Lo que viene ahora? —preguntó Sigmar.

—Sí —asintió Siggurd—. Las tierras de los hombres se han salvado y tenéis vuestro imperio.

El rey de los brigundianos hizo una señal con la cabeza y, como uno solo, los reyes congregados se pusieron de rodillas con las cabezas inclinadas. Tras ellos, las huestes de los hombres siguieron el ejemplo de sus reyes y muy pronto todos los guerreros que se encontraban en el paso se arrodillaron ante Sigmar.

—Y un imperio necesita un emperador —anunció Siggurd.