19: Las espadas de los reyes

DIECINUEVE

Las espadas de los reyes

Desde donde se encontraba Sigmar a orillas del río Aver, parecía como si hubieran prendido fuego a las tierras meridionales. Piras de orcos muertos lanzaban malolientes columnas de humo negro hacia el cielo, y lo que otrora habían sido fértiles pastos ahora eran páramos carbonizados y cenicientos. El avance de los pieles verdes había sido despiadado y concienzudo, ningún asentamiento salió ileso ni nada de valor quedó intacto.

La furia ardía en el pecho de Sigmar, acumulándose ante la necesidad de vengar los dos últimos años de guerra. Había envejecido en estos últimos años. Su rostro mostraba arrugas y cansancio alrededor de los ojos y los primeros reflejos plateados estaban apareciendo en su cabello.

Su cuerpo seguía estando fuerte, con músculos duros como el hierro, y su corazón era tan potente como siempre, pero había visto demasiado sufrimiento para volver a ser joven. Le dolía el cuerpo debido a los días y noches de combates para ocupar los puentes sobre el río Aver y las numerosas heridas suturadas le tiraban mientras caminaba por el campamento umberógeno.

Sigmar estaba agotado y no quería nada más que tumbarse y dormir una estación entera, pero sus guerreros habían luchado como héroes, así que él pasaba algún tiempo con cada grupo de espadas, elogiando su coraje y mencionando a los guerreros por su nombre. Apenas hacía unas cuantas horas que había amanecido cuando se había ganado la batalla y ahora el cielo estaba oscuro, aunque él no podía descansar aún.

Las sacerdotisas de Shallya y los sacerdotes guerreros de Ulric también recorrían el campamento ocupándose de los heridos, facilitando el fallecimiento de los moribundos u ofreciendo plegarias al dios lobo para que recibiera a los muertos en sus salones.

Desde la advertencia del maestro Alaric de las invasiones orcas, Sigmar casi no había visto las tierras en las que se había convertido en adulto. Sólo había regresado a Reikdorf dos veces en los últimos dos años, pero apenas se había lavado la sangre de orco de la armadura y el pelo cuando sonaban los cuernos de guerra y guiaba a sus guerreros al fuego de la batalla una vez más.

Los enanos habían cumplido su palabra y habían contenido a las tribus de pieles verdes para que no se adentraran más en las tierras de los ostagodos, pero los guerreros del Rey Matador se habían visto obligados a retirarse para defender sus fortalezas de las montañas. El tiempo que se había comprado con vidas de enanos no se había malgastado, pues el rey Adelhard había vuelto a formar a sus guerreros y se había unido a los Lobos Blancos de Alfgeir, hacheros querusenos, lanceros taleutenos y carros de guerra asoborneos. En una gran batalla en el camino Negro, Adelhard aplastó a los orcos e hizo retroceder a los supervivientes cubiertos de sangre a las montañas.

Para cuando Sigmar hubo reunido a las huestes de sus hermanos reyes para marchar al sureste, las tierras de los merógenos y los menogodos estaban prácticamente invadidas, con sus reyes sitiados en sus grandes castillos de piedra. Los orcos vagaban por los territorios impunemente y arrasaban las tierras de los hombres.

Brutales salvajes de piel verde destruyeron aldeas y ciudades, quemando lo que no podían llevarse. Miles murieron, y la natural violencia de aniquilación recíproca de los pieles verdes era lo único que les había impedido extenderse hacia el oeste y el norte a mayor velocidad.

Miles de refugiados inundaban las tierras de los umberógenos y Sigmar había dado órdenes de que los acogieran a todos. Los almacenes de grano se quedaron secos y reyes de tierras lejanas enviaron toda la ayuda de que la pudieron prescindir en un intento de aliviar el sufrimiento. Eran días aciagos llenos de desesperación y parecía que hubiera llegado el fin del mundo, pues cada día descendían de las montañas entre aullidos más secciones de guerra de pieles verdes mientras los ejércitos de los hombres se iban debilitando.

Sigmar hizo una pausa junto a un solitario árbol ennegrecido por el fuego situado en la cima de una pequeña loma y recorrió con la mirada los terrenos aluviales del río Aver, donde acampaban los ejércitos de los querusenos, endalos, umberógenos y taleutenos. Casi cincuenta mil guerreros descansaban junto a sus fogatas, comiendo, bebiendo y dando gracias a los dioses por no ser comida para los cuervos.

Una figura renqueante subía hacia él y Sigmar distinguió la anciana silueta del curandero Cradoc, el hombre que había ayudado a hacerlo volver de la herida que le había infligido Gerreon.

—Deberíais descansar, mi señor —dijo Cradoc—. Parecéis cansado.

—Lo haré, Cradoc —contestó Sigmar—. Pronto. Lo prometo.

—Oh, lo prometéis, ¿no? Siempre me dijeron que me cuidara de las promesas de los reyes.

—¿No era de su gratitud?

—De eso también —añadió Cradoc—. Bueno, ¿vais a descansar un poco o voy a tener que golpearos en la cabeza y llevaros a rastras?

Sigmar asintió con la cabeza y repitió:

—Lo haré. ¿Cuántos?

No tuvo que especificar la pregunta.

—Lo sabré con seguridad por la mañana, pero al menos nueve mil hombres murieron para ocupar estos puentes.

—¿Y heridos?

—Menos de mil, pero la mayoría no pasará de esta noche —dijo Cradoc—. Un hombre al que ataca un orco rara vez sobrevive.

—¿Tantos? —susurró Sigmar.

—Serían más si no hubierais ocupado los puentes —apuntó Cradoc, rodeándose el débil cuerpo con los brazos—. Tiemblo con sólo pensarlo. Los pieles verdes nos habrían matado a todos y a estas alturas estarían a medio camino de Reikdorf.

—Esto no es más que un respiro pasajero —aseguró Sigmar—. Los orcos regresarán. Tienen una sed insaciable de batalla y sangre. Los enanos dicen que hay una hueste de pieles verdes aún más grande congregada al este del Paso del Fuego Negro, aguardando la primavera para cruzar las montañas en avalancha y borrarnos de la faz del mundo.

—Sí, no me cabe duda de que es cierto, pero eso es para otro día —le aconsejó Cradoc—. Ahora estamos vivos y eso es lo que importa. El mañana se las arreglará solo, pero si no descansáis, no le seréis útil a hombre ni bestia. Sois un hombre poderoso, mi rey, pero no sois inmortal. He oído que luchasteis en lo más reñido de la batalla y Wolfgart me ha contado que os habrían matado al menos una docena de veces de no haber sido por la espada de Alfgeir.

—Wolfgart habla demasiado —contestó Sigmar—. Tengo que luchar. Tengo que ser visto luchando. No quiero sonar arrogante, pero pocos hombres me igualan, y donde yo peleo mis guerreros luchan con mucha más fuerza.

—¿Creéis que soy tonto? —soltó Cradoc—. He combatido en bastantes batallas.

—Por supuesto —dijo Sigmar—. No fue mi intención trataros con condescendencia.

Cradoc desechó la disculpa de Sigmar con un gesto de la mano.

—Sé que ver a un rey arriesgando la vida en combate aumenta el valor de los hombres. Pero ahora sois importante, Sigmar, no sólo para los umberógenos, sino para todas las tribus de los hombres. Imaginad lo atroz que sería el golpe si os mataran.

—No puedo quedarme mirando la batalla sin más, Cradoc —explicó Sigmar—. Mi corazón está donde la sangre canta y la muerte observa para llevarse a los débiles.

—Lo sé —dijo Cradoc con tristeza—. Es una de vuestras características menos atractivas.

* * *

Con los ejércitos ya reunidos en el sur, el rey Siggurd ofreció a sus aliados la hospitalidad de su ciudad y se convocó un consejo de guerra. El rey de los brigundianos recibió a los soberanos de las tribus mientras iban llegando a las puertas doradas de su gran salón y el corazón de Sigmar se hinchió de orgullo al comprender que estaba siendo testigo de una reunión como nunca se había visto en las tierras de los hombres.

Se había montado una gran mesa circular en medio del salón y un brasero de carbón ardía con fuerza en el centro. Sigmar, Wolfgart y Pendrag permanecían de pie en los lugares que les habían asignado alrededor del círculo y observaban mientras se anunciaba la llegada de cada rey.

Marbad de los endalos fue el primero en llegar, flanqueado por su hijo mayor, Aldred, y dos altos Yelmos de Cuervo con capas negras y cotas de malla de gran calidad. El rey Marbad los saludó con la cabeza y Sigmar frunció el entrecejo al ver que el venerable rey de los endalos palidecía al fijarse en la mano de plata de Pendrag.

Después de Marbad llegó Aloysis de los querusenos, un hombre enjuto de rostro aguileño con largo cabello oscuro y una barba cuidadosamente recortada.

Las siguientes en entrar fueron la reina Freya y Maedbh. Sigmar sintió que Wolfgart se ponía más erguido a su lado al ver a su esposa, pues hacía muchos meses que no estaban juntos. La reina asobornea honró a Sigmar con una sonrisa picara y se pasó la mano por el vientre antes de sentarse frente a él.

Anunciaron al rey Krugar de los taleutenos y éste entró en el salón con paso firme acompañado de dos guerreros descomunales con armadura de escamas de plata. El rey Wolfila de la tribu de los udoses, vestido con su mejor faldellín y un fajín plisado, ingresó en el salón y ofreció un escandaloso saludo a los presentes. Dos barbados miembros de su clan de aspecto aterrador acompañaban al rey septentrional; tenían la barba y el cabello alborotados y llevaban las espadas anchas con soltura sobre los hombros.

Representando a las fuerzas de las marcas septentrionales, Myrsa, de la roca Fauschlag, iba a la cabeza de un par de guerreros con relucientes armaduras de placas y Sigmar saludó al Guerrero Eterno con la cabeza mientras éste ocupaba su lugar en la mesa.

Otwin de los turingios llegó después y Sigmar tuvo que mirar dos veces al comprobar quién había venido con el rey berserker, pues se trataba nada más y nada menos que de Ulfdar, la guerrera con la que había luchado antes de enfrentarse a Otwin. Los dos iban prácticamente desnudos, ataviados sólo con taparrabos y torques de bronce.

El rey Markus de los menogodos y Henroth de los merógenos llegaron juntos y Sigmar se quedó asombrado por lo mucho que habían cambiado desde que los viera dos años antes. Los sitios a sus castillos se habían levantado hacía muy poco. Los dos hombres estaban tan delgados que daban pena y el espantoso sufrimiento de su gente se veía en sus ojos.

Adelhard de los ostagodos fue el último en llegar, acompañado de Galin Veneva, y a Sigmar le gustó el aspecto del rey oriental de inmediato. El rey Ostagodo se mantenía erguido, había recuperado su orgullo tras la gran victoria en el camino Negro y su gratitud fue evidente en el respetuoso saludo con la cabeza que le dirigió a Sigmar antes de ocupar su asiento en la mesa.

Con todos los soberanos tribales vinculados por juramentos ya reunidos, Siggurd cerró las puertas de su salón y ocupó su lugar en la mesa mientras una multitud de serradores daban un paso adelante y colocaban una copa de plata con vino tinto con mucho cuerpo ante cada soberano.

Siggurd se puso en pie para dirigirse a la concurrencia.

—Amigos míos, os doy la bienvenida a mi salón. En estos días aciagos, mi corazón rebosa de alegría al ver soberanos procedentes de todas las tierras bajo mi techo. —El rey brigundiano alzó su copa y continuó—. Mis guerreros aprecian este vino por encima de todos los demás, ya que sólo se bebe para celebrar las mayores victorias. Tras dos años de enfrentamientos, hemos logrado esa victoria y hecho retroceder a los pieles verdes hacia las montañas. Saboread su dulce sabor y recordadlo, pues una gran batalla nos aguarda en el Paso del Fuego Negro en primavera, cuando lo probaréis de nuevo. Bienvenidos seáis todos.

Los puños golpearon sobre la mesa mientras Siggurd tomaba asiento y Sigmar se levantaba con su copa en alto.

—Compañeros reyes —comenzó.

—¡Y reinas! —gritó Maedbh con actitud jovial.

—Y reinas —Sigmar sonrió señalando a Freya con la cabeza—. El rey Siggurd dice la verdad, pues es maravilloso veros a todos aquí. Todos estamos unidos por medio de juramentos de lealtad y amistad y me da esperanza saber que guerreros de tal coraje y corazón se reúnen aquí. —Sigmar empujó su silla hacia atrás y comenzó a caminar alrededor de la mesa redonda, sosteniendo la copa aún ante él—. Estos últimos años han sido ciertamente aciagos y los agoreros recorren la tierra rasgándose las vestiduras y gimiendo que es el fin de los tiempos, que los dioses nos han dado la espalda. Dicen que los dioses nos han abandonado a nuestro sino, pero yo no lo acepto. Los dioses nos han concedido muchas virtudes. Nos han concedido la inteligencia para reconocer esas virtudes y también la humildad para ver nuestras debilidades. ¿Qué son eso si no dones de los dioses? Yo digo que los dioses ayudan a los que se ayudan a sí mismos, y esta reunión es otro paso hacia la victoria final.

Al llegar a Marbad, Sigmar colocó una mano sobre el hombro del rey endalo.

—Desde la muerte de mi padre he recorrido estas tierras y he visto esas virtudes con mis propios ojos. He visto valor. He visto determinación. He visto pasión y he visto sabiduría. Los he visto en los actos de todos los hombres y mujeres de este salón. He luchado junto a muchos de vosotros en la batalla y me siento orgulloso, muy orgulloso, de consideraros mis hermanos de armas. —Sigmar alzó su copa—. Nos han unido juramentos de hombres, pero lazos de sangre nos atan aún más fuerte.

Los soberanos congregados levantaron sus copas y, como uno solo, bebieron el vino de la victoria.

* * *

—¡Nunca! —gritó el rey de los taleutenos—. ¿Entregarle el mando de mis guerreros a otro? ¡Los dioses me fulminarían ante tal cobardía!

—¿Cobardía? —replicó el rey Siggurd—. ¿Es cobardía reconocer que debemos luchar como uno solo o, de lo contrario, nos destruirán? ¡Os conozco, Krugar, no es cobardía lo que os lo impide, es orgullo!

—Sí —admitió Krugar—, orgullo en el valor y la fuerza de los taleutenos. El mismo orgullo que mis guerreros sienten por mí por conducirlos a la batalla estos últimos veintitrés años. ¿Qué será de ese orgullo si me quedo cruzado de brazos mientras otro los guía?

—¡Ya basta, hombre, seguirá estando ahí! —exclamó Wolfila—. Cualquiera que haya luchado al lado del hijo de Björn sabe que no es una vergüenza concederle el mando. Cuando los lobos de los norses estaban golpeando las puertas de mi castillo, ¿quién los expulsó? Vos estabais allí, no os lo discuto, Krugar, y vos también, Aloysis, ¡pero fue Sigmar el que los dispersó y los expulsó al otro lado del mar!

—Yo comparto la inquietud de Krugar anta la idea de entregar el mando —terció Aloysis—, pero si combatimos por separado, los pieles verdes nos destruirán uno a uno. Soy lo bastante hombre para permitir que mis querusenos luchen bajo la estrategia de Sigmar.

Sigmar le agradeció al rey queruseno su apoyo con un gesto de la cabeza.

—No seré un espectador en la batalla —apuntó Adelhard, desenvainando su espada y colocándola sobre la mesa—. Ostvarath está impaciente por cubrirse de sangre de orco.

—No seréis un espectador —dijo Freya bruscamente—. Como un auténtico guerrero, estaréis en lo más reñido de la batalla, donde los lobos de Ulric aguardan para llevarse a los muertos a su descanso. Yo lucharé al lado de Sigmar, pues conozco la fuerza que fluye en su sangre. Si uno de nosotros tiene que asumir el mando, debe ser Sigmar.

—¿Y qué pasa con los bretones y los jutones? —preguntó Myrsa—. ¿Sus reyes no se unirán a nosotros?

—¿Marius? —soltó Marbad—. Ese hombre es una serpiente. Preferiría tener a los norses en mis flancos que a ese hijo de puta maquinador. Con los norses por lo menos sabes a qué atenerte.

—Sea como sea —intervino Sigmar—, enviaré emisarios a los jutones para ofrecerle otra oportunidad al rey Marius de unirse a nosotros.

—¿Y cuando se niegue? —insistió Marbad—. Entonces ¿qué? Sus tierras permanecerán a salvo gracias a las muertes de nuestros guerreros, pero no derramará lágrimas por ellos. Se retorcerá las manos y pensará que somos idiotas. Un hombre como ése carece de honor y no merece un lugar en las tierras de los hombres.

A pesar de lo mucho que quería al anciano rey, Sigmar sabía que el odio de Marbad hacia los jutones era demasiado profundo para disiparlo.

—En ese caso nos encargaremos de Marius cuando hayamos resuelto la amenaza de los orcos —aseguró Sigmar.

Uno a uno, el resto de reyes dio su opinión y el debate se inclinó en un sentido u otro mientras le daban vueltas al asunto del mando. Aunque todos hablaron muy bien de Sigmar y expresaron su respeto por sus hazañas y su visión de futuro a la hora de unirlos, pocos estaban dispuestos a entregarle el mando de sus guerreros a otro.

Sigmar iba perdiendo la paciencia con cada hora que pasaba y los mismos argumentos recoman la mesa una y otra vez. Podía ver que todo lo que había intentado construir a lo largo de la última década se le escapaba de las manos.

Al final se puso en pie y colocó a Ghal-maraz con fuerza sobre la mesa ante él. Todas las miradas se volvieron en su dirección y Sigmar se inclinó hacia delante apoyando ambas manos con las palmas hacia abajo sobre el tablero de la mesa.

—Entonces ¿así es cómo morirá la raza de los hombres? —preguntó suavemente—. ¿Discutiendo como viejas en lugar de haciendo frente a nuestros enemigos con las armas cubiertas de sangre en las manos?

—¿Morir? ¿De qué estáis hablando? —inquirió Siggurd.

—De esto —contestó Sigmar, sus palabras rezumaban desprecio—. Una raza inferior está lista para destruirnos y nos dedicamos a pelearnos entre nosotros. Los orcos son unos salvajes brutales, criaturas que sólo viven para la destrucción. No construyen granjas, no trabajan la tierra y matan a cualquiera que se interponga en su camino. Desde cualquier punto de vista, son muy inferiores a nosotros y, sin embargo, ellos están unidos mientras a nosotros nos dividen el orgullo y el ego. Me entristece pensar que todo lo que hemos logrado y los grandes pasos que hemos dado para unir a nuestros pueblos vaya a terminar en riñas tan insignificantes.

Sigmar se irguió y levantó a Ghal-maraz sosteniéndolo ante él.

—El rey Kurgan Barbahierro habló de cómo me hice con esta arma en el funeral de mi padre y me recordó que este gran martillo de guerra no es sólo una herramienta de destrucción, sino también de creación. El martillo del herrero forja el hierro que nos hace fuertes, pero Ghal-maraz es mucho más que el martillo de un herrero. Es el martillo de un rey y con él soñé forjar un imperio del hombre, un reino donde todos los hombres pudieran vivir en paz, unidos y fuertes. Pero si no podemos dejar a un lado nuestro orgullo, ni siquiera cuando significa nuestra muerte, entonces no quiero saber nada más de esta reunión. Regresaré a Reikdorf y me prepararé para combatir a cualquier orco que ose aventurarse en tierras umberógenos. No esperaré ayuda de ninguno de vosotros ni la ofreceré si me la pedís. Los pieles verdes vendrán y nos destruirán. Puede que les lleve años; pero, que no os quepa la menor duda, lo lograrán. A menos que me apoyéis en la batalla.

«Luchad a mis órdenes, haced lo que os diga y puede que salgamos con vida de esta prueba. Tomad vuestra decisión ahora, pero recordad: unidos viviremos, dividimos moriremos.

Sigmar volvió a sentarse y colocó a Ghal-maraz de nuevo sobre la mesa ante él. Ninguno de los reyes tribales se atrevió a romper el frío silencio que siguió hasta que Marbad se puso en pie y se situó al lado de Sigmar. El rey de los endalos desenvainó a Ulfihard, la reluciente espada forjada por la habilidad de los duendes, y la dejó al lado de Ghal-maraz.

—Conozco a Sigmar desde que era un muchacho —dijo Marbad—. He combatido codo con codo con su padre y su abuelo, Dregor Melenaroja. Los dos eran hombres valientes y me avergüenza haber llegado a dudar de que su proceder fuera el acertado. Agradezco la oportunidad de luchar al lado de Sigmar, y si eso significa poner a mis guerreros a sus órdenes, que así sea. ¿Cuántos años hemos estado en guerra unos con otros? ¿Cuántos hijos hemos enterrado? Demasiados. Nuestra fuerza estaba dividida hasta que Sigmar nos unió, ¿y ahora tenemos miedo de ofrecerle el mando de nuestros ejércitos? No volveré a distanciarme de mis hermanos. Los endalos lucharán a las órdenes de Sigmar. —Marbad agarró el hombro de Sigmar y concluyó—: Björn estaría orgulloso de ti, muchacho.

Adelhard se levantó de su asiento y rodeó la mesa desenvainando a Ostvarath mientras caminaba. Él también colocó su espada junto al arma de Sigmar.

—Mi gente os debe la vida. ¿Cómo podría no apoyaros?

Luego vino Wolfila, que situó su gran espada ancha al lado de las otras espadas de los reyes.

Uno a uno, cada uno de los soberanos congregados dejó su arma junto al martillo de guerra de Sigmar.

El último en colocar su arma fue Myrsa, el Guerrero Eterno de la roca Fauschlag, que dejó un pesado martillo de guerra con una empuñadura envuelta en cuero y una cabeza de hierro con forma de lobo gruñendo junto a Ghal-maraz.

—Yo no soy rey, lord Sigmar —dijo Myrsa—, pero los guerreros del norte son vuestros por derecho y por elección. ¿Qué queréis que hagamos?

Sigmar se puso en pie. La fe que sus hermanos reyes le habían demostrado lo hizo sentirse honrado y más humilde.

—Regresad a vuestras tierras, pues ya casi estamos en invierno —les indicó Sigmar—. Dejad que vuestros guerreros vuelvan con sus familias, ya que les recordará por qué luchamos. Preparaos para la guerra y llevad a vuestros ejércitos a Reikdorf en el primer mes de primavera con las espadas afiladas y los corazones templados.

—¿Y luego? —preguntó Myrsa.

—Y luego nos enfrentaremos a los pieles verdes —prometió Sigmar—. ¡Los destruiremos en el Paso del Fuego Negro y salvaguardaremos nuestras tierras para siempre!