1: La víspera de la batalla

UNO

La víspera de la batalla

El débil sonido de los cantos y los orgullosos alardes guiaban a los dos muchachos mientras corrían por la dura tierra del poblado en sombras hacia la casa larga situada en el centro. Se desplazaban con sigilo y cautela mientras avanzaban entre altos edificios con paredes de madera y dejaban atrás los secaderos de pescado y los muros calientes de la herrería. Ninguno de los dos quería que los descubrieran, sobre todo ahora que se habían apostado guardias en las murallas y había caído la noche.

A pesar del peligro de recibir una paliza por entrar sin permiso, lo emocionante de su intrépida incursión en el corazón de Reikdorf amenazaba con delatarlos.

—¡Calla! —dijo Cuthwin entre dientes cuando Wenyld chocó contra un montón de madera cepillada que no habían visto antes y que estaba apilada contra el almacén de la carpintería.

—Cállate tú —replicó su amigo, atrapando un madero antes de que cayera a la vez que los dos chicos se pegaban a la pared—. No hay estrellas ni luna. No veo nada.

Eso al menos era cierto, reconoció Cuthwin. La noche era oscura como boca de lobo, los braseros cubiertos que colgaban de las murallas del poblado arrojaban una crepitante luz de color naranja en dirección a los bosques situados más allá de Reikdorf. Los centinelas se movían en círculos alrededor del asentamiento en el interior del anillo de luz, apuntando con los arcos y las lanzas hacia los densos bosques y la ribera en sombras del Reik.

—Eh —llamó Wenyld—, ¿oíste lo que dije?

—Sí —contestó Cuthwin—. Está oscuro, ya lo sé. Así que usa los oídos. Los guerreros no se mantienen en silencio la noche antes de ir a la guerra.

Los dos muchachos se mantuvieron tan inmóviles como la estatua de Ulric que se alzaba sobre la puerta de Reikdorf y dejaron que los sonidos y los olores de la noche los envolvieran, cada uno de ellos contaba una historia de la aldea en la que vivían: el gemido del hierro al asentarse a medida que la forja de Beorthyn se enfriaba y crujía tras trabajar todo el día fabricando hojas de espada y hachas de hierro, los sonidos de las mujeres hablando con voces suaves y preocupadas mientras tejían nuevas capas para sus hijos que partirían a la batalla al alba, el relincho de los caballos en las caballerizas, el olor dulce de la turba al quemarse y el delicioso aroma de la carne cocinándose.

Por encima de todo aquello, Cuthwin podía escuchar el chapoteo libre del río como un susurro constante de agua contra las marismas, el crujido de los botes de pesca de madera moviéndose con la marea y el gemido quedo del viento a través de las redes colgadas. Aquellos sonidos le parecieron tristes, pero la noche en la tierra al oeste de las montañas era a menudo un momento de tristeza, un momento en el que los monstruos salían de los bosques para matar y devorar.

Los pieles verdes habían matado a los padres de Cuthwin el verano anterior, habían acabado con sus vidas mientras luchaban para defender su granja de los asaltantes sedientos de sangre. Esa idea lo hizo detenerse y sintió que las manos se le cerraban formando puños mientras se imaginaba cómo se vengaría un día de la salvaje raza que le había arrebatado a su padre y había hecho que lo trajeran a Reikdorf a vivir con su tío.

Como si la rabia le aguzara el oído, oyó risas y cantos ahogados detrás de las gruesas vigas y las pesadas puertas fortificadas. La luz de la hoguera se reflejó en las paredes del granero que se hallaba en el corazón del poblado como si hubieran abierto una puerta o un postigo, y estruendosos sonidos de júbilo se derramaron por él.

Durante un breve momento, el mercado situado en el centro de Reikdorf quedó iluminado; pero apenas duró un instante. Los chicos se miraron con entusiasmo al pensar en espiar a los guerreros del rey Björn antes de que partieran a luchar contra los pieles verdes. Sólo aquellos que habían llegado a la edad adulta podían atravesar los muros de la casa larga del rey antes de la batalla y, sencillamente, el misterio de tal acontecimiento era algo que había que investigar.

—¿Has visto eso? —preguntó Wenyld mientras señalaba hacia el centro de la aldea.

—Claro que sí —respondió Cuthwin, bajando el brazo de Wenyld—. No estoy ciego.

Aunque Cuthwin llevaba menos de una semana viviendo en Reikdorf, conocía los secretos del pueblo tan bien como cualquier joven; sin embargo, en medio de una oscuridad tan completa, sin ningún punto de referencia visual aparte de saber dónde se encontraban, la aldea resultaba de pronto nueva y extraña, toda su geografía era desconocida.

Grabó en la memoria la breve imagen que la luz le había ofrecido y cogió a Wenyld de la mano.

—Me guiaré por los sonidos de los guerreros —apuntó—. Agárrate a mí y haré que lleguemos hasta allí.

—Pero está tan oscuro —repuso Wenyld.

—No importa —aseguró Cuthwin—. Encontraré un camino en la oscuridad. Tú no te sueltes.

—No lo haré —prometió Wenyld, pero Cuthwin pudo sentir el miedo en la voz de su amigo.

Él también lo sentía un poco, ya que su tío no era manco con la vara cuando había que imponer un castigo. Hizo el miedo a un lado, pues era un umberógeno, la tribu de guerreros más feroces al norte de las montañas Grises, y tenía un corazón fuerte y fiel.

Respiró hondo y salió trotando hacia el lugar en el que la luz se había reflejado en las paredes del granero, siguiendo una senda que recordaba en la que no había nada que pudiera hacerlo tropezar o causar ruido. Cuthwin sentía el corazón en la garganta mientras cruzaba el mercado abierto, evitando los lugares en los que la luz había mostrado obstáculos o cerámica rota que pudiera crujir bajo sus pies. Aunque sólo había entrevisto brevemente la ruta que debía seguir, la imagen estaba grabada en su memoria con tanta firmeza como los lobos en uno de los estandartes de guerra del rey Björn.

Las enseñanzas de su padre en la oscuridad del bosque regresaron a él. Se movió como un fantasma, abriéndose camino en silencio por la plaza del mercado, contando los pasos y arrastrando a Wenyld tras él. Cuthwin se adelantó y aminoró la marcha mientras cerraba los ojos y dejaba que sus oídos reunieran información acerca del entorno. El sonido de los festejos era más fuerte y resonaba en las paredes configurando un mapa en su cabeza.

Cuthwin extendió la mano y sonrió al sentir que sus dedos rozaban el muro de piedra de la casa larga. Las piedras tenían forma cuadrada y estaban talladas, los mineros enanos las habían extraído de la roca de las montañas del Fin del Mundo y las habían traído a Reikdorf como regalo para el rey Björn al despuntar la primavera.

Recordó cómo solía observar a los enanos con una mezcla de sobrecogimiento y temor, pues eran unos personajes aterradores y achaparrados, con armaduras relucientes, que no prestaban atención a la gente que los rodeaba y hablaban entre ellos con voces ásperas mientras construían la casa larga para el rey en menos de un día. Los enanos no se habían quedado más de lo necesario y habían rechazado todos los ofrecimientos de ayuda. Todos salvo uno se habían dirigido resueltamente hacia el este en cuanto se completó el trabajo.

—¿Ya hemos llegado? —susurró Wenyld.

Cuthwin asintió con la cabeza antes de recordar que Wenyld no podría verlo.

—Sí —contestó en voz baja—, pero no hagas ruido. Tendremos que pasarnos una semana vaciando los retretes si nos pescan.

Cuthwin hizo una pausa para dejar que se le calmara la respiración y luego comenzó a avanzar poco a poco a lo largo del muro, buscando la esquina a tientas por delante de él. Cuando la encontró, era suave y brusca como la hoja de un hacha; la rodeó con cuidado y levantó la mirada mientras las nubes se abrían y un destello de estrellas resplandecía en el cielo sobre su cabeza.

La luz adicional refulgió en las paredes de piedra tallada por los enanos como si estuvieran llenas de estrellas y se tomó un momento para admirar la increíble destreza que se había empleado en su creación.

Cuthwin pudo ver una amplia entrada a lo largo del muro de la casa larga elaborada con gruesas vigas de madera y adornada con tiras angulares de hierro oscuro y tallas de martillos y relámpagos. Los postigos situados por encima de ellos estaban bien sujetos a los marcos, ni siquiera había una rendija lo bastante ancha para meter la hoja de un cuchillo entre la madera y la piedra.

Cuthwin podía oír a través de los postigos los sonidos apagados de guerreros de juerga, el repiqueteo de jarras de cerveza, el sonido de enardecedores cánticos de guerra y el estrépito de las espadas sobre los tachones de los escudos.

—Aquí —anunció, señalando el postigo situado sobre su cabeza—. Vamos a ver si podemos mirar por aquí.

Wenyld asintió con la cabeza.

—Yo primero —dijo.

—¿Por qué vas a ir tú primero? —inquirió Cuthwin—. Yo te he traído hasta aquí.

—Porque yo soy el mayor —arguyo Wenyld.

Cuthwin no pudo refutar ese argumento, así que entrelazó los dedos para formar un estribo como los que usaban los jinetes de los taleutenos.

Apoyó la espalda contra el muro de piedra y dijo:

—Muy bien, sube y mira a ver si consigues abrir el postigo lo suficiente para ver algo.

Wenyld hizo un entusiasta gesto de asentimiento con la cabeza y puso el pie en las manos de Cuthwin a la vez que colocaba las manos sobre los hombros de su amigo. Cuthwin alzó a Wenyld con un gruñido y volvió la cabeza para evitar un rodillazo en la cara.

Abrió las piernas un poco para repartir el peso de Wenyld y estiró el cuello para ver lo que estaba haciendo su amigo. El postigo estaba bien encajado en el marco y Wenyld tenía el rostro apretado contra la madera mientras miraba por las ensambladuras con los ojos entrecerrados.

—¿Y bien? —preguntó Cuthwin, cerrando los ojos por el esfuerzo de sostener a Wenyld—. ¿Qué ves?

—Nada —contestó Wenyld—. No puedo ver nada, la madera está demasiado ajustada.

—Así es la labor de los enanos —apuntó una voz fuerte junto ellos, y los dos muchachos se quedaron inmóviles.

Cuthwin volvió la cabeza despacio y al abrir los ojos se encontró con un musculoso guerrero recortado por la luz de las estrellas, tan macizo como si lo hubieran tallado de la misma piedra que la casa larga.

La mera presencia física del guerrero dejó a Cuthwin sin habla y soltó el pie de Wenyld. Su amigo buscó un asidero en el borde del postigo, pero no había ninguno; así que se cayó, tirándolos a los dos al suelo en medio de una maraña de profunda vergüenza. Cuthwin se liberó de una sacudida de su amigo, que soltaba maldiciones, con la certeza de que lo iban a castigar, pero decidido a enfrentarse al guerrero sin temor.

Rodó hasta ponerse en pie rápidamente y se irguió ante su descubridor. Su actitud de desafío se transformó en sobrecogimiento al clavar la mirada en el rostro franco y atractivo. El cabello rubio relucía como la plata bajo la luz de las estrellas, una cinta de alambre de cobre retorcido lo mantenía apartado de la cara del guerrero, y unos torques de hierro le rodeaban los gruesos brazos. Una larga capa de piel de oso caía de sus hombros, y Cuthwin vio que debajo el guerrero iba ataviado con una reluciente cota de malla atada a la cintura con un gran cinturón de grueso cuero.

Llevaba un cuchillo de caza de hoja larga metido en el cinto, pero fue el arma que colgaba junto a éste lo que captó toda la atención de Cuthwin.

El guerrero portaba un poderoso martillo. Los ojos de Cuthwin se vieron atraídos hacia la cabeza ancha y plana del arma, en cuya superficie había extraños grabados que brillaban a la luz de las estrellas.

El martillo de guerra era un arma magnífica, el mango se había forjado a partir de algún metal desconocido trabajado por manos más viejas de lo imaginable. Ningún hombre había forjado nunca un arma de destrucción tan perfecta, ni ningún herrero había blandido una herramienta de creación tan temible.

Wenyld se puso en pie de un salto, listo para huir de quien los había descubierto, pero también él se quedó paralizado donde estaba al ver a la imponente figura.

El guerrero se inclinó y Cuthwin comprobó que aún era joven, tal vez de unas quince primaveras, y que una mirada de irónica diversión brillaba en el fondo de sus fríos ojos, uno de los cuales era de un tono azul pálido y el otro de un verde oscuro.

—Lo hiciste muy bien al atravesar la plaza del mercado en la oscuridad, chico —lo felicitó el guerrero.

—Me llamo Cuthwin —contestó—. Prácticamente tengo doce años, soy casi un hombre.

—Casi —coincidió el guerrero—, pero todavía no, Cuthwin. Este lugar es para guerreros que quizá se enfrenten pronto a la muerte en la batalla. Esta noche es para ellos y sólo para ellos. No os apresuréis demasiado en ser parte de tales cosas. Disfrutad de vuestra infancia mientras podáis. Ahora fuera, marchaos.

—¿No vais a castigarnos? —preguntó Wenyld, y Cuthwin le dio un codazo en las costillas.

El guerrero sonrió.

—Debería hacerlo, pero demostrasteis mucha habilidad para llegar tan lejos sin que os vieran, y eso me gusta —respondió.

A pesar de sí mismo, Cuthwin se sintió tremendamente complacido de haberse ganado las alabanzas del guerrero.

—Mi padre me enseñó a moverme sin que me vieran —explicó.

—En ese caso te enseñó bien. ¿Cómo se llama?

—Se llamaba Gethwer —contestó Cuthwin—. Los pieles verdes lo mataron.

—Siento oírlo, Cuthwin —dijo el guerrero—. Vamos a luchar contra los pieles verdes y muchos de ellos morirán a nuestras manos. Bueno, no os entretengáis u otros con menos clemencia que yo os descubrirán y entonces os espera una paliza.

Cuthwin no necesitó que se lo dijeran dos veces. Se apartó del guerrero y volvió a cruzar corriendo la plaza del mercado con los brazos golpeándole los costados. Las estrellas habían salido, de modo que pudo seguir una ruta directa desde la casa larga hacia el almacén situado en el borde de la plaza. Oyó pasos corriendo a su espalda; se arriesgó a echar un vistazo por encima del hombro y vio a Wenyld siguiéndolo a toda velocidad. El chico mayor lo adelantó con cara de estar desesperadamente aliviado mientras doblaban la esquina de un almacén con armazón de madera.

Los muchachos se apretaron contra el edificio con los pulmones a punto de estallar e incontrolables carcajadas que escapaban de sus gargantas mientras revivían la emoción de la captura y el alivio de la huida.

Cuthwin asomó rápidamente la cabeza alrededor del almacén, recordando la temible fuerza del guerrero que los había hecho marcharse. Aquél era un hombre que no le tenía miedo a nada, un hombre que le haría frente a cualquier amenaza y la recibiría con el martillo de guerra en alto.

—Cuando sea un hombre quiero ser como él —dijo Cuthwin al recobrar el aliento.

Wenyld se dobló, respirando agitado.

—¿No sabes quién era?

—No —respondió Cuthwin—. ¿Quién era?

—Era el hijo del rey. Ése era Sigmar —dijo Wenyld.

* * *

Sigmar observó cómo los muchachos se alejaban corriendo como si tuvieran a los mismísimos Ólfhednar tras ellos y sonrió al recordar cuando intentó acercarse a hurtadillas a la antigua casa larga la noche anterior a que su padre condujera a los guerreros umberógenos a la batalla contra los turingios. Él no había empleado tanto sigilo como el jovencito al que acababa de echar y se acordaba con toda claridad de la paliza que le había administrado el rey.

Oyó unas pisadas vacilantes a su espalda. Sin volverse, supo que Wolfgart, su mejor amigo y hermano de armas, se aproximaba.

—Has sido demasiado blando con ellos, Sigmar —comentó Wolfgart—. Recuerdo la paliza que nos dieron a nosotros. ¿Por qué no dejar que aprendan a base de palos que no se debe intentar espiar una Noche de Sangre de guerreros?

—Nos pillaron porque no pudiste sostenerme lo suficiente —señaló Sigmar.

Al volverse, vio a un joven muy musculoso vestido con una cota de malla y envuelto en una gran capa de piel de lobo. Llevaba una espada de empuñadura larga envainada a la espalda. Unas trenzas despeinadas de cabello oscuro se derramaban alrededor de su rostro. Wolfgart tenía tres años más que Sigmar, facciones atractivas y la piel enrojecida debido al calor, la abundante comida y el exceso de bebida.

—Porque me habías roto el brazo al año anterior con un martillo de fundición.

La mirada de Sigmar se posó en el codo de Wolfgart, donde cinco años antes la furia se había apoderado de él después de que el muchacho mayor lo venciera en un combate de prácticas y él golpeara con el arma al desprevenido Wolfgart. Aunque su amigo lo había perdonado hacía mucho, Sigmar no había olvidado nunca aquel acto indigno, ni había olvidado la lección de control que su padre le había enseñado tras el combate.

—Muy cierto —admitió Sigmar mientras le daba una palmada a su amigo en el hombro y lo hacía volverse de nuevo hacia la casa larga—. Nunca me has dejado olvidarlo.

—¡Exacto! —bramó Wolfgart, con las mejillas sonrosadas debido a la cerveza sazonada con lúpulo y mirto—. ¡Gané con todas las de la ley y me golpeaste por la espalda!

—Lo sé, lo sé —reconoció Sigmar, guiándolo de regreso hacia la puerta.

—De todas formas, ¿qué estás haciendo fuera? ¡Aún queda mucho que beber!

—Sólo quería un poco de aire fresco —contestó Sigmar—. ¿Y tú no has bebido ya lo suficiente?

—¿Aire fresco? —repitió Wolfgart, arrastrando las palabras e ignorando la última parte del comentario de Sigmar—. Ya tendremos mucho aire fresco por la mañana. Ésta es una noche para festejar, beber y alabar a Ulric. Trae mala suerte no ofrecer sacrificios a los dioses antes de la batalla.

—Ya lo sé, Wolfgart. Mi padre me lo enseñó.

—Entonces vuelve adentro —propuso Wolfgart—. Se estará preguntando dónde estás. Trae mala suerte mantenerte apartado de tus hermanos de armas en una Noche de Sangre.

—Para ti todo trae mala suerte —dijo Sigmar.

—Cierto. Fíjate en el mundo en el que vivimos —apuntó Wolfgart, apoyándose contra el costado de la casa larga para vomitar sobre la cantería enana.

Brillantes hilos de materia le colgaban del mentón y se los limpió con el dorso de la mano.

—Quiero decir que piensa en ello. Mire donde mire un hombre hay algo tratando de matarlo: pieles verdes procedentes de las montañas, las bestias en los bosques o las otras tribus: asoborneos, turingios o teutógenos. Plagas, hambre y brujería: absolutamente todo trae mala suerte. Demuestra que todo trae mala suerte, ¿no?

—¿Alguien ha vuelto a beber demasiado? —inquirió una voz divertida desde la entrada de la casa larga.

—¡Qué Ranald te seque la vara, Pendrag! —rugió Wolfgart, poniéndose en cuclillas y apoyando la frente contra la fresca piedra de la casa larga.

Sigmar apartó la mirada de Wolfgart y vio salir a dos guerreros del calor y la luz de la casa larga. Ambos eran de su edad e iban ataviados con lorigas de gran calidad y túnicas de color rojo oscuro. El más alto tenía el cabello del color del sol poniente y llevaba una gruesa capa de relucientes escamas verdes que reflejaban la luz de las estrellas con un brillo irisado. Su compañero envolvía con fuerza una larga capa de piel de lobo alrededor de su delgado cuerpo y mostraba una expresión preocupada en el rostro.

El guerrero alto con el pelo rojo fuego al que se había dirigido Wolfgart pasó por alto el insulto a su virilidad y comentó:

—¿Va a estar lo bastante bien para cabalgar mañana?

Sigmar asintió con la cabeza.

—Sí, Pendrag —respondió—, no es nada que una infusión de raíz de valeriana no pueda curar.

Pendrag parecía tener sus dudas, pero se encogió de hombros y se volvió hacia su compañero con la capa de piel de lobo.

—Aquí, Trinovantes, piensa que deberías entrar, Sigmar.

—¿Tienes miedo de que coja frío, amigo? —preguntó Sigmar.

—Asegura que ha visto un augurio —anunció Pendrag.

—¿Un augurio? —inquirió Sigmar—. ¿Qué clase de augurio?

—Uno malo —soltó Wolfgart—. ¿De qué otra clase hay? Ya nadie habla de buenos augurios.

—Lo hicieron sobre la llegada de Sigmar —repuso Trinovantes.

—Sí, y mira lo bien que fue —gimió Wolfgart—. Nace en medio de un derramamiento de sangre y su madre muere a manos de los orcos. Vaya mierda de buenos augurios.

Sigmar sintió una punzada de rabia y tristeza ante la mención de la muerte de su madre, pero nunca había llegado a conocerla y sólo sabía de ella lo que le había contado su padre. Wolfgart tenía razón. Fueran cuales fuesen los augurios que habían hablado de su nacimiento, no habían quedado en nada salvo en sangre y muerte.

Se inclinó, pasó un brazo por debajo de los hombros de Wolfgart y lo puso en pie. Sigmar soltó un gruñido, pues Wolfgart pesaba mucho y tenía las extremidades flojas. Trinovantes cogió el otro brazo de Wolfgart y entre los dos llevaron casi a rastras a su amigo ebrio hacia el calor de la casa larga.

Sigmar dirigió la mirada hacia Trinovantes. El joven tenía un rostro serio y envejecido antes de tiempo.

—Cuéntame —le pidió Sigmar—. ¿Qué augurio has visto?

Trinovantes negó con la cabeza.

—No fue nada, Sigmar.

—Vamos, díselo —insistió Pendrag—. No puedes ver un augurio y luego no contárselo.

—Muy bien —cedió Trinovantes, respirando hondo—. Vi posarse un cuervo en el tejado de la casa larga del rey esta mañana.

—¿Y? —preguntó Sigmar cuando Trinovantes permaneció en silencio.

—Y nada —contestó Trinovantes—. Eso fue todo. Un cuervo sólo es un augurio de pesar. ¿Te acuerdas de cuando uno se posó en casa de Beithar el año pasado? Murió en menos de una semana.

—Beithar tenía casi cuarenta años —apuntó Sigmar—. Era viejo.

—¿Ves? —se rió Pendrag—. ¿No te alegras de que te avisáramos, Sigmar? Debes quedarte en casa y dejarnos la batalla a nosotros. Está claro que es demasiado peligroso que te aventures a ir más allá de los confines de Reikdorf.

—Ríete si quieres —repuso Trinovantes—, ¡pero no digas que no te lo advertí cuando la flecha de un orco te atraviese el corazón!

—Un orco no podría ensartarme el corazón ni aunque me pusiera justo delante de él y le dejara dispararme con el arco —exclamó Pendrag—. De todas formas, si los dioses quieren que muera a manos de un orco, entonces será con su hacha enterrada en mi pecho y un círculo de sus amigos muertos a mi alrededor. ¡No acabará conmigo una puñetera flecha!

—¡Basta de hablar de muerte! —bramó Wolfgart, encontrando fuerzas renovadas y zafándose de los brazos de sus amigos que le servían de apoyo—. ¡Trae mala suerte hablar de muerte antes de una batalla! Necesito algo de beber.

Sigmar sonrió mientras Wolfgart se pasaba las manos por el rebelde cabello y escupía un reluciente salivazo en la tierra. Nadie podía pasar del sopor alcohólico a exigir más cerveza tan rápido como Wolfgart y, a pesar de la preocupación de Pendrag, Sigmar sabía que Wolfgart cabalgaría con la misma fuerza y habilidad de siempre por la mañana.

—¿Qué estamos haciendo todos aquí fuera? —preguntó Wolfgart—. Vamos, aún queda mucho por beber.

El aullido de los lobos hendió la noche antes de que ninguno de ellos pudiera responder, un coro que se elevaba desde las profundidades del bosque en sombras y portaba la alegría primitiva de tiempos antiguos y salvajes mientras resonaba a través de Reikdorf. Más aullidos se alzaron en respuesta, como si todas las manadas de lobos del interior del Gran Bosque se hubieran unido en un enorme aullido de desafío.

—¿Queréis un augurio, hermanos? —dijo Wolfgart—. Ahí está vuestro augurio. Ulric está con nosotros. Ahora, entremos. Ésta es nuestra Noche de Sangre después de todo, y aún nos queda sangre que ofrecerle.

* * *

Las chispas salieron volando del fuego como si se tratara de un millar de luciérnagas cuando alguien lanzó otro trozo de madera dentro del profundo hoyo que se hallaba en el centro de la gran casa larga de la tribu de los umberógenos. El calor que desprendía el fuego y los centenares de guerreros reunidos en el gran salón llenaban la casa larga, y las risas y los cantos ascendían hacia las gruesas vigas que se entrelazaban en lo alto formando complejos diseños.

Los enanos habían construido esta casa larga para el rey de los umberógenos en reconocimiento al valor de su hijo y al gran servicio que le había prestado a su rey, Kurgan Barbahierro, al rescatarlo de los orcos. Macizos muros de piedra que resistirían más allá de las vidas de muchos reyes rodeaban a los guerreros mientras éstos se reunían para ofrecerle alabanzas y sangre a Ulric y correrse una juerga en la que, para muchos, sería su última noche con vida en Reikdorf.

Sigmar se abrió paso por el salón abarrotado hacia el podio elevado situado en el otro extremo de la casa larga, donde su padre se sentaba en un trono de roble tallado con un hombre de pie a cada lado. A la derecha de su padre se encontraba Alfgeir, el mariscal del Reik y paladín del rey; mientras que a su izquierda estaba Eoforth, su leal consejero y más viejo amigo.

Las imágenes, sonidos y olores del gran salón inundaban todos los sentidos de Sigmar: sudor, cantos, sangre, carne, cerveza y humo. Tres enormes jabalíes giraban en asadores delante de una alta estatua de madera de Taal, el dios cazador, mientras su carne chisporroteaba y salpicaba grasa en el fuego. Aunque había comido lo suficiente para llenarse el vientre durante una semana, se le hizo la boca agua con el aroma de la carne asándose y sonrió cuando le pusieron una jarra de cerveza en la mano.

Wolfgart encontró más bebida de inmediato y comenzó a echar pulsos con los otros guerreros. Trinovantes cogió un plato de comida y un poco de agua y siguió mirando a Wolfgart con estudiada inquietud, mientras Pendrag buscaba al achaparrado y barbudo enano que estaba sentado en un rincón del salón y observaba el jolgorio sin ocultar su deleite.

El enano se llamaba Alaric y había bajado de las montañas con Kurgan Barbahierro a principios de primavera con el cargamento de piedra tallada para la nueva casa larga. Los enanos se marcharon cuando se completó el trabajo de construcción, pero Alaric se había quedado para enseñar a los herreros umberógenos secretos de forja que les habían proporcionado las mejores armas y armaduras de las tribus occidentales.

Sigmar dejó que sus amigos se divirtieran, pues sabía que cada persona debía enfrentarse a su Noche de Sangre a su manera. Sintió manos dándole palmadas en los hombros al pasar, y estruendosos guerreros le desearon suerte en el viaje a la batalla o se jactaron de todos los orcos que matarían en su nombre.

Él se unió a sus alardes, pero sintió una opresión en el corazón al preguntarse cuántos vivirían para ver otro día como hoy. Se trataba de guerreros duros y enérgicos, voraces como lobos, hombres que habían luchado bajo el estandarte de su padre durante años, pero que ahora cabalgarían bajo el suyo. Los miró a la cara al pasar, escuchando las palabras que le dirigían, pero no lo que significaban.

Conocía y apreciaba a estos guerreros como hombres, como maridos y como padres, y todos y cada uno de ellos se dirigirían a la batalla a sus órdenes.

Estar al frente de hombres como éstos suponía un honor, un honor que no sabía si merecía.

Sigmar dejó de lado estos melancólicos pensamientos mientras se apartaba de la multitud de guerreros con armadura y se situaba ante su padre. Arriba en su trono, el rey Björn de la tribu umberógenos se sentaba entre dos estatuas talladas de lobos gruñendo y resultaba tan intimidante como siempre, a pesar de su avanzada edad.

Una corona de bronce descansaba sobre su frente y llevaba el cabello del color del hierro sujeto en numerosas trenzas que le colgaban alrededor del rostro y el cuello. Ojos de pedernal que habían hecho frente con resolución a los muchos horrores del mundo miraban con afecto paternal a los guerreros reunidos ante él mientras alababan a Ulric para que éste les concediera coraje en las batallas que se avecinaban.

Aunque su padre no partiría a la batalla con ellos, llevaba puesta una cota de malla que le había fabricado Alaric. La calidad de la cota estaba fuera del alcance de la habilidad de cualquier herrero humano, pero al enano le había llevado menos de un día confeccionarla. Atravesada sobre el regazo del rey se encontraba su temible hacha, Segadora de alma. La luz del fuego teñía las dos hojas de rojo.

Mientras Sigmar se aproximaba al trono, Alfgeir lo saludó con un breve cabeceo; su armadura de bronce relucía con un tono dorado y su rostro adusto parecía esculpido en granito. Eoforth le hizo una reverencia a Sigmar y retrocedió un paso: su larga túnica resultaba extraña en un salón lleno de guerreros con armadura, pero su agudo intelecto lo convertía en uno de los consejeros de mayor confianza del rey. Sus consejos eran nobles y justos, y los umberógenos se habían beneficiado muchas veces de su previsión y sabiduría.

—Hijo mío —dijo Björn, haciéndole señas a Sigmar para que se situara a su lado—. ¿Pasa algo? Pareces preocupado.

—Estoy bien —le aseguró Sigmar, ocupando su puesto a la derecha de su padre—. Es sólo que estoy impaciente por que llegue el amanecer. Ansio pasar a cuchillo a Aplastahuesos y hacer retroceder a su ejército a las montañas.

—Maldito sea —añadió Björn—. Ese asqueroso caudillo piel verde ha sido el azote de nuestra gente durante años. Cuanto antes esté su cabeza montada sobre este trono, mejor.

Sigmar siguió la mirada de su padre, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre él mientras miraba los numerosos trofeos montados en la pared encima del trono. Orcos, bestias y viles monstruos con grandes colmillos, cuernos retorcidos y repugnante piel con escamas estaban clavados en pinchos de hierro, y la pared de atrás estaba manchada con la sangre de sus muertes.

Allí se encontraba la cabeza de Skarskan Yelmosangre, el orco que había amenazado con expulsar a los endalos de su tierra natal hasta que Björn acudió en ayuda del rey Marbad. También estaba la piel desollada de la enorme bestia sin nombre de las colinas Aullantes que había tenido atemorizados a los querusenos durante años, hasta que el rey de los umberógenos la rastreó hasta su espantosa guarida y le cortó la cabeza con un potente golpe de Segadora de almas.

Otra veintena de trofeos los rodeaba, cada uno acompañado de un relato de heroísmo que había hecho que Sigmar se emocionara de niño, en cuclillas a los pies de su padre, y había despertado intensas ansias heroicas en su pecho.

—¿Hay noticias de los jinetes que enviaste al sur? —preguntó su padre, y Sigmar dejó de lado la idea de intentar igualar las hazañas de su progenitor.

—Alguna —respondió Sigmar—, y nada bueno. Los orcos han bajado de las montañas en gran número, pero al parecer no retroceden. Normalmente llegan, asaltan y matan, y luego regresan a las tierras altas; pero el tal Aplastahuesos los mantiene unidos, y con cada matanza se congregan más en torno a su estandarte cada día.

—Entonces no hay tiempo que perder —dijo su padre—. Le harás un gran favor a la tierra mientras te ganas tu escudo. Llegar a la edad adulta no es una nimiedad, chico, y en cuanto a pruebas de valor, ésta es muy grande. Es normal que tengas miedo.

Sigmar se puso derecho ante la severa mirada de su padre y repuso:

—No tengo miedo, padre. He matado pieles verdes antes y no me asusta la muerte.

El rey Björn se inclinó hacia él y bajó la voz para que sólo Sigmar pudiera oírlo.

—No me refiero al miedo a la muerte. Ya sé que te has enfrentado a grandes peligros y has vivido para contarlo. Cualquier tonto puede blandir una espada; pero guiar hombres a la batalla, tener sus vidas en tus manos, situarte en posición de que tus compañeros guerreros y tu rey te juzguen... Está bien temer esas cosas.

»La serpiente del miedo te roe las entrañas, hijo mío. Lo sé porque la sentí retorcerse en mis tripas cuando Dregor Melenaroja, tu abuelo, me envió a ganarme mi escudo.

Sigmar miró a su padre a los ojos, los dos de un verde neblinoso, y vio auténtica comprensión en ellos y una empatia con lo que sentía. Saber que un rey guerrero tan poderoso como Björn de los umberógenos había sentido una vez lo mismo lo hizo sonreír de alivio.

—Siempre habéis sabido lo que estaba pensando —dijo Sigmar.

—Eres mi hijo —respondió Björn simplemente.

—Soy vuestro único hijo. ¿Y si fracaso?

—No lo harás, pues la sangre de tus antepasados es fuerte. Llegarás a realizar grandes cosas como cacique de los umberógenos cuando la hierba crezca sobre mi tumba. No hay que rechazar el temor, hijo mío. Si comprendes que su poder sobre un hombre proviene de su disposición a tomar el camino fácil, a huir y ocultarse, entonces lo derrotarás. Un auténtico héroe nunca huye cuando puede pelear, nunca opta por el camino fácil frente a lo que sabe que es lo correcto. Recuérdalo y no fracasarás.

Sigmar asintió con la cabeza ante las palabras de su padre, con la mirada clavada en los guerreros que llenaban la casa larga con cantos y estentóreas celebraciones.

Como si sintiera su escrutinio, Wolfgart se subió de un salto a una mesa de caballetes que crujía bajo el peso de las jarras de cerveza y sobre la que se amontonaban platos de carne y fruta. La mesa se combó peligrosamente bajo su peso mientras desenvainaba su poderosa espada y la alzaba con una mano. La hoja apuntaba recta y firme hacia el techo, lo que suponía una increíble proeza de fuerza ya que el peso del arma era enorme.

—¡Sigmar! ¡Sigmar! ¡Sigmar! —rugió Wolfgart, y todos los guerreros de la casa larga se unieron al cántico.

Los muros parecieron sacudirse con la fuerza de sus voces y Sigmar supo que no los defraudaría. Pendrag se reunió con Wolfgart sobre la mesa e incluso Trinovantes, que normalmente se mantenía tranquilo, se vio envuelto en el clima de aclamación que recorrió el salón.

—¿Lo ves? —dijo su padre—. Estos hombres serán tus herramientas de batalla por la mañana, y están preparados para luchar y morir a tus órdenes. Creen en ti, así que saca fuerzas de esa confianza y reconoce tu propia valía.

Mientras el cántico de su nombre seguía recorriendo el salón, Sigmar observó cómo Wolfgart bajaba su espada y se pasaba la hoja por la palma de la mano. La sangre manó del corte y Wolfgart se embadurnó las mejillas con ella.

—¡Ulric, dios de la batalla, en esta Noche de Sangre concédeme la fuerza para luchar en tu nombre! —gritó.

Todos los guerreros del salón siguieron el ejemplo de Wolfgart, se pasaron los filos por la piel y le ofrecieron sangre al severo e implacable dios de los lobos de invierno. Sigmar dio un paso al frente para honrar la sangre de sus guerreros, sacó el cuchillo de caza de hoja larga que llevaba al cinto y se hizo un corte en el antebrazo desnudo con la hoja.

Sus guerreros soltaron rugidos de aprobación golpeándose el pecho con los mangos de espadas y hachas. Mientras los vítores continuaban, la mesa sobre la que se encontraban Wolfgart y Pendrag se hundió al fin bajo el peso de los dos y los guerreros acabaron sepultados bajo maderos astillados y platos de carne de jabalí y empapados de cerveza. Sonoras carcajadas resonaron en las paredes y nuevas jarras de cerveza se vertieron sobre los guerreros caídos, que tomaron las manos extendidas de Trinovantes y se pusieron en pie con dificultad entre gritos de alborozo.

Sigmar se rió con sus guerreros mientras su padre decía:

—¿Con hombres tan incondicionales a tu lado, cómo puedes fracasar?

—Wolfgart es un sinvergüenza —respondió Sigmar—, pero lleva la fuerza de Ulric en la sangre, y Pendrag cuenta con el cerebro de un erudito dentro de ese grueso cráneo suyo.

—Estoy al tanto de las virtudes y defectos de los dos —añadió su padre—, al igual que tú debes conocer los corazones de aquellos que traten de aconsejarte. Rodéate de hombres honorables y aprende sus fortalezas y debilidades. Mantén sólo a aquellos que te hagan más fuerte y deshazte de los que te debiliten, ya que te arrastrarán con ellos. Cuando encuentres hombres buenos, hónralos, valóralos y aprécialos como a tus hermanos más queridos, pues permanecerán codo con codo contigo y escucharán el aullido del lobo en la batalla.

—Así lo haré —prometió Sigmar.

—Juntos, los hombres somos fuertes, pero divididos somos débiles. Mantén cerca a tus hermanos de armas y no os separéis nunca. Júramelo, Sigmar.

—Os lo juro, padre.

—Ahora ve a reunirte con ellos —le indicó éste—. Y regresa a mi lado cuando la batalla haya concluido, con tu escudo o sobre él.