15: Unión

QUINCE

Unión

El sendero serpenteaba a través de las montañas al este del río Stir, la tierra estaba llena de surcos y se notaba que era muy frecuentado por carretas, y carros de guerra, recordó Sigmar mientras dirigía la mirada hacia las onduladas laderas verdes que rodeaban la caravana y casi esperaba ver una hueste de guerreras asoborneas cayendo sobre ellos.

Alrededor de Reikdorf, los caminos eran de piedra, construidos por rocas planas colocadas en zanjas poco profundas y niveladas con arena y tierra apisonada. Antes de abandonar las tierras de los hombres para regresar a la fortaleza de su rey en las montañas, el maestro Alaric había ayudado a Pendrag a idear un modo de construir caminos que pudieran resistir a las lluvias y el invierno. A raíz de ello, las caravanas de comercio umberógenos viajaban más rápido y fácilmente que las de ningún otro territorio.

A Sigmar le habría encantado contar con algunos de esos caminos umberógenos ahora, pues los carros que Wolfgart y él habían traído de Reikdorf avanzaban despacio y había que sacarlos del barro succionador con regularidad.

Una tormenta de primavera había inundado la tierra una semana antes y los territorios orientales aún estaban anegados y cubiertos de barro. Ya habían invertido casi un mes en un viaje que debería haber llevado sólo una semana y a Sigmar se le estaba acabando la paciencia.

Tras él, un centenar de guerreros de Reikdorf, una mezcla de Lobos Blancos y Guardianes del Gran Salón, desfilaba en perfecta formación y otro centenar de jinetes rodeaba las cuatro carretas cargadas de armas y armaduras.

Perros de caza corrían entre los carros, y una hilera de seis caballos de pecho ancho y una docena de escoltas recorría la campiña más adelante, alertas ante cualquier peligro para los viajeros. Cuthwin y Svein avanzaban por delante de la procesión de guerreros y carretas y Sigmar confiaba más en ellos que en ninguna otra precaución para mantenerlos a salvo.

Alfgeir y Pendrag se habían quedado a regañadientes en Reikdorf para proteger las tierras del rey mientras él estaba lejos, en esta misión para convencer a las tribus que se sumaran a su estandarte. La columna de guerreros acababa de dejar las tierras de los taleutenos, donde Sigmar había renovado sus juramentos con el rey Krugar con cuatro carretadas de armas y armaduras, algunas de las cuales estaban elaboradas con hierro de primera calidad forjado por los enanos y no tenían precio.

Ahora Sigmar viajaba al sur, hacia la tierra de los asoborneos, para fortalecer más los vínculos con la feroz reina guerrera Freya. Los asoborneos y los taleutenos eran aliados y habían hecho Juramentos de Espada, pero no existía tal vínculo entre los asoborneos y los umberógenos.

Con estos regalos, Sigmar esperaba cambiar eso.

Wolfgart cabalgaba al lado de Sigmar, con su capa a cuadros y su armadura de bronce sucia y embarrada.

—Nunca encontraremos sus poblados, ¿sabes? —dijo Wolfgart—. Ni siquiera con Svein por delante.

—Los encontraremos —aseguró Sigmar—. O, más bien, las cazadoras asoborneas nos encontrarán.

Wolfgart echó una mirada nerviosa a las montañas que los rodeaban y los delgados cadáveres de los árboles que coronaban sus cimas.

—No me gustan estas tierras —se quejó Wolfgart—. Demasiado abiertas. No hay suficientes árboles.

—Sin embargo, es una buena tierra de labranza —añadió Sigmar—, y las montañas son ricas en mineral de oro.

—Ya lo sé, pero prefiero las tierras umberógenos. Esto está demasiado cerca de las montañas orientales para mi gusto. Montones de orcos se desplazan por allí y trae mala suerte andar buscando camorra.

—¿Eso es lo que crees que estamos haciendo? ¿Buscar camorra?

—¿No es así? —replicó Wolfgart cambiando el peso de la gran espada que llevaba a la espalda mientras el agua goteaba del pomo—. ¿Cómo llamarías tú a adentrarse en tierras asoborneas sin permiso? Oh, suena maravilloso, no te lo discuto, una tierra llena de guerreras pechugonas, pero he oído hablar de los eunucos en que son convertidos los intrusos. Yo pienso conservar mi virilidad y tener muchos hijos.

—¿No eras tú el que opinaba que sería divertido pasar la noche con una mujer asobornea? Creo recordar que te hizo mucha gracia cuando la reina Freya me... agarró.

Wolfgart soltó una carcajada.

—Sí, eso fue para morirse de risa. ¡Vaya expresión la de tu cara!

—Es una mujer fuerte, desde luego —comentó Sigmar, estremeciéndose al recodar la fuerza con que lo cogió.

—Razón de más para no haber venido, ¿no?

Sigmar negó con la cabeza e hizo un gesto con la mano hacia los carros.

—No. Si vamos a ser aliados de los asoborneos, necesitan ver que vamos en serio.

—Bueno, desde luego estamos obsequiándoles suficientes armas para eso —dijo Wolfgart, sacudiendo la cabeza con amargura—. Y los caballos son mis mejores sementales y las yeguas más fuertes.

—No es un tributo, Wolfgart —repuso Sigmar—. Pensaba que lo entendías.

—No me parece bien. Con lo que acabamos de regalar a los taleutenos, es más de lo que podemos permitirnos dar. Nuestros propios guerreros podrían hacer uso de estas armas y deberían llevar estas armaduras. Además, ¿de verdad queremos que los asoborneos críen caballos más fuertes y rápidos?

Sigmar contuvo la furiosa respuesta que estaba a punto de dar. Incluso después de todos estos años, Wolfgart aún no lograba captar el concepto de todas las tribus de los hombres trabajando juntas. Las rivalidades tribales aún eran fuertes y Sigmar sabía que pasarían muchos años antes de que la raza de los hombres pudiera romper de verdad sus cerradas asociaciones geográficas para unirse como una sola.

Sin darle una respuesta a Wolfgart, Sigmar cabalgó hasta la vanguardia de la columna dejando atrás a sus guerreros y los carros para reunirse con los escoltas. Estos guerreros, que llevaban una coraza ligera compuesta de petos de cuero curado y yelmos de madera forrados de piel, eran expertos jinetes y portaban arcos cortos y curvos.

La orografía de estas tierras era peligrosa, ya que una fuerza ofensiva de centenares podía estar oculta en las hondonadas y el terreno estéril sin que ellos lo supieran. Por delante, el sendero se curvaba alrededor de una cascada situada en la ladera y había numerosos arbustos y rocas desperdigados alrededor del borde del camino.

Era terreno abierto, el cielo parecía más amplio y colgaba sobre ellos en forma de densas nubes grises. La lluvia se acercaba desde las montañas, y mientras Sigmar miraba hacia la extensa barrera de roca oscura que se alzaba en el extremo del mundo, lo recorrió un estremecimiento premonitorio.

Wolfgart tenía razón, no era bueno acercarse tanto a los límites de la tierra, pues criaturas terribles acechaban en las montañas, tribus enteras de guerreros piel verde que simplemente aguardaban el ascenso de un caudillo que los guiara hacia las tierras de los hombres.

Razón de más para hacerse aliados de las tribus orientales.

Se sabía muy poco de los asoborneos, salvo que su sociedad era ferozmente matriarcal y que la reina Freya reinaba sobre ellos con apasionada bravura. De las tribus que vivían más al este y al sur —los brigundianos, los menogodos y los merógenos— se sabía aún menos.

Este viaje hacia tierra asobornea era peligroso pero necesario. Nada despertaba tanto miedo en la gente como lo desconocido y, a pesar del peligro, Sigmar necesitaría llegar a conocer a aquellas otras tribus si su sueño de un imperio iba a hacerse realidad.

Satisfecho de que los escoltas y los exploradores estuvieran tan alertas como deberían, Sigmar detuvo su caballo para dar tiempo al resto de la caravana a que lo alcanzara mientras la lluvia que había estado amenazando comenzaba a caer.

No bien Wolfgart y la caravana llegaron hasta él, un gran grito de batalla surgió de cientos de gargantas mientras el mismísimo suelo parecía cobrar vida.

Guerreros desnudos y semidesnudos salieron de sus escondites, ataviados con capas cubiertas de helechos y matorrales que los habían ocultado en medio de la maleza y las rocas.

—¡A las armas! —gritó Sigmar a la vez que oía el estruendo de ruedas de carros procedente del otro lado de la curva por delante del camino.

Sacó a Ghal-maraz del cinto mientras sus guerreros chapoteaban por el barro para formar filas en el camino delante de la caravana.

Empujaron las lanzas hacia delante y los arqueros tomaron posición para disparar sus flechas por encima de las cabezas de los lanceros. Sigmar espoleó a su corcel a lo largo de la hilera de guerreros umberógenos esperando que quienes les habían tendido la emboscada disparasen una mortífera lluvia de flechas en cualquier momento. Los guerreros umberógenos tensaron las cuerdas de sus arcos, pero los guerreros asoborneos no efectuaron ningún movimiento para atacar y Sigmar comprendió que disparar sería una locura mayúscula.

Esto era una emboscada, aunque estaba diseñada para acabar con ellos.

—¡Esperad! —gritó—. Aflojad los arcos. ¡Que nadie dispare!

Su orden provocó confusión, pero Sigmar la repitió una y otra vez. La lluvia hacía que todo pareciera gris y borroso, pero Sigmar podía ver que las extrañas figuras que los rodeaban eran mujeres, desnudas a excepción de unos taparrabos, torques de hierro y protecciones de bronce en las muñecas. Todas blandían dos espadas, iban pintadas con feroces tatuajes de guerra y llevaban las cabezas rematadas con una mezcla de escarapelas salvajes y cueros cabelludos rapados.

Todas y cada una de ellas permanecían completamente inmóviles, su quietud resultaba más inquietante de lo que lo hubiera sido ningún grito de guerra. Sigmar calculó que los rodeaban al menos trescientas guerreras y casi no podía creer que hubiera caído en medio de semejante emboscada. ¿Qué les había ocurrido a Cuthwin y Svein?

Wolfgart cabalgaba a su lado sosteniendo su enorme espada ante él con una expresión acusadora.

—¡Te dije que esta tierra era peligrosa!

Sigmar negó con la cabeza.

—Si quisieran matarnos, ya estaríamos muertos.

—Entonces ¿qué quieren?

—Creo que estamos a punto de averiguarlo —contestó Sigmar mientras una veintena de carros aparecía en la ladera y se dirigía hacia ellos. El estandarte tripartito de la reina Freya ondeaba al viento en los mástiles.

* * *

Sigmar parpadeó cuando le quitaron la venda y se encontró en una gran cueva con paredes de tierra iluminada por cientos de faroles y un gran hoyo para el fuego. Notaba un fuerte olor a tierra mojada y tela húmeda en los orificios nasales y se pasó las manos por la cara y el cabello.

Wolfgart se encontraba a su lado, igualmente sobresaltado por el cambio de entorno.

La lluvia había amainado mientras las conductoras de los carros rodeaban su caravana y, aunque no hicieron ningún movimiento abiertamente agresivo, la tensión era palpable. Una mujer alta y de hombros anchos, desnuda salvo por la larga capa y los tatuajes, había saltado al suelo del carro de cabeza y se había plantado con actitud desafiante ante ellos.

Cuthwin y Svein estaban atados en un carro y Sigmar pudo notar la profunda vergüenza que sentían en su negativa a mirarlo a los ojos.

—¿Eres al que los umberógenos llaman rey? —preguntó la mujer.

—Sí —afirmó Sigmar—, y éste es mi hermano de armas, Wolfgart.

La mujer los saludó con una seca inclinación.

—Yo soy Maedbh de los asoborneos —proclamó—. La reina Freya te ha declarado amigo de su tribu. Vendréis con nosotras al poblado de las Tres Colinas.

—¿Y si no queremos ir? —soltó Wolfgart antes de que Sigmar pudiera responder.

—Entonces dejaréis nuestras tierras, umberógeno —contestó Maedbh—. O moriréis aquí.

—Iremos contigo —intervino Sigmar rápidamente—. Pues estoy deseando ver a la reina Freya. Traigo regalos de mi tierra de los que me gustaría hacerle entrega.

—¿La deseas? —preguntó Maedbh, haciéndole señas a un par de sus guerreras para que se adelantaran—. Eso está bien, será menos doloroso de ese modo.

—¿Doloroso? ¿El qué? —inquirió Sigmar mientras las asoborneas pintadas desenrollaban vendas de tela que llevaban en las muñecas e intentaban vendarles los ojos.

Wolfgart bajó su espada para apuntar al pecho de la mujer asobornea.

—¿Para qué es esto? No nos dejaréis ciegos.

—Las sendas secretas hasta los salones de las reinas asoborneas no son para los ojos de los hombres —explicó Maedbh—. O viajáis a ciegas o regresáis.

—¿Vais a vendarnos lo ojos a todos? —gruñó Wolfgart.

—No, sólo a vosotros y a los que traen vuestros regalos. El resto de vuestros guerreros se quedará aquí.

—Espera un momento... —comenzó Wolfgart antes de que Sigmar lo hiciera callar con un gesto.

—Muy bien —accedió Sigmar—. Aceptamos tus condiciones. ¿Tengo tu palabra de que mis guerreros no sufrirán ningún daño?

—Si se quedan aquí y no intentan seguirnos, no les sucederá nada malo.

Wolfgart se volvió hacia Sigmar y dijo entre dientes:

—¿Vas a dejar que estas malditas mujeres nos venden los ojos y nos lleven a sabe Ulric dónde? ¿Sin ningún guerrero? ¡Se comerán nuestras pelotas para desayunar, hombre!

—Es la única forma, Wolfgart —repuso Sigmar—. Vinimos aquí para ver a Freya, después de todo.

Wolfgart escupió en el suelo.

—Si regreso y no puedo proporcionarle un nieto a mi padre, tú serás el que se lo explique.

Les habían atado las vendas con fuerza y, entre las protestas de sus hombres, las guerreras asoborneas se habían llevado a Sigmar y a Wolfgart.

—¡No intentéis seguirnos! Quedaos aquí hasta que regresemos —les había gritado Sigmar por encima del hombro a Cuthwin y Svein como orden de despedida.

* * *

Los habían conducido hacia el bosque, Sigmar se había dado cuenta de eso, pero a partir de ahí no lograba entender el recorrido, pues pasaba sobre colinas y atravesaba valles abrigados y espesa maleza. Aunque Sigmar trató de memorizar la ruta que seguían, pronto se desorientó por completo y perdió cualquier noción de lo lejos que habían viajado.

Por fin oyó sonidos de gente y pudo percibir los aromas de un poblado. Incluso entonces, ése no fue el final de su viaje, pues pasaron por un lugar largo y con ecos y olores a humedad y a tierra. Sigmar sintió el calor y el humo de un fuego y tuvo la sensación de un gran espacio por encima de él.

Les quitaron las vendas y Sigmar se encontró en el interior del salón de la reina asobornea. No se parecía a nada que hubiera visto antes, las paredes se curvaban hacia arriba como si se encontraran en un gigantesco túmulo subterráneo. Serpenteantes raíces de árboles se entrelazaban en el techo por encima de su cabeza y un agujero bordeado de madera lo coronaba para permitir que el humo se disipara.

Cientos de guerreros de ambos sexos llenaban el salón, vestidos con calzas a rayas y largas capas. La mayoría llevaba el pecho desnudo, con torques de bronce en los brazos y tatuajes en forma de espiral que les cubrían pechos y cuellos. Sigmar se fijó en que todos estaban armados con espadas con hojas de bronce.

—Que Ulric nos ampare —susurró Wolfgart al ver a la feroz reina presidiendo la reunión en su trono elevado.

La reina Freya era una mujer que llamaba la atención en el mejor de los casos, pero aquí, en sus propios dominios, resultaba extraordinaria. Estaba recostada sobre una elegante forma de raíces de árbol forradas de piel, manos humanas habían modelado la madera cuidadosamente a lo largo de cientos de años para crear el trono de las reinas asoborneas.

Su piel estaba desnuda, salvo por un torque dorado alrededor del cuello, un faldellín de cuero con una abertura y una capa de reluciente malla de bronce. Una cascada de cabello como cobre encendido caía de su cabeza y una corona de oro con un brillante rubí incrustado lo mantenía apartado de su rostro.

Freya bajó las piernas del trono y se puso en pie frente a ellos alzando una lanza con tridente que le pasó la guerrera Maedbh, que se encontraba a su lado. Los músculos de sus brazos enjutos y potentes se tensaron y Sigmar no puso en duda la fuerza de los mismos.

—Sabía que pronto vendrías a mí —dijo Freya mientras descendía de su trono elevado y Sigmar no pudo dejar de admirar su figura redondeada y femenina.

La capa de malla le cubría los pechos parcialmente, pero lo que había debajo quedaba al descubierto de manera seductora con cada balanceo de sus caderas y hombros mientras se acercaba.

—Es un honor encontrarme en tus salones, reina Freya —declaró Sigmar con una breve reverencia.

—Vienes de tierras Taleutenas —expuso Freya—. ¿Por qué entras ahora en mis dominios?

Sigmar tragó saliva antes de responder:

—He venido con regalos para ti, reina Freya —dijo.

—Armaduras de hierro y espadas forjadas por los enanos —añadió Freya, inclinando la cabeza hacia un lado—. Las he visto y me complacen. ¿Los caballos también son míos?

Sigmar asintió con la cabeza.

—Así es. Wolfgart es un criador de caballos de bastante talento y estos corceles son más rápidos y fuertes que ningún otro del mundo. Estos animales se cuentan entre sus mejores sementales y te proporcionarán muchos potros fuertes.

Freya se situó a la misma altura que Sigmar y éste sintió que el pulso se le aceleraba al notar el aroma de los aceites que la reina se había aplicado en la piel y el cabello. La reina de los asoborneos era alta y sus ojos, de un esmeralda intenso y penetrante, contemplaban a Sigmar con un brillo predador.

—Sus mejores sementales —repitió Freya con una sonrisa.

—Sí —asintió Wolfgart—. No encontraréis otros mejores en la tierra.

—Eso ya lo veremos —dijo Freya.

* * *

El sol se estaba acercando al mediodía cuando Sigmar salió del Gran Salón de la reina Freya, cansado y contento de sentir el aliento del viento en el rostro. Tenía las extremidades arañadas y cansadas y se sentía tan débil como cuando había despertado después de las Bóvedas Grises.

Una luz dorada lo bañó y volvió la cara hacia el sol, disfrutando del azul del cielo ahora que la tormenta había acabado. Una gran colina se alzaba a su espalda, perfectamente redonda y coronada con árboles de corteza roja que contaban con flores de olor dulce. Los salones de la reina se encontraban enterrados debajo y la entrada permanecía oculta a menos que se llevara a cabo una búsqueda minuciosa.

Aunque acababa de salir del salón, Sigmar descubrió que a duras penas podría decir cómo acceder al interior. Al mirar a su alrededor vio a risueños asoborneos ocupándose de sus quehaceres diarios y, aquí y allá, descubrió volutas de humo procedentes de casas subterráneas o tal vez una forja.

La gente del este tenía extremidades largas y piel clara, el cabello rubio o cobrizo y los cuerpos muy tatuados. Aunque había una mezcla de sexos moviéndose por el poblado oculto con astucia, Sigmar observó que eran en su mayoría las mujeres quienes portaban armas y caminaban con el aire seguro de sí mismo del guerrero.

Un fiero orgullo ardía en los corazones de los asoborneos y eso era atarse a un potro enloquecido, pero el pacto estaba sellado y Freya y él habían intercambiado Juramentos de Espada tras numerosos combates de frenéticas relaciones sexuales.

Notaba la espalda como si lo hubieran azotado y su pecho llevaba la marca de los dientes afilados de Freya de la clavícula a la pelvis. Las calzas le rozaron contra la ingle cuando se las puso al bajar de la cama de la reina asobornea.

Sigmar caminó entre la gente de Freya y divisó las laderas empinadas y cubiertas de espesos bosques de las otras dos colinas que daban nombre al poblado asoborneo. Vio viviendas construidas encima de los árboles y entre las raíces enredadas de sus troncos. Habían hecho un molino en el tronco de roble alto, las aspas daban vueltas despacio y hacían girar una muela que Sigmar sospechaba que debía encontrarse bajo el molino.

Un agitado arroyo serpenteaba por el asentamiento. Sigmar se arrodilló a su lado, metió la cabeza en las veloces aguas y dejó que el repentino frío se llevase su cansancio y el sabor de las pociones que Freya le había hecho consumir asegurando que prolongarían el acto sexual.

Sigmar se sentó sobre las piernas y echó la cabeza hacia atrás dejando que el agua le bajara por el pecho y la espalda. Parpadeó para apartar las últimas gotas de su rostro y se pasó las manos por el cabello para formar una larga coleta y sujetarla con una cuerda de cuero.

—Así que pudiste, ¿eh? —preguntó una voz divertida a su espalda.

—¿Pude qué, Wolfgart? —inquirió Sigmar, poniéndose en pie y volviéndose hacia su hermano de armas.

A diferencia de él, Wolfgart parecía fresco y descansado, sus ojos estaban llenos de traviesa diversión.

—¿Pudiste vencer a Freya en una pelea? Seguro que recuerdas el consejo de tu padre acerca de sólo llevarte a la cama a mozas a las que pudieras vencer en una pelea, ¿no?

Sigmar se encogió de hombros.

—Quizá. No lo sé. No creo que Freya vea mucha diferencia entre aparearse y pelear. Yo desde luego me siento como si hubiera estado en una batalla.

—Y también lo parece, hermano —contestó Wolfgart, dándole la vuelta y revisándole la piel de la espalda—. ¡Por todos los dioses! ¡Parece que te hubiera atacado un oso!

—Ya basta —dijo Sigmar, apartándose de Wolfgart—. Ni una palabra de esto cuando regresemos. Lo digo en serio.

—Por supuesto que no —sonrió Wolfgart—. Mis labios están sellados más fuerte que las piernas de una virgen en una Noche de Sangre.

—Eso no es muy fuerte que digamos —señaló Sigmar.

—Bueno —continuó Wolfgart, disfrutando de la incomodidad de Sigmar e ignorando su mirada hostil—, ¿somos aliados de los asoborneos? ¿Aceptaron nuestros regalos?

—Sí, así es —contestó Sigmar—. Los regalos agradaron a la reina, al igual que tus caballos.

—¡Faltaría más, maldita sea! —exclamó Wolfgart—. Le di a Corazón de Fuego y Crin Negra, los mejores sementales de mi manada. Podrías amarrarles un quintal de armadura y aun así dejarían atrás a los ponis que los asoborneos utilizan para tirar de sus carros. Dales unos cuantos años y tendrán caballos de guerra dignos de tal nombre.

—Freya lo sabe y por eso me ofreció su Juramento de Espada.

Wolfgart le dio una palmada a Sigmar en la espalda y soltó una carcajada cuando éste se estremeció de dolor.

—Vamos, hermano, los dos sabemos la verdadera razón por la que te ofreció su juramento.

—¿Y cuál es?

—Cuando la savia de un umberógeno se levanta, no hay mujer en el mundo que pueda decir que no.

* * *

Sigmar y Wolfgart fueron devueltos a sus guerreros más tarde ese mismo día, aunque como aliados por juramento de los asoborneos, esta vez no les vendaron los ojos. Una gran ovación se alzó mientras guiaban a sus caballos sobre la cresta ante los umberógenos reunidos y Sigmar le lanzó una mirada fulminante a Wolfgart, que fingió un aire de suprema despreocupación.

A Sigmar le alegró comprobar que los asoborneos habían cumplido su palabra y ninguno de sus guerreros había sufrido daño, aunque era evidente que los tranquilizaba que les devolvieran a su rey.

Una vez más, su guía había sido la guerrera Maedbh, que iba a su lado en un carro de madera negra lacada y bordes de bronce. Un par de resistentes ponis de las llanuras tiraba del carro y habían colocado relucientes hojas de guadaña en las ruedas. Al recordar la oleada de temor que había recorrido a sus hombres al ver los carros de guerra, Sigmar supo que, cuando tirasen de ellos fuertes caballos umberógenos, serían casi imparables en batalla.

Maedbh detuvo su carro y se bajó de la plataforma de combate para acercarse a grandes zancadas a Sigmar y a Wolfgart. Compartía la tempestuosa belleza de su reina y Sigmar ocultó su diversión al adivinar la razón de que se acercara.

—Dejas nuestras tierras siendo un amigo, rey Sigmar—dijo Maedbh.

—Ahora somos un solo pueblo —contestó Sigmar—. Si vuestras tierras se ven amenazadas, nuestras espadas os ayudarán cuando lo pidáis.

—La reina Freya dijo que eras un hombre de aguante. ¿Todos los hombres umberógenos son como tú?

—Todos los hombres umberógenos son fuertes —confirmó Sigmar.

Maedbh asintió con la cabeza y pasó a su lado para situarse ante Wolfgart. Antes de que su hermano de armas pudiera decir nada, Maedbh le puso una mano en la nuca a Wolfgart, la otra entre las piernas y lo acercó para darle un beso largo y apasionado.

Otra enorme ovación estalló entre los guerreros umberógenos y Sigmar se rió mientras Wolfgart forcejeaba en manos de la temible guerrera. Por fin lo soltó y volvió a subirse a su carro de guerra.

—Regresa a mí en verano, Wolfgart de los umberógenos —gritó Maedbh mientras hacía girar su carro—. ¡Regresa y uniremos nuestras manos y haremos niños fuertes juntos!

El carro desapareció rápidamente alrededor de la curva del camino y Sigmar rodeó con el brazo a su hermano de armas, que se había quedado estupefacto ante lo ocurrido.

—Parece que yo no soy el único que ha causado impresión —comentó Sigmar.

* * *

Cormac Hacha Roja se encontraba en la orilla de un mar gris como el hierro y contemplaba las ruinas en que se había convertido su gente. La furia le hizo rechinar los dientes mientras la rabia berserker amenazaba con apoderarse de él una vez más, pero aplastó salvajemente su creciente ira. Sigmar de los umberógenos y sus guerreros prácticamente los habían exterminado, expulsándolos de su tierra natal hasta este desolado lugar al otro lado del mar.

Las orillas meridionales de la tierra maldita eran un lugar inhóspito y azotado por la nieve, un viento parecido al aliento del demonio del hielo más poderoso aullaba a través de la hilera de poblados provisionales que salpicaban la costa.

No había nada permanente en los poblados, pues los habían construido con los restos de los buqueslobo, un fin innoble para las imponentes naves que habían llevado a los Lobos de Mar de los norses a la batalla durante años.

Aquellas mismas embarcaciones los habían traído aquí desde las tierras de los reyes del sur, pero quedaban pocos hombres que conocieran las habilidades del carpintero y el albañil. Cobertizos y cuevas llenos de corrientes de aire servían ahora de refugio a los lastimosos restos de lo único que quedaba del orgulloso pueblo norse, en cuyas tierras habían morado antaño en enormes salones.

Cormac estaba al lado de Kar Odacen, el místico de hombros encorvados que había aconsejado a su padre, el rey asesinado de los norses, acerca de la voluntad de los dioses. Cormac despreciaba a aquel hombre y había querido matarlo por el desastre que se le había echado encima a su gente, pero sabía que no se debía hacer enfadar a los dioses y le había permitido vivir a su pesar.

Kar Odacen había aconsejado a los reyes guerreros del norte desde que Cormac tenía memoria, y los ancianos contaban entre susurros que éste era el mismo hombre que había estado a la derecha de su gran abuelo.

Desde luego, parecía lo bastante anciano, tenía la cabeza afeitada y la piel arrugada como el cuero viejo. El cuerpo del hombre era esquelético y sus facciones aguileñas como las de un cuervo. Cormac se estremeció a pesar de las gruesas calzas de lana y la pesada capa de piel de oso con la que se envolvía con fuerza. Aunque la oscura túnica de Kar Odacen era fina y harapienta, no parecía sentir el frío penetrante del viento.

—Decidme otra vez por qué estamos aquí, viejo —soltó Cormac—. Haréis que acabemos los dos muertos por la fiebre si esperamos mucho más.

—Tened un poco de paciencia, mi joven rey —contestó Kar Odacen—, y un poco de fe.

—Tengo muy poco de ambas —repuso Cormac bruscamente mientras una gélida ráfaga de viento lo atravesaba como miles de cuchillos helados—. Si esto es una pérdida de tiempo, os separaré la cabeza de los hombros.

—Ahorraos vuestras vanas amenazas —replicó Kar Odacen—. He visto mi muerte un millar de veces y no es por vuestra hacha.

Cormac se tragó la rabia con dificultad y dirigió la mirada hacia el mar una vez más. Lejos al sur, a través de los bancos de niebla y al otro lado de las aguas oscuras del océano, se encontraban las tierras cálidas y fértiles que otrora habían sido suyas.

Tierras que un día volverían a ser suyas.

Cormac aún podía notar el sabor de la ceniza en la boca procedente de los barcos y hombres ardiendo mientras las extrañas máquinas de guerra de Sigmar arrojaban bolas de muerte llameante desde los acantilados. Miles habían muerto mientras sus naves se quemaban bajo sus pies y miles más cuando se hundieron hasta el fondo del mar.

Sigmar y sus reyes aliados pagarían un día por estas muertes, y Cormac juró que él y todos los que vinieran después de él navegarían una vez más por el océano y llevarían los cantos de guerra hacia el sur.

No obstante, Cormac sabía que estos eran sueños para otro día y siguió acumulando las llamas de la rabia en su corazón. La noche anterior alrededor del fuego, Kar Odacen le había prometido que los días de sangre volverían a comenzar pronto y que debía acompañarlo a esta costa desierta al amanecer.

Cormac no podía ver nada que los llevara a creer que este viaje era algo más que una pérdida de tiempo y estaba a punto de dar media vuelta y emprender el regreso al poblado cuando Kar Odacen habló una vez más.

—Llega uno que será más poderoso que todos nosotros, incluso vos.

—¿Quién?

—Mirad allá —contestó Kar Odacen, señalando con un dedo huesudo hacia el mar.

Cormac se protegió los ojos del resplandor del cielo pálido y vio un pequeño bote que se bamboleaba impotente entre el fuerte oleaje. La marea lo arrastraba hacia la orilla y el viento soplaba en vano a través de una vela rota que se sacudía. Una embarcación como ésa no estaba hecha para cruzar semejante extensión de océano y a Cormac le asombró que hubiera sobrevivido.

—¿De dónde viene? —quiso saber.

—Del sur —respondió Kar Odacen.

El bote continuó aproximándose a la orilla y, cuando se inclinó hacia delante sobre la cresta de una ola, Cormac vio que había un hombre tumbado en el fondo.

—Traedlo —ordenó Kar Odacen cuando el bote se hubo acercado lo suficiente para alcanzarlo.

Cormac le lanzó una mirada hostil al místico, pero de todas formas se adentró caminando en el mar. El frío lo golpeó como un puñetazo, las piernas se le entumecieron en cuestión de segundos. Se adentró más arriba de la cintura, sintiendo cómo el frío comenzaba a minar sus fuerzas con cada momento que pasaba.

El bote se acercó, Cormac agarró los maderos combados de la borda, se dio la vuelta rápidamente y se dirigió de nuevo hacia la orilla. Oyó gemir al hombre que se encontraba dentro de la embarcación.

—Seas quien seas, será mejor que valgas todo esto —dijo con los dientes apretados.

Cormac llegó como pudo a la orilla y arrastró el bote sobre las arenas grises con dificultad. El frío amenazaba con apoderarse de él, pero vio que Kar Odacen había preparado una hoguera en la playa.

¿Había estado en el agua tanto tiempo?

Kar Odacen se acercó a la embarcación, con el rostro retorcido con grotesco interés, y Cormac se volvió hacia el hombre del bote cuando éste se puso boca arriba y abrió los ojos.

El cabello negro azabache se derramaba sobre sus hombros y tenía el rostro demacrado. Aunque estaba sin afeitar y desnutrido, el hombre era asombrosamente apuesto. Había una espada envainada en el fondo del bote y, mientras el hombre se incorporaba, cogió el arma.

Cormac se estiró y le arrancó la vaina de las débiles manos. Sacó la espada de la funda y sostuvo el arma apuntada hacia la garganta del hombre.

—Ten cuidado —le advirtió Cormac—. Es una mala muerte que te maten con tu propia espada.

Mientras sostenía la espada ante él, Cormac admiró la reluciente hoja de hierro; su equilibrio era perfecto y el peso se ajustaba a su alcance y fuerza. Se trataba de un arma realmente magnífica y sintió un repentino impulso de bajar la espada.

—¿Quién eres? —exigió saber.

El hombre se pasó la lengua por los labios e intentó hablar, pero tenía la boca reseca debido a los innumerables días en el mar y su voz fue un graznido inaudible. Kar Odacen le pasó un odre de agua y el hombre bebió con ansia, engullendo a grandes tragos.

Al fin, el hombre bajó el odre.

—Me llamo Gerreon —susurró.

Kar Odacen negó con la cabeza.

—No. Ése era el nombre de tu vida pasada. Ahora tendrás otro nombre, un nombre que los dioses del norte te pusieron en eras pasadas.

—Decídmelo... —rogó Gerreon.

—Te llamarás Azazel.