2: El puente de Astofen

DOS

El puente de Astofen

El retumbar de los tambores de guerra hendía el aire con el estridente ritmo de la horda orca mientras lanzaban sus cuerpos contra los muros de troncos de Astofen. Un hervidero verde de cuerpos con armaduras rodeaba el asentamiento junto al río, el hedor de su carne sucia y la primitiva ferocidad de sus gritos de batalla llenaban el aire con una aterradora sensación de inminente fatalidad.

—No pueden aguantar mucho más —dijo Wolfgart, tendido boca abajo junto a Sigmar entre la larga hierba de la colina poco empinada, a una legua al este de la ciudad sitiada—. La puerta ya se está combando.

Sigmar asintió con la cabeza.

—Tenemos que esperar a Trinovantes —contestó.

—Si esperamos mucho más, no habrá ciudad que salvar —repuso Pendrag, prácticamente invisible, envuelto en su capa de escamas verdes.

—Si atacamos antes de que él esté en posición, estamos perdidos —explicó Sigmar—. Los orcos son demasiados para que luchemos de frente.

—No existe eso de demasiados orcos —gruñó Wolfgart, apretando los puños con furia—. Hemos cabalgado durante días sin indicios de los pieles verdes y ahora están aquí, ante nosotros. ¡Yo digo que hagamos sonar los cuernos de guerra y que se salve quien pueda!

—No —le replicó Sigmar—. Enfrentarse a una hueste así en igualdad de condiciones es un suicidio, y no pienso regresar a Reikdorf sobre mi escudo.

A pesar de las palabras que le acababa de dirigir a Wolfgart, Sigmar anhelaba cabalgar con su estandarte desplegado, el viento en el cabello y el sonido de los cuernos de guerra en los oídos, pero sabía que debía refrenar sus ansias de matar pieles verdes por ahora.

Ocultos tras la cresta de las colinas orientales, los jinetes umberógenos contaban con el factor sorpresa, pues la atención de los orcos estaba firmemente centrada en el asentamiento asediado que tenían delante; pero la sorpresa no bastaría para derrotar a esta horda, ya que sin duda un millar o más de pieles verdes rodeaban la ciudad.

Astofen estaba situada entre una serie de colinas bajas y rocosas en las riberas del veloz río de las llanuras que fluía desde las imponentes cumbres de las montañas Grises hacia el sur. A los jóvenes criados en los bosques los había impresionado descubrir un paisaje tan abierto cuando habían dejado atrás los árboles sólo un día antes, y Sigmar no se había imaginado que la tierra en la que vivía fuera tan vasta.

Los muros de la empalizada de la ciudad estaban construidos con gruesos troncos, con los extremos afilados hasta formar aguzadas puntas, y contaban con torres defensivas en cada esquina. Vallas hechas con tablones y pieles humedecidas protegían una pasarela que recorría el borde de las murallas, y desde allí los hombres y mujeres de Astofen lanzaban gritos de desafío mientras arrojaban pesadas lanzas hacia el hormiguero de cuerpos verdes.

Sigmar observó con intenso orgullo mientras cada proyectil derribaba a un orco, pero vio que esas muertes no influían en la ferocidad del ataque. Los pieles verdes formaban una muchedumbre indisciplinada, luchaban sin cohesión ni plan aparente, pero con sólo un vistazo Sigmar se dio cuenta de que la simple brutalidad y superioridad numérica los haría prevalecer sin problemas.

Montones de goblins de extremidades largas y delgadas enviaban flechas llameantes sobre los muros de madera de la ciudad, y muchos de los edificios que se apiñaban en el interior estaban ardiendo.

Orcos descomunales con la piel verde tan oscura que resultaba prácticamente negra aguardaban junto a un ariete destartalado situado sobre ruedas desalineadas y que parecía que lo hubiera construido un ciego. Junto al ariete, pesadas catapultas de madera lanzaban diversos proyectiles contra la ciudad: rocas, brea ardiendo o incluso orcos aullantes con hachas.

Finas líneas de humo negro se recortaban contra el cielo, procedentes de centenares de hogueras, y había espeluznantes tótemes clavados en la tierra dura con rudimentarios fetiches y trofeos ensangrentados colgando de grandes cráneos con cuernos. La horda orca era, con mucho, la fuerza de pieles verdes más grande que ninguno de ellos hubiera visto nunca. Todas las criaturas tenían músculos muy desarrollados y estaban provistos de armaduras, enormes armas y una feroz sed de batalla que sólo podría igualar el berserker más desenfrenado.

En el centro de la horda, un orco enorme con armadura oscura blandía un hacha gigantesca, e incluso desde tan lejos era evidente que la criatura debía de ser, sin duda, el señor de la hueste.

—Vamos, Sigmar —lo urgió Wolfgart entre dientes—. ¿A qué esperamos?

—¿Quieres morir? —preguntó Pendrag—. Tenemos que esperar. Trinovantes no nos fallará.

Sigmar esperaba fervientemente que Pendrag tuviera razón mientras recorría con la mirada el camino de tierra lleno de surcos que partía desde la puerta de Astofen y seguía el curso del río a medida que éste se curvaba en dirección sur hacia un sólido puente de piedra situado a una legua. Al otro lado del puente, el camino se perdía más allá de una línea de árboles y el paisaje se transformaba en llanuras de hierba dura y achaparrada y cadáveres desperdigados.

Se protegió los ojos del sol e hizo caso omiso de la impaciente irritación de Wolfgart, esperando ver un estandarte ondeando, pero no había nada, y deseó en silencio con todas sus fuerzas que su amigo se diera prisa.

—Que sea lo que Ulric disponga —susurró Sigmar, mordiéndose el labio inferior mientras observaba los enfrentamientos que se desarrollaban abajo, con la certeza de que si no atacaban pronto, Astofen estaría perdida.

Sigmar volvió a concentrar su atención en la ciudad que se extendía debajo mientras el líder orco lanzaba su enorme hacha contra la puerta y un atronador rugido de furia desatada se elevaba de la horda de pieles verdes. El estruendo de los tambores aumentó de ritmo y la marea blindada de orcos se lanzó hacia Astofen.

Orcos gimientes y sudorosos empujaron el bamboleante ariete hacia delante, la cabeza tallada tenía forma de puño gigante. Flechas llameantes trazaban arcos sobre la horda y el sonido del entrechocar de las hojas de hierro resonaba como un grito de guerra dirigido a los audaces dioses de la batalla.

—¡Allí! —exclamó Pendrag—. ¡Mirad! ¡Junto al puente!

El corazón de Sigmar dio un brinco mientras seguía el grito de Pendrag y veía un estandarte verde ondeando al viento ante un grupo de árboles al este del puente.

—¡Os lo dije! —se rió Pendrag, que se puso en pie de un salto y regresó corriendo a su caballo.

Sigmar se levantó con un salvaje grito de guerra y siguió a Pendrag, con Wolfgart pisándole los talones. Doscientos jinetes umberógenos aguardaban donde no se los podía ver desde Astofen, sus monturas relinchaban con impaciencia y sus rostros se veían animados con la perspectiva de entrar en batalla. Las puntas de las lanzas relucían bajo el sol de mediodía y los bordes de bronce de los escudos de madera brillaban como oro. Pendrag saltó sobre el lomo de su caballo y levantó el estandarte de Sigmar, un ondeante triángulo de tela carmesí con el emblema de un gran jabalí bordado encima en negro.

La luz del sol atrapó la riqueza del color y a Sigmar le dio la impresión de que el estandarte era una cortina de sangre atada a una lanza. Agarró las crines de su semental tordo y se subió al lomo de un salto.

El corazón le latía con furia y se rió con el puro júbilo de que la espera hubiera llegado a su fin. El tormento de observar cómo su gente sufría y moría había terminado y los orcos pagarían por su desacertada agresión. Sigmar sacó una lanza larga con una pesada punta de hierro del carcaj que colgaba alrededor del cuello de su caballo y aceptó su escudo de manos de un guerrero que se encontraba cerca.

Levantó el escudo y la lanza mientras Wolfgart comenzaba a entonar su nombre.

—¡Umberógenos! —rugió Sigmar—. ¡A por ellos!

* * *

Sigmar clavó los talones en las ijadas de su montura y el animal se lanzó hacia delante tan ansioso por luchar como él. Sus guerreros lo siguieron con un ensordecedor grito de guerra, levantando sus propias lanzas en alto mientras Wolfgart hacía sonar un estruendoso y creciente toque en el cuerno de guerra.

Su caballo coronó la cuesta que se alzaba ante él y Sigmar se inclinó hacia delante sobre el cuello del animal mientras éste bajaba por la pendiente con gran estruendo. Echó un vistazo por encima del hombro mientras sus guerreros avanzaban en dos líneas irregulares, una tras otra. Las armaduras relucían y las capas de vivos colores ondeaban tras ellos como las alas de poderosos dragones.

El suelo temblaba a causa de los martillazos de sus cascos y Wolfgart tocaba el cuerno de guerra una y otra vez. La incitante nota corría con facilidad por el aire. Sigmar cabalgó con fuerza y rapidez, instando a su montura a avanzar más rápido mientras el ritmo de la batalla que se desarrollaba delante se detenía y tanto orcos como hombres se volvían para ver qué se aproximaba a ellos.

Estallaron vítores en los muros de madera de Astofen cuando sus defensores descubrieron a los cientos de jinetes que acudían al galope en su auxilio. Sigmar se aferró a los flancos de su caballo con las rodillas y levantó el escudo y la lanza para que los guerreros que lo seguían lo vieran claramente.

En señal de desdén por el enemigo que tenía delante, Sigmar se había abstenido de llevar armadura y cabalgaba sin malla ni chapas que lo protegieran. Como un guerrero salvaje de una era olvidada, Sigmar cabalgaba erguido entre el viento, su cabello formaba un arroyo dorado tras él y los músculos de su pecho se agitaban anticipando la batalla.

El rugido de los orcos aumentaba de volumen con cada latido. El muro de armaduras y carne dura y verde se acercó más. Habían vuelto los escudos para hacerles frente; cada uno de ellos estaba decorado con rostros burlones, fauces con colmillos o rudimentarios símbolos tribales. Sus largas lanzas apuntaban hacia los jinetes. Flechas y jabalinas salieron volando de Astofen con renovada esperanza a medida que los guerreros avanzaban al galope. El orco gigante que se encontraba en el centro de la horda bramó y rugió, sus órdenes iban acompañadas de amplios movimientos de una enorme lanza con un mango del grueso del brazo de Sigmar.

Los orcos estaban tan cerca que Sigmar podía notar el hedor de sus cuerpos sucios y ver las espantosas cicatrices de marcas tribales grabadas en la carne de sus brazos y rostros. Los orcos tenían los ojos de un color rojo encendido y hundidos en unas caras chatas y porcinas con colmillos enormes que les sobresalían de las mandíbulas inferiores.

Justo cuando parecía que la atronadora hilera de jinetes iba a estrellarse sin remedio contra el irregular muro de hierro, Sigmar arrojó su lanza con todas sus fuerzas. Su lanzamiento fue certero y la pesada punta de hierro rompió el escudo de un orco y atravesó a su portador. La punta afilada surgió por la espalda del orco y se clavó en el piel verde que se encontraba tras él. Los dos se desplomaron mientras otro centenar de lanzas hendía el aire y los orcos caían por docenas. Sigmar agarró la crin de su caballo y tiró con fuerza hacia un lado mientras le apretaba las ijadas con las rodillas.

El semental soltó un bufido de protesta por el duro trato, pero dio la vuelta de inmediato y galopó a lo largo de la línea de orcos, a menos de una lanza de las armas enemigas. Sigmar aulló triunfalmente mientras flechas de astas negras surgían de los arcos de los goblins, pero se desviaban o pasaban por encima de su cabeza.

Oyó un grito exultante y vio a Pendrag tras él, con tres flechas clavadas en la madera de su escudo; sin embargo, aún sostenía en alto con orgullo el estandarte carmesí y negro de Sigmar. El rostro de su amigo estaba iluminado con una alegría salvaje y Sigmar le agradeció a Ulric que ni Pendrag ni el estandarte hubieran caído.

La hilera de orcos seguía formando un sólido muro de escudos y armas, pero Sigmar pudo ver que ya estaba comenzando a ceder a medida que los orcos trataban de hacer frente a los jinetes.

El estruendo de otro grupo de cascos anunció la llegada de la segunda línea de jinetes umberógenos, y Sigmar vio a Wolfgart cargando a la cabeza de éstos. Cada jinete llevaba un arco corto y curvo, con las cuerdas tensas y las flechas preparadas mientras controlaban la alocada carrera ejerciendo presión con los muslos.

Wolfgart hizo sonar una estridente nota con el cuerno de guerra y un centenar de flechas con plumas de ganso volaron en línea recta y certera hacia la hilera de orcos. Todas se clavaron en carne verde, pero no todas fueron mortales. Mientras Sigmar hacía girar una vez más a su montura y sacaba otra lanza, comprobó que muchos de los orcos simplemente partían las astas que se habían hundido en sus cuerpos y las lanzaban a un lado entre salvajes rugidos de desafío. Otra descarga de flechas siguió a la primera antes de que los guerreros de Wolfgart hicieran dar media vuelta a sus monturas con violencia y se alejaran.

Esta vez los pieles verdes no pudieron contenerse y la línea de escudos se deshizo mientras los orcos cargaban con furia desde su formación de batalla persiguiendo a los jinetes de Wolfgart. Lanzas y flechas les dieron caza y Sigmar gritó furioso cuando vio guerreros heridos caer de sus monturas.

El caballo de Wolfgart se detuvo junto a Sigmar y su hermano de armas guardó el cuerno de guerra y sacó la enorme espada de la vaina que llevaba cruzada a la espalda. El rostro de Wolfgart era un reflejo del suyo, brillante de sudor y enseñando los dientes con la despiadada furia de la batalla.

Pendrag se situó a su lado, con el hacha de guerra desenfundada, y dijo:

—¡Hora de mancharnos de sangre!

Sigmar deslizó los talones hacia atrás y exclamó:

—¡Recordad, dos toques del cuerno y nos dirigimos hacia el puente!

—¡No es por mí por quién tienes que preocuparte! —se rió Pendrag mientras Wolfgart hacía avanzar a su montura trazando amplios círculos alrededor de su cabeza con la enorme espada.

Sigmar y Pendrag partieron con gran estruendo tras su amigo a medida que la turba de orcos que los perseguía se acercaba. Los jinetes umberógenos reagrupados siguieron a sus líderes, cargando con toda la ferocidad y potencia por las que eran famosos. Todos y cada uno de los guerreros hicieron suyo un potente grito de guerra mientras arrojaban las lanzas antes de sacar las espadas o alzar las hachas.

Cayeron más pieles verdes. Sigmar ensartó a un orco de cuerpo grueso que llevaba un enorme yelmo con cuernos, la lanza descendió atravesando el peto de la criatura y clavándolo al suelo. Cuando la lanza aún se agitaba en el pecho del orco, Sigmar bajó la mano y levantó su martillo, Ghal-maraz, el poderoso regalo que le había entregado Kurgan Barbahierro aquella primavera.

Entonces, los dos enemigos ancestrales chocaron en medio de un estruendo de hierro y furia.

Los jinetes a la carga golpearon la línea de orcos como si se tratara del puño de Ulric que había aplanado la parte superior de la roca Fauschlag de los teutógenos. Los escudos se astillaron y las espadas hendieron carne de orco mientras la fuerza aplastante de la carga se llevaba por delante a los pieles verdes desperdigados.

Sigmar balanceó su martillo y destrozó el cráneo de un orco, el grueso hierro del yelmo no suponía protección contra el antiguo poder rúnico ligado al arma. Golpeó a derecha e izquierda, cada arremetida aplastaba cabezas y astillaba hueso y armadura. La sangre le salpicó el cuerpo desnudo, tenía el pelo lleno de gotas de sangre de orco y la cabeza del martillo chorreaba masa encefálica.

Hachas y espadas melladas resonaban contra su escudo. Su caballo resoplaba y piafaba con los cascos delanteros, golpeando con las patas traseras para hundirlas en las costillas y cráneos de los goblins que intentaban atacarlo con oxidados cuchillos.

—¡En el nombre de Ulric! —gritó Sigmar, instando a su montura a que se adentrara más en la desorganizada masa de orcos y empezando a lanzar poderosos golpes con el martillo a diestro y siniestro.

En el centro, Sigmar podía ver al descomunal orco que conducía a esta furiosa horda, el caudillo conocido como Aplastahuesos. Vestía su enorme mole de la cabeza a los pies con una armadura forjada a partir de láminas de hierro oscuro y sujeta a su carne con grandes pinchos. Un yelmo con cuernos le cubría el grueso cráneo y unos colmillos ensangrentados y amarillentos le sobresalían de la enorme y belicosa mandíbula.

Dio la impresión de que la bestia también se había fijado en Sigmar, pues apuntó su gruesa lanza hacia él, y el agolpamiento de guerreros orcos alrededor de los umberógenos se hizo más denso y feroz. Con cada golpe de su martillo Sigmar sabía que se les iba acabando el tiempo, y se arriesgó a apartar la atención de amenazas inmediatas para ver cómo les iba a sus hermanos de armas.

Más allá, a su derecha, la gran espada de Wolfgart se desplazaba a derecha e izquierda, acabando con media docena de orcos con cada golpe. Tras él, la melena de Pendrag era de un tono tan rojo como el estandarte que portaba, las hojas curvas de su hacha se abrían paso a través de armaduras y carne con ensordecedores ruidos metálicos y sordos. El hecho de que Pendrag también cargara con el estandarte de Sigmar no parecía entorpecerlo en lo más mínimo y además lo usaba como arma, la punta de hierro de la base atravesaba viseras de yelmos o perforaba la parte superior de cráneos sin proteger.

Sigmar obligó a su caballo a dar media vuelta mientras hacía que un orco saliera despedido hacia atrás con un potente golpe desde abajo de Ghal-maraz y machacaba el pecho de otro con el movimiento de regreso. A su alrededor, los guerreros umberógenos estaban abriendo una senda sangrienta a través de los orcos, pero a pesar de la carnicería que causaban, los orcos contaban con la superioridad numérica suficiente para encajar esas muertes sin inmutarse.

Cientos más empujaban hacia delante y, a medida que el violento impulso de la carga comenzaba a disminuir, Sigmar pudo comprobar que los orcos se estaban concentrando para llevar a cabo un devastador contraataque. Arrinconados así, de espaldas a los muros de Astofen, los orcos acabarían aplastándolos.

Los guerreros umberógenos se veían arrastrados de sus monturas uno a uno y los caballos caían relinchando mientras los goblins les abrían el vientre con rápidos tajos. El lazo se iba estrechando y era hora de escapar.

—¡Wolfgart! —gritó Sigmar—. ¡Ahora!

Sin embargo, un grupo de orcos aullantes, que le arañaban la armadura con hachas y espadas, rodeaban al hermano de armas de Sigmar. Sin escudo, la loriga de Wolfgart presentaba abolladuras y le colgaban del cuerpo eslabones de cota de malla formando una lluvia de anillos de hierro. Despedazaba y cortaba con la espada, pero por cada orco que moría otros dos se adelantaban para luchar.

—¡Pendrag! —gritó Sigmar, alzando su martillo ensangrentado.

—¡Estoy contigo! —contestó Pendrag mientras instaba a su montura a avanzar con el estandarte en alto.

Juntos, Sigmar y Pendrag se abalanzaron hacia las criaturas que atacaban a su hermano de armas, abriendo una sangrienta senda a través de los orcos con martillo y hacha. Sigmar le arrancó la cabeza de los hombros a un orco con el martillo.

—¡Wolfgart, toca el cuerno! —ordenó entonces.

—¡Sí, lo sé! —contestó Wolfgart, jadeando a la vez que le atravesaba el pecho al último de sus atacantes con la espada—. ¿A qué viene tanta prisa? Con el tiempo habría acabado matándolos a todos.

—No tenemos tiempo —repuso Sigmar—. ¡Toca el maldito cuerno!

Wolfgart asintió con la cabeza y pasó a agarrar la espada con una sola mano antes de coger el retorcido cuerno de carnero de la lazada de cadena que le rodeaba la cintura y emitir dos toques agudos.

—¡Vamos! —bramó Sigmar—. Dirigios al terreno abierto al otro lado del puente.

Apenas se habían apagado los ecos del cuerno de guerra cuando los umberógenos hicieron que sus caballos dieran media vuelta y cabalgaron con rapidez hacia el sur con consumada habilidad.

—¡Por el amor de Ulric, cabalgad con fuerza, hermanos! —gritó Sigmar, agitando su martillo.

Los jinetes, que no necesitaron ánimos, se inclinaron sobre los cuellos de sus monturas mientras los orcos aullaban triunfalmente ante la huida del enemigo. Sigmar controló a su caballo para que no cabalgara junto a sus compañeros mientras recorría con la mirada el campo de batalla para asegurarse de que no dejaba atrás a ninguno de sus guerreros.

El terreno situado delante de Astofen estaba cubierto con los restos de la batalla: cuerpos y sangre, caballos que relinchaban y escudos destrozados. La inmensa mayoría de los muertos eran orcos y goblins, pero muchos, demasiados, eran hombres con armadura; goblins que blandían cuchillos despedazaban sus cuerpos o estruendosos orcos los aporreaban hasta dejarlos irreconocibles.

—¿Estamos esperando algo en particular? —preguntó Pendrag, cuyo caballo sacudía nervioso la cabeza, mientras los orcos se agrupaban para perseguirlos.

Los capitanes orcos bramaron órdenes a sus guerreros y lentas y pesadas turbas de pieles verdes blandiendo hachas se lanzaron hacia los jinetes umberógenos que se batían en retirada.

—Cuántos muertos —se lamentó Sigmar.

—¡Habrá dos más si no nos movemos! —gritó Pendrag por encima del estruendo de los orcos a la carga.

Sigmar asintió con la cabeza, volvió su caballo hacia el sur y soltó una potente maldición contra todos los pieles verdes mientras una malévola ráfaga de flechas hendía el aire. Oyó el grito de desesperación de la gente de Astofen cuando se dirigió al sur. Sus esperanzas de salvación se hicieron añicos con tanta crueldad como si nunca hubieran llegado.

—No perdáis la esperanza, amigos —murmuró Sigmar—. No os hemos abandonado.

* * *

En la profundidad de las sombras de los árboles situados a cada lado del puente, Trinovantes observó cómo se retiraban los jinetes con una mezcla de entusiasmo y tristeza. Muchos caballos galopaban hacia su posición sin sus jinetes, y sintió un doloroso pesar en el corazón al reconocer a muchas de las monturas y recordar a qué jinetes habían llevado.

—¡Preparados! —gritó—. ¡Y que Ulric guíe vuestras estocadas!

A su lado, veinticinco guerreros con pesadas lorigas de malla y placas aguardaban portando lanzas de astas gruesas y hojas largas y afiladas. Se trataba de los hombres más pesados y fornidos de la fuerza de Sigmar, de extremidades gruesas y espaldas fuertes; hombres a los que el concepto de retirada les resultaba tan desconocido como lo era la compasión para un orco. Otros veinticinco permanecían ocultos en los árboles al otro lado del camino. Cincuenta hombres con órdenes muy específicas de su joven líder.

Trinovantes sonrió al recordar la afligida sonrisa que apareció en el rostro serio de Sigmar mientras Trinovantes daba un paso adelante cuando Sigmar pidió un voluntario para guiar esta misión desesperada.

—Cuento contigo, hermano —había dicho Sigmar, llamándolo aparte antes de la batalla—. Contén a los orcos el tiempo suficiente para que nos rearmemos y recuperemos fuerzas, pero sólo hasta entonces. Cuando oigas un toque largo del cuerno de guerra, apártate. ¿Está claro?

Trinovantes asintió con la cabeza.

—Entiendo lo que se espera de nosotros —le aseguró.

—Ojalá... —comenzó Sigmar, pero Trinovantes lo interrumpió con un gesto negativo de la cabeza.

—Tengo que ser yo. Wolfgart es demasiado alocado y Pendrag debe cabalgar a tu lado con el estandarte.

Sigmar vio la determinación en su rostro y dijo:

—Entonces, que Ulric te acompañe, hermano.

—Si lucho bien, lo hará —respondió Trinovantes—. Ahora vete. Cabalga con el señor de los lobos a tu lado y mátalos a todos.

Trinovantes vio cómo Sigmar regresaba con sus hombres y levantó la espada a modo de saludo antes de guiar con rapidez a sus cincuenta hombres alrededor de las colinas orientales, ocultos de los orcos, hasta llegar a este escondrijo al otro lado del puente.

Al mirar los rostros de los hombres a sus órdenes vio tensión, rabia y solemne reverencia ante la lucha que les aguardaba. Unos cuantos besaron talismanes de cola de lobo o mancharon de sangre sus ropas de piel de lobo haciéndose cortes en las mejillas. No hubo chistes, bromas procaces ni absurdos alardes, como sería de esperar por parte de guerreros a punto de luchar, y Trinovantes comprendió que todos y cada uno de ellos conocía la importancia de la labor que estaban a punto de llevar a cabo.

Los jinetes umberógenos que se batían en retirada cabalgaron hacia el sur en dirección al puente en grupos irregulares de tres o cuatro, desperdigados y cansados tras la frenética batalla. Se habían quedado sin flechas ni lanzas y sus espadas estaban torcidas y melladas debido a los impactos contra las armas y escudos orcos.

Tenían los escudos astillados y la armadura desgarrada, pero su espíritu se mantenía incólume y cabalgaban con el alma de la tierra invadiéndolos. Trinovantes podía sentirlo, una resonante conexión que se debía a algo más que simplemente el estruendo de jinetes aproximándose.

En los últimos momentos que le quedaban antes de la batalla, comprendió de manera instintiva el vínculo que existía entre esta tierra fértil y pródiga y los hombres que la habitaban. Habían llegado de reinos lejanos en eras pasadas y se habían labrado un hogar entre los bosques salvajes, domeñando la tierra y haciendo retroceder a las criaturas que intentaban impedirles coger lo que los dioses se habían dignado concederles.

Los hombres se ocupaban de la tierra y ésta les devolvía su dedicación multiplicada por diez en forma de cosechas y animales. Ésta era una tierra de hombres y ningún caudillo piel verde iba a arrebatarles aquello que habían creado trabajando y luchando.

El sonido de cascos aumentó de tono. Trinovantes levantó la mirada saliendo de sus pensamientos y vio a los primeros guerreros de Sigmar atravesando a todo galope los maderos del puente. Se trataba de una estructura antigua y elaborada por enanos; los maderos, que estaban pálidos y desteñidos a causa del sol, se apoyaban sobre columnas de piedra decoradas con tallados que el transcurso de los siglos había alisado hacía tiempo.

Los jinetes cruzaron el puente, dirigiéndose a toda velocidad a por las armas nuevas que Trinovantes y sus hombres habían apilado al otro lado de los árboles, más al sur. Varias veintenas pasaron de largo; sus caballos tenían las ijadas cubiertas de sudor y sangre.

—Quién se habría imaginado que Sigmar sería el último en abandonar el campo de batalla, ¿eh? —gritó Trinovantes al ver a Wolfgart, Pendrag y Sigmar cabalgando a la retaguardia de los jinetes al galope.

Sus palabras fueron recibidas con risas lúgubres. Trinovantes se bajó la visera del yelmo de batalla mientras observaba a los orcos que perseguían a los jinetes con una determinación implacable e inquebrantable. Ocultos tras las nubes de polvo que levantaban los jinetes, parecían contrahechos demonios de sombra, con los cuerpos encorvados y las ascuas inextinguibles de los ojos como único elemento remarcable. A pesar de sus extremidades desgarbadas y gruesas y de la armadura de hierro tremendamente pesada, se desplazaban a una velocidad nada desdeñable, y Trinovantes supo que era hora de llevar a cabo la labor que le había encomendado el hijo del rey.

Levantó su pesada hacha, de hojas pulidas y brillantes, y besó la imagen de un lobo gruñendo grabada en el extremo más alto del mango. Alzó el arma hacia el cielo y sintió un escalofrío al descubrir un cuervo trazando círculos por encima de sus cabezas.

El último jinete atravesó el puente y Trinovantes bajó los ojos a tiempo para ver a Sigmar mirándolo directamente. Mientras el momento se prolongaba, sintió que la simple gratitud de su amigo lo llenaba de fuerza.

—¡Umberógenos, en marcha! —gritó y condujo a sus hombres al camino.

* * *

Sigmar escupió polvo mientras detenía su caballo con un brusco tirón de la crin y rodeó el cargamento de lanzas y espadas que Trinovantes había dejado al otro lado del puente. Las armas estaban amontonadas de modo que formasen de manera natural a los jinetes en una cuña que apuntase hacia el puente, y Sigmar descubrió el toque de Trinovantes en la astucia del diseño.

—¡De prisa! —exclamó saltando de su caballo y aceptando un pellejo de agua de manos de un guerrero con los brazos ensangrentados.

Bebió hasta saciarse y se vació el resto sobre la cabeza para lavarse la sangre del rostro mientras oía el estruendo de los orcos a la carga y el sonido del choque de armas tras él.

Sigmar se pasó una mano por la cara empapada y se abrió paso entre sus guerreros para ver mejor el feroz combate que se desarrollaba en el puente.

La luz del sol destellaba en las punzantes lanzas y Sigmar vio el orgulloso estandarte verde de Trinovantes alzándose en lo más violento de la batalla. Gritos de guerra orcos se elevaban en belicoso contrapunto a los juramentos lanzados a Ulric y, aunque los lanceros luchaban con férrea resolución, Sigmar pudo comprobar que la línea ya se estaba curvando hacia atrás bajo la tremenda presión del ataque.

—¡Coged lanzas y espadas nuevas y volved a montar! —exclamó Sigmar, con voz llena de encendido apremio—. ¡Trinovantes nos está proporcionado tiempo y no vamos a malgastarlo!

Sus palabras de ánimo estaban de más, pues sus guerreros habían tirado rápidamente a un lado las espadas torcidas y rotas y se habían rearmado con otras nuevas. Todos sabían que este tiempo se estaba ganando a costa de las vidas de sus amigos y no perdieron ni un segundo en bromas frívolas.

Se gritó el nombre de Ulric, los guerreros ofrecieron las presas que habían matado al aterrador dios de la batalla y Sigmar les permitió regocijarse con el júbilo de la batalla y la supervivencia.

Pendrag lo saludó con la cabeza. Había clavado el estandarte de Sigmar en la tierra mientras pasaba una piedra de afilar por las hojas de su hacha.

—¿Y Trinovantes?

—Aguantando —contestó Sigmar mientras limpiaba con rabia la cabeza de Ghal-maraz con un jirón de cuero, pues no estaba dispuesto a permitir que sangre y masa encefálica de orco ensuciasen su noble superficie ni un segundo más.

—¿Hasta cuándo? —preguntó Pendrag.

Sigmar se encogió de hombros.

—No mucho. Tienen que tocar a retirada pronto.

—¿Retirada? —dijo Pendrag—. No, no se retirarán. Ya lo sabes.

—Deben hacerlo o de lo contrario estarán perdidos —repuso Sigmar.

Pendrag alargó la mano y detuvo la frenética labor de limpieza de Sigmar.

—No se retirarán —repitió Pendrag—. Ellos lo sabían. Al igual que tú. No deshonres su sacrificio al negarlo.

—¿Negar qué? —bramó Wolfgart mientras se reunía con ellos a caballo.

Su semblante mostraba una expresión entusiasta, como si estuvieran librando una escaramuza contra bandidos desorganizados en lugar de orcos sedientos de sangre.

Sigmar ignoró la pregunta de Wolfgart y miró a Pendrag fijamente a los ojos. En ellos vio comprensión por lo que le había ordenado hacer a Trinovantes con plena conciencia de lo que implicaba esa orden.

—Nada —contestó Sigmar mientras balanceaba a Ghal-maraz como si no pesara nada.

—El arma del rey Kurgan se está ganando su nombre —comentó Wolfgart.

—Sí —coincidió Sigmar—. Un obsequio digno de un rey, desde luego, pero aún quedan más cráneos que partir antes de que acabe el día.

—Cierto —asintió Wolfgart, levantado su gran espada de manera elocuente—. Nos encargaremos de ellos muy pronto.

—No —repuso Sigmar mientras volvía a subir a su caballo y dirigía la mirada al norte, hacia la encarnizada batalla que se desarrollaba en el puente—, no será lo bastante pronto.

* * *

La sangre se acumulaba en la bota de Trinovantes. Una herida profunda en el muslo hacía que la sangre le bajara por la pierna y la lana de la túnica se le pegara a la piel. El machete de un orco le había hecho trizas el escudo y le había hecho el corte en la pierna antes de que destripara a la bestia con un golpe de su hacha.

Los brazos le pesaban como si se los hubieran lastrado con hierro y sentía dolores punzantes en los músculos debido al esfuerzo del combate. Gritos y rugidos de odio resonaban de manera ensordecedora dentro de su yelmo y el sudor le corría a chorros por el rostro.

Los guerreros que lo acompañaban luchaban con desesperada heroicidad, sus lanzas acuchillaban con potentes embestidas que atravesaban los espacios entre la rudimentaria armadura de los orcos y se hundían en la carne. La tierra pálida y polvorienta bajo sus pies tenía un aspecto oscuro y arcilloso debido a la sangre, tanto humana como orca, y el aire apestaba a sudor y a una cobriza promesa de muerte.

Las lanzas y las hachas entrechocaban, la madera y el hierro se partían y la carne y el hueso eran destrozados en una guerra sin cuartel por parte de ambos bandos.

El guerrero que se encontraba junto a Trinovantes cayó, la hoja de un orco le atravesó el hombro y se hundió hasta atascarse en el pecho. El orco luchó por sacar el arma, pero el filo irregular de la espada siguió enganchado en las costillas del hombre. Trinovantes intervino, con la pierna ardiéndole de dolor, y balanceó el hacha en un feroz vaivén a dos manos que se estrelló contra la mandíbula abierta del orco y le arrancó la parte superior del cráneo.

—¡Por Ulric! —profirió Trinovantes, canalizando todo su odio por los orcos en el golpe.

El cuerpo se tambaleó un momento antes de caer y Trinovantes gritó cuando la pierna herida amenazó con ceder bajó él.

Alguien alargó la mano para sujetarlo y él le dio las gracias a gritos sin ver quién lo había ayudado. El ruido de la batalla pareció volverse más fuerte, oía las exclamaciones de los hombres agonizantes y los rugidos de júbilo de los orcos como si se los estuvieran bramando justo al oído.

Trinovantes tropezó y se apoyó en una rodilla mientras se le nublaba la vista. El clamor del combate disminuyó de pronto, pasando del volumen anterior a algo que parecía encontrarse a una gran distancia. Apoyó la hoja de su hacha en el suelo para intentar ponerse de nuevo en pie.

Los guerreros umberógenos morían a su alrededor, la sangre manaba a chorros de sus vientres abiertos o gargantas desgarradas. Vio cómo un orco levantaba a un lancero herido y dejaba caer su cuerpo sobre el parapeto de piedra del puente, casi partiéndolo en dos antes de arrojar el cadáver flácido al río.

Los arqueros goblins que se encontraban en el puente lanzaban saetas hacia el corazón de la batalla, sin preocuparles a qué combatientes alcanzaban sus flechas. Trinovantes sintió la calidez del suelo húmedo bajo su cuerpo, el sol en el rostro y el frescor del sudor que le cubría el cuerpo bajo la armadura.

Sin embargo, a pesar de la muerte que lo rodeaba, también había heroísmo y desafío.

Trinovantes observó mientras un guerrero con dos lanzas atravesándole la espada extendía los brazos y saltaba hacia un grupo de orcos que se abrían paso por los flancos. Tiró a tres del puente para que se ahogaran en el río. Los hermanos de armas luchaban espalda contra espalda mientras el número de umberógenos disminuía, a la vez que los orcos ejercían presión al otro lado del puente con una ferocidad aún mayor.

Una lanza se dirigió hacia él. Su instinto lo hizo reaccionar a medida que las imágenes y sonidos de la batalla regresaban con todo su atroz estruendo. Trinovantes separó la hoja del asta de la lanza con un golpe del hacha y logró ponerse en pie con un grito de furia y dolor. Se apartó tambaleándose del arma roma, tragándose el dolor de la pierna herida, y golpeó a su atacante con el hacha.

La hoja le cortó el brazo al orco, pero la carga de la bestia era imparable y el peso de su mole hizo caer al guerrero al suelo. La sangre lo salpicó y escupió el líquido repugnante y maloliente que le había entrado en la boca.

Puesto que se encontraba demasiado cerca para un ataque adecuado, estrelló el mango del hacha contra la cara del orco y los colmillos se astillaron ante el golpe. La cabeza del orco retrocedió rápidamente, Trinovantes salió rodando de debajo del piel verde, se apoyó en una rodilla y le clavó el hacha en el cráneo.

Un dolor penetrante le estalló en la espalda. Trinovantes bajó la mirada y vio una larga lanza que le sobresalía del pecho, la hoja era más ancha que su antebrazo. La sangre, su sangre, brotaba a chorros a cada lado del metal. Abrió la boca, pero le arrancaron el arma del cuerpo y con ella cualquier aliento con el que gritar.

Trinovantes dejó caer el hacha, la fuerza y la vida se le escapaban en un torrente rojo. Recorrió la escena de la carnicería con la mirada, los hombres morían y los orcos los despedazaban cuando ya no podían mantenerse en pie.

Se le empañó la vista y se desplomó hacia delante, con el rostro apretado contra el suelo ensangrentado.

Su hacha se encontraba a su lado, así que alargó la mano con sus últimas fuerzas y cerró los dedos alrededor de la empuñadura. El Salón de Ulric no era lugar para un guerrero sin un arma.

El graznido de algo que estaba fuera de lugar penetró los funestos sonidos de la carnicería. Levantó la cabeza y vio un cuervo grande posado en la piedra del puente, la oscuridad sin fondo de sus ojos lo perforaba con una mirada inmutable.

El ave permanecía inmóvil a pesar de la matanza. Trinovantes vio su estandarte ondeando al viento detrás del pájaro, la tela verde resaltaba contra el azul brillante del cielo.

El dolor desapareció de su cuerpo y pensó en su hermano gemelo y su hermana mayor mientras recostaba la cabeza sobre el fértil suelo de la tierra por cuya protección había luchado y muerto. Oyó un estruendo lejano a través del suelo, un creciente retumbar de tambores, un sonido que lo hizo sonreír al reconocer el origen: el de los jinetes umberógenos a la carga.

* * *

Sigmar vio a Trinovantes caer bajo la lanza de Aplastahuesos y soltó un angustiado aullido de rabia y de pérdida. Los orcos habían cruzado el puente y se habían abierto en abanico más allá de los árboles en una línea irregular de cuerpos al ataque. Tras el arduo combate en el puente, la fuerza había perdido cualquier tipo de cohesión, y aunque Trinovantes y sus hombres estaban muertos, habían logrado una magnífica cosecha de cadáveres de orcos.

Las ansias de batalla se habían apoderado de los orcos, y Sigmar vio a Aplastahuesos tratando desesperadamente de formar a sus guerreros en una línea ofensiva antes de que los jinetes los alcanzaran.

No obstante, ya era demasiado tarde para ellos.

Sigmar, que avanzaba en la punta de una cuña de casi ciento cincuenta jinetes, cabalgaba con fuego y odio en el corazón, sosteniendo Ghal-maraz en alto para que todos pudieran verlo. El suelo temblaba al compás del martilleo de los cascos y Sigmar sintió el olor claro y seguro de la victoria.

Pendrag marchaba a su derecha, con el estandarte carmesí sacudiéndose al viento, y Wolfgart iba a su izquierda, con la espada desenvainada y lista para cobrarse más cabezas.

Sigmar aferró las crines de su semental. El enorme animal estaba fatigado, pero ansioso por llevar a su jinete de nuevo a la batalla.

Las flechas saltaron de los arcos y las lanzas llenaron el aire mientras los jinetes umberógenos lanzaban una última descarga antes del impacto.

Los orcos cayeron ante sus lanzas y flechas y los gritos de triunfo se transformaron en bramidos de dolor a medida que la carga de Sigmar alcanzaba su objetivo.

La cuña de jinetes umberógenos se abrió paso entre los orcos, las armas destellaban y la sangre los salpicaba mientras vengaban las muertes de sus hermanos de armas. El martillo de Sigmar machacaba cráneos de orcos y aplastaba pechos mientras gritaba el nombre de su amigo perdido.

La fuerza y la determinación le fluían por las extremidades, y todo lo que golpeaba moría. Ningún enemigo en el mundo podría situarse ante él y vivir. Ghal-maraz era una prolongación de su brazo, su poder resultaba increíble e imparable en sus manos.

La sangre salpicaba el aire a medida que los jinetes umberógenos pisoteaban a los orcos, presa fácil ahora que eran menos numerosos y estaban desperdigados. Con espacio para maniobrar, los jinetes se encontraban en su elemento, cargando aquí y allá y matando orcos con cada lanzazo o golpe de hacha. Los orcos acababan aplastados bajo los cascos con herraduras de hierro y estrellados contra el suelo mientras los jinetes trazaban círculos y atacaban una y otra vez ahora que contaban con el terreno abierto a su favor.

Sigmar mataba orcos por docenas, su martillo describía una curva y acababa con ellos a golpes como si fueran poco más que molestias. Las ijadas de su caballo estaban empapadas de sangre de orco y sus propios músculos de acero chorreaban aquel líquido.

En el centro de la hueste, Sigmar descubrió al poderoso orco que conducía a los pieles verdes. Numerosos guerreros umberógenos rodeaban a Aplastahuesos, impacientes por reivindicar la gloria de matar al caudillo, pero la fuerza y ferocidad de éste no se podían comparar con las de ningún orco al que se hubieran enfrentado sus hombres y todos los que acercaba a él morían.

—¡Que Ulric guíe mi martillo! —gritó Sigmar, instando al semental a dirigirse hacia el violento tumulto que rodeaba a Aplastahuesos.

Saltó montones de cuerpos de orco, apartando a golpes a aquellos pieles verdes tan idiotas como para interponerse en su camino con salvajes y magníficos movimientos de su martillo.

La batalla que se desarrollaba a su alrededor se desvaneció hasta convertirse en poco más que un telón de fondo para su ataque, un débil coro para acompañar su actuación. Todos sus sentidos se concentraron en su interior hasta que lo único que pudo oír fue el rugido de su respiración y el frenético martilleo de su corazón mientras cabalgaba hacia su enemigo.

Aplastahuesos lo vio acercarse y bramó un desafío, una espuma ensangrentada se iba amontonando en sus mandíbulas dotadas de colmillos mientras extendía los brazos. Apuntaba con la lanza en dirección al caballo de Sigmar y, cuando el semental ganó la última pila de cadáveres, éste soltó las crines y saltó del lomo del animal.

Su montura viró alejándose de la estocada de la lanza mientras Sigmar atravesaba el aire agarrando el martillo con las dos manos.

Sigmar lanzó un creciente grito de odio ancestral a la vez que arremetía con su martillo contra el caudillo.

Ghal-maraz se estrelló contra el cráneo de Aplastahuesos y lo aplastó por completo, el martillo continuó descendiendo por el cuerpo y al final emergió en medio de un ensangrentado revoltijo de hueso y carne destrozados. Sigmar aterrizó junto al cuerpo antes de que cayera y giró sobre los talones para asestar un golpe atronador a la columna vertebral del caudillo sin cabeza.

El cacique piel verde, que otrora había sido el azote de las tierras de los hombres, cayó al suelo. La ira de Sigmar había pulverizado su cuerpo.

Trazó un círculo con el martillo acabando con los orcos que se encontraban cerca de su líder en una carnicería feroz e imparable. A los pocos segundos, los orcos más grandes y fuertes de la horda estaban muertos. Sigmar bramó su triunfo hacia el cielo. Estaba cubierto de sangre de la cabeza a los pies y su martillo latía con la luz de la batalla.

Un caballo se detuvo delante de él. Sigmar levantó la mirada y vio a Wolfgart observándolo desde arriba con una mirada de sobrecogida incredulidad y no poco temor en los ojos.

—¡Están destrozados! —exclamó Wolfgart—. Están huyendo.

Sigmar bajó el martillo y parpadeó, sus sentidos se dirigieron una vez más hacia el exterior a medida que asimilaba la magnitud de la matanza que habían infligido a los orcos.

Cientos de cadáveres se acumulaban sobre la tierra, pisoteados por los caballos o muertos a manos de los guerreros umberógenos. Lo poco que quedaba de la horda orca huía en desorden; la muerte de su líder había quebrantado la fuerza de su sed de batalla.

—Dales caza, hermano —ordenó Sigmar—. Pisotéalos y no dejes a ninguno con vida.