12: Uno debe cruzar

DOCE

Uno debe cruzar

Los demonios corrieron hacia los umberógenos con estridentes bramidos y aullidos, su ataque carecía estrategia y su único pensamiento era destruir a sus enemigos del modo más rápido posible.

—¡Conmigo! —rugió Björn, y cargó de cabeza hacia los demonios.

Los fantasmas siguieron a su rey en silencio formando una mortífera cuña de combate con Björn y Sigmar en la punta. Los ejércitos se encontraron con un espectral estruendo de hierro que sonó como si viniera de un lugar,muy lejano.

El ejército de fantasmas se abrió paso entre los demonios, sus espadas y hachas causaron estragos entre sus enemigos mientras luchaban para llevar a su rey y a su príncipe hacia la Puerta de Morr.

Sigmar despedazó a un demonio con Ghal-maraz; el martillo de Kurgan Barbahierro era más mortífero que ninguna espada. El poder que los enanos habían infundido en el arma era tan potente, si no más, en este lugar como en el reino de los vivos. Cada golpe destrozaba la esencia de un demonio e incluso su presencia parecía causarles dolor.

Björn combatía con toda la habilidad de sus años, la poderosa Segadora de almas se ganaba su nombre de combate mientras atravesaba las filas enemigas. Los demonios eran numerosos, y aunque la cuña de umberógenos se introducía cada vez más en la horda, el ritmo de su avance iba disminuyendo a medida que los demonios comenzaban a rodearlos.

No obstante, a pesar de su ferocidad, ésta no era una batalla sangrienta. Cada uno de los combatientes desaparecía cuando lo derrotaban, la luz o la oscuridad de su existencia se apagaba en un momento mientras una espada los atravesaba o unos colmillos los desgarraban.

La feroz batalla se libraba a la sombra de la gran puerta y Sigmar pudo ver cómo la oscuridad del portal brillaba como con expectación, su urgencia parecía crecer con cada segundo que transcurría.

Sigmar y Björn luchaban codo con codo, empujando la cuña de combate aún más en la horda demoníaca. Mientras la agitación entre las gigantescas pilastras de la puerta se hacía más intensa, Sigmar vio el brillo dorado que emanaba de un colgante que su padre llevaba alrededor del cuello.

—¡Te veo, Hijo del Trueno! —gritó el demonio rojo, abriéndose paso hacia él.

Sigmar se volvió para enfrentarse al demonio y se quedó paralizado por la abominación de su mera existencia.

La espada del demonio descendió hacia él y Sigmar superó su terror en el último segundo para apartarse del ataque. La mortífera hoja fue hacia él una y otra vez, llegando siempre a un palmo de acabar con su vida.

En ese momento, Sigmar comprendió que su enemigo lo aventajaba completamente y que este demonio guerrero había pasado siglos perfeccionando sus habilidades de combate. En su desesperación, supo que sólo tenía una posibilidad de derrotarlo.

El demonio lanzó otra serie de virulentos ataques y Sigmar retrocedió ante ellos, dando la impresión de tropezar en el último mientras bloqueaba desesperadamente una arremetida que le habría arrancado la cabeza.

Con un rugido de triunfo, el demonio saltó para asestar el golpe mortal, pero Sigmar se enderezó y giró sobre sus talones para golpear la rodilla de su oponente con Ghal-maraz. El martillo de guerra se estrelló contra la articulación blindada y el demonio gritó mientras se desplomaba sobre el suelo.

Sigmar invirtió la fuerza que aplicaba a su arma y la balanceó en un golpe ascendente hacia la cara aullante del demonio. La cabeza de Ghal-maraz destrozó el cráneo del demonio y, con un chillido de terror, éste desapareció en el infernal olvido o lo que fuera que lo aguardase.

Con la muerte de su señor demoníaco, la horda de sombras retrocedió ante Sigmar mientras él seguía presionando hacia delante y los guerreros fantasmales de los umberógenos lo seguían.

Sigmar se volvió y vio a su padre rodeado por una multitud de demonios a los que rechazaba desesperadamente con amplios golpes de su hacha. Sigmar se lanzó a la refriega sin pensarlo atacando a derecha e izquierda. Los demonios retrocedieron ante él y juntos se abrieron camino a la fuerza entre los monstruos y se reincorporaron a Jos fantasmas combatientes de los umberógenos.

Entre los demonios reinaba la confusión, su línea estaba rota y el número de sus efectivos se iba reduciendo con cada momento que pasaba. Sintiendo la victoria, los guerreros umberógenos siguieron presionando hacia la horda demoniaca y Sigmar y Björn ocuparon su lugar una vez más en la punta de combate de la cuña.

El enfrentamiento, sin embargo, no era menos encarnizado y demonios y fantasmas desaparecían del campo de batalla. No obstante, nada podía detener el inexorable avance de los umberógenos, y mientras Sigmar aplastaba el cráneo de un demonio lobo con su martillo, descubrió que no había más enemigos interponiéndose entre él y el portal.

—¡Padre! —gritó—. ¡Hemos pasado!

Björn despachó a una criatura de pesadilla con alas oscuras y una cola con púas antes de arriesgarse a mirar hacia la montaña. El portal negro se rizaba como la brea hirviendo y, durante un brevísimo instante, Sigmar tuvo la impresión de que podía distinguir el tenue perfil de una figura enorme que lo llamaba. Iba envuelta en una túnica negra y permanecía justo al otro lado del titánico portal.

Lejos de dar miedo, Sigmar sólo sintió irradiar serena sabiduría de esta gigantesca aparición, una serenidad nacida de la aceptación de la natural inevitabilidad de la muerte. Bajó a Ghal-maraz y supo entonces lo que tenía que ocurrir.

Sigmar avanzó hacia la altísima puerta con la certeza de que el Salón de Ulric estaría abierto para él y que encontraría paz allí. Una mano áspera lo agarró del brazo y al volverse vio a su padre de pie ante él, con el ejército de fantasmas a su espalda y la horda de demonios derrotada.

—Tengo que irme —dijo Sigmar—. Ahora sé por qué estoy aquí. En el mundo de arriba me estoy muriendo.

—Sí —admitió Björn, quitándose el reluciente colgante que llevaba alrededor de cuello—, pero hice un juramento sagrado para que no murieras.

—Entonces, ¿vos... estáis... muerto?—preguntó Sigmar.

—Si aún no lo estoy, será pronto, sí —contestó Björn, sosteniendo el colgante en alto.

Sigmar vio que se trataba de un objeto sencillo, una imagen de bronce de la puerta ante la que se encontraban, aunque este portal tenía barrotes.

Su padre le pasó el colgante por encima de la cabeza.

—Esto me mantuvo aquí el tiempo suficiente para ayudarte —explicó Björn—, pero ahora es tuyo. Mantenlo a salvo.

—Entonces ¿se suponía que ésta era la hora de mi muerte?

Björn asintió con la cabeza.

—Siervos de los Dioses Oscuros conspiraron para que así fuera, pero hay quienes se oponen a ellos, y no están exentos de poder.

—Habéis ofrecido vuestra vida por la mía —susurró Sigmar.

—No entiendo la verdad de todo esto, hijo —dijo Björn—, pero nadie puede negar las leyes de los muertos, ni siquiera los reyes. Uno debe cruzar la puerta.

—¡No! —exclamó Sigmar mientras veía cómo la forma de su padre se iba haciendo cada vez más débil, adquiriendo el mismo aspecto que los fantasmales guerreros umberógenos que habían combatido a su lado—. ¡No puedo dejar que hagáis esto por mí!

—Ya está hecho —repuso Björn—. Un gran destino te aguarda, hijo mío, y ningún padre podría estar más orgulloso que yo al saber que tus hazañas superarán incluso a los más grandes reyes de la antigüedad.

—¿Habéis visto el futuro?

—Sí, pero no me preguntes por él, pues es hora de que dejes este lugar y regreses al reino de la vida —le indicó Björn—. Será duro para ti, pues conocerás gran dolor y desesperación.

Mientras su padre pronunciaba estas últimas palabras, él y el ejército de fantasmas se vieron atraídos hacia la Puerta de Morr.

—Pero también gloria e inmortalidad —anunció Björn con su último aliento.

Sigmar lloró mientras su padre y sus fieles guerreros realizaban el viaje desde el reino de los vivos al de los muertos. No bien habían pasado al otro lado de la puerta, ésta desapareció como si nunca hubiera existido, dejando a Sigmar solo en el vacío páramo de las Bóvedas Grises.

Respiró hondo y cerró los ojos.

Y al abrirlos de nuevo se encontró con un agudo dolor.

En la cima de la Colina de los Guerreros el viento soplaba con crueles dedos que levantaban las capas y las túnicas para permitir que el frío del otoño entrara en el cuerpo. Sigmar no hizo ningún esfuerzo para ceñirse más la capa de piel de lobo, como si desafiara a la estación a hacer todo lo posible para turbarlo. El frío era ahora su compañero constante y le daba la bienvenida dentro de su corazón como a un viejo amigo.

Apenas Sigmar había abierto los ojos y despertado al dolor, que el recuerdo del derramamiento de sangre junto al río había regresado y él había gritado con una agonía nacida no de su casi muerte, sino de su pérdida.

Se acordó de cuando le dijo al muchacho herido en el Campo de Espadas que el dolor era el compañero constante del guerrero, pero ahora comprendía que no era el dolor sino la desesperación lo que perseguía a un guerrero en todo momento: desesperación ante lo inútil de la guerra, ante lo desesperado de la dicha y la estupidez de los sueños.

Lo acompañaban seis guerreros armados, sus protectores desde el ataque de Gerreon casi cinco semanas atrás. El temor a que lo asesinaran había hecho que sus hermanos de armas se volvieran excesivamente cautelosos, pero Sigmar no los culpaba, pues ¿quién podría haber previsto que Gerreon lo atacaría con tal ferocidad?

Cerró los ojos y cayó de rodillas, las lágrimas le corrían por la cara mientras pensaba en Ravenna. Su dolor al ver la palidez de su cuerpo, patente contra la oscuridad de su cabello, seguía tan fresco ahora como lo había estado en el momento en el que la había visto tendida inánime sobre el camastro.

La muchacha inteligente y llena de vida que había hecho brillar el sol en su corazón había desaparecido y en su lugar había una herida abierta y vacía que nunca sanaría. Cerró los puños y luchó por controlar la rabia que crecía en su interior pues, sin nadie a quien atacar, la furia de Sigmar se había dirigido hacia sí mismo.

Debería haber visto la oscuridad en el corazón de Gerreon. Debería haber confiado en las sospechas de sus amigos de que el arrepentimiento de Gerreon era falso. Tenía que haber habido algún indicio que había pasado por alto y que lo habría alertado sobre la traición que iba a privarlo de su amor.

Con cada día que pasaba, Sigmar se encerraba más en sí mismo, dejando fuera a Wolfgart y a Pendrag mientras éstos intentaban sacarlo de su melancolía. El vino fuerte se convirtió en su refugio, un medio de borrar el dolor y las visiones que lo atormentaban todas las noches sobre la espada de Gerreon hundiéndose en el cuerpo de Ravenna.

Pero la muerte de Ravenna no era el único dolor que llevaba en su corazón, pues sabía que su padre había muerto también. No habían llegado noticias del norte, pero Sigmar sabía con absoluta certeza que el rey de los umberógenos había caído. La gente de Reikdorf aguardaba con ansia el regreso de su rey, pero Sigmar sabía que pronto iban a experimentar la misma sensación de pérdida que lo atormentaba a él cada día.

Una parte secreta de él se complacía con la idea de que otros sufrieran igual que él, pero la nobleza de su alma comprendía que tales pensamientos no eran dignos y luchó contra esa abyecta mezquindad. No le había hablado a nadie de las Bóvedas Grises ni de la suerte de su padre, ya que sería impropio que un hijo hablara de la muerte de un rey antes de que se confirmara y no quería que su reinado sobre los umberógenos comenzara con una señal de mal augurio.

Reikdorf aprendería muy pronto el significado de la pérdida.

En las semanas que habían transcurrido desde que despertara, se había enterado de que su cuerpo había permanecido frío e inmóvil, sin vida, pero sin estar realmente muerto, durante seis días. Su vida había pendido de hilos finísimos sin que el curandero, Cradoc, supiera cómo explicar por qué no despertaba ni moría.

Wolfgart, Pendrag e incluso el venerable Eoforth habían estado con él durante todo el tiempo que había permanecido en el umbral del reino de Morr. Sabía que tenía suerte de contar con hermanos de armas tan incondicionales, lo que hacía que su distanciamiento forzoso fuera aún más difícil de racionalizar.

Como Sigmar había aprendido a lo largo de los años, el dolor distaba mucho de ser un proceso racional.

Había intentado rechazar lo que sus ojos habían visto en el margen del río y buscar represalia, pero incluso eso se le negaba, pues ni Cuthwin ni Svein podían encontrar ningún rastro del paso de Gerreon. Las escasas pertenencias del traidor habían desaparecido y él se había esfumado en el bosque como una sombra.

Con el despertar de Sigmar, Wolfgart había preparado su caballo para adentrarse en el bosque y dar caza al traidor, pero Sigmar le había prohibido ir, pues sabía que Gerreon le llevaba mucha ventaja y era demasiado listo para dejarse atrapar.

El nombre de Gerreon era ahora una maldición y no encontraría socorro en las tierras de los hombres. Se había ido, y lo más probable era que muriera solo en el bosque, como un ruin y un paria.

Sigmar movió la cabeza para librarse de tales pensamientos, cogió un puñado de tierra de la cima de la colina y dejó que escapara de entre sus dedos mientras sentía que algo se transformaba en piedra en su interior.

Contempló sus dominios, la ciudad de Reikdorf en constante crecimiento, su gente, el inmenso río y las tierras que se extendían formando un gran tapiz hasta donde alcanzaba la vista.

El resto de la tierra se escurrió de sus dedos. Sigmar se llevó las manos al hombro y acarició el alfiler dorado que le había regalado a Ravenna junto al río y que ahora sujetaba su capa.

—De ahora en adelante no amaré a otra —prometió—. Esta tierra será mi único amor duradero.

El aire entraba en los pulmones de Sigmar entre jadeos mientras daba la última vuelta al Campo de Espadas, cada paso hacía que flechas ardientes le recorrieran las cansadas extremidades. Podía sentir el fuego crecer en sus músculos, pero siguió adelante, pues sabía que tenía que fortalecerse antes de que el ejército umberógeno regresara a Reikdorf con el cuerpo del rey.

El sentimiento de culpa por ocultarle este hecho a su gente seguía atormentándolo, pero la alternativa no era mejor, así que mantuvo la cruda verdad encerrada en el fondo de su corazón.

Antes, esta carrera ni siquiera habría hecho que se inmutara, pero ahora le hizo falta toda su fuerza de voluntad para seguir poniendo un pie delante del otro. Su fuerza y resistencia estaban regresando, aunque a un ritmo para él decepcionante, incluso aunque asombrara al viejo Cradoc.

Sigmar luchaba cada día por recuperar su antiguo vigor. Se entrenaba con la espada y la daga para recobrar su velocidad, levantaba pesadas barras de hierro que el maestro Alaric había forjado para él para desarrollar su fuerza y daba una docena de vueltas corriendo al Campo de Espadas para aumentar su resistencia.

Había sido idea de Pendrag que Sigmar se entrenara donde los jóvenes guerreros pudieran verlo, afirmando que verían cómo se fortalecía y ello les daría esperanza.

En el fondo, Sigmar sabía que la sugerencia de Pendrag tenía tanto que ver con proporcionarle a él el aliciente que necesitaba para lograrlo como con dar ánimo a sus guerreros. Entrenándose solo, sólo podía decepcionarse a sí mismo si se rendía; pero fracasar a la vista de su gente los decepcionaría a todos, y Sigmar lo sabía.

El sudor le goteaba sobre los ojos y se pasó una mano por la frente mientras se acercaba al final de la carrera. Se detuvo trotando junto a Wolfgart, a quien el esfuerzo apenas parecía haber alterado, y se inclinó para apoyar las manos en los muslos. Pendrag parecía igual de tranquilo y Sigmar reprimió el resentimiento que surgió en su interior.

—Tienes que darle tiempo a tu fuerza para que regrese —dijo Pendrag, adivinando su estado de ánimo.

Sigmar levantó la mirada mientras le daba vueltas la cabeza y se puso en cuclillas para realizar una serie de inspiraciones profundas y estirar los músculos de las piernas.

—Ya lo sé —contestó—, pero es mortificante... saber que... no estoy tan en forma... como antes.

—Date tiempo —le aconsejó Pendrag, ofreciéndole la mano—. Hace seis semanas estabas al borde de la muerte. Es arrogante pensar que serás el de antes tan pronto.

—Sí —apuntó Wolfgart—. Eres duro, amigo, pero ni siquiera tú eres tan duro.

—Bueno, pues debería —soltó Sigmar, ignorando la mano de Pendrag y poniéndose en pie—. ¡Si voy a ser rey, seré un mal rey si no puedo hacer un esfuerzo sin resollar como un viejo desdentado!

Se arrepintió de sus palabras de inmediato, pero era demasiado tarde para retirarlas.

Wolfgart negó con la cabeza y plantó las manos en las caderas.

—Que Ulric nos proteja, pero hoy estás de un humor de perros —comentó.

—Creo que tengo motivos —respondió Sigmar.

—No digo que no los tengas, pero no logro entender por qué tienes que desquitarte con nosotros. Gerreon, que los dioses lo maldigan, se ha ido —añadió Wolfgart—, al igual que Ravenna.

—Ya sé que Ravenna se ha ido —dijo Sigmar. Su tono se iba endureciendo.

—Entonces escúchame, hermano —le rogó Wolfgart—. Ravenna ha muerto y lloro su pérdida, pero tú tienes que seguir adelante. Honra su recuerdo, pero sigue adelante. Encontraras a otra mujer para que sea tu reina.

—¡No quiero que otra mujer sea mi reina! —exclamó Sigmar—. Siempre fue Ravenna.

—Ya no —aseguró Wolfgart—. Un rey necesita una reina y, aunque su hermano no la hubiera matado, Ravenna no podría haber sido nunca tu esposa.

—¿De qué estás hablando?

Wolfgart hizo caso omiso de la mirada de advertencia de Pendrag y continuó:

—¿La hermana de un traidor? La gente no lo habría permitido.

—Wolfgart —le advirtió Pendrag, viendo que el rostro de Sigmar se había puesto lívido.

—Piénsalo y verás que tengo razón —prosiguió Wolfgart—. Ravenna era una chica maravillosa, pero ¿quién la habría aceptado como reina? La gente habría dicho que tu linaje estaba mancillado con la sangre de traidores, y no intentes decirme que eso no da mala suerte.

—Deberías vigilar tu lengua, Wolfgart —le advirtió Sigmar, acercándose a su hermano de armas, pero Wolfgart no se iba a retractar.

—¿Quieres pegarme, Sigmar? Adelante, pero sabes que tengo razón —insistió Wolfgart.

Sigmar sintió que su dolor y su rabia se fundían en una aplastante oleada de violencia y estrelló el puño contra la mandíbula de Wolfgart dejando a su amigo tumbado en el suelo. No bien asestó el golpe, la vergüenza por su acción lo invadió.

—¡No! —gritó Sigmar mientras sus pensamientos regresaban a su infancia, cuando había golpeado el codo de Wolfgart con un martillo en un momento de rabia.

Había jurado que nunca olvidaría la lección de control que había aprendido ese día, pero aquí estaba con los puños en alto sobre el cuerpo caído de un compañero.

Las manos de Sigmar se aflojaron y la amargura se desvaneció.

Se arrodilló junto a su amigo.

—¡Dioses, Wolfgart, lo siento mucho!

Wolfgart le dirigió una mirada avinagrada mientras movía la mandíbula y se apretaba la mano contra un creciente cardenal.

—No fue mi intención emprenderla a golpes contigo. Yo sólo... —comenzó Sigmar, pero se fue quedando callado al descubrir que no tenía palabras para expresar las emociones que fermentaban en su interior.

Wolfgart asintió con la cabeza y se volvió hacia Pendrag.

—Parece que aún tenemos mucho trabajo por delante, Pendrag. Pega como una mujer.

—Menos mal que nuestro hermano de armas no ha recuperado toda su fuerza o te habría arrancado esa maldita cabeza de idiota.

—Sí, tal vez —coincidió Wolfgart—, pero, claro, yo ya lo sabía.

Sigmar miró a sus amigos de armas a la cara y vio que temían por él y comprendían su rabia alimentada por el dolor. La tolerancia de sus camaradas le dio una lección de humildad.

—Lo siento, amigos —se disculpó—. Estas últimas semanas han sido las más duras por las que he tenido que pasar. No puedo deciros cómo de duras, pero saber que siempre estáis ahí me da muchísima fuerza. Os he tratado mal y os pido perdón por ello.

—Has sufrido —reconoció Pendrag—, pero no tienes que pedirnos perdón. Somos tus hermanos de armas y estamos a tu lado en los momentos felices y en los funestos.

—Pendrag está en lo cierto, Sigmar —añadió Wolfgart—. Sólo unos amigos de verdad soportarían semejante incordio. A estas alturas cualquier otro ya te habría abandonado.

Sigmar sonrió ante la verdad sin tapujos de Wolfgart.

—Eso es exactamente por lo que necesito pediros perdón, amigos míos. Sois mis hermanos y mis mejores amigos y es indigno de mí trataros como lo he hecho. Desde la muerte de Ravenna... me he encerrado en mí mismo, creando una fortaleza para mi alma. No he dejado entrar a nadie y he atacado a los que lo han intentado, pero aquéllos atrapados en una fortaleza con la puerta atrancada acaban muriendo de hambre, y ningún hombre debería mantenerse apartado de sus hermanos.

Sigmar sintió que lo invadían nuevas fuerzas mientras hablaba y, por vez primera desde su regreso de la Bóvedas Grises, sonrió.

—¿Cuento con vuestro perdón? —preguntó.

—No hay nada que perdonar —asintió Pendrag con la cabeza.

—Bienvenido, hermano —dijo Wolfgart.

* * *

La mañana siguiente comenzó con lluvia y Sigmar se fue despertando en la casa larga del rey mientras los restos de un sueño escapaban de su mente. La sustancia del mismo ya se estaba desvaneciendo pero se aferró a él como a un regalo de los dioses.

Caminaba junto al río donde se había enfrentado al jabalí Colmillonegro, la hierba era suave bajo sus pies y el viento estaba impregnado de los aromas del verano. Su padre se encontraba de pie en el margen del río, alto y fuerte, vestido con su mejor cota de malla. La corona de bronce de los umberógenos relucía en su frente, el ardiente metal atrapaba la luz del sol de modo que brillaba como si fuera una cinta de fuego alrededor de su cabeza.

Björn irradiaba poder y seguridad en sí mismo y, mientras se volvía hacia Sigmar, se sacó la corona de la cabeza y se la ofreció a su hijo.

Éste aceptó la corona con manos temblorosas. Cuando sus dedos tocaron el metal, su padre desapareció y él sintió el peso de la corona sobre la frente.

Sigmar oyó risas y se volvió, sonriendo de felicidad al ver a Ravenna danzando en la hierba con el viento agitando su cabello. Llevaba el vestido color esmeralda que a él le gustaba y la capa de la madre de Sigmar, que sujetaba con el alfiler dorado que el maestro Alaric había creado para ella.

Aunque no podía recordar el contenido de sus palabras, habían hablado durante una eternidad y luego habían hecho el amor, como la primera vez que Sigmar la había llevado allí.

Por vez primera desde el ataque de Gerreon, no sintió pesar, sólo amor y una inmensa sensación de gratitud por haber conocido tal belleza. Ella nunca envejecería para él. Nunca se volvería amargada ni resentida con el paso de los años.

Sería joven para siempre y eternamente amada.

Sigmar abrió los ojos y se sintió más descansado de lo que lo había estado en semanas; sus ojos estaban brillantes y despejados y sus extremidades, fuertes y musculosas. Respiró hondo y llevó a cabo sus estiramientos matutinos, reflexionando sobre el significado del sueño. Soñar con su padre y con Ravenna normalmente le habría producido dolor, pero este sueño había sido diferente.

Los sacerdotes enseñaban que los sueños eran regalos de Morr, visiones que permitían a aquellos bendecidos con ellas vislumbrar más allá del frágil velo de la existencia y ver el reino de los dioses. Tener tal visión se consideraba un presagio de gran importancia y un momento prometedor para nuevos comienzos.

¿Era este sueño un último regalo de los dioses antes de que se embarcara en la gran labor de forjar el imperio de los hombres? Si era así, sólo podía significar una cosa.

Sigmar terminó sus estiramientos, sumergió la cabeza en el barril de agua situado en un rincón de la casa larga y se secó con una toalla de hilo antes de ponerse la túnica y los pantalones. Oyó el sonido de gritos procedentes del otro lado de los muros de la casa larga y supo de qué debía tratarse.

Levantó la cota de malla y se la pasó sobre la cabeza, rotando los hombros hasta que la armadura se colocó correctamente. Luego se pasó las manos por el pelo y se lo recogió en una coleta corta con una correa de cuero.

Nuevas voces llegaron de fuera mientras Sigmar alzaba con una mano su estandarte carmesí de su puesto junto a su trono y cogía a Ghal-maraz con la otra. Se dirigió hacia las grandes puertas de roble de la casa larga con los sabuesos del rey caminando tras él, y Sigmar reflexionó que estos animales eran ahora suyos.

Al abrir la puerta, vio una solemne procesión de guerreros marchando hacia él a través de la lluvia y transportando un cuerpo sobre unas andas de escudos. Cientos de personas rodeaban a los portadores de escudos, y en las colinas que cercaban Reikdorf, Sigmar vio al ejército umberógeno observando el último viaje a casa de su rey.

Alfgeir aguardaba ante las andas, con la armadura de bronce abollada. Mantenía la cabeza baja, pero levantó la mirada cuando las puertas que conducían a la casa larga del rey se abrieron.

Los ojos del mariscal del Reik le contaron a Sigmar lo que él ya sabía.

La lluvia caía en cortinas neblinosas, goteando de la armadura y el cabello lacio de Alfgeir. El mariscal del Reik hincó una rodilla. Sigmar no había visto nunca a un hombre con un aspecto más desdichado o avergonzado.

—Mi señor —dijo Alfgeir, desenvainando la espada y ofreciéndosela a Sigmar—, vuestro padre ha muerto. Cayó en combate contra los hombres del norte.

—Ya lo sé, Alfgeir —contestó Sigmar.

—¿Lo sabéis? ¿Cómo?

—Mucho ha cambiado desde que mi padre partió a la guerra —respondió Sigmar—. Yo ya no soy el muchacho que conocías y tú no eres ya el hombre que eras.

—No —coincidió Alfgeir—. Fracasé en mi deber y el rey ha muerto.

—Tú no fracasaste —lo rebatió Sigmar—, y deberías quedarte la espada, amigo mío. La vas a necesitar si vas a ser mi paladín y mariscal del Reik.

—¿Vuestro paladín? —preguntó Alfgeir—. No... No puedo...

—No había nada que pudieras hacer —aseveró Sigmar—. Mi padre entregó su vida por mí y ninguna habilidad con las armas de este mundo podría haberlo salvado.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco del todo —confesó Sigmar—, pero me sentiría honrado si me sirvieras como le serviste a él.

Alfgeir se puso en pie, la lluvia le corría por la cara como si fueran lágrimas, y envainó la espada.

—Os serviré fielmente —prometió Alfgeir.

—Lo sé —dijo Sigmar, pasando junto a su paladín para acercarse a las andas de escudos.

Su padre yacía con Segadora de almas aferrada al pecho y la armadura brillante y bruñida. Sus nobles facciones estaban en paz, la fiereza de la cicatriz que le cruzaba el rostro se había atenuado de algún modo ahora que su alma había partido.

Sigmar se apartó de las andas.

—Llevad a mi padre a su salón —ordenó.

La procesión de guerreros desfiló por el barro y entró en la casa larga. Sigmar se volvió para dirigirse a los cientos de personas de luto reunidas ante él. Vio a muchos amigos entre su gente y reconoció cada rostro de los que allí había.

Ésta era ahora su gente, los umberógenos.

Sigmar plantó su estandarte en el barro delante de la casa larga mientras un rayo de sol se abría paso entre las nubes de tormenta y lo bañaba de luz. La tela carmesí ondeó al viento y Sigmar alzó a Ghal-maraz por encima de su cabeza mientras se dirigía a la multitud. Su voz llegó hasta los miles de guerreros congregados en las colinas más allá de la ciudad.

—¡Gente de los umberógenos! El rey Björn ha abandonado la tierra y ahora empuña la gran hacha Segadora de almas en el Salón de Ulric con sus hermanos Dregor Melenaroja, Sweyn Corazonroble y el poderoso Berongundan. Murió como él habría deseado, en combate, rodeado de enemigos y con su hacha en la mano.

Sigmar bajó a Ghal-maraz y exclamó:

—¡Enviaré jinetes por todo el territorio y haré saber que cuando salga la próxima luna nueva, mi padre ocupará su lugar en la Colina de los Guerreros!